Prólogo
La cultura es conversación, ha escrito Gabriel Zaid. En mi caso, ha correspondido a una variedad específica: la conversación de ideas. En algún lugar he referido el origen de esta pasión: las largas conversaciones con mi abuelo paterno sobre las ideas rectoras de su tiempo que, a pesar de la diferencia de edades —me llevaba 54 años—, eran también las del mío: marxismo, socialismo, fascismo, sionismo, nacionalismo, liberalismo… A esa animada conversación (ya con una grabadora de carretes) siguieron decenas de charlas con personajes de la vida mexicana que adopté como abuelos vicarios: los miembros de la Generación de 1915, sobre los que escribí mi primer libro.
Mi incorporación a la revista Vuelta (febrero de 1977) me colocó de pronto ante la oportunidad de ampliar esa práctica con figuras que yo admiraba, sobre temas de mi interés. Uno de éstos era la vida y el pensamiento de Baruch Spinoza, a quien mi abuelo citaba con frecuencia como emblema del judío que remontándose sobre los fanatismos religiosos fincó las bases de la libertad moderna. ¿Quién mejor que Borges para charlar sobre Spinoza? Cuando pasó por México, en noviembre de 1978, conseguí verlo. «¿Una entrevista más?», protestó. «Es sobre Spinoza». Sonrió y me dijo: «Será un “Desayuno more geometrico”». Aquella conversación inolvidable fue la semilla de este libro.
Por más de dos décadas, el tema de nuestro tiempo fue la vigencia del marxismo y la idea de Revolución. Ante el resurgimiento de las pasiones ideológicas de los años treinta, los pocos demócratas liberales de América Latina necesitábamos argumentos de crítica y refutación. Aunque los tenía en casa —en la obra y el magisterio de Octavio Paz— fui a buscarlos por mi cuenta, en tres pensadores emblemáticos: Isaiah Berlin, en Oxford (1981); Joseph Maier, en Rutgers (1982), y Leszek Kołakowski, también en Oxford (1983). La obra del primero —creador de una historia encarnada de las ideas— ha sido una influencia central en mi vida. El segundo fue un exponente marginal pero activo de la Escuela de Fráncfort, en cuya lectura fervorosa me eduqué. El tercero fue el gran filósofo crítico del marxismo, con quien llegué a fincar una amistad. Al caer el Muro de Berlín, supe que las conversaciones con aquellos tres personajes habían sido reveladoras y aun premonitorias, no sólo en términos políticos e históricos sino también morales. Con todo, era imposible renunciar a la idea de Utopía. Sobre ese tema específico hablé muchos años después con Mario Vargas Llosa, admirado escritor y compañero de muchas batallas.
Otro tema impostergable para el mundo intelectual —más aún para México— era el destino histórico de Estados Unidos. Toqué el tema con Irving Howe, en una remota conversación en México. Su figura me atraía particularmente: un ensayista literario y político, editor de una pequeña revista, hombre de izquierda pero demócrata y antiestalinista. Mucho tiempo después hablé con el historiador global Paul Kennedy. Sus ideas sobre la inevitable decadencia de Estados Unidos en un mundo multipolar resultaron proféticas. Y finalmente, conversé con Daniel Bell —el eminente sociólogo que reveló las contradicciones culturales del capitalismo— sobre las fuerzas que predominarían en el siglo XXI. Fue la visión de un nuevo Jeremías.
Por ser el centro neurálgico del mundo y el cruce de las tres religiones monoteístas, nunca dejé de interesarme en el Medio Oriente. ¿Cuáles son las raíces profundas de la guerra que ya entonces parecía interminable? ¿Cuál es la naturaleza de los odios teológicos que la envenenan? Dos espíritus excepcionales guiaron mis reflexiones: el gran poeta israelí Yehuda Amichai y el historiador Bernard Lewis, autoridad indiscutida en los estudios del mundo islámico. Pero más allá de ese Oriente trágico había otro Oriente, el Japón, donde la tradición y la modernidad convivían en una milagrosa armonía. Mi embajador en esa cultura fue un gran amigo de Octavio Paz: el legendario historiador Donald Keene.
Al paso de los años volaba a otros mundos pero no olvidaba mi mundo: el orbe hispano e hispanoamericano, «castellano y morisco, rayado de azteca». De ese interés histórico partieron tres conversaciones. Una con el padre (en el sentido intelectual y casi religioso del término) de la historia indígena mexicana: Miguel León-Portilla. Otra con John H. Elliott —el eminente historiador inglés, la autoridad mayor en la historia española—. Y otra más, muy temprana, con Hugh Thomas —autor de historias clásicas sobre Cuba y la Guerra Civil española, antes de escribir su magna historia de la Conquista—.
