Prólogo
Cornualles, 1814
Para muchos hombres, el deber, la lealtad y la honradez están por encima de cualquier otro valor. Las responsabilidades, el sentido de igualdad y el respeto son estandartes en la vida de estos. Y, por supuesto, la excelente reputación se torna el resultado de sus acciones.
Pero otros... otros hombres simplemente vienen al mundo para despilfarrar la riqueza que el resto ha creado con esfuerzo. Hacen de su existencia un libro repleto de escandalosas y descontroladas experiencias. Porque sí: no tienen idea de lo que es un límite. No conocen de la nobleza, de la palabra ni del amor.
Pero, aunque suene una locura, no son hombres vacíos. Lo que nadie, absolutamente nadie, puede negar es que gozan de los más profundos conocimientos en materia de pecados. Son reyes del infierno y sus valores, si es que así se los puede considerar, no están más que regidos que por la lujuria, la gula, la pereza y, desde ya, la soberbia.
Y si alguien debía decir qué tipo de hombre era el conde de Fowell, cualquiera que lo conociera no habría dudado en su respuesta. El segundo grupo era su manada. Y, de seguro, hasta la lideraba.
Sin duda Anthony David Pratt era un libertino. Quizá, el peor de todos.
No obstante, nada en la vida es para siempre. Y para sorpresa de Fowell, su padre —paradójicamente su propio padre— se convertiría en el hacha que le cortaría las alas.
—¿Dónde está? —preguntó Anthony ni bien entró en la residencia. Se quitó el sombrero de copa y se lo lanzó al pobre mayordomo que, sorprendido, no alcanzó a pronunciar ni una palabra.
Fowell, hecho una furia, caminó hacia la biblioteca. Lo cierto era que no necesitaba preguntar dónde estaba su padre, pues Richard David Pratt, marqués de Helster, vivía encerrado allí. Y no importaba la inmensidad de Austell Hall, pues el lord salía lo justo y necesario de su escondite entre los libros. Cuando marchaba a Londres para cumplir con sus obligaciones o, alguna que otra vez, cuando el viento de Cornualles no lo fastidiaba en demasía.
Sin hacerse esperar, e importándole tres rábanos las formas, Anthony abrió la puerta de la biblioteca de un solo golpe y entró con pasos sonoros que dejaron en claro su desfachatez y el enojo.
—Parece que mi hijo ha llegado. —Sonrió el marqués, y se bebió el resto de coñac que le quedaba en la copa. Estaba despatarrado sobre un sillón y con los pies sobre una pequeña mesa.
Fowell lo miró de arriba abajo e hizo una mueca de desagrado.
—Y tú parece que no te has movido de aquí por varios meses. Podría jurar que así te veías el día que me despedí de ti.
Richard curvó los labios. Su hijo tenía el mismo toque sarcástico que él. Pero no era lo único que compartían. Si lord Fowell era el libertino más controversial del reino, era gracias a su querido padre.
—Cielos... Creí que te daría gusto volver a verme —ironizó—. Pero puedo darme cuenta de que, desde nuestra última conversación, definitivamente has elegido odiarme.
Indignado, Anthony sonrió. Sus ojos turquesas solían irradiar una picardía magnética, pero esa vez parecían dos volcanes en plena erupción.
Impaciente, se acarició el oscuro cabello hacia atrás y, tras suspirar, avanzó hasta quedar a unos pocos metros del marqués.
—¿Para qué demonios mandaste a buscarme? ¿No pudiste esperar al inicio de la temporada?
Richard carcajeó al tiempo que bajó los pies de la mesa para enderezarse en el sillón.
—¿Y tú por qué crees? —Sin ofrecerle a Anthony, se sirvió un poco más de alcohol y bebió un sorbo.
Fowell entrecerró los ojos.
—Para fastidiarme, sin duda —escupió.
Lord Helster sonrió de lado.
—En eso tienes razón. Creo que no hay nada que te moleste más que mis amenazas —lo incitó.
Anthony respiró profundo, pero contestaría. Como siempre.
—¿Tus amenazas? —Rio—. No, te equivocas. No se trata de tus amenazas, sino de esa amenaza.
