Cuentos completos

Elena Garro

Fragmento

Cuentos completos

Prólogo
Elena Garro, la sublevada

Geney Beltrán Félix

Elena Garro hizo su primera incursión en la ficción breve con La semana de colores (1964). Antes de este libro, la autora nacida en Puebla en diciembre de 1916 había dado muestras de talento, madurez y originalidad con las piezas teatrales de Un hogar sólido (1958) y como novelista con Los recuerdos del porvenir (1963), que le valió el consagratorio Premio Xavier Villaurrutia.

No fue, ninguno de los tres libros, un balbuceo ni los restos de un ejercicio de formación, sino obras sólidas e innovadoras. En las páginas de Garro, una inquieta, sorprendente imaginación y un manejo dúctil y expresivo del lenguaje, siempre tocado por las virtudes de la poesía y el juego, conviven con una singular concepción del tiempo y una postura crítica ante la Historia y la realidad, en la que resalta el tesón para hurgar en el devenir de personajes marginados o vulnerables ante el poder: mujeres, niños, indígenas, ancianos. La fulgurante aparición de Garro —recalquémoslo: en tres géneros distintos— no podía sino asignarle un sitio de privilegio: el de una autora llamada a enlistarse en la nómina de clásicos literarios de Hispanoamérica.

Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…

Desde sus primeras líneas “La culpa es de los tlaxcaltecas”, el cuento con que abre La semana de colores, hace ver los hechos en el escenario de una cocina. Laura es una mujer blanca y rica que vive en la moderna ciudad de México. Vuelve a su hogar, agitada y temerosa, con “el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre”. Es recibida por Nacha, su cocinera, ante quien, mientras recobra los ánimos gracias a una taza de café, va desgranando la confusa odisea de los meses últimos: al viajar a Michoacán y Guanajuato y luego al desplazarse a otros lugares de la capital, se ha encontrado varias veces con un imprevisto hombre de rasgos indígenas. Sus ausencias, y el ultraje que al parecer sufrió en cada lance, provocaron la censura, los celos y el maltrato de su marido. La verdad es esta: en sus travesías Laura ha ido no sólo a otros lugares sino a otro tiempo: al año 1521, en el corazón de los días sangrientos previos a la caída de México-Tenochtitlan. Así ha descubierto que el hombre indígena es un guerrero azteca de quien habría sido esposa en una existencia anterior.

Justamente considerado uno de los mejores cuentos de la literatura hispanoamericana, “La culpa es de los tlaxcaltecas” es el ejemplo magistral para introducirse en la ficción de Elena Garro. Se trata en primer término de una muestra de sabiduría técnica. El inteligente y fluido manejo de los planos temporales, entre el ayer remoto y las semanas últimas, da forma a una sagaz apropiación de la Conquista desde una perspectiva por entero inédita: la de la condición femenina a mediados del siglo XX en una sociedad que, como la mexicana, reprime a la mujer y discrimina al indígena. La palabra esencial en este cuento, como en la segunda parte de Los recuerdos del porvenir, es traición. En la novela, Isabel Moncada, muchacha perteneciente a una familia cristera, traiciona a su gente al volverse amante del jefe militar enemigo. En el cuento, Laura, una mujer de rasgos hoy criollos que fueron morenos en una vida distante, ha seguido el ejemplo de los tlaxcaltecas, que se aliaron a Hernán Cortés contra el imperio mexica: ha fallado, si bien en su caso inadvertidamente, en el propósito de guardar lealtad a su primer marido al haberse casado y seguir viviendo en esta reencarnación con un hombre blanco del siglo XX. La razón de su conducta no está, ciertamente, en la perversidad deliberada sino en la ignorancia de su verdadero ser y la cobardía en que incurre quien se sabe indefenso o débil: “Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…”

En julio de 1980, Elena Garro da a las prensas su segunda recopilación de cuentos: Andamos huyendo Lola. La mayoría de las historias están protagonizadas por una madre y su hija. Lelinca y Lucía sufren el acoso de fuerzas siniestras que las obligan a un difícil periplo de huida por tres países. El penúltimo texto se titula, muy significativamente, “Una mujer sin cocina”.

Es una tarde calurosa de junio. Lelinca vaga por las calles de una ciudad extranjera: “No tenía ningún lugar a donde ir, nadie la conocía y ella no conocía a nadie”. Por los relatos que preceden a este, sabemos que se trata de una mujer rubia de edad madura, exiliada antes en Nueva York, hoy en Madrid, una escritora sin domicilio fijo y sin los papeles migratorios en regla, con inagotables problemas de dinero y una hija debilitada por la enfermedad. Vive, pues, en una estación límite de desamparo, con las condiciones de una No Persona. “El exilio en la obra de Garro se presenta como la pérdida del hogar pero también como la pérdida de la identidad”, anota Susana Perea-Fox en Elena Garro y los rostros del poder.

Y es ahí, en esa fase terminal de la penuria, cuando Lelinca ve acercarse las imágenes de su niñez, sobre todo de la cocina de su casa, donde “sucedía lo mejor del mundo: los postres, los hechos históricos, las hadas, los enanos y las brujas que salían de las bocas de las criadas”. En ese lugar, pues, se reunían el alimento del cuerpo y las palabras irreales que espolean el alma. Pero algo más: “las criadas eran adivinas y pitonisas y estaban en su casa para avisar de los peligros y que esta no cayera en el pozo de todos ignorado… Lo sabían todo, porque estaban ahí desde mucho antes de la llegada de los españoles”. ¿Qué ocurre ahora? Al haber perdido esa cocina fundacional, la Lelinca adulta deambula en el extravío, constreñida la imaginación y sin asideros ciertos a ninguna traza de la sabiduría. La prosa, tensa y asfixiantemente persuasiva, crea un escenario en que Lelinca no sólo recuerda sino que de hecho retorna a su infancia para conocer la raíz de su presente. Aquí la palabra nodal, de nuevo, es traición. Cuando los dos planos, el hoy de la mujer mayor y el ayer de la inocencia, se funden en una materialidad elusiva pero irrefutable, un episodio que habría signado hacia la calamidad la existencia de la protagonista es revivido. Durante una caminata, la pequeña Leli se extravía. Llevada por el miedo, desacatando la orden de sus padres y sin hallar el rastro de su hermana, la niña habría sufrido el abuso de un hombre. Al volver a casa, más que la compasión, halla la reprimenda. “¡Traidora! ¡Traidora!”, le grita su hermana a la niña-adulta que ha disuelto la frontera de las décadas para tornar vivencialmente al pasado. “Tus padres han llorado mucho por tu culpa”, le dice Tefa, la criada. “Eres ingrata, eres mala, eres desobediente, sembraste la desdicha en tu familia…”.

