Capítulo primero
I
Alguien tocó mi espalda y señaló por dónde deberían de ir mis pasos. Caminé fingiendo seguridad. Subí unos cuantos escalones. Volví la cara y de nuevo se me indicó el rumbo. Atravesé una primera sala. Los muros eran color ladrillo. En uno de los costados, resaltaban varios cuadros. Estaban perfectamente iluminados por haces de luz que salían de la penumbra. Era una serie de desnudos femeninos. Trazos burdos, la mayoría en carboncillo. Mujeres esbeltas, algunas reclinadas, mostrando sus torsos y redondeces o envueltas en sus propias piernas. Caras desdibujadas, mujeres cabizbajas e intrigantes. Parecían gobernar silenciosamente aquella escalera que desemboca en un pequeñísimo corredor. Nunca he sabido a dónde conduce. Entré después a la gran sala, lanai dirían en el Pacífico, yo la recordaba aún más espaciosa. Miré el frente abierto hacia el jardín y la chimenea al centro en la que ardían unos enormes leños cuyos tronidos se confundían con el estrépito del agua que no dejaba de caer, como arrojada desde un cielo furioso. A la derecha, en el fondo del salón, reconocí a Valdivieso, cenaba con su esposa. Unos hombros muy delgados pero aún atractivos salían de un vestido blanco que refrescaba esa mesa. La plática era poca y mucha la observación. A él lo vi más canoso, su cara un poco abotagada con esos ojos claros que siempre recuerdo cuando leo Río abajo. De algunos rincones se venían encima las imágenes de niños pintados en la más clásica academia, salvo que se encontraban como suspendidos, sin proporción, gigantes frente al paisaje de algún poblado empequeñecido arbitrariamente, fuera de cualquier perspectiva. No sabía uno si el niño con sonrisa siniestra era amorfo o acaso una elaborada imitación de una pintura infantil fuera de lugar, como una broma pictórica que no venía al caso. Vi tres parejas, probablemente de estadounidenses, de pelo cano y portando atuendos coloridos, platicar con voces graves mientras los meseros les servían abundantes verduras. De platones de barro salían zanahorias enrojecidas, espinacas pesadas a la vista y rociadas de mantequilla, granos de maíz uniformes y brillantes, casi redondos, trozos de blanca coliflor de los cuales se desprendía vapor desvaneciéndose en un instante. Por los muros del jardín subían hiedras y bugambilias enredándose unas con otras. Trepaban árboles iluminados cuidadosamente desde el piso, rodeados de helechos que parecían caerse por la humedad prendida a ellos. Un extraño vapor que todo lo cubría resaltó por las hogueras encerradas en fierro ennegrecido y oxidado. Calentaban las mesas regadas del jardín. Vi el vapor brotar silencioso de entre las plantas, los árboles y el pasto perfectamente recortado. La mayoría de los comensales era gente de edad, de movimientos apacibles. Estaban sentados con la placidez dolorosa de su condición. Se les veía cruzar palabras tranquilas. Las mujeres portaban un ánimo tropical contrastante con la palidez de sus rostros. Había ropa clara en los caballeros. Dos ritmos se hacían evidentes: el de los visitantes con sonrisas de calendarios vitales lo suficientemente avanzados como para dejar iras y entusiasmo y entrar en esa serenidad que propicia pláticas alargadas sin esfuerzo, esa cadencia de involuntario seguimiento de detalles casi imperceptibles que son muy importantes a ciertos ojos. El otro ritmo se hacía presente por un brincoteo controlado de los meseros, a punto siempre de derramar algo de sudor. Mi guía se detuvo en el último de los escalones cubiertos por la teja. Solicitó un paraguas con un gesto un poco violento. Un hombrecito, con una sonrisa incrustada en su rostro abrió una enorme sombrilla con gajos anaranjados y blancos. Estiró al máximo su corto brazo para afirmar después “a la hora que quieran”. Yo sentí dos, tres gotas particularmente grandes sobre la espalda. A tientas comencé mi descenso tratando de no quitar la mirada de una figura. Me atrapó entre las luces centelleantes. Era una mujer solitaria, sentada en una de las mesas del fondo, cercana a una cajonera con incrustaciones de marfil. Alcancé a mirarla acompañada exclusivamente por una hielera metálica que parecía sudar de manera incontenible. La cabeza de una botella de vino descorchado rebasó el borde. No vi alimentos en la mesa. Ella bebía un sorbo de una copa de boca ancha cuando tuve que dejar el cuadro por miedo a resbalar entre los recintos que insinuaban una vereda poco clara. Yo había sacado mi saco de lino, ése que rara vez uso. Consideré que la ocasión lo merecía. Nada más apropiado que unos pantalones de gabardina beige y una popelina delgadísima. Encima había sentada una foullard quizá demasiado juguetona. Cruzamos una alta reja enclavada en unos muros de roca que lloraban agua y parecían de una sola pieza. De pronto lanzaron brillos intermitentes. A nuestros pies los amenazaba un barro negro. De él vivían todo tipo de flores, aves del Paraíso, una especie de orquídeas silvestres pero de tallos largos que parecían mirarme y seguir mis pasos. Azucenas combadas y unas, pequeñitas rojas que llevaron mi mirada a las grandes hojas quebradas de un plátano. Más allá unos margaritones golpeados por el agua servían de entrada a unas hortensias que siempre miro sólo por error desde que ella me dijo que traen mala fortuna. Flores, una tras otra, sacudidas por el incesante chubasco, lastimadas, resistiendo el embate. Al fondo de este jardín, un farol iluminaba una puertecilla que se fue agrandando conforme atravesábamos el enorme prado que me pareció infinito. Mi guía sacó una llave mucho antes de lo necesario y también un billete para el hombrecito, que para entonces sudaba entre su cabello negro. Sin quererlo, mostró con cierta temblorina el cansancio del brazo que sostenía la sombrilla. Mi guía abrió la puerta con agilidad. Notó mi mirada sobre una escuadra prendida del cinto y quizá por ello aceleró el “pase usted”. Entramos a un pequeño patio. Nos atajó un tejado, “aguarde usted un momento” fue la próxima expresión. Traté de dar algunas sacudidas fuertes a mis pies para deshacerme del exceso de agua. Con la yemas repasé mi saco en previsión de la entrevista. Oí cómo una puerta se deslizó. De pronto allí estaba yo frente a él. La sorpresa me invadió. Enfundado en una bata de seda con grecas orientales, me extendió la mano. Vi su pijama de algodón con bordes en bies y unas desgastadas zapatillas de cuero claro. “Bienvenido” creo que fue la primera expresión, que de seguro recibió alguna respuesta despersonalizada de mi parte. De inmediato dio la vuelta pidiendo a mi guía, con una seña cargada de desdén, que cerrara la puerta. En aquella suite todo era desorden: libros y periódicos tirados en el piso, la cama abierta con las sábanas arrugadas, las dos almohadas sobre el mismo lado, una sobre otra, para dar servicio a un lector de cama. A la izquierda miré algunas botellas junto a un arma negra sobre uno de los burós. Agravó mi desconcierto. ¿Por qué tanta intimidad compartida conmigo, un perfecto extraño? Miré de lleno su rostro. Estaba a unos cuantos centímetros. Nos habíamos sentado esquinados en un lado del terno tapizado con una cretona en ocres. Comenzó entonces con una densa síntesis explicativa de los problemas de la región, de lo urgente de evitar más violencia. Ambos sabíamos que esas palabras eran amabilidad, preámbulo. Articulaba con tal velocidad y agudeza que parecía repetir una oración. Sus labios se mecieron uno sobre el otro y de ellos emergieron palabras de una dureza que no correspondía a la atmósfera de la suavidad, al trato casi cariñoso, de hermandad, en la cual me encontraba inmerso. Capté de pronto algo de su vanidad cuando llevó su mano con ligereza a lo largo de su cabello cano, echando al instante un reojo hacia la ventana. Su figura se reflejaba en ella. Lo gozó. En verdad no hubo nada nuevo de lo que se me había informado en la ciudad. Sin embargo, allá el asunto resultó abstracto, cercano a la inexistencia. En contraste, frente a él todo cobró una realidad incuestionable, de compromiso ineludible. Sus palabras le daban ese sentido. ¿Radicaría acaso en ello su gracia o encanto? Interrumpió el monólogo para ofrecerme whisky. Lo acepté sin reparo. Hizo una señal para que el silencioso pero pendiente guía y acompañante procediera a sacar hielo y servir sendas porciones de whisky claro. La violencia se había apoderado una vez más de San Mateo. Más de dos decenas de muertos, hombres acribillados en las calles en plena montaña, tropas medrosas de entrar a la sierra. Como familias ofendidas se perseguían oficialistas y oposición. El conflicto tomaba carices muy riesgosos, me dijo. Yo asentí en una actitud de reconocimiento de su autoridad más que por comprender lo que decía. Quizá estaba de acuerdo con su versión, no