Milenios antes de Colón
La época indígena americana se extiende desde la llegada del ser humano a América, lo que se supone ocurrió hace al menos cincuenta mil años, hasta el inicio de la invasión europea, es decir la llegada de Colón. En ese extenso lapso se produjo el poblamiento del continente americano a lo largo de milenios, generándose un mosaico de culturas y una dispersión de pueblos indígenas diferenciados entre sí, con distintos niveles de desarrollo socioeconómico.
El ser humano no es originario de América pues existe una imposibilidad filogenética basada en que los monos americanos forman una rama muy alejada de los antropoides africanos, lo cual descarta que pudieran surgir elementos humanoides por una vía evolutiva. Todas las evidencias indican que llegó ya conformado como Homo sapiens procedente de Asia en varias oleadas remotas.
La primera migración, de origen mongoloide, ocurrió hace más de cincuenta mil años y se produjo por el estrecho de Bering —que hoy conecta la Alaska estadounidense con la Siberia rusa—, de apenas 90 kilómetros de extensión, beneficiada por las condiciones creadas para su paso durante el subestadio glacial altoniense (70.000 a 28.000 a. C.) en que el congelamiento favoreció su travesía. Eran hombres y mujeres del Paleolítico, nómadas, que vivían en cavernas y se dedicaban a la recolección, la caza y la pesca. Se extendieron por el continente americano de norte a sur hasta llegar, en un desplazamiento detrás de animales a cazar, efectuado a lo largo de milenios, al extremo austral.
A favor de esta hipótesis se levantan los hallazgos más antiguos encontrados hasta el presente en cada región americana: los de Alaska y Canadá tienen una antigüedad de más de treinta mil años; en California, de hace veintisiete mil; en México, de unos veintidós mil; en Venezuela, de catorce mil; en Perú, de hasta dieciocho mil; once mil para Chile y nueve mil en la Patagonia.
Luego de quienes ingresaron por el estrecho de Bering se sucedieron otras migraciones de elementos australoides y melanesoides procedentes del Pacífico. Estos ya eran navegantes y probablemente se encontraban en los estadios mesolítico y sobre todo neolítico, pues conocían la agricultura (maíz, yuca), eran sedentarios y sabían trabajar la cerámica. A partir de estas oleadas, que arribaron en diferentes momentos históricos (entre siete mil y dos mil años), de diversos orígenes étnicos, geográficos y nivel de vida, se produjo el desarrollo desigual de los pueblos aborígenes en un proceso que compete decenas de siglos de duración.
Así se conformó una población autóctona con mayor o menor conocimiento de la agricultura, mediante un crecimiento vegetativo bien diferenciado, resultado de combinaciones propicias o adversas del clima, suelos vegetales ricos o pobres. Se ha comprobado la existencia de 133 familias lingüísticas independientes en América, que comprenden cientos de idiomas y dialectos.
Al momento del descubrimiento del continente por los europeos, los habitantes de América se encontraban en muy diversos estadios de desarrollo. A lo largo y ancho del llamado Nuevo Mundo vivían infinidad de grupos aborígenes (ges, atapascos, esquimales, algonquinos, sioux, charrúas, tehuelches, onas, etcétera) que aún se hallaban en los primeros escalones de la evolución social, mientras otros, como los chibchas, tupi-guaraníes, arauacos, iroqueses, mayas, incas o aztecas, entre otros, habían logrado alcanzar nuevas etapas en su desarrollo social, económico y cultural a partir del momento en que iniciaron el cultivo de la tierra. Esto, que se calcula ocurrió hace unos mil quinientos años, permitió el surgimiento en ciertas zonas de Mesoamérica —al parecer, a partir de la cultura olmeca, considerada una especie de civilización madre— y el área andina de sociedades de clase y deslumbrantes centros de civilización.
La estructura social se caracterizó por la existencia de comunidades aldeanas organizadas en torno a la propiedad común del suelo, el trabajo colectivo (ayllú, calpulli) y sometidas a una clase dominante de guerreros y sacerdotes. Ello fue precedido, en los años 700 a 1000 d. C., en estas zonas de civilización más desarrolladas de la América precolombina, por una serie de crisis intestinas que pusieron fin al llamado período clásico y propiciaron el florecimiento de nuevas culturas, entre ellas la maya-tolteca, la azteca y la inca.
En cuanto a nuestro actual territorio las distintas zonas que habitaban los grupos indígenas originarios no se corresponden con los actuales límites internacionales ni interprovinciales, ya que dichas regiones sobrepasan las fronteras y atraviesan el territorio argentino en angostas franjas longitudinales, paralelas, que corren de norte a sur. Como los recursos existentes en cada franja ambiental condicionaban las formas de organización de cada pueblo para obtenerlos e implicaban una necesaria relación de intercambio entre los pueblos de distintas franjas para conseguir todo lo que necesitaban, es preciso definir la ubicación de las mencionadas franjas y sus características. Así las describe la investigadora Silvia Palomeque:
“El noroeste y el centro de la Argentina —en los territorios que durante la colonia correspondían a las gobernaciones de Tucumán (provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero y Córdoba) y de Cuyo (provincias de Mendoza, San Juan y San Luis)— estaban habitados por los pueblos agricultores con residencias estables en aldeas y que, en consecuencia, necesitaban organizar la forma de acceder a los productos que no había en su zona. Además, en ambas gobernaciones, el ambiente cambiaba en cortas distancias y cada franja era muy diferente de la otra vecina.