Llamo la atención sobre las dos cocinas, la del primer cuento de La semana de colores y el penúltimo de Andamos huyendo Lola, por una cuestión central en la ficción de Elena Garro. No sólo se encuentran, estos dos libros, entre las principales creaciones de la autora mexicana, sino que ambos relatos rubrican la perspectiva reveladoramente dual desde la que Garro se acercó a uno de sus temas medulares, el de la situación familiar y social de la mujer.

Tanto Laura como Lelinca experimentan la cocina como un sitio benévolo para la vida y la fabulación. Sin embargo, les es ajeno. Su papel ahí es ambivalente: no son criadas sino amas, aunque sometidas a un poder superior (el marido, los padres). En el primer caso, Laura es servida por su cocinera, Nacha, en quien encuentra un oído y una voz favorables si bien sólo fugazmente, pues su papel está en huir de esa cocina y esa casa donde el esposo y la suegra la amedrentan y coartan para volver, en otra franja de la eternidad, al amor de origen. En el segundo ejemplo, el estatuto de exiliada lleva a Lelinca a añorar la cocina primordial como una región de íntima magia, pero ahí experimenta aun hoy la reprobación: los ecos de tantos años atrás siguen teniendo poderío en su mente.

Inmersas en sociedades patriarcales, las mujeres en la ficción de Elena Garro se hallan escindidas por la naturaleza contradictoria de lo doméstico como un espacio que alimenta y asfixia. Para preservar la libertad del cuerpo y de la mente se ven instadas a renegar y a huir de lo que simboliza la cocina, pero esas osadías las pagan con el aislamiento, la condena moral, el temor, el hambre y hasta la destrucción de la identidad. Como señala Lucía Melgar atinadamente, llamando la atención sobre el talante afín al feminismo de esta postura crítica, Elena Garro “captó y supo mostrar la complejidad del ser-y-convertirse-en-mujer en una sociedad y en una tradición que niegan o reprimen la libertad, el erotismo y el deseo femeninos”.

Las salidas dramáticas que le dio nuestra autora a esta complejidad se mueven entre la traición y la subversión. A como avanzó en su trayectoria literaria, eso sí, Garro acentuó los contornos fatalistas del devenir que enfrentan sus protagonistas femeninas, en una proyección gradualmente más visceral y más desesperanzada de lo que significa para una mujer relacionarse con la otredad en sociedades represivas y conservadoras: sin vínculos positivos con el otro, la misma naturaleza de la persona vacila, se rompe, naufraga al fin. Bajo cualquier tonalidad, ya sean las de la infancia o la madurez, las páginas de Garro no esquivan la tarea de dejar consignada la injusticia esencial que esta realidad entraña.

Los días se tocaban con la punta de los dedos

La ficción de Elena Garro, en especial la publicada a partir de 1980, es una de las más viajeras de la literatura hispanoamericana. Cierto que en su primera novela, Los recuerdos del porvenir, la autora erige en lo profundo de México el pueblo imaginario de Ixtepec, y algunos de los cuentos comprendidos en La semana de colores tienen como escenario una comarca rural de nombre Tiztla, con el modelo de la Iguala guerrerense de la infancia. Pero ya en este último libro encontramos un texto, “¿Qué hora es…?”, en el que una mujer mexicana se halla varada en un hotel de París. Como en este ejemplo, mucha de la escritura posterior de Garro hace un despliegue de tramas en movimiento que paran en lugares tan variopintos como la ciudad de México, Veracruz, Aguascalientes, Guanajuato, Puerto Vallarta, hasta sitios icónicos de Estados Unidos y Europa: Nueva York, París, Madrid, Lausana, etcétera.

Hay que precisar, con todo, que no es esta una escenografía gozada por sus bellezas turísticas o su glamurosa tradición cultural. Como ocurre con los personajes de Joseph Conrad, los de Elena Garro viajan a sitios remotos sin dejar de gravitar en su propio interior; los parajes ajenos en nada les ahorran vivir en un estado de querella entre sus deseos de libertad y las barreras y dificultades que les asignan los familiares, las parejas o los no siempre visibles adversarios. Incluso, esa geografía dilatada podría ser vista como las variaciones imperfectas, a menudo esquivas si no es que hasta infernales, de un escenario arquetípico, ya imposible pero siempre añorado: el de esa cocina de la niñez, un reino tan nutricio cuanto carcelario.

En La semana de colores se dibujan las pautas originarias de este proceso. Varios de los cuentos son protagonizados por dos niñas, las hermanas Evita y Lelinca (la misma que reaparece, ya adulta, en Andamos huyendo Lola). Hijas de padres librepensadores y cultos, aunque también negligentes y secos en el rubro de las emociones, crecen con libertad en una casa, un jardín y un pueblo propicios al juego y la imaginación. Los personajes —resume en Protagonistas de la literatura mexicana el crítico Emmanuel Carballo— “desprecian la razón y la lógica, aceptan como único rumbo posible la fantasía y viven presos en un mundo fascinante y peligroso hecho de supersticiones, consejas y mitos”. La percepción de las niñas tiene alas suficientes para advertir o crear una esencialidad más plena y abierta, en que los elementos del universo natural hacen unidad con los seres humanos, y donde el raciocinio es una herramienta inferior que se ve prevalecida por la fusión plural de los sentidos, como liberalmente lo demuestra la prosa, de un poderoso aliento metafórico y gran don para la sinestesia: “Sus palabras se bebieron el agua de la tarde y se produjo un silencio reseco”, se lee en una descripción.

Si un día las niñas leen La Ilíada de Homero, viven la Guerra de Troya; si amanecen con ánimo de convertirse en perros, nada se los impide. Aunque, para ser precisos, no se trata de un auge de la voluntad: no hay una decisión premeditada de lanzarse a un orbe fantástico, sino que esa realidad tan extravagante es la misma norma de vida, el ambiente primario en que las pequeñas respiran y crecen. Por eso, no hay un rechazo de la racionalidad en sí, cuanto de los intentos de la racionalidad —representada por los adultos, sean padres o sirvientes— por domeñar las prerrogativas francas del vuelo quimérico. El vínculo esencial de Evita y Leli es con la palabra. “Las palabras son mágicas, poseen un poder de encantamiento como en los cuentos de hadas donde lo que se dice se vuelve realidad de inmediato, aunque una sola palabra sea suficiente también para deshacer el conjuro”, señala Margo Glantz en una página de su libro Ensayos sobre literatura mexicana del siglo XX.

