Las tierras arrasadas

Emiliano Monge

Fragmento

Las tierras arrasadas

El libro de Epitafio

I

También sucede por el día, pero esta vez es por la noche. En mitad del descampado que la gente de los pueblos más cercanos llama Ojo de Hierba, un claro rodeado de árboles macizos, lianas primigenias y raíces que emergen de la tierra como arterias, se oye un silbido inesperado, cruje el encenderse de un motor de gasolina y desmenuzan la penumbra cuatro enormes reflectores.

Asustados, los que vienen de muy lejos se detienen, se encogen e intentan observarse unos a otros: los potentes reflectores, sin embargo, ciegan sus pupilas. Acercándose, entonces, las mujeres a los niños y los niños a los hombres, quienes llevan varios días andando dan comienzo al cantar de sus temores.

Chifló alguien y unas luces se
prendieron… no podíamos ver delante…
nos pegamos unos a otros…
puros cuerpos asustados
.

Las palabras de los seres cuyos cuerpos desean ser un solo cuerpo atraviesan el espacio y el hombre que silbara vuelve a hacerlo y luego avanza un par de pasos. Ante su cuerpo, el zumbido de la selva, como sucediera hace un instante con las sombras, se deshace y durante un par de segundos sólo se oyen los murmullos de los hombres y mujeres que cruzaron las fronteras.

Unos decían ya nos chingaron…
ya valimos pura verga… otros nomás
querer decir sin decir nada… como
rezando o masticando las palabras
.

Escuchando estos murmullos, sin prestarles atención, el hombre que aquí manda se quita la gorra, se limpia la frente con la mano y gira el cuerpo descubriendo su semblante. A primera instancia, sin embargo, no se logra percibir nada especial en este hombre que alza ahora los dos brazos y silbando nuevamente pone en movimiento a los muchachos que sostienen los potentes reflectores.

Tras avanzar algunos metros, los cuatro hombres que empujan los potentes reflectores oyen que otra vez silba su jefe y detienen su avanzar sobre la hierba. Bostezando complacido, el que aquí manda vuelve la cabeza, lleva su mirada hacia una vieja camioneta y le sonríe a la mujer que allí dormita.

Por su parte, los hombres y mujeres que salieron de sus tierras hace días, cuando el encierro repentino en el que se hallan deja de encogerse en torno suyo, sienten como que algo abandona sus entrañas y se acercan más y más unos a otros, convirtiendo en uno solo sus temblores y en una sola voz sus voces huecas. Está pasando la sorpresa y el terror se está llenando de preguntas.

No sabíamos qué pasaba… o sí
qué pero no qué pasaría… empezaron:
¿quién ve algo… esos que
están del otro lado… quién?

La potencia de los halos que dan forma a los barrotes impalpables no permite advertir nada a los que vienen de muy lejos: ni los cerros que hace tiempo atravesaron ni la selva en la que estaban hace poco ni la muralla vegetal que violaron para entrar al descampado en que aguardaban sus captores, cuyo jefe sigue viendo a la mujer que duerme allá en la camioneta.

Quitándose y poniéndose la gorra nuevamente, este hombre, que de pronto se descubre narizón, despega sus ojos de la mujer que conoció en El Paraíso, gira la cabeza y sin pensarlo hace el recuento de sus cosas y sus gentes: ahí están todos sus muchachos, sus enormes camionetas, su gran tráiler, las dos viejas estaquitas, tres motocicletas, sus potentes reflectores y ese motor de gasolina que ahora mismo se atraganta.

El eructo repentino de la máquina, que así declara estar fallando, pone en guardia al narizón de cejas amplias que aquí manda y cuyo nombre es Epitafio: ¡se los dije que iba pronto éste a chingarse! Sacudiendo la cabeza, el hombre que además de la nariz y de las cejas tiene los dos labios desmedidos, murmura un enunciado indiscernible y molesto echa a andar hacia el motor que se está ahora sacudiendo.

Apurando el paso, Epitafio, cuyo rostro parecería siempre estar hinchado, se quita la gorra nuevamente, espanta el humo que lo envuelve cuando llega ante su máquina, enciende su linterna, se hinca sobre el suelo y comienza a maniobrar varias palancas. Segundos después el hipo de la máquina se acaba y Epitafio yergue el cuerpo, apaga la linterna pero escucha desconfiado los engranes del motor igual que escucha un doctor el pecho de un paciente enfermo.

No va a durar mucho… hoy no tendremos tanto tiempo, piensa Epitafio, y dándose la vuelta echa a andar hacia la vieja camioneta: sus oídos, aguzados hace nada, oyen entonces los sonidos que la selva exhala en su hora negra: suenan los gritos de los monos aulladores, en el arroyo cantan los anuros, chillan en el aire los murciélagos y zumban las chicharras escondidas en la hierba.