”Comenzando desde el oeste y avanzando hacia el este, la primera franja longitudinal era la costa del océano Pacífico con sus recursos marítimos, la segunda era el desierto chileno con sus minerales, la tercera era la Puna con sus ganados y sales, la cuarta fueron los valles y quebradas con su producción agrícola, seguidos por el pie de monte, que conectaba con la llanura, donde finalmente estaban los bosques y selvas con recursos variados como maderas, mates, calabazas, el cebil (alucinógeno) y las plumas. Esto implica que la forma más habitual de comunicación entre los distintos pueblos indígenas tenía una orientación este-oeste, totalmente distinta de la orientación norte-sur que luego impondrán los españoles.
”Considerando estas franjas ambientales y las características socioculturales de los grupos indígenas que allí se asentaban, desde la arqueología se han definido las siguientes zonas para el centro y el noroeste de la Argentina: Puna, valles/quebradas, selvas y Chaco; Cuyo, mesopotamia santiagueña y sierras centrales o de Córdoba. Al este y sudeste de la Argentina se encontraban los pueblos que habitan la llanura pampeana y el litoral de los ríos Paraná y Uruguay; estas zonas también tenían sus propios recursos particulares pero sus pueblos eran diferentes de los anteriores en tanto no residían en asentamientos aldeanos estables sino que presentaban una fuerte movilidad espacial”.
EUROPA INVADE AMÉRICA
En mayo de 1453 se produjo la caída de Constantinopla a manos turcas. Una de sus consecuencias más importantes fue el cierre de las rutas comerciales que llevaban de Europa a la India por el Oriente. Se impuso entonces la necesidad de abrir otras vías para el aprovisionamiento de especias y metales preciosos. La invención de la brújula, el astrolabio y la construcción de naves capaces de enfrentar las tormentas oceánicas, además de la bonanza económica de la España de entonces, hicieron posible que Cristóbal Colón se lanzara hacia el oeste y arribara en 1492 a las Antillas, creyendo haber llegado a la India. Como insólita consecuencia de dicho error, seguimos llamando a nuestros aborígenes “indios” tobas o “indios” mapuches. Gentes tildadas de salvajes, muchas veces presentadas como monstruos no humanos, que sin embargo supieron luchar y enfrentar con valor la opresión de los invasores europeos y sus aliados.
La “tierra de Américus”
No fue don Cristóbal el primer europeo en hollar suelo americano pues se tiene por seguro que antes lo hicieron los vikingos, probablemente Eric el Rojo y Leif Erikson, quienes a fines del siglo X habrían desembarcado en las costas de Groenlandia y de Norteamérica. También es muy probable, como hemos visto en páginas anteriores, una incursión asiática por el Pacífico; así parecen demostrarlo las características raciales de pueblos andinos de Ecuador, Perú y Bolivia.
La historia nos enseña que fue la reina Isabel la Católica quien, con sus joyas, financió la expedición colombina. No fue ella sino Luis de Santángel, un comerciante judío, en sociedad con los hermanos Martín y Vicente Pinzón, quienes aportaron dos carabelas de su propiedad. Lo de la reina fue una invención que justificaría la delegación que el papa Alejandro VI, supuesto dueño del orbe, hiciera de las nuevas tierras en los soberanos españoles. No en España sino en sus reyes, lo que algunos siglos más tarde explicará ciertas estrategias de los revolucionarios de Mayo que adujeron, en el “silogismo de Charcas”, que estando el dueño de América, Fernando VII, preso e imposibilitado de reinar, la soberanía pasaba al pueblo y no a España.
La Corona española era pesimista acerca del resultado de la expedición, lo que justifica la firma de las Capitulaciones de Santa Fe, el 17 de abril de 1492, por las que se concedía a Colón y a sus financistas grandes prerrogativas, como la de ser nombrado almirante, virrey y gobernador de las tierras a descubrir, además del diez por ciento de las riquezas obtenidas, privilegios que a la postre no se cumplieron, obligando a don Cristóbal a un infructuoso peregrinaje para obtener lo acordado, empeño en el que lo sorprendió la muerte.
Mientras don Cristóbal atravesaba varias veces el océano ida y vuelta, un fabulador y mediocre marino florentino, Américo Vespucci, escribía a su compatriota, el poderoso Lorenzo de Médicis, adjudicándose el descubrimiento del Nuevo Mundo e instándolo a financiarle una expedición. A diferencia de los soberanos españoles que tratarán de mantener oculto el acontecimiento para, infructuosamente, no despertar la ambición de otras potencias, el príncipe Médicis publicará la carta y el cartógrafo alemán Waldsemüller la tendrá sobre su escritorio cuando deba bautizar los nuevos territorios. En su Cosmographiae Introductio escribirá: “En el sexto clima, hacia el polo antártico, está situada la parte del globo que, habiendo sido descubierta por Américus, puede ser llamada ‘tierra de Américus’ o ‘América’”.
Monstruos sin cabeza, cíclopes con rabo
Para hacer lo que los europeos hicieron con los americanos fue necesario poner en duda la condición humana de los habitantes del Nuevo Mundo, a quienes se definía como “seres con apariencia de hombres”. A ello contribuyó el imaginativo Colón, quien en su “Diario” se refiere tres veces a seres “de un solo ojo”, como el cíclope griego. No termina ahí la cosa pues don Cristóbal, en una de sus cartas al tesorero real Gabriel Sánchez, le cuenta que a “la gente con cola” podía encontrársela en la parte poniente de la isla Juana, en la provincia llamada Nuan, “adonde nace esta gente”. En su segundo viaje le llegó el conocimiento de que “en Mangi todas las gentes tenían rabo de más de ocho dedos de largo” y que no muy lejos de La Española, ciudad por él fundada, había seres “con hocico de perros que comían los hombres y que tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura”.