lo sé. No lo recuerdo. Después vino ese “dialogar, dialogar, dialogar”. Terminó la conversación exaltando lo mucho que para el partido significaría esa silenciosa colaboración mía. La chimenea estaba apagada. Varios troncos preparados parecían esperar cualquier chispa para encenderse. Sólo dos lámparas iluminaban la habitación. La penumbra generalizada no me importó demasiado. Un avión me trasladaría por la mañana a San Mateo. De pronto detuvo lo que parecía interminable. Yo, como acto reflejo, agradecí la confianza. Me paré de inmediato tratando de evitar la pena de que fuese él, la autoridad, quien lo hiciera primero para finalizar la plática. Salí con elegancia del asunto. Quise dar un último sorbo al whisky, pero resultó imprudente. De nueva cuenta miré la bata y su pecho encanecido que brillaba. Le estreché la mano y observé el rostro tantas veces retratado, dibujado, imaginado, comentado con burla y no sin razón. Mi guía tomó el teléfono y solicitó el servicio de la sombrilla para la suite A. Yo lo rechacé argumentando que el aguacero había cesado, lo cual en buena medida era cierto. Quizá en el fondo lo hice para evitar la penosa situación de cuasi servidumbre que había presenciado. Elía sabe que ello es cierto, que de verdad me incomodan esas situaciones. Crucé de nuevo el jardín entre charcos y árboles goteantes, jacarandas abultadas en sus copas, añejos laureles que ahora podía contemplar con calma. Vi una hilera abundante de papiros que ocultaba una alberca. La descubrí por cierto olor a químicos que me alcanzó por un instante. Un silencio fresco se había apoderado del jardín y sólo era interrumpido por algún sonido leve que me recordó ese pequeño caos de efímeros riachuelos y charcos existentes a la altura de los pies. La humedad había penetrado todo. Se palpaba en los troncos y arbustos. No sabía si sentirme orgulloso o desgraciado por la conversación. Este tipo de honores eran los que menos me agradaban y mi convicción partidista hacía tiempo había perdido su fervor. Entregué mi equipaje y solicité la llave de mi habitación. Al cruzar por el primer comedor noté entre las mesas de gruesa caoba barnizadas generosamente al estilo marino, algunas ya descubiertas, que la mujer de la hielera había pasado a una de las alas de la sala abierta. Vestía de negro. Era delgada. Miré el chongo que volvía los rasgos de su cara aún más interesantes. Extendí una propina. Pedí llevaran mi equipaje a la habitación. Me percaté entonces, mientras me dirigía hacia ella, que los techos se encontraban sostenidos por anchas vigas de una madera rojiza. Se arrojaban de un pilar a otro, en notorio esfuerzo constructivo. Caminé lento, pretendiendo aplomo, entre aquellos rostros, de extranjeros en su mayor parte. Nada me decían. Ello en cierta medida me generó confianza. Me atraen los bares donde nadie lo conoce a uno. El trato despersonalizado en el exterior del país de alguna manera me embruja. No hay nombres ni apellidos. Números y solvencia, eso es todo lo que vale. Un hombre de modales femeninos me saludó con la cabeza. Yo había detenido imprudentemente mi mirada en él. Observé sus anteojos de marco grueso. Se encontraba acompañado de un individuo de pelo cano que vestía con pantalón blanco. Lo recordé, Ruiz Téllez, arquitecto, cuya presencia allí era habitual. Él inició un saludo suponiendo que yo sabía quién era. Caminé hacia la mujer. Mi propuesta de compañía fue bien recibida, aunque con sólida frialdad. Al tomar asiento percibí una firmeza en la mirada que en nada llamó a una conversación frívola. Comprendí entonces que se trataba de una mujer sin ánimo de aventurillas que yo a mis cuarenta tampoco debería andar buscando. Aceptó otra copa de vino blanco. Le sirvieron. Encendió un cigarro particularmente largo. Lo hizo con un elegante y delgado encendedor. Lo manejó sin enseñarlo, con la destreza del hábito, rechazando con gestos amables mi pretensión de allegarle fuego. Escuché el golpe preciso de la cubierta del aparato que regresaba al hermetismo de su posición original. Allí estaba yo, frente a esa mujer, sin saber qué pretendía. Nunca he sabido bien a bien el porqué de ese afán donjuanesco que surge al dejar de oler a hogar, al enfrentarse la posibilidad de una noche, ¿por qué no día?, de novedad, de aventura. Lo cierto es que lo hago y lo evito sin estar nunca plenamente convencido de dejar de hacerlo o seguirlo haciendo. Ella entendía el español sin problema. Lo hablaba con lentitud, pero con elegancia. Hacía un esfuerzo evidente por hacer vibrar su lengua con el paladar y no en la garganta. Miré sus brazos cubiertos de una pelusilla güera que resaltaba sobre su piel oscurecida por el sol. Al frente el vestido tenía un escote prolongado y estrecho, que mostraba sólo una pequeña pero muy insinuante tajada de su cuerpo. La conversación se desvió hacia su profesión: representante de varias revistas de moda. Lancé dos o tres preguntas, puentes declarados. Ella tomó la iniciativa y comenzó a tratar asuntos de los que nada sabía yo. Tardé tiempo en percibir sus discretas alhajas. Un broche estrellado y unos aretes de pequeñez notoria. Con elegancia la conversación se fue acomodando rápidamente. Su tranquilidad me llamó la atención. Mis ojos iban de esos extraños niños que parecían salirse del marco a los muros rojizos de la sala abierta y regresaban a su belleza tocada ya por los años. No había ningún aire juguetón, quizá por eso me pareció aún más interesante. De pronto escuché un “veo que ya se conocieron”. Levanté la cara y allí estaba él, Gonzaga, el ministro del Interior, vestido elegantemente, todo en azules claros, con la camisa un poco abierta y un enorme habano entre los dedos. Tomó asiento. Nos ofreció otra copa mientras ordenaba la suya. Por segundos anhelé que el tiempo transcurriera con mayor velocidad. El diálogo fue suyo. De inmediato mostraron intimidad. Gonzaga pidió disculpas por su retraso. Lo hizo de manera quizá un poco exagerada y artificial. “Asuntos de Estado. El señor Meñueco es testigo.” Asentí sin reírme. Después me arrepentí. Estaba desconcertado. Di el último trago. Era excesivo. Me levanté argumentando el viaje del día siguiente. Me despedí de ambos. Ella mantuvo su rostro impávido. Él sonrió con la amabilidad burlona de quien nada teme.
II
Aquella tarde comimos en la terraza. Sería la última ocasión antes de tu partida. Yo no sabía. Los leños no se quemaban a pesar de mi insistencia. Tuve que ponerlos sobre la hornilla de gas unos minutos. Eso lo recuerdo bien. Frente a trozos de carne y leña para asar de manera natural, montados en un ánimo de búsqueda de sol, tuvimos lluvia y leños encendidos artificialmente. Yo anduve con el pecho al aire y miré insistentemente tus piernas, también ventiladas. Lo hice para que lo sintieras. Hasta allí llegó mi enorme intención. La lluvia nos sorprendió sin sorpresa, pues se había anunciado con tambores y luces frente a nuestra terquedad. ¿O sería sólo la mía? Después fuimos, quizá un poco húmedos, a tu recámara. Me abrazaste y escuché tu voz con calor sincero. Lo admito: no recuerdo tus palabras, pero estoy seguro que no lo anunciaste. Sentí tus manos, las siento ahora, frotando mi espalda y creí, supuse, que amaneceríamos en lunes o despertaríamos en un domingo de noche, después de habernos amado, quién sabe qué tan exitosamente, para continuar con un intento de recuperación que hoy creo no tenía sentido. Poco a poco, en la oscuridad, un vacío se hizo presente junto a mí. Duré algún tiempo extendiendo manos y piernas en busca de un contacto casual que en el fondo era toda mi intención. Tu cuerpo nunca estuvo para asirme a él, a su figura en paralelo. No estaban las piernas un poco dobladas y las manos incrustadas en algún lugar donde desaparecen, donde no están presentes. No hubo el calor sobre una sábana que me indicara una presencia escapada momentáneamente. Poco después, con el pretexto de cualquier cosa, fui más allá de la cama, del cuarto, del vestíbulo a oscuras, a tientas, sin saber si eran las nueve, las once o las dos de la madrugada. Jamás me lo había dicho, tuve miedo, ahora lo veo, mucho más que leve, inmenso, profundo miedo que en algo arrojó sobre mi mente un sabor a infancia. Mi estómago se encogió anticipándose a tu aviso. Creo que quise llorar. Te había perdido perdiéndome. Fue entonces cuando pensé por primera vez en venir aquí, regresar quizá. Lo miré pueril, con algo de vergüenza. Una sonrisa de madurez que quiere ocultarlo todo dándole una explicación mundana se me fue del rostro. Sentí su falsedad sobre mí. No funcionó, no hubo quien la festejara. Estaba solo. Después llegué a ellas, a explicarte, a explicarme. Hoy las miro brotar sin pedir permiso, ¿de donde salen?, se plasman y, quién lo dijera, llevan mucho de mi poca esperanza.