Ya en “La culpa es de los tlaxcaltecas”, Garro coloca en la médula de su ficción una idea no racionalista del tiempo (similar a la desplegada en Los recuerdos del porvenir): la posibilidad de llegar a un punto en que todas las eras se concentran, un sitio en el que conviven el pasado, el presente y el futuro, concede a su protagonista la ocasión de liberarse de las ataduras que restringen la experiencia vital a una sola época y un solo sitio —esa colonia rica de la ciudad de México a mediados del siglo XX— para expandir los rangos de su vida y su sensibilidad hacia otros cotos históricos del suceder humano. Laura descubre en un punto que “todo lo increíble es verdadero”.

En la saga de su infancia, Evita y Leli viven inmersas en una concepción del tiempo que se rehúsa a la estreñida lógica racional. Acá, la conciliación del tiempo y el espacio trastoca las formas de ambos, y enriquece y profundiza la percepción que de su entorno tienen las niñas: “Antes de la Guerra de Troya, los días se tocaban con la punta de los dedos y yo los caminaba con facilidad. El cielo era tangible. Nada escapaba de mi mano y yo formaba parte de este mundo. Eva y yo éramos una”, narra Lelinca. Los días tienen una existencia física y colorida, pueden urdir un orden diferente al creído por los adultos pero muy visible para las hermanas:

—Ya van cinco viernes seguidos —dijo Leli haciendo un gesto de desagrado.

Su padre la miró.

—Es una vergüenza que todavía no sepas los días de la semana.

—Sí los sabemos —protestó Evita.

Habría que insistir en esto: no se trata de un juego banal. Para las niñas, es todo lo vivo y trascendente que sería el pacto de seriedad y método que rige el estamento de los mayores. Por eso mismo, la provincia infantil no está libre del pesar y la muerte. En “El día que fuimos perros”, las niñas, trasmutadas en dóciles cachorros, son testigos de un asesinato. Sin embargo, la voz narrativa se tiñe del discernimiento animista de un perro, un ser que ve los hechos en estado puro y no los comprende en su suceder pues no relaciona las causas con los efectos que pueden derivar en una muerte: “El hombre de la pistola la aguantaba firme, de pie en la tarde esplendorosa. Su camisa y sus pantalones blancos se llenaban de sangre. Con un movimiento liberó su mano presa y puso la pistola en la mitad de la frente de su enemigo arrodillado. Un ruido seco partió en dos a la otra tarde, y abrió un agujerito en la frente del hombre arrodillado”.

Las niñas avizoran también la soledad primitiva que gobierna la evolución de todo individuo, el miedo, la enfermedad y la traición. En “El Duende”, una de ellas se descubre capaz de un acto cruel —aunque sus motivos no lo sean— y es víctima de amargas consecuencias, producto de la incomprensión de los adultos, veloces para condenar. Como apunta Esther Seligson en un ensayo de su libro A campo traviesa, el paraíso infantil de La semana de colores es un jardín “boscoso, poblado de delicias y de horrores, intenso, prolífico, excesivo. Porque lo paradisiaco no es sólo lo bello y lo bueno, lo puro, la paz y el sosiego; están también lo monstruoso, la crueldad, lo amorfo, el desconsuelo y el Ángel de la Muerte. Y sin ser opuestos, sin contraposiciones ni luchas: el claroscuro, la coexistencia”. La niñez no es así el preludio limpio de la carencia; es, ya, el tenue pero irreversible arranque de una ordalía que con los años mutará de escenarios y rostros enemigos sin escatimar nunca la dura lección del desamparo.

Al ser una estación bella y cruel, serena y violenta, la infancia inspira por lo tanto un deseo de pertenencia y la necesidad de huir a partes iguales. Tal es el origen de la condición exiliada que experimentan otros personajes de la ficción de Garro. Es una escisión interior que los coloca entre dos polos —entre el campo y la ciudad, entre la cocina y la calle, entre lo real y lo deseado— y que les impide aceptar las normas astringentes del mundo en que viven, aunque al sublevarse descubran que su voluntad no es lo suficientemente enérgica para vencerlas. Acompañado de su nieto, un campesino llega a la ciudad de México a vender zapatos; conoce a una joven a quien querría proteger de un peligro cierto, pero se sabe no sólo indefenso sino impotente para servirle de escudo (“El zapaterito de Guanajuato”). Un hombre joven no sabe cómo romper su compromiso matrimonial con una muchacha adinerada que nada más le hace conocer el tedio; la aparición de una mujer bellísima y fantasmal le permitiría vivir la vida con la pasión que no halla en otro lado, pero los hechos lo llevan a la inercia de las convenciones (“Era Mercurio”). En otros casos, ya se trate de cuentos inspirados en historias rurales con elementos de terror (“El anillo”, “Perfecto Luna”) o en auténticas tragedias que trasminan racismo o violencia política (“El árbol”, “Nuestras vidas son los ríos”), Garro presenta a personajes para quienes la realidad nunca deja de ser un entorno insuficiente, sitiado por amenazas y sinsentidos, un mundo en que —como dice la narradora de “El anillo”— “lo único que la gente regala es el mal”, y ante el cual las apetencias propias por el gozo o la esperanza se van de a poco desvaneciendo hasta dirigirse hacia el desánimo, la frustración o la muerte.

Estamos, así, ante un contundente debut, el de Garro con La semana de colores: un itinerario de la imaginación por las andanzas humanas en que el juego convive con la amargura, el asombro con el desaliento: una visión plural, tan incómoda cuanto fabulosa, de la existencia.

¿Y cómo se vive mejor que sublevado?

En la vena de Nellie Campobello y Juan Rulfo, Elena Garro se interesó en las historias de personajes colocados en las orillas más frágiles de la vida comunitaria, a menudo hundidos en la pobreza o en una escala inminente de peligro e indefensión, pero dotados de habla. “¿Quién se fija en mí? ¡Nadie! Nadie sabe ver a un pobre”, clama uno de sus campesinos. En más de una instancia, los cuentos de Garro recurren al monólogo, lo que da un espesor dramático no sólo a las historias particulares sino al elocuente fraseo de los pensamientos y las emociones: “Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado”. La compasiva mirada de Garro hacia los desheredados sería un rasgo temperamental, manifestado en su compromiso político —defendió a grupos de campesinos en sus peticiones de tierra en los años cincuenta y sesenta—, tanto como con las venturas y desventuras de su vida.