Como mucho una hora apenas… no habrá tiempo hoy de elegirlos, rumia Epitafio cuando llega hasta su vieja camioneta y endureciendo el gesto mira su reflejo en la ventana. Luego voltea la cabeza hacia el encierro iridiscente y ve a los seres que allí forman esa masa cuya voz ahora machaca los temores que de pronto han tomado sus cabezas.

A mí esto me tocó ya en Medias
Aguas… valimos verga… me salvé
de pura suerte… nos golpearon… nos
arrastraron y de nuevo nos pegaron
.

Para colmo no habían sido nunca tantos, se dice Epitafio sin dejar de ver la masa iluminada en el centro de la noche y, quitándose la gorra, una gorra roja en cuya frente salta un león albino, se aleja de su vieja camioneta: cuando menos que me toque aquel grandote.

En el centro del encierro, entre los cuerpos de un viejo encorvado y una niña cabezona, se distingue un joven gigantesco.

Imaginando todo aquello que podría ese gigante hacer por él y sus muchachos, Epitafio se emociona y está a punto de silbar de nueva cuenta pero en algún sitio de la selva ruge la pantera de estas latitudes. Cuando el jaguar vuelve a callarse, Epitafio por fin silba y los cuatro hombres que manejan los potentes reflectores mueven otra vez sus piernas.

Tras contar cada uno a quince, estos cuatro hombres se detienen, vuelven la cabeza hacia su jefe y le contestan por primera vez a éste el silbido. Este concierto inesperado tumba al suelo a un par de niños y ahonda los temores de los hombres y mujeres cuyos cuerpos son alumbrados cada vez desde más cerca.

¡No se caigan… le disparan al
que está puro en el suelo… así fue
allá en Medias Aguas… los envolvieron
luego en nylon… no se doblen!

¡Eso es… hoy no tendremos mucho tiempo… hay que vencerlos a éstos pronto!, piensa Epitafio vislumbrando cómo los que vienen de otras tierras van soltando sus atados y sus bultos y van después cayendo sobre el suelo. Luego, dándose la vuelta y poniéndose su gorra, el hombre al que sus hombres llaman, a escondidas, Lacarota, regresa hacia su vieja camioneta, donde aún está durmiendo la mujer que aquí manda cuando es él el que descansa.

Quizá deba despertarla, medita Epitafio observando la ventana y está a punto de golpear el vidrio cuando vuelve la pantera de estas selvas a rugir en la distancia. No es, sin embargo, este rugido lo que entume el brazo de Epitafio: contemplando a la mujer que tanto quiere ha recordado lo que dijo ella hace rato: acuérdame que tengo yo algo que contarte… cuando despierte dime: tú querías decirme a mí algo.

Si la despierto ya no va a querer contarme, se dice Epitafio, y dándose la vuelta le devuelve a su encierro los esfuerzos de su mente: con ése de ahí llevamos nueve… y ésos tres creo que son once… más aquellos seis dieciocho… nunca habían sido tantos… con aquellos otro cinco… y ésos otros de ese lado… ya no sé ni cuantos llevo… debe haber unos cuarenta… más… quizá sean hasta cincuenta.

Quitándose y poniéndose la gorra nuevamente, Epitafio sacude la cabeza, se conforma con saber que esos seres que está viendo son un chingo y metiéndose dos dedos en la boca, por primera vez, silba una secuencia.

Estos silbidos, cortos y anudados, espabilan a dos chicos camuflados en la masa. Abriéndose paso con los codos y los hombros, estos chicos, que nacieron en la selva y que arrastraron por su entraña a los hombres y mujeres que aquí dejan, salen de la masa aseverando: ¡aquí estamos!

Nos habían engañado… esos dos
hijos de puta que eran casi apenas niños…
y se fueron de allí riendo… los oí yo que
iban riendo… luego no volví yo a verlos
.

Sin voltear ninguno el rostro, los dos chicos de la selva dan con la frontera de la luz y de las sombras: ¡ya estamos saliendo! Luego, fuera ya del cerco incandescente, ambos chicos se detienen, dejan que sus ojos se acostumbren a las sombras, buscan la silueta de Epitafio y tras hallarla se encaminan a su encuentro.

Antes, sin embargo, de que alcancen al que manda, se alza ante los chicos una sombra enorme y los dos caen sobre el suelo. Protegidos de las risas de Epitafio por el aleteo atronador de la parvada que dormía entre la hierba, y que se está ahora alejando, los dos chicos se levantan con un salto, echan pronto a andar sus piernas y esconden la vergüenza de haber sido derrotados por su reino.

—¡No se asusten! —suelta Epitafio dejando de reírse.