III
“De niña gocé mirar a mi padre lavarse las manos. Caminaba pesado y gustoso hasta el lavabo. Allí parecía olvidar todo aquel complicado asunto que era su trabajo. El agua corría mientras se miraba en el espejo. Entonces daba inicio el espectáculo. La una frotaba a la otra, la cuidaba, la envolvía, la penetraba. Después la beneficiada correspondía produciendo en todo aquello un sonido amable, a piel y agua. El jabón era el suficiente para permitir una espuma moderada pero cercana al juego. El flujo de agua duraba sólo mientras tenía sentido para arrastrar, en acto mágico, algo que nunca percibí. Después, juntas, se lanzaban como hermanas, se sacudían al aire disparando gotas. Yo lo miré como queriendo entender. Él las secaba con cuidado y después, aparentemente, caían en el olvido. Muchas veces traté de imitarlo y me regocijé con un agua y un jabón que siempre habían estado allí. Ahora lo recuerdo. Igual miro aquellas sacudidas y la espuma precisa, el agua controlada, un goce sencillo, la mirada al espejo. Todo aquello era sereno.”
IV
Las hélices del bimotor produjeron un gran estruendo cuando las máquinas hicieron su mayor esfuerzo con el aparato detenido en la cabecera de la pista de terracería. Las vibraciones se apropiaron del pequeño avión, que se soltó de pronto, corrió levantando tierra y brincoteando de más a menos. Vino entonces esa extraña sensación de quien admira y teme, esa dualidad entre asombro repetido y algo de terror. No duró más de unos cuantos segundos. Pronto llegó la distracción de ver pasar las techumbres de las casas, los automóviles silenciosos y empequeñecidos, la ropa tendida al sol. Allí quedó aquella ciudad incrustada entre los oyameles, pinos y ese subtrópico de helechos y ranas, de aguaceros y truenos nocturnos.
—Dos y media.
—¿Perdón? —respondí.
—Cuatro y media horas —dijo el piloto, con lo cual comprendí la lentitud del aparato y el tiempo de obligado silencio del que disponía. El hombre era pulcro, de pelo corto, con un rostro moreno y una mirada que se ocultaba detrás de unos vidrios verdes enmarcados en delgado oro. El aparato se zarandeaba de un lado al otro conforme ascendíamos. No había yo querido pensar en ella. La comisión negociadora, semi impuesta, de alguna forma venía a ocupar mi mente, me facilitaba ignorar el último mes de mi vida. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué se interpuso en lo que habíamos sido, en lo que debíamos seguir siendo? ¿Por qué no lográbamos expulsarlo para recuperar esos ratos de pasión e inconciencia que se habían alejado cada vez más? No podía quedarme postrado y contemplar cómo sus caricias se convertían en compromisos, cariñosos y sinceros pero que nada tenían que ver con esa pasión que nos arrastró y sin la cual me sentía vacío. El aparato zumbó con ritmos variantes, como con un compás secundario que en ocasiones se perdía en un auténtico atropello de ruido sordo y sin sentido. A nuestros pies el paisaje se transformó rápidamente. Allí quedó esa verde planicie con caña, cruzada de riachuelos y canales de riego. Llegó rápidamente una zona montañosa en la cual alcancé a mirar pequeños caseríos sin más muestra de vida que cultivos vecinos y el claro de los caminos que mostraban tierras de distintos colores. Contemplé los sembradíos desordenados. Surcos que corrían en un sentido y en otro, divididos arbitrariamente por montículos con algunos arbustos. Poco a poco fui perdiendo de vista la gran cantidad de rocas, que aparecían por dondequiera. Allí estaban. Incontables, como derramadas entre los surcos y campos de labradío. La tierra se miraba despeinada, sin orden. A lo lejos vi unas torres de cableado de alta tensión que se erguían retadoras. Por un momento me recordaron una hilera de hombres con los brazos abiertos, unos detrás del otro. Miré unas casuchas de debilidad evidente. Teja grisácea y desacomodada, fuera de ritmo, pequeños patiecillos poblados por animales que no alcancé a distinguir. Las calles polvorientas se hermanaron en el color a la teja, haciendo del paisaje una planicie ocre. Volamos sobre una angosta carretera incrustada entre cerros cubiertos de arbustos descoloridos que se veía desnuda y sin vida. Un camión atrapado en una lentitud pasmosa y arrojando a una notable humareda tras de sí trepaba por ese camino. Muy poco a poco el aparato ascendió, siempre entre tumbos, hasta regularizar su esfuerzo. Rebasó un techo de nubes desvanecidas e incorporadas en el horizonte a una bruma. Nacía de las columnas de humo que brotaban de sembradíos arrojados a la quema. Atrás, a unos cuantos minutos, había quedado ese ambiente de subtrópico exuberante plagado de verdes oscuros. Ahora los únicos manchones verdes que alcanzaban a distinguirse eran producto de unos cuantos árboles que, de vez en vez, aparecían al centro de un villorrio. Las parcelas, sin rumbo o coherencia, igual iban a derecha e izquierda, eran rectangulares o cuadradas, o sin forma, o parecían colgar de los montes de manera irresponsable. La más altas enseñaban un color calizo y con él la impotencia de sus tierras. Los cerros se convertían en peñascos desnudos y deslavados. Alguna nube proyectó una pequeña sombra, pero en general nuestro horizonte era dominado por un sol inclemente. Los nubarrones cargados de lluvia no se veían aquella mañana. El chubasco del día anterior había sido sólo un aviso de lo que llegaría indefectiblemente. Tomé la almohada. Recliné la cara arrullado en mucho por el constante zumbido. Iba rumbo al ojo del ciclón sin siquiera intuirlo.
V
Fue en lunes, aquel lunes, que recibí el dictamen de la Corte Suprema. Las mayúsculas por aquello que siempre te causó risa y creo que en el fondo cierto asombro. “Formalidad de abogadillo”, dijiste muchas veces, pero yo me sigo poniendo de pie cuando escucho el Himno Nacional, así sea por la radio y a solas; Corte Suprema, no corte suprema, la Corte, la única en nuestro país, la máxima instancia, en fin. Sensacional el documento, la Corte, enojada porque un gobernador había establecido mil pesos como pago mensual para el cumplimiento de una sentencia millonaria. Ciento cuarenta años era el cálculo de la Corte para que quedara saldado el adeudo. Venía después el disfraz de vocabulario jurídico para que no se viese el enojo, algo así como: son hechos y consideraciones que ponen de manifiesto el propósito deliberado de burlar la sentencia… Y vaya burla, varias generaciones para pagar el total del adeudo. Aquella mañana reí tras de mi escritorio y salí en busca de algún coro de mi hilaridad. Hubo carcajadas que me acompañaron e incluso alguien haría un recorte de la nota. Escondido tras la risa y la cotidianidad, que a fin de cuentas conduce, como reflejo, así pasé las primeras horas, montado en una cierta inconciencia para cruzar una mañana que desea uno siga siendo eso y sólo eso, lo mismo de siempre, para ignorar que algo profundo ha cambiado. Hoy lo veo claro. Incluso recuerdo haberme vestido con especial esmero. Escogí con cuidado combinaciones alegres, quizá un poco en exceso. Una seda en azules y colores tierra me acompañó todo el día.
