Instrucciones para mudar un pueblo

Jorge Alberto Gudiño Hernández

Fragmento

… para claudicar

… para claudicar

Si en verdad se puede morir de tristeza, no entiendes por qué sigues vivo.

Es la intuición que te despierta a diario, cuando supones estar muerto, en esos minutos que tarda la modorra en acostumbrarse. Después te levantas, la orina caliente reverberando al centro de la taza. Te miras al espejo para descubrirte más flaco, más ojeroso, con la piel colgando en los cachetes. Más derrotado.

Así todos los días. O cada vez peor. Sacas la navaja de su estuche. Te rasuras sin espuma ni jabón, escuchando el rasguido del acero sobre la piel. La mano firme. No caes en la tentación de hacer un corte más profundo, de buscar la sangre en los pálpitos del cuello, el tajo. Apenas usas agua para enjuagar la hoja, para deshacerte de los pelos de la cara, para dejar un charco turbio al fondo del lavabo. La piel quedaría con la misma textura si no se rasurara. Guardas la navaja. Sólo la afilas en lunes.

Así todos los días al despertar.

Compruebas que la ropa que lavaste por la noche sigue húmeda, colgada sobre el cancel de la regadera. Hueles tus axilas con cansancio, sin muecas. Acomodas el ánimo al de ayer, escoges la misma playera, te resignas a los interiores. Conforme lo haces, constatas que sigues vivo y, al hacerlo, vas olvidando la frase que pronunciarás de nueva cuenta mañana, si no hay suerte, si el sueño no vence a la vida. Como si morir de tristeza fuera un asunto nocturno y tú ocuparas los días en acumular más y más tristeza.

Antes formulabas la frase como pregunta: ¿Por qué, si en verdad se puede morir de tristeza, sigo vivo? Dejaste de hacerlo. Resultaban inevitables las respuestas. Entre ellas dos. No estabas tan triste como creías; aún te queda algo por hacer. Descartaste la primera porque no se puede estar más triste. No con ese agujero que se ahonda todas las tardes justo a la mitad del pecho. Convertiste la pregunta en afirmación y seguiste andando en pos de un final necesario.

Es hasta que terminas de bañarte cuando piensas en ella. En tu pequeña. No precisas fotografías para recordarla. Basta con cerrar los ojos para instalar la imagen tras los párpados. Sonriente. Suspendida en sus cuatro años, su edad eterna. Pero la imagen te abruma y no te basta. Sospechas que se difumina durante el día. Por eso elaboraste un listado. Lo sabes de memoria pero eres hombre de rituales. Tomas el papel que guardas en el estuche de la navaja, está doblado en cuatro, la letra es redonda, torpe. Lees en voz muy baja, apenas moviendo los labios:

La temperatura de su mano cuando caminaban juntos.

Un levísimo ronquido.

La guerra de cosquillas.

Su cuento favorito.

Su sueño, acostada sobre ti.

La arruga en su frente cuando se enojaba.

Su voz llamándote papá.

El nombre de cada uno de los culpables.

Las calcetas están un poco tiesas. Los tenis guardan algo de humedad del día anterior. Empacas. Apenas un par de mudas en bolsa de plástico, el estuche de la navaja, un cuento infantil. Pasas la mano por el cabello, aplacándolo sin conseguirlo. Dejas la habitación del hotel. Es igual a tantas otras. Silenciosa como unas cuantas. Algo sucia. El desayuno es frugal y sin palabras. El café termina por instalar el dolor. Por la ventana, el paisaje es una pintura teñida de amarillos. Amanece. Falta poco para abordar el camión que te llevará a la siguiente parada, a tu destino.

… para triunfar

… para triunfar

Tras catorce recorridos idénticos, el licenciado ha aprendido a no mirar la carretera. Las curvas apenas insinuadas son un vaivén que atempera sus ansias por fumar. No lo hace en el camino de ida, cuando el frío de la madrugada atenaza los dedos, se cuela por las rendijas de la chamarra y pone una mueca bajo el sombrero del chofer. Tampoco de vuelta, cuando se vuelve un despropósito allanar el refugio que proporciona el aire acondicionado con la bocanada tibia del ambiente. Es mejor conservar la ventanilla cerrada, sea de ida o de regreso. La abstinencia es un animal al acecho.

Así que amortigua la ansiedad adormecido. Intentando no pensar en esa ruta sinuosa a causa del capricho de quien trazó ese camino de terracería. Si no hay nada a los lados, las curvas bien podrían ser una simple recta, varias, si piensa en los pueblos desmigajados allá atrás; cada uno más pequeño que el anterior. Todo es polvo, tierra seca. La distancia se mide en espejismos. Si acaso algo diferencia al camino del resto de la planicie es la falta de grietas, aquí todo está apisonado. Los reflejos del amanecer le entornan los ojos; una idea se cuela hasta ellos pero la elimina con un parpadeo. Estira las piernas y se arrellana en el asiento. No es cómodo, la camioneta fue diseñada para el trabajo. Cabecea. Ya no sabe cuántas veces se ha prometido comprarse una almohada para el cuello, de las inflables. Le recuerdan a los flotadores de la infancia pero cualquier pensamiento relativo al agua no tiene cabida en este valle. Además, si todo sale como lo planeado, no tendrá razones para volver.

El ronroneo del motor termina por vencerlo. Sueña, quizá, con un cigarro y una mujer. Una que consiga dar pelea a todas aquellas con quienes ha fantaseado. Alguien debe ser el depositario de los encantos de modelos y actrices con las que sueñan todos. Incluyéndolo. Está seguro de conseguirlo. De algo valdrán tantos viajes y tanto trabajo. Se imagina llegando a una reunión cualquiera con la mujer en turno para envidia de todos los asistentes. Sí, de algo.