—¿Asustarnos?

—No los vimos.

—Me cumplieron.

—Se lo dije —asevera el mayor de los dos chicos de la selva.

—Se lo dijo.

—¿Y ahora cuándo nuevamente?

—Antes le toca a usted cumplirnos.

—Si nos paga lo que dijo, cuando quiera —dice el menor de los dos chicos de la selva.

Tras un breve silencio, Epitafio se lleva la mano izquierda al bolsillo y al sacar el fajo de billetes que va a darle a los chicos se presiona la vejiga. Me estoy meando, dice entregando el dinero, y desabrochándose el cinturón añade: ¿ahora sí puedo decirles que aquí mismo el otro jueves? Eso mero… así le hacemos, se compromete el mayor de los dos chicos dándose la vuelta y jalando de una mano al menor se dirige nuevamente hacia la selva.

Mientras su cuerpo se vacía, Epitafio observa cómo los dos chicos brincan una raíz y cómo manosean el telón apretado de lianas. No observa, sin embargo, cómo ambos se pierden más allá de la muralla que separa al claro de la selva pues otra vez eructa el motor de gasolina y ansioso devuelve su mirada hacia la vieja camioneta: puta madre… voy a tener que despertarte.

II

—¿Cuántas veces te lo dije? —insiste la mujer que ha despertado hace un momento y luego añade—: no he dormido en varias noches.

—No quería despertarte —repite Epitafio y antes de que vuelva la mujer a reclamarle suma—: van las luces a apagarse… es en serio que el motor está fallando.

—No he dormido y cuando al fin consigo hacerlo me despiertas —reclama la mujer de nueva cuenta, volviendo la cabeza—: ¡sabes tú cuánto la extraño y no te importa!

—¿Por qué dices… puta mierda… ya empezaste! —se enreda Epitafio y girando él también el rostro intenta explicarse—: sabes bien que sí me importa… pero no tenemos tiempo.

—¿Por qué crees que ella lo hiciera?

—¿Qué más da por qué lo hiciera?

—De ese modo... ¿por qué mierdas de ese modo?

—Así no sintió ella nada —suelta Epitafio—: o eso debe haber pensado… que así no sentiría nada.

—¿Crees que sí lo había pensado... que lo había ella planeado?

—Lo que creo es que tenemos que bajarnos —asevera Epitafio—: ir a escoger mientras las luces… el motor se va a morir en cualquier rato.

Apartando la mirada de la mujer que está ahora bostezando, Epitafio se revuelve en el asiento de su vieja camioneta, saca una moneda, la sostiene entre los dedos un segundo, la lanza luego al aire, observa el arco que ésta traza y atrapándola la aplasta en el tablero. ¿Águila o sol?

Subiéndole el volumen a las prótesis que lleva en los oídos, la mujer cuyas facciones son contradictorias: es difícil creer que esta nariz pequeña yazga encima de esta boca tosca y por debajo de estos ojos ambarinos y profundos, mira la mano de Epitafio y asevera: ¿para qué me lo preguntas si ya sabes cuál escojo?

Cuando Epitafio alza la mano, la mujer en cuyo rostro uno contempla tres efigies desiguales pero igualmente atractivas: su belleza es un rompecabezas, celebra: otra vez me toca a mí antes. ¡Siempre te toca a ti primero… no te gano ni un volado!, se queja Epitafio y aventando la moneda al cenicero, donde brincan dos colillas y expectora la ceniza, ruega, dándose cuenta al mismo tiempo de que no tendría que hacerlo: sólo no escojas al grande.

¿De qué grande estás hablando?, inquiere la mujer que adora a Epitafio desplegando la visera de su lado y, distinguiendo su semblante en el espejo que ésta enmarca, abre y cierra la boca varias veces. Luego lleva sus dos manos a su nuca y dividiendo en tres mechones su cabello empieza a entretejerlo, descubriéndose los hombros, su delgado cuello y el pescuezo en que su nombre: Estela, cuelga convertido en letras de oro.

Epitafio, mientras tanto, se pone otra vez su gorra y repitiendo las palabras que no tendría que haber dicho hoy le da forma a una advertencia: allí abajo hay uno enorme… en serio no quieras quererlo… lo vi yo desde hace rato. No me hubieras dicho nada, suelta Estela esbozando una sonrisa: ¡ahora claro que lo quiero! Echándose a reír él también de pronto, Epitafio inquiere: ¿por la culpa de quién dices que no duermes? ¡Hijo de puta!, exclama Estela sorprendida y desterrando las sonrisas amenaza: ¡en serio de ella no hagas bromas!