El polémico papel de Garro durante el movimiento estudiantil de 1968 (señaló en un artículo periodístico a escritores e intelectuales que apoyaban las protestas de los universitarios) la llevó a una posición vulnerable a la crítica moral y política, dio pie a su decisión de abandonar México a partir de 1972 y se tradujo en una capa de silencio y negación sobre sus aportaciones a la literatura. Luego de vivir con grandes carencias por más de dos décadas en Estados Unidos, España y Francia, la autora regresó a su país y se estableció en Cuernavaca en 1993. A lo largo de los años ochenta y noventa fue dando a conocer varias obras inéditas. Como ha señalado la crítica y estudiosa Gabriela Mora, la literatura de Garro debería ser considerada, en calidad y trascendencia, a la par de las dos obras maestras de Juan Rulfo. Sin embargo, tanto por los saldos de su exilio como por su condición de mujer en una sociedad literaria machista y su perfil incómodo para las instituciones del Estado —al haber sido crítica siempre de las injusticias sociales—, Garro, quien falleció en agosto de 1998, no fue reconocida nunca a plenitud. Ninguno de los premios mayores del país o de la lengua llegó a sus manos. Un galardón como el Premio Nacional de Ciencias y Artes le fue negado sin más. Claro que para las generaciones siguientes de lectores resulta natural hacer a un lado los ires y venires biográficos y las desavenencias personales y políticas. Es decir: su vida fue un itinerario de derrotas que se trasfiguraron oblicua y deslumbrantemente en sus obras, y es esta, su escritura y nada más su escritura, la que pervive y ha de estar en el nodo de la conversación crítica.

Andamos huyendo Lola ha de ser leído, entonces, no tanto como el recuento pronunciadamente autobiográfico de las desventuras extranjeras de dos mujeres, Elena Garro y su hija Helena Paz, trocadas en los nombres de Lelinca y Lucía, sino como una serie de historias en torno a los vínculos de la realidad y la imaginación cuando la persecución y el desamparo llevan al ser humano a un abatimiento emocional y psíquico extremo, como el que forja la dinámica social, tan vigente hoy como hace cuarenta años, de la migración.

En primer término, la misma forma narrativa ha mutado; más que cuentos ceñidos y redondos como los de La semana de colores, en Andamos huyendo Lola tenemos relatos exentos de la búsqueda de un efecto dramático único. Se trata de piezas más bien distendidas, con un aliento amplio para desmenuzar las peripecias de sus entes de ficción, pues lo que se privilegia es una pauta progresiva con que se designe la sedimentación interna del hostigamiento. No es raro que un crítico tradicional como Seymour Menton haya descalificado apresuradamente el libro aduciendo que “los cuentos son demasiados difusos y carecen de unidad estructural”. Se ha incluso señalado que el texto que da título al volumen sería una novela corta antes que un cuento o un relato.

Ciertamente, la novela corta es una forma que caracterizó la ficción publicada por Garro en los ochenta y noventa, con títulos como La casa junto al río (1982), Y Matarazo no llamó… (1989), Un traje rojo para un duelo (1996) y Un corazón en un bote de basura (1996). En el texto central de Andamos huyendo Lola, Garro se demora en las tribulaciones de las dos mujeres en Nueva York: los episodios se centran en sus dificultades económicas, sus amistades y apegos, los rumores y ruidos apenas discernidos de un pasillo a otro en el edificio en que viven, el talante sutilmente perverso de quienes las rodean y que les afinca el propio temperamento en los feudos de la desconfianza y la maledicencia. He aquí, pues, una galería de individuos a los que la dúctil voz narrativa —capaz de adentrarse alternadamente en la percepción de la madre, la hija, las vecinas, el casero— esboza desde sus impresiones y motivos. A pesar de su mayor extensión, sin embargo, ese texto sigue rigiéndose por la lógica de distensión acumulativa que asociaríamos con el relato, antes que por una construcción novelística en que los sucesos confieran una evolución determinativa a la psique de las protagonistas; lo que crece es el tenor siniestro del ambiente en que gravitan las dos mujeres, cuyo perfil no conoce una transformación decidida. Las acciones finales, que las salvan del peligro, vienen tomadas por otros personajes, excepciones benignas en un medio calamitoso. La aterrada parálisis de madre e hija hallaría una relación orgánica con la propia estructura de la narración.

En consonancia, este segundo tomo de ficción breve tiene una prosa virada hacia tonalidades más oscuras que La semana de colores, y en las que el humor y la ironía se insertan con ejemplos de medidos a escasos. Algunos predominan en el primer texto, “El niño perdido”. El narrador, un chico que ha huido de los maltratos en su casa, da fácilmente con las inconsistencias y los absurdos de la vida en torno suyo, como cuando afirma: “La vida es injusta hasta en los Diez Mandamientos. Yo siempre honré a mis padres, quiero decir, que aguanté sus palizas y sus borracheras”. La exuberancia visual tampoco es muy dispendiosa pero se distingue en las referencias a los dones pretéritos ya perdidos o a los que volverán una vez que el infortunio acabe: “¿Cómo era el final de la desdicha?… Era un clavel hinchado de humedad y de frescura esparciendo fragancias desde el lugar en el que había caído”.

Antes que el color y el juego, antes que la profusa audacia de la imagen icástica, en Andamos huyendo Lola alienta un registro de lo opresivo y lo pesadillesco, con frases más compactas y hasta estrictas en el tesón con que se delata la debilitada armazón emocional de las protagonistas: “El frío produce la nostalgia de las chimeneas y de las confidencias”. El tono exacerba la representación, a ratos maniquea, de víctimas enfrentadas a fuerzas superiores ante las que, así sea en la perseverancia de la inmovilidad, nunca se rinden. “¡Sí, mocoso, nos sublevamos! ¿Y cómo se vive mejor que sublevado?”, dice una mujer amiga de Lelinca en una página inicial del libro.

En “Invitación al campo”, el primer cuento de El accidente (1997), Garro presenta el desconfiado encuentro entre una mujer intelectual y un poderoso político. Este invita a aquella a un paseo en su automóvil, durante el cual ha de revisar pleitos de tierras entre grupos de ejidatarios y un gobernador. Más que enfocarse en la lucha social concreta, lo que Garro desentraña es el tenebroso vínculo del poder con el tiempo. En unas páginas de catadura realista, el ministro da una explicación insólita, decididamente fabulosa: “el tiempo son imágenes, que se proyectan en espacios sucesivos, como un juego de espejos… El todo está en colocarse en el ángulo favorable”. Lo que llamamos presente, pasado y futuro son bajo esa mirada estaciones simultáneas que los seres humanos equivocadamente aprehendemos en secuencia, separadas una de otra. El hombre se hace del poder gracias a la facultad de ver por adelantado los hechos, es decir, al descifrar el futuro en el mismo rubro del ayer, y actuar en su beneficio a partir de ese conocimiento. Así lo explica el peculiar narrador de “La primera vez que me vi…” en Andamos huyendo Lola: “no hay tiempos mejores ni peores, todos los tiempos son el mismo tiempo aunque las apariencias nos traten de engañar con su espejeo”.