Fue por la noche cuando tuve el primer golpe de tu ausencia. El motivo: los zapatos. No pude lograr espacio para aquellos de los que en ese momento me desprendía. ¿Para qué tantos?, me preguntaste muchas veces. También estuvieron tus miradas irónicas cuando caminando por una calle me detenía, siempre frente a las zapaterías. Ninguna escapaba. Las disculpas afloraron con naturalidad. Se conservan mejor… es que así nunca los acabo, pero allá, muy escondido, yo también lo sabía, era un exceso. Duré algún tiempo tirado en el sillón, horas quizá, sin calzado, con alguna música tocando sola, para sí misma. Salía del estudio y ni con sus metales logró mi atención. Comí algo de fruta y quise apasionarme con una lectura. Lo primero me hizo sentirme solo, pero lo salvé. Lo segundo me fue imposible. Últimamente las novelas culteranas me causan un profundo aburrimiento. Lo digo porque tu petición reiterada fue de sinceridad. Comienzo, creo que ya he comenzado. Que conste en actas. Las novelas, las culteranas, por llamarlas de algún modo, allí donde aparecen calles y platillos parisinos o personajes del siglo XIV o vocabulario que consulto una y otra vez en el diccionario, todo ello por un compromiso de lectura con no sé quién, ésas, después de unos meses, las he olvidado. Por más que trato de recordar la trama lo único que sale en mi voz es un comentario sin pasión y siempre crítico, esas novelas me aburren, las siento falsas, artificiales. Ni una más. Lo prometo. ¿Te has fijado cuánto tiempo se pierde hablando mal de personas o de libros, o de películas, o de gobiernos? Esa noche me sentí pequeño, encogido, sabiendo que mucho se había quedado en el camino sin que nos diéramos cuenta, sin que por lo menos yo me percatara de ello. Miré hacia mi quehacer, ése que se lleva doce, catorce o más horas día a día, no ocho, jamás ocho horas. ¿Qué ocurriría si me hiciera a mí mismo la propuesta de trabajar sólo ocho horas? No, imposible, sería un ermitaño sin futuro. Miré mi lugar de trabajo sin todos los colgajos de apreciación política. Me vi entonces triste y encerrado, sin sol. Qué curioso, extrañé el sol y la simpleza. Me imaginé bosques y playas, gente riendo mientras yo discutía frotándome nerviosamente las manos detrás de un escritorio. Pensé en llamarte y recordé que habías buscado la incomunicación. Me contuve, ¿qué te hubiera dicho? Ese nuevo intento de encuentro o reencuentro también se había ido al barranco. Vacío, pero repleto de zapatos. Creo que comencé a entenderlo. Qué pocas palabras tenía para ti, también para mí. ¿Qué decirte? Quizá quiero afirmarlo apresuradamente: si ya lo comprendí, estoy vacío pero ya lo digo, lo digo ahora para restaurar algo, para regresar rápidamente a ese mundo sin alteraciones. Te lo he dicho pero las palabras están frente a mí. Se han adelantado por vía de una inteligencia que es amoral y fría. Esto no sirve. En plena recuperación, algo nos condujo al hastío, a unos gritos cargados de un coraje inmenso que jamás hubiera imaginado en nosotros. Te das cuenta, perdón, creo que me lo digo a mí mismo, en algo nos quebramos o quizá en mucho.
VI
Una fuerte sacudida golpeó mi cabeza contra la ventanilla. Mi corazón palpitó acelerado por el espanto. Hubo dos o tres tumbos posteriores que parecían sacar de ritmo esa vibración producto del esfuerzo de los motores. Volábamos cerca de un nubarrón enorme. Se alzaba imponente junto a nosotros. Algo de su actividad nos afectaba. Tuve temor. Cierto tono gris indicaba que había gran fuerza en esa montaña de vapores agitados. Volábamos justo por encima de una cordillera de montañas afiladas y medio rojizas. Había manchones de árboles en sus faldas. Un poco más allá se alcanzaba a ver un horizonte con montañas de menor altura. Estaban cubiertas de un verdor que después descubrí que era una flora baja. De nuevo había humedad en el ambiente. El piloto escabullía nubes cada vez más frecuentes. Las áreas amarillas y depredadas eran aquí vecinas de zonas cubiertas con una flora que llevaba fuerza. Las montañas se proyectaban hacia el horizonte y se confundían en una envolvente bruma blancuzca. Pasé la mano por mi cuello y me percaté que había sudado. Estiré el brazo para obtener un poco más de aire pero fue inútil: la boquilla estaba a su máxima capacidad. El aire salía tibio. Las montañas terminaron abruptamente frente al mar, que golpeaba peñascos y rocas, acantilados y playas pequeñas. El avión dio un giro con cierta brusquedad que no dejó de provocarme un nerviosismo momentáneo. Después miré la mano derecha del piloto sacudiéndose, como indicando algo abajo, a lo cual respondí afirmativamente sin saber bien a bien de qué se trataba. Preferí mirar hacia el mar, que se unía en el horizonte con algo de bruma. Era imponente, siempre lo es. Me generó cierto temor profundo. Pasó un instante en nuestro estruendoso silencio antes de que el aparato iniciara un súbito descenso hacia el rumbo indicado por la mano. Noté que ni el tren de aterrizaje ni los flaps habían sido activados. Tampoco había una reducción de velocidad.
—No tienen radio —escuché entre el monótono rugir de los motores—. Tengo que cerciorarme de que esté desocupada la pista.
Vi la mitad de un rostro ennegrecido que hacía un esfuerzo por hablar hacia sus espaldas. El primitivo mecanismo, curiosamente, no me causó inquietud; simplemente ver qué había y tomar la decisión del descenso. El bimotor pasó rasando frente a un mirador de palma que fungía como torre de control. Abajo observé dos vehículos con las portezuelas abiertas, rodeados por unos individuos que agitaron sus manos sin mayor excitación. El avión volvió a tomar altura, se alejó unos segundos de la pista y viró hacia el mar, a la derecha. Sentí cómo se reducía la aceleración de los motores. Los flaps bajaron lentamente, provocando una mayor fricción, y esa leve sensación de vacío en el estómago. El rugido de los motores aumentó. Después escuché una nueva vibración y un sonido metálico. El tren descendía con su inseparable breve sacudida. Miré hacia abajo, allí estaba una superficie verde, simplemente verde que comenzó a cobrar dimensión diferente. Los árboles dejaron su pequeñez, se veían de pronto trenzados unos con otros sobre una tierra caliza, blanca, rodeada de vegetación escasa de baja altura. El esfuerzo de los motores se redujo. Vi pasar una cerca y algunas vacas pastando antes de entrar en esa momentánea angustia de cuándo será el tope final, que se produjo mucho antes de lo que había imaginado y también con mayor rudeza.
—Es muy corta —me gritó aquel hombre mientras impulsaba con firmeza el timón hacia el frente y el aparato ingresaba a un nivel terrenal de vibración. Cierta tranquilidad imperceptible penetró en mí. Vinieron un rodar lento pero con sacudidas por una pista que quizá nunca vio mejores horas, un silencio que resultó extraño y después me produjo cierta sensación grata, una polvareda que esperamos se asentara para descender del aparato. Se abrió la pequeña puerta. Hubo unos saludos poco corteses. Vi mi valija introducida con rapidez en uno de los automóviles mientras yo me percataba de la avidez del sol y procedía a quitarme la delgada chamarra y asentar los anteojos oscuros en la nariz. Me despedí del piloto quizá sin demasiada cortesía y subí en la parte posterior del vehículo, como se me indicó. Dos individuos se sentaron al frente del ancho vejestorio. Uno de ellos permaneció en silencio todo el trayecto. El otro exponía:
—Nos pidió el señor gobernador que de inmediato lo condujéramos a usted con el señor Horcasitas —las ventanas del auto se mantuvieron abiertas. Con cierta premura circulamos por unas calles que parecían abandonadas, las de una ciudad sin vida. ¿Sería acaso la hora, el calor? A los lados no tardaron en aparecer los muros de casonas pueblerinas viejas pero dignas, elegantes pórticos de madera, tejados volados que se arrojaban sobre la calle para proteger de la lluvia y del sol a posibles peatones. Se conservaban algunos grandes portones al centro de esas construcciones que vi pasar una tras otra, encaladas en blanco, alguna en azul. Después comenzó un empedrado que parecía no terminar. Un sol sin piedad caía sobre mis piernas y mi hombro. Por fin el auto se detuvo súbitamente y descendí como por acto reflejo. Tiempo después comprendería el verdadero rumbo de mis pasos.