No se queda atrás el explorador Antonio Pigafetta, uno de los escasos sobrevivientes de la expedición magallánica y cronista de la misma, quien cuenta que en una de las tantas islas indianas vivían hombres que tenían las orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que “cuando se acuestan, una les sirve de colchón y otra de frazada”.
A mediados del siglo XV el “haut americano” es descripto por primera vez en el capítulo LII de Les Singularités de la France Antarctique de André Thevet: “Tiene el tamaño de una mona de África, el vientre colgante y una cabeza parecida a la de un niño. Cuando se la captura suspira como un niño acongojado [...]. Además a esta bestia nunca se la ha visto comer”.
Aún en 1602 Delle Relationi Universali del abate Giovanni Botero, publicado en Venecia, reproduce la figura del “gastrocéfalo americano”: “Un hombre sin cabeza, que tiene ojos en la nariz y la boca en el pecho, y que va desnudo, menos en sus partes vergonzosas [...] y lleva sombrero ancho sobre sus espaldas, que de tan ardiente calor solar los defiende”. Y, más adelante: “Esto es verdaderamente un milagro de la naturaleza, un aborto o un prodigio, porque no se trata de un solo ser, sino que hay miles por estos lugares”.
Era indudable que el “humanitario” espíritu español imponía que se ocuparan y cristianizaran esas tierras habitadas por monstruos. Sobre todo si eran tan ricas. Aunque fuese necesario emplear malas maneras...
La lucidez de nuestros antepasados
Sin duda los primeros postergados en nuestro territorio, también en nuestra historia oficial, han sido y continúan siendo los pueblos originarios. En tiempos de la Conquista española sufrieron el inhumano despotismo de la codicia, hoy son víctimas de la miseria y de la discriminación en un país latinoamericano en el que el 90 % de los niños que aparecen en las campañas publicitarias son rubios y la mayoría de ellos tiene ojos claros.
Las noticias que el extremeño Núñez de Balboa hizo llegar del descubrimiento, el 25 de septiembre de 1513, del Mar del Sur (océano Pacífico), se difundieron por toda España y se supieron también en Portugal. El entusiasmo por haber descubierto un nuevo y promisorio continente no mermó el deseo de llegar a Oriente y traspasar esa inmensa barrera que se oponía.
Los portugueses no dudaban de la existencia de un paso que uniera ambos océanos, sobre todo después de las revelaciones del viaje de Vespucci de 1502 y de Gonzalo Coelho desde 1503 hasta 1506 al litoral marítimo sudamericano. Decididos a no dejarse ganar de mano otra vez por su vecina ibérica, despacharon clandestinamente una expedición a cargo de Nuño Manuel y Cristóbal de Haro que debía recorrer la costa del actual Brasil hasta hallar el paso interoceánico anunciado por los citados navegantes. Se internaron en nuestro Río de la Plata y exploraron el Paraná Guazú, sin avanzar más allá por el calado de sus naves. Luego regresaron a Portugal con la noticia de que, en efecto, existía un paso interoceánico aunque no habían podido explorarlo en su totalidad.
La novedad se difundió pronto por Europa y el geógrafo alemán Johannes Schöner dibujó en 1515 una carta global en la cual se ve a Sudamérica dividida a la altura del Río de la Plata por un estrecho que comunica el océano Atlántico con el Pacífico.
En España la noticia del descubrimiento del océano Pacífico por Vasco Núñez de Balboa primero, y el viaje clandestino de Nuño Manuel y Cristóbal de Haro al año siguiente, hicieron comprender a sus reyes que era preciso enviar una armada que se adueñase de ese supuesto paso interoceánico y luego de franquearlo, extender sus dominios por el oeste de las Indias Occidentales, como llamaban a las nuevas tierras. “Habéis de mirar que en esto ha de haber secreto e que ninguno sepa que yo mando dar dinero para ello ni tengo parte en el viaje”. Esto decía el monarca Fernando de Aragón en sus instrucciones al piloto mayor del reino, Juan Díaz de Solís, en 1515, al enviarlo hacia la América meridional.
La suerte no acompañará a dichos conquistadores europeos pues no les sucederá lo que a Hernán Cortés, a quien Moctezuma y su corte recibirán con honores, convencidos de que eran la encarnación del dios Quetzalcoátl profetizada por los augures aztecas. Tampoco la de Pizarro, quien invadirá el Imperio incaico y apresará sin dificultades a su soberano Atahualpa, más ocupado en litigar con su hermano Huáscar que en defenderse de los intrusos.
Nuestros querandíes o pampas, a quienes la historia oficial trata de salvajes poco menos que animalizados, deben ser reconocidos como más sagaces que los incas y los aztecas ya que no confundieron a los españoles con dioses y no dudaron de que se trataba de enemigos. No se dejaron impresionar por aquellas naves descomunales, más imponentes que sus piraguas, tampoco por aquellas pieles rígidas que refulgían al sol como la plata que los conquistadores imaginarían abundante en esa tierra nueva.