Señala Fabienne Bradu, en su libro Señas particulares: escritora, cómo el tema del poder ejerció en Elena Garro “una fascinación y una repulsión simultáneas, que sus creaciones ordenan en una suerte de venganza simbólica”. Al recuperar la voz e historia de las víctimas, la escritora habría dado a sus obras el cometido de fungir como “una suerte de compensación o de corrección de una realidad, muchas veces la del poder, que no acaba nunca de aceptar y que repudia a través de o gracias a sus ficciones”. Si la víctima es el papel mayor en Andamos huyendo Lola, el victimario es la ausencia más ominosa: los relatos nunca hacen claros los perfiles de esos enemigos que según Lelinca y Lucía se esmeran por cerrarles los caminos y hundirlas en la miseria. Ante un mundo de tan kafkiano espesor, sólo se puede ver “el final de la desdicha”, esa esperada liberación de deudas y hambres, con el recurso de una imaginación que se subleve no sólo contra los huidizos agentes del poder sino contra las formas elementales que sustentan la realidad misma.

En “La corona de Fredegunda”, la insolvente Lelinca se relaciona con Diego, un hombre vestido de color amarillo huevo de locuaz inclinación por la historia medieval y quien, aun vistiendo pobremente, es capaz de traer consigo joyas antiguas de un altísimo valor. ¿Viven acaso una y otro en la misma época? ¿Es posible que un emisario del ayer invada y corrija las bajezas que dominan en la actualidad? ¿Eso que llamamos presente es de veras sólo una de las moradas del tiempo en que se puede ensayar la vida? Diego se revela poseedor de otra forma de poder, una fuerza propia de muchos siglos antes y que, en este nuevo contexto, lo vuelve el subversivo operador de la venganza. Madre e hija se salvan de las circunstancias en que deben dinero a sus arrendadores porque alguien de una era lejana —ya que nadie de entre quienes las rodean en ese insensible siglo XX— considera la existencia de ambas merecedora de respeto y solidaridad.

Y más aún: la huida de Lelinca y Lucía se da gracias a que la fantasía se manifiesta como un poder tan definitivo que es capaz de asentarse en la misma percepción con la contundencia que asociamos únicamente con la realidad. No se trata de una evasión vicaria; no es un empeño carente de repercusiones. Como en “Las cuatro moscas” o “Una mujer sin cocina”, esta subversión de los tiempos se da no sólo en la vaguedad de lo deseado o lo elucubrado sino desde la sensibilidad. No hay detrás de esto un programa explícito de reivindicación social; no hay un designio de cuestionar la miseria desde la ideología. La intuición de Garro la lleva a dejar a un lado lo racional en sus personajes: si el hambre se siente en las vísceras y atrofia la inteligencia, Garro parte de esas mismas premisas y así exhibe la fantasía como una sensibilidad con ribetes quiméricos que podríamos asociar con los estados alterados de la consciencia, una esfera de vivencias análoga al sueño, la alucinación, la ebriedad, o el escapismo de los juegos infantiles pero a la que los personajes le asignan efectos consistentes y perdurables. Visto a la distancia, Andamos huyendo Lola es un duro veredicto de las sociedades modernas, espoleadas por la lógica de explotación económica y que difunden como naturales las conductas de la indiferencia y el rechazo hacia quienes malviven, humillados y ofendidos, en los desnudos bordes de la miseria. Bajo esta perspectiva, Garro asume una posición política sigilosa en su formulación pero vehemente en sus conclusiones: muestra cómo las secuelas de la pobreza llegan a un extremo tal que las facultades racionales del adulto se ven devastadas, la noción del aquí y el ahora termina volviéndose una estancia intolerable, por lo que los personajes desarrollan formas de la imaginación y la sensibilidad que los hagan volver a la irrealidad de la infancia. La pregunta que subyace en Garro sería: ¿qué mundo es este en que los migrantes, al verse imposibilitados para mínimamente sobrevivir, pierden su condición de humanos, adultos, racionales?

Así, la fuga fantástica que los personajes ansían a lo largo de Andamos huyendo Lola es la de un sueño pesaroso del que al final se habría de trascender hacia una región de la vida en que las víctimas se ven reivindicadas no sólo como entes sociales —inmigrantes, pobres, enfermas— sino como seres humanos conferidos de renovada dignidad.

Ir corriendo en un espacio vacío hacia ninguna parte

En 1997, Elena Garro dio a conocer dos triadas de textos narrativos breves: El accidente y otros cuentos inéditos y La vida empieza a las tres… Sin que podamos etiquetar, a ninguno de los dos tomos, como obras imbuidas de un impulso unitario, sí es posible ver en algunos cuentos la recurrencia de una figura ya atendida en títulos como, entre otros, Testimonios sobre Mariana (1981) y Reencuentro de personajes (1982): la mujer dominada por el varón en una relación opresiva.

La vida conyugal se retrata con los tintes de un pesimismo sin matices. “¿Qué tengo que ver con ese extraño?”, se pregunta Valeria, protagonista de “La vida empieza a las tres…”, refiriéndose a su esposo. No hay afinidades ni vías para el diálogo sensible y mesurado. Valeria viaja en un trasatlántico con su marido y en la travesía conoce a dos hombres, muy distintos uno del otro, que se disciernen como caminos posibles para la evasión de un matrimonio muerto. En “Hoy es jueves...”, un relato largo próximo a las fronteras de la novela corta, la protagonista no atina a distinguir ninguna ruta para escapar de una unión desastrada. El poder masculino, encarnado en su esposo y el marido de su suegra, ha atajado toda esperanza y todo goce, al grado de hacerle nacer un violento ímpetu de venganza. “Luna de miel”, de El accidente, es la desasosegante narración de un veraz amor expiado en el infierno: una pareja de amantes acuerdan escaparse de vacaciones a Puerto Vallarta, lejos de las parejas oficiales. Pero los días pasan sin que esa aventura depare más que un placer fugaz, por los celos mutuos y la aflicción que provoca la consciencia de la separación inminente. El paraíso en la playa sólo trae olas de ansiedad y desconfianza.