VII
“Hoy me bañé con el sol. Es curioso reconocer en el propio cuerpo cierta belleza, verlo aún con gracia y creo que con algo de atractivo. ¿Debía decir aún? Las mujeres tenemos un tiempo diferente. Nuestros días no aceptan otro calendario que el suyo propio. Guardo por ahí un estremecimiento que no logro explicar. Te quiero, Salvador Manuel. Pero lejos es mejor. No pudimos, de nueva cuenta fracasamos, admítelo. Ese estremecimiento está guardado, tan sólo guardado, Salvador Manuel. Pero de haber una fricción, por leve que sea, un contacto auténtico de piel a piel, ardes, ardes mucho más allá de la piel. Aquí suenan las campanas. Creo que son coloniales, no lo sé, ¿imitación acaso? Suenan con una regularidad que no comprendo. Son distintos llamados, en un lenguaje ajeno a mí. Muchas vidas aquí siguen los tiempos de esas campanas, Por momentos creo que borran a los relojes, los opacan por lo menos. Veo por mi ventana mujeres presurosas, caminando angustiadas por el llamado de su fe que lanzan esas campanas. Tú no debes recordar las campanas, Salvador Manuel. ¿Por qué habrías de hacerlo? ¿Qué te dicen a ti esos sonidos? Yo he tardado en incorporarlas a mi vida. Son por lo pronto una incógnita. A veces me pregunto, Salvador Manuel, sin beatería, ¿cuál era nuestra fe? La laja cubre el piso y por ella recuerdo a mi abuelo. No puedo evitarlo. Aquí te deslizas entre las sábanas con un cierto miedo a lo fresco, frío que no quiere serlo. Después, lentamente, se desvanece, no así la soledad. Aquí el calor es diferente, no como en el pueblo. Es extraño, sólo llega con el cuerpo. ¿Qué hacer si te es ofrecido, si es sólo presencia y no compañía? El calor allá en el pueblo envolvía. Lo encontrabas por todas partes. Te invadía por las manos, por los pies, por el rostro. El sudor llegaba siempre con él. Huía uno de los cuerpos por huir del calor. En el amor el sudor nos abrazaba y llevaba al agua, a un baño que arrastraba sensaciones, más que olores. Compartir el cuerpo era compartir sudores. Aquí hay que buscar el calor. Hoy suenan las campanas y algún perro las acompaña. El sol iluminó por la mañana mis pechos húmedos y por ello brillantes. No hay engaño, fueron brillantes y los acaricié sabiéndolos bellos. Siempre fueron pequeños. Yo los creo coquetos. De haber estado aquí, a pesar de todo creo que los hubieras tenido. Quería darlos. Endurecidos se ven diferentes. Las mujeres gozamos, yo gozo verme cuando el cuerpo se encuentra en plenitud. Me da escozor pensar qué será de él cuando lo cruce aquello que seca, cuando el tiempo llegue trayendo sólo tristeza sin explicación y un cierto cansancio. Qué sentiré cuando llegué a mi piel ese amarillo que todo lo destruye. Elía, me digo, eres tú y lo que habrás de ser dentro de un mes no será diferente. Pensar en mí en un tiempo más remoto últimamente me angustia. El otro calendario sigue sus propias cadencias. Tiene poco que ver conmigo, me digo. Sin embargo por momentos, odio decirlo, me gobierna, arrastra mi ánimo a sus territorios. Yo sólo soy un testigo de mí misma. Hay aquí paz y un desayuno frugal que, si lo buscas a tiempo, estará siempre por allí. Recibí algunas líneas tuyas. En primera persona, quiere decir que me hablas de ti. Yo estoy en el tú que en ocasiones lanzas. Prometes otras que no han llegado. Yo no sé si éstas habrán de ser enviadas. No sé qué hacer, Salvador Manuel. Por eso no me despedí aquel domingo. Hay veces que te quiero de vuelta, al instante, pero después te veo despreciándome una tarde de risa porque no quieres telefonear e inventar una gripe o un problema familiar. Ahora vas allá todo el día, a dejar la energía que te queda, a regresar agotado trayendo una cantidad de intriguitas y comentarios que te han llenado la mente. En ella no hay espacio para mí. No gozas la comida. En ocasiones ni siquiera la miras. La introduces sin saber de qué se trata. Te ofendes porque no leí el diario o no tuve interés en una noticia. Pero mi día no hubiera cambiado en nada por tales lecturas y esto te lo expliqué mil veces. Por no leerlo podía tener tiempo y espacio para esculpir un torso con mil golpes. La pareja exige, demanda y a la vez limita. Por eso me quieres a mí hecha en tu forma, sabiendo que destruyes, sin quererlo, lo poco que yo puedo ser. Eso, por menudo que sea, lo quiero para mí. Tú decías proyecto común y yo te decía vivir al día. Dame tiempo, una tarde grata en la cual no te mires en relación con nada. Quizá debería mandarte éstas. Porque hago lo mismo, en el tú te encuentro. Escuchándome, sin que respondas te digo. Quizá será porque todo quedó trunco, será que queremos hablarnos. Hablemos, pero no volvamos a aquello del sacrificio mutuo, del interés común. Sacrificio no hay en mi horizonte, no quiero que se dé. El sol está radiante, todo brilla, tengo deseos de tomar un poco de café de acá, sentada, con tiempo, gozando que hoy me siento bella y quizá sea verdad. Estas líneas me están llevando a ti en demasía. Por lo pronto, la distancia no es capricho y la ausencia no es presión. Yo tengo que estar donde realmente esté. Tú debes seguirte y comprobar si mi egoísmo ciega.”
VIII
Viernes por la mañana; un simple viernes por la mañana que no pudo resultar un viernes más. El periódico y un solitario desayuno allá en nuestro lugar. Este ánimo de querer inventarnos como país no cesa. Ahora se llama electrificación total, energía nuclear. Queremos crecer, podemos crecer, pero nunca tanto como queremos. En este país no hay esfuerzo cotidiano, no hay trabajo de hormiga, hay invenciones y reinvenciones: llámense plata o azúcar, petróleo o turismo. Esto empieza a aburrirme. Ahora electrificación total, energía nuclear. ¿Por qué vengo aquí? Quisiera saberlo. ¿Cómo es que desnudan? ¿Cómo me miras tú? Me intriga. Pero no quiero escucharlo de tu boca, pues tu voz por lo pronto me altera, la verdad sea dicha, me molesta. Pediste sinceridad; esta separación nos obliga. Ya no pudimos decirnos. Te das cuenta: hemos perdido el habla. Pediste líneas y cumplo. Viernes por la mañana no tuve la menor concentración para el diario. Difícilmente podría recordar las principales cabezas y desde temprano cargo uno de esos corajes que no entenderías, coraje por las invenciones y reinvenciones latinoamericanas, aunque, pensándolo bien, no exclusivamente latinoamericanas. Éste es un buen ejemplo de lo que tú criticarías, simplemente no lo comprenderías. Ficciones, dirías tú, que te amargan, me arrojarías a la cara. Que más te da. Mira el sol, la luz, ésa es tu vida, me decías, no lo otro, y en ocasiones lo lograste, me sacudiste, me sacaste de mi encierro. Gozo y te veo gozar y trato de gozar como tú lo haces pero no sé cómo agitarme aún más, cómo llenarme con esas simplezas, con esos pequeños asuntos que tanto te satisfacen. Lo otro me altera. Me viene de las visceras. No sé cómo evitar que me apasionen y me enajenen (ent fremdt, se diría en alemán, hacerse otro), asuntos que tú miras tan abstractos e intangibles, tan de poca importancia cuando afectan a millones. Será la condición de mujer, te lo he dicho y veo que no te molesta del todo. Pero claro, no aceptas una definición de género de nuestra discordia. ¿Cómo nos miras a ti y a mí, Elía? ¿Hacia dónde crees que voy? ¿Qué más hay? Es cierto, en algún sentido llevo una vida miserable. Hoy es viernes y me angustia una nota en el diario sobre un proyecto de generación de energía nuclear que veo como una reivindicación artificial de nuestro destino nacional, una falsa banderola que quiere guiarnos y eso me lleva a otro abstracto que se llama Latinoamérica y con ello cae sobre mí la formación universitaria que no permite alternativa. Veo a Latinoamérica de una forma. Tú hablas de Lima y recuerdas siempre la elegante habitación de El Bolívar con una cama alta, de madera tallada, que crujía sin que esto le impidiera ser cómoda. Recuerdas también una botella de champaña que estaba allí por regalo y que descorchamos un poco sin sentido. Después viniste a mí quitándote tu traje sastre, arrastrando tu mascada con desdén teatral. Te fascinan las películas de época y las intentas revivir a cada instante. ¿Ves? Arrastras tu mascada por un tapete del hotel El Bolívar y recuerdas una cama victoriana cuando te dicen Perú. Yo recuerdo dependencia, recuerdo miseria, recuerdo un desarrollo popular que es más cercano a la nueva miseria urbana que en nada me agrada y que, además, es poco estética, horrenda para ser sinceros. Qué cosa digo de esa miseria, me molesta su carencia de estética. Nuestros indígenas son miserables pero son estéticos. Forman parte de nuestro orgullo nacional. Qué absurdo. No eres frívola, tampoco superficial, pero vives en tu yeso que a todo da inicio, que todo lo permite según tú; vives de las plantas, a las cuales inventas biografías, se convirtieron en personajes con los cuales convivíamos. Recuérdalo. Una mata de café en pleno comedor, de la cual desprendíamos unos cuantos granos, pero que recibía apapachos cotidianamente. Las violetas que entraban a respirar los vapores de mi regadera como en terapia intensiva, la invasión de fin de semana de delfinios en varios azules que requerían de tus caricias, las exuberantes azaleas de la terraza a pleno sol, invadidas de flores provocadas por algún químico aplicado con certeza. Vives también de un silencio que para mí está quebrado desde la mañana. Vives de una cierta irresponsabilidad y lo sabes, y la usas, y con ella te proteges. Hoy es viernes y lanzan un proyecto de energía nuclear que me molesta porque es reinvención, síndrome latinoamericano de inmadurez política.