Los mataron luego de incitarlos al desembarco tentándolos sagazmente desde la orilla con agua, frutas y peces, preciadísimos luego del prolongado y azaroso cruce del océano. El cronista Herrera, integrante de la expedición, relató que “los indios tomando a cuestas a los muertos, y apartándoles de la ribera hasta donde los del navío los podían ver, cortaban las cabezas, brazos y pies, asaban los cuerpos enteros y se los comían”.
Cabe dudar sobre estos relatos sobre canibalismo, que se repetirán a lo largo de toda la Conquista, con escasas confirmaciones, que tenían por objetivo horrorizar a los europeos y así justificar las intervenciones “civilizadoras” que provocaron la casi extinción de los habitantes americanos.
Las versiones de la muerte de aquellos primeros españoles que se atrevieron a hollar las tierras de lo que hoy es nuestro país han sido siempre expuestas por nuestra historia oficial con solidaridad hacia los intrusos y con aversión hacia los defensores, lo que constituirá el acto inicial del drama de una Argentina siempre pensada desde los otros, desde intereses distintos y muchas veces antagónicos a los nacionales, en particular de sus mayorías populares. Es ese uno de los elementos claves de la construcción de nuestra identidad nacional.
Según mentas de la época los querandíes apresaron a un soldado de apellido Salcedo que paseaba desprevenido por la orilla del río y lo ahogaron cuidadosamente. Luego lo tendieron sobre la orilla y acuclillados a su lado, en silencio, aguardaron. A las pocas horas comprobaron que Salcedo no resucitaba y que su cadáver comenzó a descomponerse con pestilencia. Como si fuera uno de ellos.
Un coro de alaridos de guerra se elevó hacia el cielo: los llegados del mar no eran dioses. Ya sabían a qué atenerse.
Postergación femenina
Otro relegamiento en nuestra historia oficial, corregido en parte por influencia de la historia nacional, popular y federal, también conocida como revisionismo histórico, es el de la mujer. Solo en los tiempos modernos, y todavía con retaceo, ha habido reconocimiento hacia algunas de ellas como Julieta Lanteri, Alicia Moreau de Justo y, sobre todo, Eva Perón. En la época de nuestras guerras independentistas pueden rescatarse, como lo he hecho en anteriores publicaciones, a Juana Azurduy, las “Heroicas Cochabambinas”, Macacha Güemes, “la Delfina” y pocas más.
La postergación femenina era, justamente, el tema del reclamo de Isabel de Guevara, integrante de la expedición de Pedro de Mendoza —primer fundador de Buenos Aires—, a la reina de España, a quien escribe veinte años después de la fracasada expedición:
Muy Alta y Poderosa Señora:
A esta provincia del Río de la Plata, con el primer gobernador de ella, Don Pedro de Mendoza, hemos venido ciertas mujeres entre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una. Y como la armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil e quinientos hombres y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que a cabo de tres meses murieron los mil [...] Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban a las pobres mujeres, así en lavarse las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, poner fuego a los versos y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados. Porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres. [...] He querido escribir esto y traer a la memoria de V.A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte de lo que hay en ella, así entre los antiguos como entre los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar indios ni ningún género de servicios.
No fue la única en demostrar valor: en España don Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el indómito aventurero que había caminado América desde el Atlántico hasta el Pacífico y desde la Florida hasta Asunción, había sido condenado a la pérdida de su adelantazgo y no tenía por sus capitulaciones el derecho a nombrar sucesor.
Está vacante el título y se lo adjudica, el 22 de julio de 1547, el extremeño Juan de Sanabria, pariente de Hernán Cortés. Pero muere antes de emprender el viaje y le sucede en el título su hijo Diego, que no se dio prisa en embarcarse no obstante el impulso que a la empresa daba su madre, doña Mencia Calderón. Finalmente, ante la prolongación de la demora, la decidida doña Mencia zarpó en abril de 1550 solo acompañada de sus hijas mujeres y algunas doncellas que aspiraban a casarse con residentes en Asunción, además de varios marinos a cargo de la navegación. Uno de los pilotos de la expedición escribiría al príncipe Felipe: “[En las naves] venían cincuenta mujeres casaderas y doncellas para poblar la tierra. Mandaba Vuestra Alteza, por su Consejo Real de Indias, que trajera esta gente y señoras y las mujeres doncellas al Río de la Plata y las entregase todas al gobernador”.
Las naves naufragan en una borrasca atlántica y quienes logran sobrevivir van a dar al puerto brasileño de San Vicente. Su gobernador, Thome de Souza, retiene contra su voluntad a las españolas durante catorce meses. Finalmente doña Mencia logra huir con sus hijas y algunas de las doncellas y emprenden el largo y dificultoso camino a Asunción.
Durante el viaje atravesando selvas y trepando montañas sufren penalidades sobrehumanas, acosadas por indios que ya han aprendido que los blancos son sus enemigos mortales y por enfermedades desconocidas ante las cuales sus organismos no tienen defensas. No pocas murieron de enfermedad, hambre, sed y fatiga, también de heridas de flecha o lanza que provocaban siniestras infecciones.
En marzo de 1556, seis años después de haber salido de España, algunas consiguieron llegar a Asunción, doña Mencia entre ellas. Fueron recibidas con admiración por su epopeya y con entusiasmo por los casaderos. Fue así que doña Mencia de Sanabria, hija de doña Mencia, se casaría con Hernando de Trejo y serían padres de fray Hernando de Trejo y Sanabria, obispo de Tucumán y fundador de nuestra Universidad de Córdoba; años más tarde, viuda, volvería a casarse con Martín Suárez de Toledo, el compañero de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, de cuya unión nacería Hernando Arias de Saavedra, conocido como “Hernandarias”, futuro caudillo del Plata.