Esta edición incluye “La factura”, texto que recupera atmósferas similares a las de Andamos huyendo Lola al presentar la situación de una mujer emigrada en París ante un casero abusivo. “La factura” se dio a conocer en traducción francesa en 1986 y no se editó en su versión original sino póstumamente. De igual modo, este volumen presenta dos relatos no publicados en forma de libro previamente: “Lago Mayor”, vivamente emparentado con la trama de la novela Reencuentro de personajes, y “Amor y paz”, un boceto de rasgos semiautobiográficos.

Muy en otra sintonía a estas creaciones, el cuento más revelador de la última etapa creativa de Elena Garro es el ya glosado “Invitación al campo”. Al lado de la visión fantástica que del tiempo enuncia el ministro, un hombre por demás hermético que parece encarnar el poder en estado puro, destaco el perfil de la protagonista, Inés. No sabemos mucho de ella. Casi nada se cuenta de su pasado, muy poco de su vida presente. Un amigo común tramó la salida al campo, pensando que “al conocerse terminaría la enemistad entre el ministro e Inés”. El político había recibido críticas de ella, quien se deja ver como una mujer reflexiva y sensible ante las injusticias, una intelectual interesada por el activismo. Cuando el ministro pasa a recogerla, ella adivina que “el paseo tenía un objeto preciso, aunque secreto”. Aparece entonces su gata en la sala arrastrando un pedazo de carne cruda. “El animal parecía querer desafiar el orden implacable que traía consigo el recién llegado… Ágata siempre tan delicada, ahora se comportaba indecente delante de un extraño”. El animal da la pauta de una deriva imposible: la de establecer un vínculo, al menos signado por la confianza pues no lo será por el afecto, con el hombre.

Luego de analizar la trama de Los recuerdos del porvenir, Jean Franco señala en su libro Las conspiradoras cómo Garro en esa novela demuestra, con el ejemplo de Isabel Moncada, que “también la subversión de las mujeres fracasa porque el poder las seduce”. La representación de lo femenino ha recorrido en las páginas de Elena Garro muchas escalas para llegar a Inés. Lo digo por lo siguiente: Inés no es ya la querida que con el auxilio de fuerzas fantásticas se evade de su abusivo amante, un militar poderoso; tampoco la ilusionada joven que conscientemente se entrega al enemigo de su familia; no es una mujer acosada que huye sin suerte a países distantes ni tampoco la joven esposa a quien el marido busca constreñir hasta la ignominia. Cierto es que la última etapa narrativa de Garro abunda en mujeres obsesivamente postradas por el atropello —como vemos en el ejemplo paradigmático de la novela Inés (1995)—, aunque muy a menudo se matiza cualquier maniqueísmo al hacer evidente la forma en que las víctimas, dominadas por el terror, la suspicacia y la mezquindad, no pueden impedir el “colaborar” con sus verdugos. Como una pieza de teatro del absurdo, “Invitación al campo” hace ver una suerte de danza en silencio de dos presencias, una masculina y poderosa y la otra femenina y crítica, que orbitan una en relación con la otra sin incurrir en discrepancias ni opresiones aunque, tampoco, sin que se abra un espacio para la seducción —contrario esto a la visión de Jean Franco—, como si finalmente se movieran en tiempos distintos que han acordado traslaparse por unas horas. Entre un episodio y otro, tan similares que parecen uno mismo apenas matizado por leves cambios secundarios, mientras ve el paisaje campestre por la ventanilla del auto Inés piensa: “La vida era eso: una gran extensión oscura donde era igual avanzar hacia atrás o hacia delante; los gestos se sucedían sin eco y de ellos no quedaban trazas. Era un ir corriendo en un espacio vacío hacia ninguna parte”.

A Inés la veo en la franja terminal de lo femenino que exploró en la ficción Elena Garro: ella no vive en un estado de sitio y así no busca sublevarse. Parecería estar, decepcionada y pasiva, de regreso de todas las batallas. Es una espectadora y ya no una víctima de los funcionamientos del poder: las diversas paradas que hacen ella y el hombre en el automóvil no ocurren en el espacio sino en el tiempo, y en cada episodio se repite la lógica fría del ministro, cuyo poder es tan irrefutable que su sola presencia basta para refrendarlo, sosteniendo la idea de que, con un dominio así de abstracto, ya no hay lucha posible: la injusticia se repetirá interminablemente. El fatalismo de Inés es absoluto, su imaginación y cualquier crítica devienen estériles: la vida es entonces no un paraíso ni un infierno sino “un ir corriendo en un espacio vacío hacia ninguna parte”.

Cuentos completos

La semana de colores
(1964)

Cuentos completos

La culpa es de los tlaxcaltecas

Nacha oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre.

—¡Señora!… —suspiró Nacha.

La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca.

—Nachita, dame un cafecito… Tengo frío.

—Señora, el señor… el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.

—¿Por muerta?

Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.

—¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.

Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.

Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.

—¿No estás de acuerdo, Nacha?

—Sí, señora…

—Yo soy como ellos: traidora… —dijo Laura con melancolía.

La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.

—¿Y tú, Nachita, eres traidora?

La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.

Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.

—Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.

Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.

—¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?

Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida.

—Así eran, señora Laurita.

—Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.

“—La culpa es de los tlaxcaltecas —le dije.

”Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.

”—¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.

”—¿Y los otros? —le pregunté.

”—Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo —vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición.

”—Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…

”—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.

”—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.

”—Hace ya tiempo que no me pega el sol —bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.

”—¿Y mi casa? —le pregunté.

”—Vamos a verla —me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. ‘Lo perdió en la huida’, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.

“—Ya no camino… —le dije.

”—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.

”—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito.

”Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.

”—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.

”—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.

”—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo… por eso te andaba buscando —se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor… soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.

”—Éste es el final del hombre —dije.

”—Así es —contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.

”—A la noche vuelvo, espérame… —suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.

”—Nos falta poco para ser uno —agregó con su misma cortesía.

”Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.

”—¿Qué pasa? ¿Estás herida? —me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos.

”—¡Estos indios salvajes!… ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme.

”Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?”

Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:

—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?

La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!” La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor volvió a hablar del presidente López Mateos.

—Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca —había comentado Josefina, desdeñosamente.

En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las visitas oficiales.

—¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! —comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina y a Nachita.

La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.

—Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día.”

“—Tienes un marido turbio y confuso —me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist.

”—Para que se animen —nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.

”—Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. ‘Se parece a…’ y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran al cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: ‘¿En qué piensas?’ Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.”