Con Perón hubo reinvención súbita de un país, reinvención con fuerza, con jefe, con claridad, también con riqueza. Riqueza tienen pero lo demás era invento y fue aprobado por muchos. No son rebuscamientos intelectuales, Elía; de hecho es aprobado todavía. La persona se hizo institución. Lo del cadáver de Evita nunca lo he podido olvidar. Pero también Alemania se reinventó o quiso hacerlo. Así que las reinvenciones no son defecto exclusivo de los subdesarrollados. El reloj, tengo poco tiempo. Lo de Alemania fue similar. De la noche a la mañana solidez, rumbo y fuerza. Líder además. Atrás quedaban los años tristes de Weimar. Democracia plena en el Parlamento, pero carencia de mando. Entonces apareció el invento apoyado por millones. Hacia allá vamos de nuevo nosotros. Vivimos entre tierras que se van al mar año con año porque nadie las detiene, sabemos de los bosques que son talados a diario hasta liquidarlos y nada hacemos. Allí están las causas verdaderas de nuestra miseria. Nos admiramos de la capacidad de generar riqueza de nuestros vecinos. Pero casi nos regocijamos en nuestra cultura de destrucción. Así somos, lo decimos con orgullo. Depredadores con la frente en alto. Pero, eso sí, a partir de mañana, fin al desempleo y país industrial. “Los destinos inventados” no suena mal como título de ensayo, sobre todo para esta hora de la mañana. CRECIMIENTO con mayúsculas (inflación en minúsculas). Por ahora funcionará hasta que poco a poco se invierta y sea INFLACION y crecimiento. Pierdes el tiempo, ya vete a lo de siempre. Eso para mí, por escrito. Para un viernes por la mañana está bien esta confirmación de tesis eclécticas. Ecléctico, mírate sin pretender otra cosa. Ecléctico: si no puedes gozarte por lo menos no te sufras, que de verdad has devenido en ello de manera sincera. ¿Te fijaste? Habrá que escribirlo: viernes por la mañana que lleva a viernes en la noche. Sí, ésa es tu ropa, sí, estás ausente y quiero sobreponerme. De reunirnos de nuevo, ¿por cuántos días sería? Porque también debo decirte que tus reclamos de tiempo atrás en ocasiones me parecen inconscientes, quiero creer que no te das cuenta de la importancia de ciertos asuntos. Afectan a miles, a centenares de miles, a la nación. Un dictamen de una cuartilla o una sutil noción en un discurso puede ayudar. Creo en ello, sí creo en ello. Habré de decírtelo, Elía. Pero si te estoy hablando. ¿Qué hacer con las líneas? Hay un egoísmo que apoya todo proyecto vital, estoy de acuerdo. Ese egoísmo te lleva a observar esas pequeñeces que también reclamas. Cómo amaneces, cuál es tu humor, cómo comes, qué gozas, qué platica prefieres, ¿te agrada tu trabajo?, ¿tienes calma, hora con hora?, me preguntas. Es cierto allí está toda esa intrascendencia que termina por ser la vida misma, dirías tú. Debes acordarte cuando, hace años, todavía soltero, te platicaba que mi mayor goce era una lectura de mañana, con café y en silencio. El café podía enfriarse, cuestión que siempre te repugnó. Ya en casa tú lo calentabas. Por cierto, habré de decirte que no todas las veces que lo calentaste me dio gusto. Hubo por ahí algunos cafés calientes que me molestaron. La cama sin arreglar, sin tender como la de hoy, por dos días, tres días, cuatro días, no recuerdo, eso te irritaba más a ti que a mí. Yo leía muy tranquilo con sábanas arrugadas, por lo menos eso recuerdo ahora. Y te preguntarás cómo devine en un delicado de los pies que atesora zapatos. Yo también me lo pregunto. Dirás que era otro, ése que dices que se fue acabando, aquel que leía e incluso, sin quererlo, arrojaba saliva cuando platicaba sus lecturas. Hoy de nuevo lo estoy tolerando. Sábanas arrugadas y café frío. Creo que lo gozo. ¿Estaré mintiendo? Tú también llevas parte de la culpa en mi cambio. Nuestro egoísmo brota de un profundo amor a mí, no me cabe duda, pero sobre todo hay un profundo amor a ti. Para quererme has de quererte. También hubo posesión. Elía, tú me dijiste, mirándome no sin un dejo de desprecio. ¿Lo aceptas?, ¿cancelas tu proyecto vital, me cancelas?, y lo acepté. Viernes por la mañana y yo con estas líneas. Ni el diario terminé. Por hoy ganas. Mi proyecto vital en este día es, concedo, cuando más, ponerme la corbata que combine bien en tonos y texturas con el traje, que habrá de ser oscuro: hay ceremonia. Luego me vestiré como no quiero vestirme. No soy libre desde allí. Ambicionar un tráfico fluido al Ministerio en una ciudad envuelta en grises, donde los colores se han ido porque el sol no penetra, quizá también algún contacto importante, breve por supuesto, pero bueno para mi nivel. A los burócratas nos emociona la cercanía con el poder. Es un abstracto que se personifica en el funcionario, por eso las alabanzas y la morbosidad sobre el caído. Vendrá después una comida, engordadora, para continuar con una tarde que quiero corta, para poder regresar a casa a no encontrarte. Lo último es un recuerdo-visión. Ganaste. Estas líneas lo comprueban. Viernes por la mañana es tuyo, no tengo mejor cosa que hacer que pensar en ti. Y comencé con una nota de importancia. Añoro poder quedarme en el silencio de mi estudio o quizá ver los dedos de tus pies o escuchar a Sibelius y sus ordenadas cuerdas y metales o hacer el amor sin importarme nada. Tú dirías, ¿por qué no? También yo lo llevo dentro. Hay en mí un hereje reprimido, un burócrata repleto de dudas. Hoy viernes llevas la victoria contigo. La corbata nunca rimará perfectamente, la comida será mala, no veré a nadie que me estremezca. Te extraño.
IX
Un par de policías con uniformes luidos y apoyados en armas largas se movieron a derecha e izquierda sin que una señal fuera necesaria. Caminé a lo largo de un zaguán antiguo, de techumbre de madera, oscuro y sucio. A un lado vi a un anciano con la mirada al suelo, delgado, delgadísimo con un sombrero entre las manos y vestido de blanco. Se encontraba sentado en el extremo de una vieja banca de madera que hacía notoria su soledad. En el piso había suciedad de pájaros. Miré hacia arriba quizá para buscar algún nido cuando de pronto entramos en un patio luminoso en el cual una vegetación fuera de control, exuberante, rebasaba por todas partes lo que algún día se pensó como límites arquitectónicos a la parte jardinada. Un murete bajo, cargado de macetas, se había ya incorporado a un verde generalizado de helechos trepadores que se arrojaban hacia tres o cuatro grandes árboles que mecían sus copas por encima de la construcción, haciendo que la luz tuviera un movimiento extraño. El piso de barro era totalmente irregular por un desgaste natural provocado por los muchos que por allí habrán andado. Mis acompañantes giraron a la derecha, y al pasar por la primera puerta, ambos miraron hacia el interior de lo que me percaté era una oficina lúgubre con escritorios viejos de madera. Después dieron vuelta a la izquierda y se enfilaron al fondo del andador. Yo los seguía tratando de adivinar sus pasos. En la esquina del patio vi el letrero sobre una puerta de dos hojas con vidrios pequeños. Se encontraban cerradas. Al llegar a ellas el hombre que caminaba a la derecha se adelantó y empujó suavemente la que correspondía. Una pequeña mujer de ojos hundidos se levantó del inevitable escritorio y extendió un “pasen ustedes” después de un toquido leve a la puerta alta que se encontraba al centro. Un hombre moreno, de rostro redondo, levantó la vista por encima de sus papeles y con una calma que contrastó con la premura de los demás movimientos, se paró y dio vuelta a su escritorio después de aventar una mirada rápida a mi vestimenta, a mi persona.
—Bienvenido —dijo.
—Manuel Meñueco —fue mi respuesta.