El papa borracho y el rey loco
Las ordenanzas reales preferían el término “pacificación” al de “conquista”: “E mandamos q. estos asientos no se den con título e nombres de conquistas, pues aviendose de hazer con tanta paz e caridad como deseamos, no queremos q. el nombre dé ocasión ni color para q. se pueda hazer fuerza ni agravio a los indios”.
La pacificación empezaba con un discurso dirigido a los indios. El capitán de la entrada o expedición, o quien él designara, debía requerirles, previamente a la lucha, que en paz aceptaran el señorío del rey, dueño de aquellas tierras por gracia y donación del Papa. Juan de Oviedo, veedor de minas y fundiciones de oro en la expedición de Pedrarias Dávila, nos da una versión completa del documento que se debía leer en lengua castellana a los indígenas de todo el territorio americano. Es de imaginar lo que habrán comprendido...
“De parte del muy alto e muy poderoso e muy católico defensor de la Iglesia, siempre vencedor y nunca vencido el Grand Rey Don Fernando (quinto de tal nombre), Rey de la España, de las dos Secilias e de Hierusalem, e de las Indias, islas y Tierra-Firme del Mar Océano, etc., domador de las gentes bárbaras; e de la muy alta e muy poderosa señora la Reyna Doña Johana; su muy cara e muy amada hija, nuestros señores: Yo, Pedrarias Dávila, su criado, mensagero e capitán vos notifico e hago saber, como mejor puedo, que Dios, Nuestro Señor, uno e trino crió el cielo e la tierra, e un hombre e una muger, de quien vosotros e nosotros e todos los hombres del mundo fueron e son descendientes e procreados, e todos los que después de nos han de venir...”.
El amonestador sigue “explicando” a los indios el origen de la autoridad del Papa y de cómo este le hizo donación al rey de España de las nuevas tierras descubiertas por Colón. Les ruega y requiere que presten su pacífica obediencia a la Iglesia, al Papa y a ellos, comprometiéndoles, en cambio, todos los beneficios de su buena voluntad. Si la sumisión exigida no fuese la respuesta, el documento no ahorra ásperas amenazas de guerra y esclavitud, que inevitable y fatalmente era lo que seguía a la lectura. Cuando la misma llegaba a realizarse.
El padre Bartolomé de las Casas cuenta que cuando los españoles querían asaltar un pueblo indígena marchaban en silencio hasta llegar a muy corta distancia. “Y allí aquella noche entre sí mismos, en susurros, se apregonaban o leían el dicho requerimiento diciendo: ‘Caciques y indios de esta tierra firme, de tal pueblo, hacemos os saber que hay un Dios, y un Papa, y un Rey de Castilla, que es señor de estas tierras, venid luego a le dar obediencia, etc., y si no, sabed que os haremos guerra y mataremos y captivaremos...’”.
Si, excepcionalmente, los intérpretes facilitan la comprensión a los indios, estos, según el citado Oviedo, saben responder con burlas y amenazas a los términos del documento: “Respondiéronme: que en lo que decía que no había sino un Dios y que este gobernaba el cielo e la tierra y que era señor de todo, que les parecía bien y que así debía ser, pero en lo que decía que el Papa era Señor de todo el universo en lugar de Dios, y que él había hecho merced de aquella tierra al Rey de Castilla, dijeron que el Papa debiera estar borracho cuando lo hizo, pues daba lo que no era suyo; y que el Rey que pedía y tomaba tal merced debía ser algún loco, pues pedía lo que era de otros”.
Palo santo
En 1530 Girolamo Fracastoro, médico y erudito italiano, publicó su libro Syphilo, que bautizó a la hasta entonces poco conocida enfermedad que asolaba Europa. Como muchas obras de medicina de la época, estaba escrita en forma de poema.
Syphilo, indio americano, libra una imposible batalla contra la enfermedad, y ruega a los dioses que le traigan un bálsamo que lo cure. Estos hacen crecer el “guayacán”, árbol milagroso cuya resina bebida en tisana le devuelve la salud perdida.
A don Pedro de Mendoza no lo mueve el afán de riquezas, que ya posee. Ni el de prestigio, que le sobra a la casa de Mendoza, a la que pertenece también el célebre marqués de Santillana. Tampoco el de gloria, pues ya la ha conquistado durante las guerras de Italia.
El capitán atraviesa el océano asesino, plagado de borrascas y piratas, al mando de once navíos y 1200 hombres, en busca del “palo santo” o “guayacán” con el que curar su avanzada sífilis. Ese tormento que lo hace arder en fiebre y retorcerse en dolores sobre su jergón.
Lo que su médico, don Hernando de Zamora, no ha tenido en cuenta es que se trata de una planta tropical, jamás hallable en los australes dominios del Río de la Plata.
Nuestra primera ciudad
El 21 de mayo de 1534 Carlos V divide la América del Sur española en cinco franjas de doscientas leguas cada una: concede la primera a Cortés, quien conquistará México; la segunda a Pizarro, quien doblegará a los incas; la siguiente a Pedro de Mendoza, quien no podrá con nuestros heroicos antepasados originarios. La zona más austral, la quinta, que correspondería al estrecho de Magallanes, queda reservada para el obispo de Plasencia, Gutierre de Vargas Carvajal, de cuyas andanzas nos ocuparemos más adelante.
