Prólogo
Hay una cultura de la sangre y una cultura de la tinta. Estas dos culturas se enfrentan y se entrecruzan. Me gustaría poder decir que estamos saliendo de la época de la sangre para entrar en el tiempo de la tinta, pero esta afirmación optimista tiene poco sustento. A lo sumo, es posible pensar que el espacio de la tinta se ha extendido considerablemente. De hecho, me parece que —con la crisis de las ideologías—se observa un retorno, y tal vez un fortalecimiento, de esta trágica dualidad.
La cultura de la sangre está ligada a la exaltación de las identidades, a la lucha revolucionaria y a la defensa de las patrias. La cultura de la tinta exalta la pluralidad de escrituras e impulsa los argumentos impresos en el papel y no en los campos de batalla. La cultura de la sangre está teñida del color rojo de la vida pero está dispuesta a intercambiarla por la patria o la clase. Contrasta con la negrura que tiñe los alambicados argumentos de los escritores, pero la cultura de la tinta cambia a veces las ideas por un plato de lentejas. Para fortalecer estas metáforas, podríamos acudir a las conocidas imágenes de los antiguos nahuas sobre las tintas negra y roja (tlilli, tlapalli), que hacían referencia a un país legendario, la tierra de la sabiduría; pero aun allí, en las tintas con que los sabios pintaban los códices, aparecía la inquietante dualidad que enfrentaba los misterios peligrosos de la oscuridad con las fuerzas sangrientas de la vida.
Como es obvio, los ensayos de este libro son resultado de haber bebido tinta, según la expresión de Shakespeare, y de haber comido papel. Muchos escritores e intelectuales hemos abandonado las viejas militancias de la cultura política de la sangre, y nuestros textos salpican con manchas de tinta las páginas de historia que otros quieren imprimir con flujos de violencia. Ya no vivimos en la región de las venas abiertas, no porque hayan cesado la explotación y la miseria, sino porque creemos que en este mundo no todo son ríos y pantanos de sangre. Ya no nos agradan las invocaciones a una eucaristía revolucionaria que transforme el pan y el vino de la vida cotidiana en cuerpos martirizados y hemorragias sublimadoras. Desgraciadamente, al derrumbarse los dogmas políticos, una parte de la izquierda se ha acercado a la simbología religiosa para alimentar con la sangre de los que sufren los ídolos maltrechos de la ortodoxia tradicional.
En la década de los ochenta aún se podían describir las batallas culturales como un enfrentamiento entre lo que llamé, aprovechando la mitología de Julio Cortázar, la cronopia de los famas y la fama de los cronopios.1 Es decir, entre —por un lado—el barroquismo epicúreo, el realismo mágico y la barbarie crónica, y —por otro lado—el estoicismo civilizado de espíritus góticos y el simbolismo hierático. Esta oposición podría separar, para decirlo brutal y esquemáticamente, a Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes de Jorge Luis Borges u Octavio Paz. En cambio, a finales de siglo predomina, me parece, la oposición entre las culturas de la sangre y de la tinta, sin que la otra dualidad haya desaparecido. Una serie de acontecimientos ha impuesto una nueva dinámica: el derrumbe del socialismo y el auge de los conflictos regionales étnico-religiosos; la erosión del autoritarismo, la expansión de la democracia y la globalización; las guerras de Irak y Yugoslavia. En México el fin del milenio está marcado por la ruptura de 1988, la crisis del sistema político y el surgimiento de las guerrillas zapatistas en 1994.
Las imágenes de la sangre y la tinta me las fueron imponiendo los acontecimientos, especialmente el levantamiento zapatista en Chiapas. El Ejército Zapatista amenazaba con bañar el país en sangre pero en realidad lo que produjo fue una gran mancha de tinta: de Chiapas, afortunadamente, salieron más cartas que balas. Las metáforas sobre la batalla entre la tinta y la sangre nos han llovido desde entonces. Unos parecían tomar del Corán la inquietante exclamación: “Si vuestros enemigos os atacan, bañaos en su sangre”. Otros replicábamos: “bañémonos en la tinta del enemigo”. Es decir: escuchemos las razones del otro, aprendamos a leer las tintas de diferentes colores, usemos la pluma mojada de tintes pesimistas antes que sumergirla en el optimismo sanguíneo de las identidades coaguladas.
La exaltación de la tinta tiene, desde luego, sus riesgos. Junto a los letrados forman legión los cagatintas; los argumentos son ocultados por los antipáticos expertos en tintas simpáticas; la pluralidad multicolor es muchas veces diluida en las medias tintas del oportunismo o la incoherencia; y, ya puestos a sudar tinta, el parto de tantos esfuerzos por imprimir ideas en el papel con frecuencia lo deja en blanco. Pero más val