Y claro, todo comenzaba y terminaba en un mismo lugar: México. Sobre esa incógnita existencial que es México, sobre la torturada historia de México a través de los siglos, me acerqué a hablar con tres maestros y amigos. El historiador estadounidense Charles Hale, autor de obras clásicas sobre el liberalismo mexicano del XIX; nuestro Premio Nobel de Literatura Octavio Paz, que tocó el fondo histórico de la mexicanidad en su Laberinto de la soledad; y Luis González y González, que concibió un acercamiento distinto a esa misma mexicanidad, la búsqueda de la pluralidad esencial de México a través de la microhistoria.
Si no me engaño, estas conversaciones dibujan un pequeño mapa: el de ciertos afectos, ciertas devociones, ciertas pasiones, ciertas causas que han ocupado los trabajos y los días de un escritor mexicano. Para hacerlo un poco más explícito, consentí la inclusión de una charla en la que Christopher Domínguez Michael me sometió a un detallado interrogatorio. Quizá arroje alguna luz sobre los motivos que guiaron —que guían aún— mi gusto por hablar de personas e ideas con personas de ideas.
Personas e ideas tuvo una primera edición homónima en 1989. Años más tarde incluí varias de esas conversaciones en Travesía liberal (2003). Ahora, volviendo al título original, recojo todas ellas (y algunas inéditas) en este libro que es el buque vanguardia de la Colección Ensayista Liberal.
Cuernavaca, abril de 2015
I
Devoción por Spinoza
Jorge Luis Borges
© Proceso
DESAYUNO MORE GEOMETRICO
Jorge Luis Borges pasó por México a finales de 1978. Inmerso, como estaba, en mis arduas lecturas spinozianas (al extremo insensato de ensayar una biografía del filósofo), la visita de Borges parecía un llamado de la Providencia. Si lograba conversar con él, podría honrar a dos de mis antiguas devociones: Borges y Spinoza.
Después de Schopenhauer y Berkeley, Spinoza fue, seguramente, el filósofo más querido para Borges. En sus ensayos y cuentos hay varias menciones a Spinoza que omiten, como acostumbraba el propio filósofo, toda referencia a su biografía y abordan, en cambio, su vasto sistema metafísico. Borges evoca, por ejemplo, la famosa sentencia: «Todas las cosas quieren perseverar en su ser»,1 y lo hace tanto para explicar la presunción de inmortalidad del constructor de la Muralla China, como para lamentar que, eternamente, al igual que la piedra que persevera en ser piedra y el tigre en ser tigre, él deba permanecer en «el otro Borges».2 Junto a Parménides, Platón, Kant y Bradley, Borges distinguía siempre a Spinoza en la genealogía idealista. Algunos de los adjetivos que aplica al Dios spinoziano resumen largos teoremas y escolios, como cuando lo llama «inagotable» o «indiferente». De la Ética (More geometrica demonstrata, como reza el título original), Borges solía acudir principalmente a las dos primeras partes, las que definen a Dios y al espíritu. En cambio, apenas tocó las dos secciones intermedias, en las que Spinoza desciende al plano de los hombres, explica la naturaleza de los sentimientos y previene contra la servidumbre humana. El libro quinto de la Ética, que gira en torno de la «potencia del entendimiento o la libertad humana», devuelve al hombre hacia la divinidad, y quizá por eso atrajo nuevamente la atención borgesiana.
Que a Borges le interesaba la invención de Dios mucho más que la vertiente moral en el sistema de Spinoza se hace evidente en los dos famosos sonetos que dedicó al filósofo de Ámsterdam. En ellos se encuentran cinco maneras distintas de nombrar el parto de Dios en la Ética: Spinoza sueña un claro laberinto, construye a Dios, lo engendra, lo labra, lo erige. No obstante, aparte de las evocaciones habituales a su oficio de pulidor de lentes y a su origen judío, Borges deslizaba dos líneas centrales en la biografía del filósofo: a Spinoza «no lo turba la fama» ni «el temeroso amor de las doncellas». Los dos versos finales del segundo soneto expresan, con una economía digna del amor Dei intelectuallis, la «beatitud» spinoziana:
el más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.3
¿Contribuyó el laberinto racionalista de Spinoza a labrar algunos cuentos de Borges? En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», Borges contrapone la filosofía de Spinoza a los filósofos tlönianos, pues si el «pobre judío portugués» exaltaba la doble atribución de extensión y pensamiento, los de Tlön la simplifican: sólo el pensamiento. Quizá la Cábala o el idealismo de Berkeley proponían una metafísica más afín a la literatura fantástica que la discusión propiamente ética, que es a un tiempo el corazón y el legado spinoziano. Para ejecutar ese milagro, Borges habría debido ser no «un argentino extraviado en la metafísica», sino en la moral.