—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! —dijo Nacha con disgusto.

Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.

—Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme?” Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.

Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo: “¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos por algo sería!” Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.

—¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!

—No oímos nada… —dijo el señor asombrado.

—¡Es él…! —gritó la tonta de la señora.

—¿Quién es él? —preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.

La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la misma pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:

—El indio… el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México…

Así supo Josefina lo del indio y así se lo contó a Nachita.

—¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! —gritó el señor.

Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.

—Está herido… —dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.

—Era un indio, señor —dijo Josefina corroborando las palabras de Laura. Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.

—¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?

La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y lo oyó Josefina.

—Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota —dijo Laura con desdén.

—Muy cierto —afirmó Nachita.

Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el pozo negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café calientito.

—Bébase su café, señora —dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.

—Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja con la mujer.

Nacha sabía que era cierto lo que ahora le decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!”, ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.

La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la podíamos ver todos.

—Tal vez en el lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto —dijo casi sin saber qué decir.

La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.

—¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo me besaba? Y tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y una mujer se aman y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿a dónde?” Más tarde cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al café de Tacuba!” Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.

Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en ese momento en la cocina.

—¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! —le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un suéter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.

—En el café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero. “¿Qué le sirvo?” Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada.” Mi primo y yo comíamos cocos de chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y yo habitaré la alcoba más preciosa de su pecho.” Así me decía mientras comía la cocada.

“—¿Qué horas son? —le pregunté al camarero.

”—Las doce, señorita.

”‘A la una llega Pablo’, me dije; ‘si le digo a un taxi que me lleve por el periférico, puedo esperar todavía un rato.’ Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.

”—¿Qué haces? —me preguntó con su voz profunda.

”—Te estaba esperando.

”Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.

”—¿No tenías miedo de estar aquí solita?

’’Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.

”—No mires —me dijo.

”Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido, que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.

”—¡Sácame de aquí! —le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.

”—Éste es el final del hombre —le dije con los ojos bajo su mano.

”—¡No lo veas!

”Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.

”—Duerme conmigo… —me dijo en voz muy baja.

”—¿Me viste anoche? —le pregunté.

”—Te vi…

”Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó y agarró su escudo.

”—Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré por ti.

”Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas… Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo.

”—Señorita, ¿se siente mal?

”Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.

”—¡Insolente! ¡Déjeme tranquila!

”Tomé un taxi que me trajo a la casa por el periférico y llegué…

Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.

—¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía!

Laura se le quedó mirando asombrada, muda.

—¿Dónde anduvo, señora?

—Fui al café de Tacuba.

—Pero eso fue hace dos días.

Josefina traía el Últimas Noticias. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los estados de Michoacán y Guanajuato”.

La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada”. Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.

—¡Laura! —gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en sus brazos.

—¡Alma de mi alma! —sollozó el señor.

La señora Laurita pareció enternecida unos segundos.

—¡Señor! —gritó Josefina—. El vestido de la señora está bien chamuscado.

Nacha miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.

—Es verdad… también las suelas de sus zapatos están ardidas. Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde estuviste?

—En el café de Tacuba —contestó la señora muy tranquila.

La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.

—Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?

—Luego tomé un taxi y me vine para acá por el periférico.

Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.

—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?… ¿Por qué traes el vestido quemado?

—¿Quemado? Si él lo apagó… —dejó escapar la señora Laura.

—¿Él?… ¿El indio asqueroso? —Pablo la volvió a zarandear con ira.

—Me lo encontré a la salida del café de Tacuba… —sollozó la señora muerta de miedo.

—¡Nunca pensé que fueras tan baja! —dijo el señor y la aventó sobre la cama.

—Dinos quién es —preguntó la suegra suavizando la voz.

—¿Verdad, Nachita, que no podía decirles que era mi marido? —preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.

Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama, había opinado:

—Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.

Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos:

—¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!

Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?

—Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana —anunció al llevar la bandeja con el desayuno.

El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.

—¡Pobrecito!…, ¡pobrecito!… —dijo entre sollozos.

Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.

—Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? —preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.

—Sí, señora… —y Nachita, nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre.

Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia… de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.

La señora Margarita había dejado caer el tenedor.

—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!

—No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán —agregó el señor Pablo con aire sombrío.

Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz.

Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.

—¡Se escapó la loca! —gritó con voz estentórea al entrar a la casa.

—Fíjate, Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona. Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no”. Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto las mismas catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía, se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”… Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.

“—¿Qué te haces? —me dijo.

”Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.

”—Te estaba esperando —contesté.

”—Ya va a llegar el último día…

”Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de vergüenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. Él siguió quieto, observándome.

”—Vamos a la salida de Tacuba… Hay muchas traiciones…

”Me agarró de la mano y nos fuimos caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas despedazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. Él no tenía miedo. Después me miró a mí.

”—Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.

”Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.

”—Son las criaturas… —me dijo.

”—Éste es el final del hombre —repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.

”—Él me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.

”—Traidora te conocí y así te quise.

”—Naciste sin suerte —le dije. Me abracé a él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.

”—El tiempo se está acabando… —suspiró mi marido.

”Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.

’’Faltaba poco para que nos fuéramos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó ramas y me hizo una cuevita.

”—Aquí me esperas.

”Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo. Si mi primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. ‘Cuando llegue y me busque…’ No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. Margarita ya se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado… Un taxi me trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los periféricos eran los canales infestados de cadáveres… por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido.”

Nachita se acomodó los brazos sobre la falda lila.

—El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación —explicó Nachita satisfecha.

Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.

—La que está arriba es la señora Margarita —agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.

Laura se abrazó las rodillas y miró por los cristales de la ventana a las rosas borradas por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.

Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.

—¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! —dijo con la voz llena de sal.

Laura se quedó escuchando unos instantes.

—Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde —dijo.

—Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino —comentó Nacha con miedo.

—Si nunca los temió, ¿por qué había de temerlos esta noche? —preguntó Laura molesta.

Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.

—Son más canijos que los tlaxcaltecas —le dijo en voz muy baja.

Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana.

—¡Señora!… Ya llegó por usted… —le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.

Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.

—Yo digo que la señora Laurita no era de este tiempo, ni era para el señor —dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.

—Ya no me hallo en casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino —le confió a Josefina. Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.