La franja patagónica, cuarta en la serie, correspondió a Simón de Alcazaba, nacido en Portugal pero al servicio, como cosmógrafo, del rey de España. Muchas ilusiones se hizo don Simón, quien bien sabía lo que era enriquecerse en tierras extrañas, pues de joven, y sin aprovecharlo, había participado en la conquista portuguesa de las Molucas y de la China.
Durante años, mientras esperaba la decisión real, había crecido su ambición escuchando relatos sobre México y sobre Perú, y como testigo del regreso triunfal de algunos conquistadores, ricos y ufanos, y hasta no faltaron los que acreditaron un título nobiliario. Si las cosas no anduvieron bien en el Río de la Plata, se convencía don Simón, era porque don Mendoza, tan enfermo y descomedido, no había procedido como se debía para acumular el oro y la plata y las piedras preciosas que también, estaba seguro, abundarían en la Patagonia, de la que nada se sabía.
Ya en viaje, su ánimo exaltado de esperanza le permite sobrellevar la sed que tortura a sus capitanes y marineros. Encuentra la solución. Se reemplazará el agua por el vino que carga en sus toneles. “Los gatos e perro bebían vino puro”, confirmará un cronista. El desconocimiento lo hará concebir una idea extravagante: iniciará la conquista de su reino por el lado del Pacífico. Para ello deberá cruzar el estrecho de Magallanes.
La empresa es imposible. Hay largas temporadas en que no se puede entrar a vela en el estrecho, y si se lo logra por milagro, la corriente y el viento se encargan de destrozar las embarcaciones o de expulsarlas fuera.
Como era de prever, sopla un huracán que arranca las velas “e parecería que se quería llevar las naos por el aire”. Alcazaba, obligado a retroceder, sigue la costa patagónica hasta encontrar una caleta aceptable a los 45° de latitud. La llamará ostentosamente Puerto de los Leones pues es así como ha bautizado a los integrantes de su expedición. Con solemnidad instala un toldo y diseña el trazado de su fortaleza y capital del adelantazgo: Nueva León. Pero como es lógico el sitio no resulta confortable, azotado por el helado viento patagónico y con indios mansos pero escasos y rebeldes para el trabajo. Ninguna encomienda es imaginable. Don Simón no desfallece: en alguna parte de su vasto reino estarán los tesoros. Presume que hacia el Pacífico, y prepara una expedición a buscarlos.
El 9 de marzo de 1536 emprende viaje internándose hacia el noroeste: solo encuentra llanuras sin vegetación, hambre, frío, y el viento constante y en tromba. A las catorce leguas el adelantado, enfermo, debe volver a su fundación, pero ordena a los suyos que continúen su marcha hasta las ciudades de mármol, oro y plata que seguramente esperan a lo lejos. Seguirán hasta donde puedan: las pocas liebres y avestruces que encuentran no bastan para calmar el hambre, tampoco las hierbas y las raíces. Algunos mueren de fatiga.
Hasta que la mayoría no da más y se rebela. Un alzamiento cruento: matan a los capitanes y a los leales de Alcazaba, vuelven a Nueva León y asesinan también al adelantado imaginativo y a quienes osan defenderlo. Surgen entonces dos caudillos: el más exaltado, Juan Arias, quiere que “los leones” se hagan piratas y “salir a robar a todo trapo”; el otro, Juan de Mori, más prudente, quiere volver a España y alejarse de esas tierras de espanto. Este último convence a los pocos sobrevivientes, degüellan a Arias y ponen despavorida proa hacia España, donde Mori escribirá la crónica de tan descabellado proyecto.
La ciudad de Nueva León, de corta existencia, nacida el 9 de mayo de 1535 del delirante proyecto de imaginar la Patagonia como un adelantazgo rico y poblado, fue la primera “ciudad” establecida formalmente en nuestro territorio actual. La Buenos Aires de Pedro de Mendoza solo había sido un “fuerte” o “real”, y Santiago del Estero fue fundada con posterioridad.
La ponzoña
En nuestro actual territorio no era fácil obtener plantas venenosas para impregnar lanzas y flechas como en otras zonas americanas. La estrategia debía ser otra: apelar a ponzoñas violentas y eficientes, nacidas de la exuberancia, capaces de provocar infecciones inatajables. Rápidas y crueles, bastaba el roce de una flecha para una muerte torturada por fiebres y dolores insoportables hasta la locura.
Lo refieren las crónicas: “Y es cosa dolorosa oír del arte que morían aquellos tristes, e con la pena que sus ánimas salían de los trabajados cuerpos. No se piense que las heridas eran muy grandes, mas como la contagiosa yerba fuese de la calidad que ya hemos dicho, no era menester más que las flechas oliesen la sangre e picando solamente con las puntas sacasen una gota de ella, cuando luego el furor de la ponzoña subía al corazón, e los tocados con grandes bascas [náuseas violentas] mordían sus propias manos, e aborreciendo el vivir deseaban la muerte, e tan encendidos estaban en aquella llama ponzoñosa que les abrasaba las entrañas e hacía tanta impresión que los espíritus vitales les desamparaban”.