¿Podría someter estas conjeturas al juicio de Borges? La cafetería del hotel Camino Real no era precisamente la Spinozahuis de La Haya, pero, por intercesión de mi amigo Miguel Capistrán, Borges accedió generosamente a hablar sobre la vida del filósofo y su relación con él, sobre el Spinoza que no está en los ensayos y los sonetos. Lo acompañaba, amorosa y diligente, María Kodama. «Éste será un desayuno more geometrico», me dijo. La conversación tomó la forma de un divertimento literario, un ejercicio de libre asociación alrededor de un tema central y sus ecos en la inagotable biblioteca mental de aquel hombre caballeroso, irónico y sencillo, que con parsimonia spinoziana toleró mis inquisiciones mientras adivinaba —sin pedir ni aceptar ayuda— la posición exacta de cada alimento.
ENRIQUE KRAUZE: Borges, usted había prometido a sus lectores un libro sobre Spinoza. ¿Lo escribirá?
JORGE LUIS BORGES: No. Yo junté muchos libros, empecé a leerlos y me di cuenta de que mal podía explicar a los otros lo que no podía explicarme a mí mismo, y me he corrido a Swedenborg, que es más fácil. Creo entenderlo: fue el maestro de Blake y lo que hay de pensamiento en Blake se debe a Swedenborg. Ahora, con María Kodama, estoy escribiendo un libro sobre Snorri Sturluson, el gran historiador islandés.
¿De cuándo data su cercanía con Spinoza?
Mi padre fue profesor de psicología en Buenos Aires. Tenía una gran biblioteca inglesa, pues una de mis abuelas era inglesa. Yo me eduqué en la biblioteca de mi padre, y entre esos libros estaba la Historia biográfica de la filosofía, de Lewes, un judío que fue amante de George Eliot. Hay allí un capítulo, sobre todo emotivo, sobre Spinoza. De modo que diremos que data de siempre… Usted sabe que yo me enseñé alemán en 1917, llevado por Carlyle. Adquirí el Buch der Lieder, de Heine, la novela Der Golem, de Meyrink…
Heine fue un poco el san Pablo del spinozismo. En su libro sobre Alemania…
Me encontré una frase muy linda sobre Heine. Stevenson, tras citar un poema de Heine, dice que es «el más perfecto de los poemas del más perfecto de los poetas». Qué lindo que Stevenson dijera eso, ¿no? Él sabía lo que decía. Las mejores obras que Heine escribió fueron las últimas: «Wer von Euch ist Yehuda ben Halevi».4 Aunque siempre fue un gran poeta, hasta cuando escribía poemas que un muchacho argentino, que no sabía alemán, podía entender. Decía Heine que los alemanes que lo visitaban en París se encargaban de curarlo de la nostalgia…
He encontrado que hay dos escritores que se parecen mucho. Las frases de uno pueden ser del otro; los versos no, los versos de Heine son superiores, pero, digamos, el humor, las bromas: son Oscar Wilde y Heine. Y los dos con el culto, para mí incomprensible, de Napoleón. Yo no admiro a Napoleón; yo creo que si uno admira a Napoleón, uno está obligado a admirar a Hitler. Yo me rehúso. A diferencia de Carlyle, yo detesto a los dictadores.
¿Usted piensa que hay un momento anterior en la crítica de Dios, comparable al Tractatus theologico-politicus?
Le voy a contestar de un modo evidente. Está en Descartes. Yo creo que Spinoza es la continuación lógica de Descartes. Descartes se dejó llevar por esa pequeña secta protestante de la cual yo abomino, esa herejía que es la Iglesia de Roma; pero si se aceptan las premisas de Descartes, salvo que uno llegue al solipsismo, se llega al spinozismo. Eso quiere decir que Spinoza fue un pensador más coherente y, desde luego, mucho más valiente que Descartes. La valentía es, para mí —sencillamente porque yo soy cobarde—, una virtud esencial. Admiro mucho el valor, quizá porque soy de familia de militares: el coraje, la virtus, lo propio del hombre.
¿Y anterior a Descartes?
Yo encontraría a uno, pero esto que digo no tiene ningún valor, porque soy un ignorante. Yo diría que Escoto Erígena. Yo no sé si usted está de acuerdo conmigo, pero Escoto es un pensador extraordinario. Creo que corresponde al siglo IX. Desarrolló un sistema que, además, es un poco more geometrico, como el de Spinoza. Usted recuerda que él empieza:
Por aquello que no es creado y crea, que es Dios.
Por aquello que es creado y crea, son los arquetipos.
Por aquello que es creado y no crea, somos nosotros.
Por aquello que no es creado y no crea, somos nosotros cuando volvemos a la divinidad.
Tiene ese amor de la simetría típico de Spinoza, que es lo que estorba ahora a la lectura de su obra.