—¡Oh, vamos! ¡No exageres! ¡No es para tanto! —exclamó su padre entre risas. Le generaba placer ver a Anthony furioso y acorralado.
—¿Desheredar a tu único hijo te parece una cuestión menor?
Lord Helster, más serio, hundió los ojos color noche en los claros y brillantes de su hijo.
—Tal vez no lo sea. Aun así, no es para tanto. Si tan solo cumplieras con lo que te ordené, yo jamás...
—¡¿Por qué?! ¡Solo explícame por qué rayos quieres que me case! ¡¿Acaso no puedo vivir la vida que me enseñaste?! ¡¿Por qué demonios debo arruinarme la existencia con una mujer?! ¡¿No te alcanzó con tu miserable vida que necesitas condenarme a mí?!
Oh, sí. Aunque le doliera como un puñal en el corazón, lo que decía su hijo era tan real como la sangre noble que corría por sus venas.
Era cierto: Richard había gozado de una buena vida, una de despilfarro, de juergas ilimitadas y de desmedida lujuria. Una vida perfecta a los ojos de un hombre como él. Una vida ideal para él, el único producto de un matrimonio arreglado. Una vida que creía que duraría para siempre... hasta que se casó. Y de allí que su hijo tuviera razón. Tal como Richard le estaba exigiendo a Anthony, su padre también se lo había exigido a él. Así fue como se casó con la belleza más prometedora de una temporada, lady Rachel Hawks, a la que con el tiempo convirtió en marquesa de Helster y con la que tuvo a su único hijo: Anthony.
Pero lo cierto era que Richard no se había casado por amor. ¡Dios, por supuesto que no! Él no era hombre para una sola mujer, él era un demonio pecador y se juró que nunca dejaría de serlo. Sin embargo, haber hecho sufrir a la que había sido madre de Anthony era un acto del que, en parte, se arrepentía. Nunca la había amado, pero ella había sido una buena mujer. Y eso... eso carcomió la conciencia de Richard, lo amargó, incluso después del fallecimiento de Rachel, cuando Anthony apenas había cumplido los diez años. Jamás dejó de ser el libertino que la sociedad conocía, pero de a poco se fue hundiendo en el alcohol y en un ostracismo que lo llevó a guardarse siempre que podía en el único lugar en el que Rachel solía encerrarse a llorar por su culpa: la biblioteca. Y así, su vida se fue tornando del mismo y habitual gris del cielo de Inglaterra. Su vida, lentamente, se volvió miserable, tal como su hijo le había dicho.
No obstante, así como él se había condenado en pos del linaje y la nobleza, Anthony también debía hacerlo. Tarde o temprano, tendría que asumir las responsabilidades del marquesado, entre ellas, la de engendrar un heredero fuerte y sano. Y todo el mundo sabía las implicancias para lograrlo.
—Ya te lo he explicado. No me hagas malgastar las palabras —expresó a secas. Bebió un poco más de coñac y clavó la mirada en su hijo—. ¿Ya has escogido a alguna dama respetable? Te di tiempo suficiente para hacerlo.
Apretando los labios, Anthony inspiró profundo.
—Creí que solo habías dicho que eligiera a una dama.
Richard puso los ojos en blanco y exhaló con desgano.
—Nada de mujerzuelas, Anthony. No era necesario que lo aclarara —lo reprochó con voz cansina.
—Pues entonces no tengo ningún nombre que ofrecerte. Así que, si me disculpas... —expresó con una pícara velocidad e hizo una venia para retirarse, pero Richard lo detuvo.
—Alto. ¿A dónde crees que vas? —Entrecerró los ojos al tiempo que negó con la cabeza. Suspiró y, tras ver que la atención de Anthony volvía a él, cogió unos papeles de la mesa en la que había descansado los pies y los alzó con una mano—. Como supuse que no tomarías en serio mi advertencia, me ocupé de escribir con lujo de detalle que no te dejaría absolutamente ni un penique de mi fortuna. Y créeme: si de mí dependiera, hasta de los títulos te privaría. —Los ojos de Anthony refulgían de la rabia, el rostro se le había tornado rojo como un tomate y los labios apretados auguraban que estaba a punto de lanzar una larga lista de improperios. La expresión provocó una media sonrisa en el marqué