En medio del silencio que se abre tras las últimas palabras de Estela, Epitafio abre la puerta de su vieja camioneta y demandando: no te tardes, vuelve al claro Ojo de Hierba, donde lo envuelven el calor asfixiante y cada una de las fibras que entretejen el zumbido de la selva: suenan los gritos de los monos, el cantar de los anuros, el cascar de las chicharras y el aullar de los murciélagos.

Por su parte, pensando: pinche Cementeria… por qué mierda hiciste eso… te llevaste hasta mi sueño, Estela sigue con los ojos el andar de Epitafio, que en el centro del enorme descampado se detiene, se quita otra vez la gorra, se limpia las dos sienes, se echa atrás varios jirones de cabello y silba nuevamente.

Este último chiflido saca de las sombras a unos seres que no se habían dejado ver y que emergen de la hierba empuñando la amenaza de sus armas. Al divisar a estos muchachos, el gesto de Estela se relaja y al fin se apea ella también al descampado. Lo primero que contempla, esta mujer de cuerpo esbelto y como armado con pedazos de otros cuerpos, son las montañas como muros que encierran la gran tierra lacrimante en que se encuentra.

Luego, tras ver las copas de los árboles más altos sobre el fondo de la noche, Estela, como hiciera antes el hombre al que ella adora, lleva a cabo el recuento de sus cosas en silencio: las tres motos, las pequeñas estaquitas, el motor de gasolina, las dos viejas camionetas y aquel tráiler junto al cual alcanza a divisar unas siluetas.

¿Quiénes son esos pendejos?, está a punto de inquirir pero de golpe y a pesar de aún estar medio dormida su memoria la golpea y apretando la quijada enclaustra dentro de su boca las palabras. Están metiendo ahí mi sorpresa, se dice Estela entonces y al hacerlo aparta su mirada de ese tráiler en el que unas letras blancas que el tiempo ha carcomido dicen: “El orador de minos”, donde tendrían que decir: “El devorador de caminos”.

Tras estirarse, ver en el cielo ennegrecido las luces diminutas de un avión enorme y bostezar otras dos veces, Estela busca la silueta de Epitafio por el claro y al hallarla echa a andar sobre el suelo humedecido y vaporoso de la selva.

A dos metros del lugar donde Epitafio se encuentra, con los zapatos llenos ya de lodo, Estela avizora a los hombres y mujeres que vinieron desde lejos y emocionada piensa: era verdad… son más que antes. Tomando a Lacarota por el hombro, Estela está entonces a punto de expresar su alegría pero el hombre al que adora silba una vez más y vuelve todo a ponerse en movimiento.

Los veinte hombres que emergieron de las sombras alzan los cañones de sus armas, los que empujan las pequeñas carretillas echan otra vez a andar sus piernas y los que vienen de otras tierras hacen sonar aún más el rechinar de sus mil dientes medrosos.

Cuando todos los presentes han ocupado ya sus nuevas posiciones, Estela chifla por primera vez y es así que le entrega a sus muchachos su nueva orden. Estalla entonces la primera ráfaga de fuego y los que llevan varios días andando caen al suelo, vomitando unas palabras que sus bocas lanzan crudas.

Utilizaron por primera vez allí sus
armas… los que estaban todavía parados
se tumbaron… empujando, haciendo a un
lado… como queriendo estar abajo… nadie
quería que le tocara pues encima
.

¿Por qué siempre creen que es a ellos?, inquiere Estela cuando callan los metales, al mismo tiempo que se dice a sí en silencio: es increíble lo bien que oigo ahora con éstos. Hace apenas unos días que esta mujer que acaricia sus orejas se compró prótesis nuevas.

Cuando el zumbido de la selva ha reconstruido su entramado y Estela está gozando de unos ruidos que no había nunca escuchado, Epitafio se aleja de su cuerpo y ordena: ¡párense ahora mismo… hijos de perra… qué hacen todos en el suelo?

¡Ándenle o sí vamos a apuntarles!, insiste Epitafio acercándose aún más a su encierro luminoso y quitándose otra vez la gorra se limpia el sudor que le empapa las dos sienes. ¿Cómo puede hacer este calor de madrugada?, inquiere dándose la vuelta pero en lugar de una respuesta Estela escupe: ¿cuál es el que no quieres que escoja?

—Ese cabrón que está a la izquierda, responde Lacarota girando la cabeza nuevamente hacia el encierro y señalando con la mano.

—¿Ése que está junto al viejo y a esa niña?

—Exactamente.

—Me da igual que te lo quedes, afirma Estela acercándose a Epitafio—: ¿para qué voy a pelear habiendo… cuántos son exactamente?

—Iba a contarlos pero fui a despertarte —dice Epitafio y señalando una luz que parpadea insiste: hoy no tendremos tanto tiempo… ya te dije que el motor está fallando.

—Otra vez voy a tener yo que contarlos.