Hay quien piensa que ese método geométrico proviene de la Cábala…
Bueno, es muy curioso, porque él habla mal de los cabalistas; pero desde luego está cerca de la Cábala. A mí me ha interesado mucho la Cábala. He leído versiones del Zohar, del Sefer Yetzirah, aunque quizá lo único que he entendido es el libro de Gershom Scholem. Lo conocí en Tel-Aviv. El gobierno había arreglado que yo tuviera que pasar media hora con Scholem, media hora dedicado a visitar una fábrica de jabón, otra media hora para saludar un gasómetro. Son cosas que se les ocurren únicamente a los gobiernos. Yo les dije: «Bueno, que el gasómetro se embrome, ¿no? A mí, la fábrica de jabones… Yo soy indigno de ella». Y me pasé toda la tarde, y toda la tarde siguiente, conversando con Scholem, que me enseñó muchas cosas. Scholem me mandó su libro, porque Roger Caillois le dijo que yo había escrito un poema sobre el Golem y que había usado como rima «Scholem» (que era la única posible). Lo decepcioné. Yo no era lo suficientemente exótico, yo era un señor cualquiera… Es lo que ocurre con Argentina, el país que felizmente tiene menos color local del mundo. El país más insípido. Usted sabe que ahora, si uno quiere ver gauchos, uno tiene que ir al Brasil. En Buenos Aires ya no quedan.
Quería decirle otra cosa: la palabra «gaucho» y la palabra «pampa» jamás se usan en el campo. Si usted dice «pampa» o dice «gaucho» hace ver enseguida que es porteño, porque la gente dice «el campo» y «un paisano», pero nadie en el mundo, salvo Martín Fierro, que es un gaucho creado por la literatura, dice «soy un gaucho». Nadie jamás se jactó de ser gaucho. Recuerdo a mi madre comentar que si alguien dice «soy gaucho» es un bruto, no un gaucho.
Pero volviendo a la Cábala, es…
No, no. Yo creo que él habla en alguna parte de los delirios cabalistarum.
… Y sin embargo esa relación tiene algo de cabalista: el valor numérico de la palabra Dios, en hebreo, es el mismo que el de la palabra naturaleza: 86. Una confirmación del Deus sive natura,5 la famosa fórmula de Spinoza.
Es claro que a Spinoza, que no tenía una mente literaria o retórica, tenían que desagradarle las metáforas, los símbolos, el hecho de que los libros de la Cábala fueran escritos para señalar un camino. Yo creo que todo en el Zohar está escrito para ser interpretado por el maestro, para ser explicado. No se propone enseñar las cosas; se propone indicar caminos. Aunque Spinoza tiene que haberlo leído.
Él dominaba el hebreo, sobre eso no hay ninguna duda, ¿no es cierto?
No, ninguna. ¿Usted ha notado la buena prensa que siempre ha tenido Spinoza entre los socialistas, a partir de Marx?
No, pero he notado que Spinoza ha tenido esa virtud de inspirar devociones. Por ejemplo, recuerdo los famosos ensayos de Renan, de Arnold. Posiblemente el Spinoza de Novalis no fuera exactamente el que fue, ni el de Coleridge tampoco, pero todos lo ven como a un santo; se siente la santidad de Spinoza.
Quizá la devoción socialista por Spinoza tenga que ver con su supuesto ateísmo…
Como se confunde ateísmo y panteísmo…
… Y eso a pesar de que Heine escribiera que nadie se ha expresado sobre la divinidad de manera más sublime que Spinoza.
«Von Gott Getrunken»,6 sí… Le voy a contar una anécdota de Coleridge. Parece que de él y Wordsworth se sospechaba que eran partidarios de la Revolución francesa y se les veía un poco como posibles traidores. Entonces los siguió alguien y comunicó que estaban hablando todo el tiempo de un espía, y ese espía era… Spy-Nousa. Se pusieron a buscar al espía Nousa. Además, Nousa es una persona que se mete en las cosas, que está nousing around… Who can Spy-Nousa be? Entonces dejaron de molestar a Wordsworth y a Coleridge y se fueron a buscar al que era, evidentemente, la cabeza.
Justamente esa devoción romántica ¿en qué se originaba? ¿Por qué se identificaban con Spy-Nousa?
Lo buscaban huyendo un poco del dios personal, que yo no he entendido, por lo demás. Recuerdo esa frase de Bernard Shaw, tan linda: «God is in the making», y the making somos nosotros.
Un tema fascinante y misterioso es la excomunión de Spinoza. El antecedente de Uriel da Costa…
Conozco el nombre, nada más.
Este hombre se suicidó en Ámsterdam en 1640 (Spinoza tenía ocho años de edad) por un conflicto de creencias, de identidad; parecido al que catorce años después separaría a Spinoza de la sinag