Con algunos movimientos tensos procedimos a sentarnos en unos amplios sillones de madera rojiza y mimbre en el respaldo. Fue cuando me percate de que nos habíamos quedado solos. El cuarto olía a humedad o a viejo, no lo sé muy bien. Por unas altas ventanas se colaba algo de luz que principalmente iluminaba el propio muro de quizá un metro de espesor. Yo observaba cuando escuché:
—Se matan unos a otros, Meñueco. Ni siquiera podemos ya tener suposiciones sobre quién o quiénes cometen los asesinatos. Todo se calla aquí, se oculta, se lo traga la tierra. Las mujeres también están involucradas, se protegen por bando. Se dispara por las noches desde las casas, o se acribilla desde un auto que escapa sin que nadie nos dé una descripción. Viene la respuesta del agredido unos cuantos días después, de nuevo alguien cae. La tropa no ha venido más que a agravar la situación. Ahora se dispara regularmente a soldados dispersos o en grupo. La verdad es que la tropa ha atropellado desde que pisó San Mateo. El camino al norte es intransitable para ellos; al sur la frontera y lo demás es el mar.
—Su silla, señor Horcasitas, eso es lo que quieren —acoté tratando de parecer informado. Lo lacónico buscaba una seguridad que en realidad no tenía.
—Eso fue hace tres años, Meñueco. Hoy la oposición ha perdido la esperanza de obtener la alcaldía. Ahora se trata de revanchas sobre revanchas, de venganzas que son respuestas a venganzas. No, Meñueco, aquí se ha roto mucho más de lo que frecuentemente creen en el centro; aquí se ha roto la esperanza de que la legalidad algún día impere, y de ilegalidad a ilegalidad, quizá tengamos más tramo recorrido nosotros. Ellos simplemente desconocen ya todo, tienen sus propias normas de solidaridad, de compañerismo, su propio proyecto y expectativas sólidas que los llevan a morir si es necesario. Nosotros dudo que lo hiciéramos.
Duró poco más de una hora. No pude más que escuchar. Por momentos mis ojos viajaban al escritorio con patas de tigre elegantemente tallado, aunque con mucho de descuido como vestimenta. El mueble resistía con dignidad los embates del tiempo.
Después regresaba yo a la voz de Horcasitas, que con un vientre excesivo y una pequeñísima sonrisa de incredulidad general despertó en mí cierta confianza. Me pareció honesto. Creí en lo que decía. Él no era más que la quinta banda, el último eslabón de una cadena de dos décadas de violencia abierta que de leve e imperceptible pasó a ser crónica. Comencé de pronto a sentir un calor profundo y los pies hinchados. Apreté mis manos y miré el color del cansancio que produce el arribo al mar. Él hablaba de familias, de grupos, no de partidos o de periodos.
Algo de pesadez se había apoderado de mí y el bochorno de mediodía, además de lo enredado del relato, hicieron que perdiera capacidad de respuesta. Me sentí irresponsable. Deseaba ir a tomar una cerveza y quizá dormir un momento, un café al menos. ¿Por qué me encontraba allí? Por momentos todo me pareció francamente absurdo. ¿Cómo era posible, en plena era de pretensión atómica, regresar a pleitos pueblerinos entre Capuletos y Montescos, a asesinos sin cuartel que ya no encontraban explicación o solución en las instituciones? Miré con algo de lástima a aquel hombre que había llegado a su sitio por ser el conciliador entre las facciones y que ahora simplemente no gobernaba. Miré sus zapatos de arrugas profundas y polvo, percibí su desesperación fundada en que yo pudiera hacer algo y dejé de dar atención al relato. Su rostro suspendido, sobre una enorme papada, no era más que una caricatura de los rasgos étnicos de la zona: pómulos regordetes y saltados, labios anchos, ojos negros y pequeñísimos, pelo quebrado y manos redondas de dedos cortos. La luz se transformó lentamente en un resplandor que permitió que algo de penumbra invadiera la oficina de mayor jerarquía política en San Mateo. La conversación tuvo un final precipitado por la hora de la comida y quizá por mi rostro desinteresado, debo suponerlo, y cansado con incertidumbre. Horcasitas esperó algún comentario final de mi parte. Algo dije, pero evidentemente no indicó ningún rumbo de acción posible. Me despedí de la mujer baja cuyos ojos ya había olvidado para entonces y volví a ser transportado por aquellas calles desiertas. Circulamos con una inevitable vibración como acompañante que invitaba a una modorra que no tuvo suficiente tiempo para penetrarme. El automóvil se detuvo poco después frente a un portón de varios metros de altura en cuya ala derecha colgaba, a través de un pequeño hoyuelo, casi imperceptible, un cable fibroso ennegrecido por el uso. Uno de mis acompañantes jaló de él y empujó con el hombro el portón, que se abrió con una suavidad inimaginable por su dimensión. Vi aparecer mi equipaje, en el cual no había vuelto a pensar, después de recibir un saludo más que amable de una mujer empequeñecida por los años y de tez blanca que apareció sin que pudiera yo establecer su origen. Noté un suelo de cantera rectangular cuatrapeada. Caminé por un largo pasillo de grandes columnas que provocaban una sombra regular. Eran inicio y fin de unos arcos rematados en un barro escurrido por los años. Vi jaulas oxidadas con pájaros encerrados en ellas que revoloteando lanzaban algunos cantos y miré un jardín alargado y repleto de pequeñas macetas, sin ritmo ni uniformidad, botes recortados que funcionaban como continentes a plantitas que para mí no tenían nombre. Un perro de tamaño regular y nariz ancha olfateaba juguetón sin que nadie le prestara atención. Tuve cierto impulso de acariciarlo, quizá jugar con él, pero me detuve por seguir a aquella mujer enjuta que no podría visiblemente ir a más, pero que nos guiaba con gran seguridad en sus pasos. Escuché “es el número ocho”, después miré el abrir de una puerta chillona. Alguien extendía una mano para colocar en mi palma una llave antigua, de las que encuentra uno como adorno o pisapapeles pero que allí se encontraba en funciones. Vi entonces una colcha pulcramente colocada, de rayas entre violetas y anaranjadas, sobre una cama ancha con una notoria pendiente en el centro. A los lados la acompañaban unas altas mesas de noche, quizá de encino, y sobre una de ellas miré una jarra de vidrio con agua emblanquecida de tanto hervir. Un vaso se erguía a su lado. Lo deslumbrante de los muros se impuso en mí. Unos objetos resaltaban provocados en sus colores por un par de ráfagas de luz que entraban a la habitación para apoderarse de ella. Se cerró la puerta tras de mí y entonces me percaté de mi solitaria y extraña condición.
X
El chofer de Alfonso es brusco y grosero. Otra sacudida. “No podremos salir ahora con el milagro de que la recesión era producto de una mala estrategia de financiamiento. Hay muchos más. Mira esas tiendas…” Él voltea la cara, lo hace lentamente, claro, pretendiendo no alterarse, “compran y consumen refrigeradores, televisores o un par de zapatos de moda”, qué suerte que el Ministerio esté rodeado de zonas así, de comercio popular, por lo menos ello permite cierto acercamiento con la cotidianidad del pueblo del que tanto hablamos. “El hombre se identifica con su moneda. Las dudas sobre ellas son como dudas sobre uno mismo. Ahí está, en Canetti. Recuerda a Weimar”, ojalá funcione, las citillas culteranas lo golpean, “el despeñadero inflacionario es, antes que nada o lo peor de todo, un quebrantamiento interior. Todo se vuelve volátil, no tiene sentido conservar, menos ahorrar.” Está dejando que mis palabras se deshagan solas. Mejor me callo, el silencio fortalece. Ha cambiado desde que sus ingresos aumentaron tanto, desde que se siente parte del poder. Se ha aislado, con el pretexto de una cita o un trabajo urgente; lo demás, entre ello nosotros, de hecho todo, cobra un sentido menor. En las comidas habla de manera hosca, grosera a los meseros. Me apena. Ahora este silencio. Me siento incómodo en esta situación de asiento trasero, de rigidez que no se explica por la simple apariencia. La gente que te mira seguramente tendrá la duda de si tu cargo es de tal importancia que amerite esta postura y displicencia, hasta la mirada cambia uno. Además, aquellos que manejan, y nada más manejan, cobran un ritmo distinto del común de la gente, de nosotros los que manejamos y aparte pensamos, o miramos, o señalamos, o platicamos. En fin, los que sólo manejan tocan para apresurar la marcha, tocan a medio segundo de que el verde aparece, ocupan apresurados espacios exactos, asustan a la gente. Lo peor de todo es que no se puede hablar con soltura, se tiene que actuar guardando el rol de jefe, acentuando el de subordinado en la contraparte. Por la otra vía destruyes el respeto al tratar de ser franco. No hay salida. Pero si hablas como jefe en demasía, oh paradoja, agotas y destruyes tu papel. Alfonso sólo piensa en cumplir la misión que, según cree, se le ha encomendado en exclusiva. “Mira…”, vaya se ha dignado romper su artificial silencio, “si de creer se trata, nosotros no podemos ser los primeros incrédulos”. Por ahí se va a ir.