En total setenta y cuatro, anuncia Estela luego de un instante y acercándose aún más al cerco se sorprende de escuchar las más tímidas palabras, los alaridos sofocados, los acentos de temor, los suspiros y los ayes de los hombres y mujeres que escaparon de sus tierras. Qué buenos mis nuevos aparatos, rumia emocionada la mujer que adora a Lacarota y otra vez lleva sus dedos a sus oídos.

La emoción de Estela, sin embargo, se transforma en un segundo y dándose la vuelta mira a Epitafio y le pregunta, demudando el gesto de su rostro: ¿qué vamos a hacer ahora con tantos? Ése es tu pedo, exclama Epitafio desdeñando al mismo tiempo a Estela con la mano: eras tú la que quería… la que estaba chingue y chingue con que no nos alcanzaban… además allá en La Carpa nunca sobran.

Las palabras que Lacarota está diciendo se deshacen cuando la selva es profanada por un ruido que muy pronto es un estruendo: cruza la noche un helicóptero arrastrando su concierto de metales. Mientras los hombres y mujeres que cruzaron las fronteras alzan sus cabezas, Estela cubre sus dos prótesis nuevas y Epitafio desenfunda su pistola de señales.

Instantes después, cuando el helicóptero se encuentra suspendido sobre el claro Ojo de Hierba y enciende su potente luz que al hemisferio de negror alumbra, Epitafio apunta al cielo, Estela clava sobre el suelo la mirada y los que yacen alumbrados dejan de temblar un breve instante.

Aparecieron de repente otros
vehículos… alguien gritó: es migración
y sí era cierto… pero les vale… lo
vieron todo y se siguieron
.

Hace tiempo no venían estos pendejos, señala Epitafio, y dedicándole a la noche un gesto hastiado descarga en contra de ésta su arma. La bengala azul plateado asciende agrietando la penumbra y el helicóptero apaga sus enormes reflectores, rompe el suspenso de su vuelo, recorre el descampado de regreso y se extravía en la distancia.

Cuando ya no se oye ni el rumor de la aeronave, Epitafio enfunda su pistola de señales y profiere: ¡pobrecitos los idiotas… creen que van a! Antes, sin embargo, de que acabe Lacarota con su burla, Estela lo interrumpe: ¿no era esto lo que estaban persiguiendo… que todo fuera diferente… van a saber ahora sí en serio lo que es bueno!

¡Enciéndanlas ahora!, clama entonces Epitafio dándole a sus hombres la primera de las órdenes que no les da silbando: ¡las que faltan… prendan ahora las que faltan! Al escucharlo, los muchachos que sostienen las pequeñas carretillas prenden las luces que iluminan el afuera del encierro y los que vienen de otras tierras por fin ven a sus captores.

¿No querían otra patria?, pregunta Estela a voz pelada y tras sentir encima suyo todos los ojos de los seres que maldicen su ascendiente y su semilla ve a los hombres que aún empuñan sus metales y ordena: ¡que éstos sientan el calor de nuestra patria! Obedientes, los muchachos que salieron de las sombras se encaminan a la masa, recortando sus fusiles.

Temblando aún más que al encenderse los primeros reflectores, los hombres y mujeres que escaparon de sus tierras, unas tierras que hace tiempo fueron arrasadas, sienten que el terror que a herirlos vino suelta sus esfínteres y contemplando el acercarse de los hombres que obedecen aquí a Estela y a Epitafio escuchan la última amenaza de esa mujer que está gritando: ¡van a saber lo que es la patria… van a saber quién es la patria!

—¿Quién es la patria? —vocifera Estela dándose la vuelta.

—¡Yo soy la patria! —responde Epitafio abriendo los brazos teatralmente.

—¿Y qué quiere la patria?

—La patria quiere que se hinquen.

—Ya escucharon: ¡hínquense ahora mismo todos!

—La patria dice: que se tumben sobre el suelo —añade Epitafio él también gritando y fingiendo, con los brazos, una deferencia.

—¡Todos bocabajo! —ruge Estela—: ¡y no se muevan… no los quiero ni siquiera ver temblando!

Cuando los hombres y mujeres de las patrias arrasadas son ya sólo seres bocabajo, Epitafio se acerca lentamente a Estela, la abraza y le susurra a la prótesis que asoma en su oído izquierdo: la patria quiere que comiencen a esculcarlos. ¡Revísenlos a todos!, exhorta Estela entonces y los que yacen aferrados a sus fierros se pasean y se hincan sobre los seres que han perdido sus anhelos y uno por uno los catean y manosean.

Aunque alguno hay que aún quisiera defenderse diciendo algo, cualquier cosa, las palabras de los seres que perderán también muy pronto el nombre se deshacen antes de llegar a ser pensadas.