La preparación de algunas ponzoñas no era simple:
“En un vaso o tinajuela echan las culebras ponzoñosas que pueden haber y muy gran cantidad de unas hormigas bermejas que por su ponzoñosa picada son llamadas caribes, y muchos alacranes y gusanos ponzoñosos de lo arriba referidos, y todas las arañas que pueden haber de un género que hay, que son tan grandes como huevos y muy vellosas y bien ponzoñosas, y si tienen algunos compañones de hombres los echan allí con la sangre que a las mujeres les baja en tiempos acostumbrados, y todo junto lo tienen en aquel vaso hasta que lo vivo se muere y todo junto se pudre y corrompe, y después de esto toman algunos sapos y tiénenlos ciertos días encerrados en alguna vasija sin que coman encima de una cazuela o tiesto, atado con cuatro cordeles, de cada pierna el suyo, tirantes a cuatro estacas, de suerte que el sapo quede en medio de la cazuela tirante sin que se pueda menear de una parte a otra, y allí una vieja le azota con unas varillas hasta que le hace sudar, de suerte que el sudor caiga en la cazuela, y por esta orden van pasando todos los sapos que para este efecto tienen recogidos, y desde que se ha recogido el sudor de los sapos que les pareció bastantes, júntanlo o échanlo en el vaso, donde están ya podridas las culebras y las demás sabandijas, y allí le echan la leche de unas ceibas o árboles que hay espinosos, que llevan cierta frutilla de purgar, y lo revuelven y menean todo junto, y con esta liga untan las flechas y puyas causadoras de tanto daño. Y cuando por el discurso del tiempo acierta esta yerba a estar feble, échanle un poco de la leche de ceibas o de manzanillas, y con aquesta solamente cobra su fuerza y vigor.
”El oficio de hacer esta yerba siempre es dado a mujeres muy viejas y que están hartas de vivir, porque a las más de las que la hacen les consume la vida el humo y vapor que de este ponzoñoso betún sale”.
Se explica entonces que la búsqueda de algún antídoto o antiponzoña fuese tarea primordial para el conquistador. En el Tucumán fue un originario quien de modo involuntario reveló el preciado secreto. Los soldados lo habían apresado y le flecharon los muslos con la ponzoña indígena. Luego fingieron descuido y lo dejaron en libertad aunque acechándolo de manera cuidadosa.
Lo relató Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, a quien Carlos V nombró primer cronista de las Indias recién descubiertas: “El indio se fue así herido, que apenas podía andar, y junto al pueblo cogió dos hierbas y majólas en un mortero grande, y de la una bebió luego el zumo, y con un cuchillo que le dieron se dio una cuchillada en cada pierna do era la herida, y buscó la púa de la flecha y sacóla, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba que había majado, y estuvo después con mucha dieta y sanó prestamente”.
Tener los santos a favor
La Conquista europea tuvo una justificación religiosa pues aparentemente se trató de cristianizar a herejes que adoraban imágenes inspiradas por el demonio. Por eso no eran de extrañar los relatos de la supuesta ayuda que recibían los conquistadores y colonizadores de santas y santos para llevar adelante sus cometidos. En las crónicas de los conquistadores no había noticias de que los dioses americanos dieran alguna mano a los indígenas. Sí se sabía, en cambio, como era de esperar, de la activa participación de los santos europeos en ayuda de sus compatriotas.
Cuando los calchaquíes fueron vencidos en alguno de sus levantamientos y los llevaron a la iglesia donde se veneraba la Virgen del Valle, se dijo que quisieron huir del templo al reconocer en su imagen la figura que se les aparecía durante las batallas, suspendida en el aire.
En la recopilación de los milagros realizados por esta virgen que se levantó algunos años más tarde, a mediados del siglo XVIII, Juan Antonio de la Vega declaró saber que, mientras las tropas españolas luchaban en el valle, la imagen desaparecía de su nicho y que su guardián no podía evitar las fugas, aunque aseguraba las puertas. Cuando la hallaba nuevamente en la hornacina su manto estaba cubierto de polvo y de abrojos.
No solo santas, también santos: a fines de 1569, doña Catalina de Placencia huía de los araguacas luego de una emboscada en la que habían muerto la mayoría de los españoles y los criollos e indios amansados que los acompañaban. También el yerno de doña Catalina, Diego Gómez de Pedraza:
“Nos escapamos huyendo de la dicha guerra en solo los caballos y mulas en que veníamos, con un negro que se llama Francisco Congo, llevando solo lo que traímos vestido, siendo la dicha doña Francisca niña de leche —contará la doña más tarde—. Y sin traer de comer vinimos por cincuenta leguas de indios belicosos, de guerra, desde Purmamarca hasta la ciudad de Nuestra Señora de Talavera, perdidos, fuera del camino, comiendo raíces y viendo muchos indios de guerra cerca nuestro, que no nos hacían mal [...] y después decían los dichos indios que había una figura blanca en el aire que los espantaba y amenazaba”. El apóstol Santiago, claro está.
El negro Francisco lo confirma en su testimonio: “Que vio este testigo y las dichas mujeres un hombre caballero en un caballo blanco, que no conocían quién era y creían que era un Pedro Gómez de Balbuena que había escapado del desbarate huyendo y que solía venir en un caballo rucio, y por creer que era él todo el camino le iban dando voces llamándolo y diciéndole: ¡Aguarde, don Pedro Gómez, espérenos y socórranos de estos enemigos! [...] Iba siempre adelante guiando, como a un tiro de arcabuz, y no lo podían conocer bien. Pero este testigo entiende que era el bienaventurado Santiago”.
Pionera de la diversidad
No faltará tampoco, en aquellos tiempos, el caso de la audaz mujer pionera que, en tiempos de sojuzgamiento femenino, para encontrar su lugar bajo el sol asumirá la identidad masculina: “Nací yo, doña Catalina de Erauso, en la villa de San Sebastián, de Guipúzcoa, en el año de 1585, hija del capitán don Miguel de Erauso y de doña María Pérez de Galarraga y Arce, naturales y vecinos de aquella villa”. Así puede leerse en la solicitud de “jubileo”, es decir de perdón por sus faltas, que Catalina dirigió al Papa.