A las 3:30 cargo un hambre que me consume. Quizá lloverá. La temporada se viene encima. La reunión con el ministro en verdad que en ciertos momentos me aburrió. Aquí voy en el metro rumbo a casa, habiendo dejado el carro en el Ministerio, lo cual me ocasionará molestias de transporte mañana, y todo con tal de no volver a hacer uso de la limusina disminuida. Hasta el comentario sobre el bombardeo me pareció artificial. No lo comprendo por más que trato de imaginármelo. No ha logrado dejar de ser simplemente una noticia. Todavía no es mío. No lo he vivido. Estoy alejado. Ni siquiera la cifra sobre los muertos me ha alterado. Va a haber una generación distinta allá. Las revoluciones me atraen y a la vez me dan miedo. El autoritarismo, las dictaduras de cualquier signo me aterran. Por eso hay que estar en la lucha. No se puede dejar los espacios vacíos. Vivir una guerra marca, transforma. Vivir un pueblo en revolución, en guerra civil, debe estrujar la conciencia. Una lluvia de fuego no puede ser un comentario de pasada. Menos en una reunión donde se supone que hablas del interés popular. Pero ¿qué otra cosa hubieras deseado Manuel? Es otro tiempo, es otro ritmo. Me siento extraño con mi seda francesa a bordo del Metro. Eso es algo de lo mucho que ambicionamos del Imperio y de Europa, poder confundirnos en una masa de consumo que integra, que permite que los consumos de lujo calculado no cobren tanta importancia comparativa. La niña de la izquierda lleva zapatos a punto de pasar a mejor vida y aquel individuo de enfrente seguro trabaja en la construcción, esa mano, qué cerca está esa mano, lleva caparazón de cemento. Debe proteger. No lo sé, nunca lo sabré. Es curioso ver cómo se modifica el pasaje. En el centro hubo trajes luidos y zapatos pasados de moda. Todos iban serios. El ánimo era de incorporación forzosa. Se ha sustituido el taxi, se le añora. En cambio ahora debemos ir por debajo de las colonias de apartamentos y casas habitación condenadas a un uso más eficiente del suelo. Aquella mujer requeriría bastante menos peso para portar con dignidad esos pantalones. La verdad, las pieles, el cutis en la ciudad, se miran cada día menos sanas. Si supiera la de allá que tendremos más del sesenta por ciento de inflación, quizá saldría a gastar todo lo que carga en el monedero que tanto cuida entre sus manos. ¿Qué le sugeriría yo?, ¿qué le podría yo sugerir? Total electrificación del país a cualquier costo en los próximos cuatro años será el anuncio siguiente. El dinero para tan venerable objetivo habrá de correr habiéndolo parido en algo así como un acto de fe o magia. Todos guardamos una extraña esperanza de ser ricos, de vivir en la abundancia, y más si es de forma súbita y gratuita. Así sea por artificio. La riqueza como creación, no como fortuna concedida por el creador omnipotente, ésa no nos interesa. La moneda al aire como subconsciente nacional. No hay acto cotidiano, hay tómbola. Por lo pronto, el de finanzas trae lo suyo: nada de recaudación y todo articulado alrededor de las tesis del que en realidad manda. Estoy cansado a pesar de lo poco que he hecho en el día. Extraño a Elía. Dos y media semanas y sólo un par de cartas que quieren reconocerse. Hora de bajar; lo próximo son los pasos en la ciudad que hoy está triste, se fue al gris. Tengo un hambre feroz y no creo en lo que dije allá que creía. Hoy saldría muy mal en una evaluación frente a Sincerote. Por lo pronto iré a buscarme, a conseguir un perdón sobre mí mismo, aunque sea pasajero.
XI
“Hoy tomé madera. Roja, seca, gustosa de cobrar formas nuevas. Tengo torsos en mente. Un niño, adolescente quizá, enseñó el suyo. Qué serían, ¿catorce, quince? No lo sé. Se desnudó con timidez. Todos lo mirábamos sin hacer su pena evidente. Casi flaco, con las costillas marcadas y la piel pegada a su interior. Un costillar ordenado brincó a mi vista. Pensé que quizá su delgadez sería por hambre, de allí su disposición a posar. Le pidieron varias posiciones. Yo sugerí que enseñara más allá de su torso, que no ocultara con sus piernas y miré un cierto enojo o sería excitación vergonzosa. Lo toqué. El cuello se mantenía tenso. No se reclinaba con suavidad. Negaba mucho con sus piernas entre dobladas, con la unión entre codo y rodilla. Fue grato tocarlo. Me miró inquieto. Lo volvería a hacer con gusto. La pieza apenas comienza. Los dibujos se acabaron. El carbón es de instante, el lápiz un poco más demandante. La madera espera. Allí el error no tiene justificación. Por lo pronto son cuando más unos cortes que insinúan. Veremos después.”
XII
Una muchacha bajita, todavía con timidez de niña, de vestido colorido y un pequeño delantal blanco se acercó. Escuché un “buenas tardes” de tal suavidad que mi respuesta sonó brusca aunque mi intención fuera de amabilidad. Poco después, sin preguntar, puso frente a mí una sopa de pasta con algo de verdura. Un olor a pollo llegó mí. Tomé un trozo de pan que se encontraba en un pequeño cesto al centro. Noté su forma irregular, alargada, no como el homogéneo y perfecto que se produce en la ciudad. En aquel comedor había varias mesas dispuestas. Nadie más se encontraba allí. Pensé que era tarde para las costumbres del lugar. La niña se desvaneció de nuevo. Miré su trenza de un cabello negro con gran brillo, grueso y abundante. Al centro de la habitación había una mesa rectangular. Observé un lugar en la cabecera con varios frascos de medicina. Las sillas eran diferentes unas de otras. Sin embargo, todo había caído en una hermandad de edades y propósitos que envolvía también al viejo armario y a algunos cuadros pequeños, desproporcionados frente a los altos muros que los sostenían. Me supe observado desde algún cuarto solitario cuando no pasó arriba de un minuto después de haber terminado con aquella sopa, que quizá comí con prisa y sin cuidado, para que mi plato fuera retirado sin que tuviera siquiera tiempo de inquietarme por ello. Mordisqueé un pan que por su calor me había atraído. Untaba sobre él un poco de mantequilla cuando vi entrar un enorme platón de arroz brillante, blanco, grande y de grano entero con zanahoria y algunos pequeños trozos de carne blanda entremezclados. Me encontraba en los primeros bocados cuando apareció de nuevo la niña. Ahora llevaba varias cazuelas sobre una charola de madera oscurecida por el uso. Mi primera mirada fue a un vaporoso puerco entomatado. Otro platón cargaba pequeñas papas con cebolla y perejil. Otro, alguna verdura clara sin mayor personalidad. Le pedí una cerveza a aquella niña y vi en sus ojos de asombro y pena que se escabulleron detrás de la puerta, que no cesaba en su ir y venir, aun no habiendo quien la empujara. Un absoluto silencio y la novedad me presentaban todo de manera atractiva. La comida me sabía deliciosa quizá por el apetito, quizá porque de verdad estaba cargada de sabores intensos y frescos. El silencio de la soledad impuesta me resultaba grato. Al calor húmedo comenzaba a acostumbrarme. Estaba con la mirada en el plato cuando de pronto, sin dar aviso, una voz suave pero firme lanzó un “buenas tardes”. Levanté la vista para ver a un hombre con el pelo totalmente blanco y perfectamente peinado. Delgado, con los pantalones un poco altos. Puso de inmediato sus manos sobre el respaldo de la silla frente a mí para no dar pie a un saludo de mano.
—Disculpe usted que no le hayamos ofrecido algo de tomar; por aquí pocos lo hacen. Tenemos cerveza y también vino que se guarda en el estante —lo señaló con la cara. Tenía los ojos claros, azules, de mirada tranquila. Fue entonces cuando recordé haber visto sobre la puerta del portón de la entrada un nombre extranjero, Michaux, Quinta Michaux. El viejo tenía una sonrisa prendida a sus labios, leve pero permanente y natural. Cierta seguridad brotaba en sus ojos para contrarrestar su figura un poco frágil. Insistí en mi cerveza para no incomodar más. Llegó de inmediato traída por aquella niña cuyos pasos y miradas eran imperceptibles. El viejo se retiró con una discreción ya muy acomodada en su persona. Salió por la puerta de entrada y no por aquella por donde aparecía la niña de la trenza y la comida. Terminé con café en taza grande con olor a hierba todavía, fuerte. Supuse era de la región. Poco tenía que ofrecer a aquella gente que no fuese un ánimo conciliador y la confianza del ministro. Pero en realidad todo