La patria quiere que no esculquen al grandote, murmura Epitafio nuevamente ante el oído de Estela y ésta indica, señalando con un dedo hacia la izquierda: ¡a ese gigante no lo toque ningún hombre!

Convencido de que no está nadie viendo hacia su lado, un muchacho se arrastra, se levanta con un salto y corre en busca de la selva. Viendo de reojo al que no podrá jamás huir mas en huir se afana, Epitafio suelta a Estela y vocifera: ¡agarren a ése que se escapa! Entonces dos hombres apuran sus carreras, le dan caza al muchacho, lo golpean con sus armas y lo arrastran nuevamente hacia la masa.

Cuando Epitafio está a punto de decirle a sus muchachos que terminen con el chico, Estela le arrebata a su cintura la pistola de señales y alzando el brazo abre fuego: la bengala azul plateada cruza el aire e impacta un ojo del fugado, que al instante cae al suelo y se sacude sobre el lodo, mientras la pólvora aún escupe su violencia.

Poco a poco, la bengala va agotándose y lanzando sus dos últimos chispazos enmudece, dando pie a Estela de nuevo: ¿o no quería esto la patria? Antes, sin embargo, de que Epitafio le responda, dos de los potentes reflectores parpadean al mismo tiempo y el motor eructa en la distancia: ¡te lo dije que teníamos que apurarnos… hay que dividirlos antes que se apaguen!

—Pero escojo yo primero... y cómo ves que mejor sí quiero al grandote —provoca Estela y al hacerlo le guiña a Epitafio.

—¡Ya habías dicho: te lo dejo! —arguye Lacarota sin mostrarse enteramente sorprendido—: ¿ahora qué quieres a cambio?

Es mucha gente… te lo dejo si me ayudas con algunos.

—Órale pues —acepta Epitafio resoplando—: pero niños ni uno solo.

—…

—Y no me pongas esa cara… qué más da si ahí se los dejas.

—Eso sí va a estar difícil… no voy a ir a El Paraíso —afirma Estela apretando la quijada—: iba a decírtelo en un rato.

—¡Por mi madre que vas a ir a El Paraíso! —grita Lacarota enfureciendo de repente—: ¡vas a ir y a esperar allí la noche!

—Si te llevas la mitad te lo prometo.

—¡La mitad y una chingada! —grita Epitafio a la mujer que tanto quiere—: ¡y no pienso seguir discutiendo esto… vamos ahora a apurarnos!

Cuando el reparto ha terminado y los que siguen a Estela y a Epitafio se han llevado al tráiler y a las viejas estaquitas a los seres que cruzaron las fronteras, Estela deja que sus ojos vaguen por el claro un breve instante y abraza a Epitafio: ¿a mí no me va a decir nada la patria? ¿Qué quieres que diga?, responde Epitafio acercando su índice a la oreja de Estela y con la punta roza la antenita del minúsculo aparato. ¡Hijo de puta!, exclama la que adora a Lacarota pero antes de que pueda enojarse la rodea éste con los brazos.

Quiero que la patria diga que me quiere… escuchar que ya estás harto… que sólo quieres tú ya estar conmigo, suelta luego de un instante la mujer a la que llaman sus muchachos Oigosóloloquequiero, y apretando su cuerpo contra el cuerpo de Epitafio agrega: quiero escuchar que sí vas a atreverte… que lo vas en serio a dejar todo. No empecemos con lo mismo, suplica Epitafio al mismo tiempo que un nuevo estallido suena en la distancia.

El motor de gasolina ha terminado de morirse y junto a Estela y Epitafio las luces tiemblan y después se quedan ciegas. La oscuridad que asalta el claro, al que los hombres y mujeres de los pueblos más cercanos también llaman, desde hace poco, El Tiradero, sumerge al mundo en su ceguera. Será mejor que nos vayamos, dice Epitafio al mismo tiempo que Estela escapa de su abrazo aseverando: no quiero yo seguir aquí si esto está a oscuras.

Asediados por los gritos de los monos saraguatos, por el cascar de las chicharras escondidas en la hierba, por los aullidos de los murciélagos que van también pronto a marcharse y por el canto de las ranas y los sapos que descansan a ambos lados del riachuelo que corre más allá del muro de lianas, troncos leprosos y raíces recostadas como escombros, Epitafio y Estela cruzan el enorme descampado.

Sin volver atrás los ojos ni volver tampoco a verse, Oigosóloloquequiero y Lacarota le reparten a sus hombres las órdenes finales de esta hora y se separan sin volver ya sobre el tema que a Epitafio angustia tanto: ¿cuándo atreverse a dejar todo? En la distancia, aún más lejos que hace rato, ruge la bestia de estas latitudes y la selva enmudece un breve instante.