Más adelante, El Goterón enciende sus primeras luces a la espera del licenciado que sabe que el pueblo está por desaparecer.

… para el desahucio

… para el desahucio

Un hombre viejo camina sobre el terraplén apaciguado.

No sólo eso: un hombre muy viejo recorre la calle. Va a la mitad de la calle si es que se le puede llamar calle. Es un anciano. Un anciano que recarga toda su existencia en las plantillas ortopédicas que de poco le valen. Él mismo las ha reparado varias veces con cinta adhesiva y cordeles. No basta. Sus zapatos apenas son jirones de piel sostenidos por las agujetas. Las suelas acusan agujeros difíciles de disimular. Las costuras no alcanzan. También recarga su peso en la cadera mal reconstruida, en el implante desgastado, en sus rodillas hechas polvo a fuerza de años y caminatas.

Es un anciano que recarga todo su peso en el horizonte, en una idea y en los hombros de otro hombre, más joven, casi un niño.

Es un hombre por los años, niño por los pensamientos. Su madre tomó pastillas para adelgazar mientras lo gestaba, mientras se hacía a la idea de que su belleza era caduca. Su padre no lo supo hasta que era irremediable. Su madre ya no está. Huyó después de la golpiza con que su esposo la felicitó tras haber parido. Su padre ya no está. Lo abandonó cuando, tras desfogarse, supo lo que había engendrado. Su abuela ya no está. Murió a causa de la edad y el cansancio. Sólo le queda su abuelo. Es el anciano que camina con el brazo sobre sus hombros.

Ninguno de los dos debería salir solo de casa. Al viejo ya no le alcanzan los recuerdos para pensar con claridad. Al joven le sigue sobrando el entusiasmo como para percibir el peligro. Juntos tampoco se ayudan salvo para caminar. Resulta evidente al verlos a la mitad de la calle, lejos del amparo de las banquetas; si es que esto puede considerarse una calle. Si acaso, una sospecha se alberga en sus memorias: la de que siguen siendo los de antaño, los de siempre.

El hombre mayor con su nieto idiota. El hombre rudo que lo sacaba a pasear disfrazando de rudeza su ternura, sin importar los cuchicheos ni las bromas. El minero jubilado que expiaba sus culpas lidiando con la impaciencia. El capataz que juntaba sus manos callosas con otras no menos fuertes, evitando que escapara. Formas varias para demostrar el cariño. Pero ahora ya no tiene el brío de antes, la fuerza requerida para contener el envión de energía del muchacho, la lucidez para anticiparlo, la voz grave para imponer su autoridad.

Ahora tiene que recargarle sus años para dar el siguiente paso.

Son apenas un anciano y un hombre joven caminando en medio de la calle, rumbo a la carretera. Por suerte es madrugada y silencio. No hay coches sino unos destellos blanquecinos al fondo de la nada. Justo hacia donde se dirigen.

Un rayo de entendimiento surca la mente del anciano. Comprende que es un sinsentido que estén solos, fuera de casa, a estas horas. Otro más continúa el razonamiento antes de perderlo en su itinerancia: deben llegar a la oficina de correos. El último estertor de lucidez: …para avisar que ya no habrá casa a la cual volver.

… para mudar un pueblo

… para mudar un pueblo

Se dice que El Goterón se asienta en un valle yermo, donde el calor es un capricho del suelo, de la tierra apisonada, de las grietas en esta tierra, del silbido del viento que sólo aparece por las noches. Y el sol brilla como brillan los metales al fundirse, casi blancos, dispuestos a cocinar lo que está en los anafres, los sartenes y las planchas. Se dice que El Goterón es una plancha, un comal agrietado, sin agua, con un puñado de casas calcinándose sobre el calor que emana de ese piso y ese cielo. Así es y así ha sido por siempre.

Se dice que los primeros habitantes bajaron de los cerros, atravesaron praderas, libraron claros de agua, acequias, ríos: golpearon la concha indestructible de la plancha hasta lograr trasminarla. Por eso las grietas del suelo. Los habitantes parecen salidos de las entrañas de la planicie. Por eso vuelven a ella cargados de herramientas, para encontrar el camino de regreso. Por eso y porque a alguien se le ha ocurrido que un metal brillante vale tanto esfuerzo: la piel de las manos desapareciendo a dentelladas, los miembros torcidos, el polvo dejando su pátina en la garganta y los pulmones. Ningún metal lo vale. Para brillo el del sol que calienta demasiado. Por eso también se refugian bajo tierra. Sin importar el hambre, los globos de los ojos agrietados, el recuerdo de una familia suplicando para que su hombre no fuera apresado en el último derrumbe. No, ningún metal vale eso.

Se dice que esto no es nuevo: hace ya cinco siglos los primeros habitantes salieron a la clara superficie del valle. Pasaron la noche agotados, tendidos sobre el suelo, sobre sus grietas, sobre el deseo de un trago: soñando sueños líquidos. Ahí descubrieron la hostilidad de la planicie. El frío de sus noches los hizo suplicar por el sol. La ponzoña de sus animales casi los extermina. La sed los hizo comer puñados de tierra. Y sobrevivieron. Incluso llegaron más, obligados por órdenes sin sentido.

Se dice que se agruparon entonces. Primero en un jacal, luego docenas. Las paredes de barro, el mismo piso agrietado dentro y fuera.

Se dice que murieron muchos,

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