Su infancia estuvo presidida por el abandono de sus padres. Desde los cuatro años convivió con las monjas del convento de dominicas de San Sebastián el Antiguo porque una tía suya deseaba encarrilarla hacia la vida contemplativa. Cuando ya era novicia, tenía quince años, tuvo un altercado con una monja, según ella misma anota: “Era ella robusta y yo muchacha; me maltrató de mano y yo lo sentí”. Aquella misma noche, 18 de marzo de 1600, Catalina robó las llaves del convento y se escapó mientras las monjas rezaban maitines.
Convencida de que ninguna ventaja era ser mujer y decidida a hacerse pasar por varón se enroló como grumete en la flota de don Luis Fajardo y partió a la aventura americana. En Nombre de Dios (hoy Panamá), punto final de su viaje, decidió abandonar la vida marinera, “cogiéndole quinientos pesos” al capitán.
En Saña ejerció de tendero y fue allí donde inició su vida de espadachín propenso a los altercados. Cierta vez había ido a presenciar una obra de teatro a un “corral de comedias” pero el corpulento espectador de la fila delantera le impedía ver el escenario. Catalina le pidió que se moviera para despejarle la visual pero recibió una respuesta amenazante: “O te vas o te corto la cara”.
Al día siguiente la Erauso volvió al “corral” para encontrar al insolente, se le acercó por detrás y cuando el otro se dio vuelta “dije yo: ‘Esta es la cara que se corta’ y dile con el cuchillo un refilón que le valió diez puntos. Él acudió con las manos a la herida, su amigo sacó la espada y vino a mí y yo a él con la mía. Tiramos los dos y yo le entré una punta por el lado izquierdo, que lo pasó y cayó”.
Las consecuencias de esta trifulca la obligaron a buscar refugio en una iglesia, de donde la sacó su amo bajo la condición de que matrimoniara con una tal Beatriz de Cárdenas. Muy atractiva debía de resultar Catalina con su indumentaria de hombre pues tuvo que quitarse de encima a la tal Beatriz de malos modos: “Y una noche me encerró y declaró que a pesar del diablo habría de dormir con ella; apretándome en esto tanto, que tuve que alargar la mano y salirme”.
Por aquel entonces se buscaban soldados para seis compañías que iban a Chile y Catalina sentó plaza en una de ellas a las órdenes del capitán Gonzalo Rodríguez. Allí su destino estuvo en el presidio de Paicabí, uno de los más peligrosos, donde combatió contra los indios a lo largo de tres años. En un ataque, los naturales mataron al alférez y capturaron la bandera. Catalina y dos soldados de a caballo fueron a recuperarla, y murieron en la acción todos menos ella, que quedó gravemente herida: “Yo, con un mal golpe en una pierna, maté al cacique que la llevaba [la bandera], se la quité y apreté con mi caballo, atropellando, matando e hiriendo a infinidad, pero malherido y pasado de tres flechas y de una lanza en el hombro izquierdo; en fin, llegué a mucha gente y caí luego del caballo”.
En reconocimiento a su heroísmo se la nombró alférez y durante cinco años desempeñó tal cargo; incluso mandó la compañía cuando el capitán Rodríguez murió en Puren. Es que Catalina era un verdadero “pacificador”, como lo demuestra este párrafo de su “jubileo”: “Me topé con un capitán de indios, ya cristiano, llamado don Francisco Quispiguaucha, hombre rico, que nos traía bien inquietos con varias alarmas que nos tocó, y batallando con él, lo derribé del caballo y se me rindió. Yo lo hice al punto colgar de un árbol”.
Cronistas de la época registran que en otra de sus acostumbradas pendencias, la mujer a quienes todos creían hombre mató a su propio hermano, también soldado. Huyendo de la justicia se afincó durante un tiempo en Tucumán para luego seguir camino hacia el Alto Perú. Otro grave incidente lo protagonizó en La Paz, donde despachó con su espada al criado del corregidor Barraza y fue condenada a muerte por ello, aunque logró escapar a la misma mediante un truco eficaz y escandaloso: antes de ser ejecutada solicitó la gracia de confesar y comulgar y cuando le dieron la hostia se la quitó de la boca y la apretó en su mano, amenazando con dejarla caer al sucio suelo. El revuelo consiguiente fue extraordinario, Catalina nos lo cuenta en su informe al Papa: “Me rayeron la mano y me la lavaron diferentes veces y me la enjuagaron, y despejando luego la iglesia y los señores principales, me quedé allí. Esta advertencia [el truco empleado] me la dio un santo religioso franciscano, que en la cárcel había, dándome consejos y que últimamente me confesó”.
Fue expulsada con la promesa de no regresar jamás. En Cuzco, indomable, participó en otro incidente por causa del juego, dando muerte a un individuo llamado Cid, que había intentado robarle dinero. En la reyerta resultó herida de gravedad y ante situación tan comprometida en que se hallaba reveló su condición de mujer al obispo Carvajal.
Imaginable es la incredulidad del religioso. Por ello decide verificar tan extraordinaria confesión: “Como a las cuatro entraron dos matronas y me miraron y se satisfacieron y declararon después ante el obispo, con juramento, haberme visto y reconocido cuanto fue