Mientras sus hombres apuran sus últimos quehaceres sobre el claro, Epitafio llega hasta la vieja camioneta, sube en ésta dando un salto, se quita la gorra, la lanza al asiento vacío del copiloto e imaginando a la mujer que tanto quiere allí dormida se pregunta: ¿qué sería lo que querías antes decirme… lo que dijiste: al despertar recuérdame que tengo que decirte yo una cosa? Por su parte, Estela sube a su Ford Lobo, baja la ventana y contemplando el encenderse de los faros de la Cheyenne de Epitafio inquiere: ¿por qué no te dije nada… por qué otra vez me hice pendeja?

El rugir de los motores ahoga el pensamiento que Estela y Epitafio, sin saberlo, están ahora compartiendo: ya habrá tiempo de que hablemos… de decirnos lo que pasa. Acelerando sus vehículos, también de forma simultánea, esta mujer y este hombre, que se quieren hace tantos años tanto, encabezan el marcharse de los grupos que los siguen y se alejan del enorme descampado por caminos diferentes.

Cuando las nubes que dejaron los vehículos de Estela y Epitafio se disipan, los dos chicos de la selva, que se habían ido solamente en apariencia, emergen caminando entre las lianas y las raíces de las ceibas. A sus espaldas, sobre las crestas más lejanas de los cerros, el alba enciende el horizonte y en sus nidos, madrigueras y guaridas se espabilan los animales de la selva en su hora torda.

III

Sin decir ninguno nada, los dos chicos de la selva cruzan el claro El Tiradero, indiferentes a la veloz metamorfosis de la selva: en lugar del lloriqueo de los murciélagos se escucha el canto de las aves que madrugan, los aullidos de los monos saraguatos dejan su lugar a los resuellos de los cerdos salvajes, las chicharras callan arrulladas por los grillos y los mosquitos se retiran entregándole el espacio a las abejas.

Cuando por fin alcanzan otra vez el corazón del descampado, el mayor de los dos chicos apaga su linterna y le ordena al menor que haga lo mismo. Al igual que los sonidos, el espacio está mutando: es esa hora en que adelgaza la penumbra.

Tras guardarse en un bolsillo su linterna, el menor observa el horizonte y señalando el perfil de las montañas suelta: ¿a qué hora se hizo tan temprano? Antes, sin embargo, de que el mayor mire los cerros, estalla un grito en las alturas y ambos chicos alzan la cabeza: en el cielo, que también está mudando de manera apresurada, un águila anuncia su presencia.

Va a haber pronto amanecido, dice el mayor devolviendo a la tierra sus dos ojos y desdoblando los costales que escondía en su cintura suma: mete todo lo que encuentres. Obediente, el menor empieza a rebuscar en los atados y los bultos que hay regados por el suelo, pero al instante se detiene.

—¡Puta madre! —exclama el menor retrocediendo un par de pasos.

—¡Pinche tuerto, no lo asustes! —apunta el mayor sonriéndole al cadáver, y volviéndose después hacia el menor, inquiere—: ¿cómo puede estar prendida?

—…

—…

—¿Crees que ya se habrá acabado? —pregunta el menor tras un par de segundos y avanzando el par de pasos que había retrocedido suma—: parece ya que es puro humo.

—Lo que parece es que le sale a éste de adentro —apunta el mayor y luego añade—: mejor vamos a seguirle.

Dándole la espalda al tuerto humeante, los dos chicos vuelven al asunto de sus sacos y otra vez los van llenando con la ropa, los zapatos, las pulseras, los papeles, los cepillos, las imágenes, las fotos, las cadenas, los cortaúñas, los jabones, los aretes y las tarjetas de oración que aquí perdieron ésos que también aquí extraviaron sus anhelos y sus nombres.

No es hasta que el día se ha tragado casi entera a la penumbra y los quehaceres de los hombres al fin se oyen a lo lejos: golpea un hacha en algún sitio un tronco y una máquina abre surcos a la tierra en otra parte, que el mayor yergue la espalda y asevera: ahora sí está amaneciendo… hay que apurarnos y. Sus palabras, sin embargo, son interrumpidas por la emoción con que el menor exclama: ¡una medalla!

¿Una medalla?, pregunta el mayor pero antes de que logre acercarse al menor un ruido extraño vuelve su cabeza hacia la selva: ¡tírate ahora mismo al suelo! ¡Te estoy diciendo que te tumbes!, insiste el mayor viendo cómo en el claro El Tiradero entra el enjambre de los tábanos, moscones y langostas que ha venido aquí a hacer presa de las cosas y los hombres.

—¡Túmbate o me paro yo y te tumbo! —ruge por tercera vez el mayor de los dos chicos, alzando el rostro y golpeando la hierba con las manos.

—¿Qué chingado hacen aquí si aún no es su tiempo? —inquiere el menor dejándose por fin caer sobre el suelo.

—¡Cállate y estate solo quieto! —grita entonces el mayor y sus palabras son las últimas que se oyen en un rato.

Cuando el enjambre finalmente se ha marchado, los dos chicos se levantan, se examinan uno al otro y se arrancan de la piel los aguijones que sus cuerpos no evitaron. Una vez que han acabado de espulgarse, ríen nerviosos y alzando sus costales vuelven al instante en que se hallaban antes de la plaga: emocionados contemplan la medalla que el menor halló en el fondo de un atado.

Los piquetes recibidos, sin embargo, se vuelven pronto comezón y, rascándose la nuca, el mayor, que cumplirá dieciséis pronto, emerge de su asombro. ¡Guarda lo que falta!, ordena entonces con su voz que no parece de un solo hombre y luego anuncia: ¡quiero irme antes que vuelva el puto enjambre!

Durante los minutos siguientes, el menor, que cumplió hace un par de meses los catorce y cuya boca y ojos no se inmutan ni siquiera cuando un gesto le deforma las facciones, termina de llenar sus dos costales y el mayor, hincado sobre el suelo, busca entre la hierba: siempre hay un arete, un dije o un anillo que la selva trata de quedarse.

Los rayos del sol, todavía oculto más allá del horizonte, han encendido ya la altura y el zumbido de la selva incorpora a su delirio nuevos ruidos: graznan los cuervos, cantan los chepes migratorios, cacarean los gallinazos, rugen las sierras de petróleo, acompasan la mañana unos crujidos metálicos y estallan a lo lejos varios tiros.

Acicateado por un disparo de éstos, el mayor, cuyo rostro parecería llevar siempre adherida una sombra, se levanta de la tierra y asevera, con su voz como de coro: están cerca los furtivos… ahora sí que hay que largarnos. Es entonces que ambos chicos se echan sus costales sobre un hombro y se alejan de los bultos y atados que han vaciado.

A unos cuantos metros de la muralla que separa al descampado de la selva, los dos chicos son de nuevo sorprendidos por el grito que acalambra las alturas y alzando la cabeza ven al águila en el instante en que ésta precipita su existencia hacia la tierra. Veinte metros antes de alcanzar El Tiradero, sin embargo, el ave acepta que el roedor al que persigue alcanzó su madriguera y desplegando sus enormes alas negras se detiene.

Tras permanecer suspendida un breve instante, el águila bate sus dos alas, asciende nuevamente y los dos chicos le retiran su atención, se echan de nuevo sus costales a la espalda, abandonan el claro Ojo de Hierba y se pierden luego en la espesura de la selva, como se pierde el ave en la distancia.

Remontando el éter, mientras los chicos se dirigen a la casa en la que viven con sus hijos y mujeres, el águila escudriña la distancia y es así que tras un rato vuelve a llamar su atención un animal sobre la tierra. Descolgándose otra vez del inmenso éter, el ave cruza el espacio que el día ya gobierna y tras un par de segundos aterriza, defraudada, sobre el polvo de una brecha.

Resignada ante el cadáver que llamara su atención, busca el águila un bocado entre los restos roídos por las bestias de la noche. Cuando por fin halla un pedazo que podría tragar su pico, sin embargo, el ave intuye que un vehículo se acerca y desplegando sus enormes alas negras alza el vuelo.

La visión del águila que casi atropellara arranca a Epitafio de su ensueño: caminaba con Estela allá en El Paraíso, y centra su atención en la vereda que la luz está incendiando: por fin se asoma el sol entre los cerros.

Tras alcanzar la Cheyenne de Epitafio, un rayo rebota en el espejeo, golpea la moneda que está en el cenicero y da con la pupila izquierda del que quiere tanto a Estela. Es increíble que te siga echando yo volados, piensa Lacarota y estirando el brazo mete al cenicero cuatro dedos. Luego saca la moneda, la deja encima del tablero y evocando a Estela afirma: nunca te he ganado ni uno.

El olor a ceniza que sus dedos, sin quererlo, extrajeron del pequeño cenicero despierta en Epitafio el ansia de fumar y estirando el brazo nuevamente alcanza sus cigarros a la vez que rememora la sonrisa de Estela y al mismo tiempo que observa, en el retrovisor de su Cheyenne, la defensa de su tráiler: sabe que allí yacen, amarrados y tumbados, los que vienen de otras patrias. No sabe, en cambio, que también vienen allí los cinco bultos que ordenó meter en Minos la mujer que entra y sale de su mente.

Con el paquete de cigarros en la mano, Epitafio pisa el

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