Cuentos completos

El zapaterito de Guanajuato

Iba yo bajando la avenida, llevaba a Faustino de la mano, mi nietecito no decía nada, aunque yo bien veía que los tres días de girar por la ciudad, sin alimento y sin cobijo, lo habían amedrentado. “Sin dinero, sin familia y sin amigos, ¿qué será de nosotros?”, me iba yo diciendo, mientras veía las casas y las ventanas que me miraban pasar. Nunca fui pedigüeño y la vergüenza del hambre me hacía caminar sin ver por dónde pisaba. La ciudad es hosca por desconocida y todas sus calles, que son muchas, son ajenas a la tristeza de un fuereño. “¿Qué será de nosotros sin un alma que nos mire?” Iba yo oyendo los pasitos encarrerados de Faustino, sin verlo, para no mirarle el hambre… “De seguro lleva la boca bien seca. Sufriendo se enseña el hombre…” así iba yo diciéndome, cuando la vi por primera vez. Estaba dentro de un coche nuevo, encaramada en el asiento, bien abrazada al hombre que la tenía tomada por la cintura. De él sólo vi el pelo negro asomando sobre un hombro de ella, y los brazos que la sostenían. Me dije: “¡Caray, aquí se besan en mitad de la calle y en plena luz del sol!” Me llamó la atención su cintura delgadita adentro de su vestido blanco. La puerta del coche estaba abierta, y le vi las piernas tan desnudas como los brazos. Faustino también los vio. Y los dos vimos cuando ella levantó una mano y le dio una bofetada en mitad de los besos que se daban. Él, ofendido, echó la cabeza para atrás y ya no vi nada. No podía yo quedarme a mirar. “¡Viejo curioso!”, me hubieran dicho, y con sobrada razón. Faustino y yo seguimos bajando la avenida. “¡Qué genio tan vivo!”, me dije y ahora me digo: “¡Ojalá que Dios le detenga la mano, para que no acabe mal!” De repente el coche nuevo pasó zumbando junto a nosotros. Vimos cómo adentro iban forcejeando: él para detenerla, ella con la portezuela abierta. El coche iba zigzagueando, como si fuera borracho. “¡Sea por Dios, con tal de que no les salga al paso un poste!”… Faustino y yo seguimos bajando la avenida a la que no le veíamos fin. La mentada avenida era como todas las calles de la ciudad de México: cerrada por paredes y por casas, sin desembocadura al campo. La luz por allá es muy blanca y sin verdura, y a esas horas del mediodía, con los ojos sin sueño, los pies andados y el estómago limpio, cansa. En mis ochenta y dos años ya he visto mucho, pero nada tan desamparado como los mediodías de la nombrada ciudad de México. Faustino iba espantado. Así me lo dijo ella cuando nos habló. Porque de repente la vimos venir andando de cara a nosotros. Su traje blanco relumbraba al sol. Parecía muy acalorada. Abrió tamaños ojos y se nos quedó mirando.

—No son de aquí, ¿verdad?

Nos vio fuereños, por los pantalones de manta, los huaraches y los sombreros ardidos de sol.

—No, niña.

Se quedó piensa y piensa; ella todo lo piensa mucho aunque parezca que no.

—¿En dónde paran?

—En ninguna parte, niña.

Era feo mendigarle y los dos preferimos bajar los ojos. Nos dio vergüenza la desdicha.

—¿Ya comieron?

Preguntó de frente y sin rodeos. ¿Para qué mentirle, si se nos veía el hambre? Se me nublaron los ojos, la vejez no sirve para atajar a las lágrimas cuando quieren correr.

—No, niña. Ni mi nietecito ni yo hemos probado alimento, en los tres días que llevamos girando por estas dichosas calles.

Le dije todo por el niño. El orgullo hay que hacerlo a un lado cuando hay criaturas.

—¿Tres días?

Nos miró como si dijéramos mentiras y luego se puso a mirar los coches que en esa avenida nunca dejan de pasar.

—¡Hay mucha hambre, niña! Mucha hambre. No sólo nosotros la padecemos, en mi pueblo todos andamos en la misma desgracia. Por eso venimos del campo a buscar consuelo en la ciudad.

—¡Estos bandidos del gobierno!…

Se enojó como las yeguas y dio patadas en el suelo.

—Vengan.

No me avergonzó su caridad. La hacía con enojo, como si ella tuviera la culpa de mi triste situación. La frescura de su casa nos consoló de la sequía de la calle. Sus sirvientas se pusieron a reír cuando nos vieron. Luego detuvieron la risa y se quedaron serias. Una de ellas se acercó a la señora Blanquita.

—Señora, ya van tres veces que llama, una después de la otra. Seguidito, seguidito.

La señora Blanquita se puso roja de mohína y apoyó la cara sobre la mano para no pensar. Todos nos callamos.

—Si llama otra vez díganle que no he llegado… o que me morí…

Sus sirvientas y ella se quedaron muy tristes. Faustino y yo hicimos como si no hubiéramos oído nada y como si no estuviéramos allí. Las sirvientas nos llevaron a un cuarto para reposarnos, mientras nos preparaban la comida.

—¡Cuánta molestia! —decía yo.

—No se mortifique, señor, estamos impuestas, así es la señora Blanquita.

Y así es. Por la tarde me quedé en la cocina platicando con ellas. Les conté de Guanajuato y de las tristezas que pasábamos: quería pagarles la cortesía del hospedaje y de la risa. Al oscurecer entró a la cocina la señora Blanquita. Estaba bien triste. Ocupó una sillita y se fumó dos cigarros, sin decir una palabra.

—Vete a ver al Chino, para ver si nos fía algo para la cena —dijo de repente.

Nunca pensé que una casa tan bien puesta y una señora tan bien vestida, no tuviera ni un centavo para cenar. ¡Parecía tan rica!

—El dinero se va como agua. Es maldito, ¿verdad?

Muy verdad que era maldito. Y así se lo contesté a la señora Blanquita.

—¿Hay mucha hambre en su tierra?

—Sí, niña, mucha.

Preguntando, preguntando, me hizo contarle mi vida, mis pesares, y la razón de mi viaje a la mentada ciudad de México. Soy de oficio zapatero, le dije, pero a causa de la pobreza ya nadie compra zapatos en Guanajuato. Por eso junté unos centavos, que le pedí al agiotista, y me puse a hacer algunos pares, para venir a venderlos a la ciudad de México, en donde todavía la gente rica lleva zapatos. Salieron muy bonitos, con hebillas de plata y tacones altos. Por allá somos mineros, y nos gusta tanto el oro como la plata. En otros tiempos todo fue de oro; los palacios, los peines, los altares y en algunas casas hasta los barrotes de las ventanas fueron de oro. Pero, ya digo, eso fue en otros tiempos. Ahora somos pobres, por eso vine hasta aquí a traer mis zapatos. Rosa, mi hija mayor, los envolvió en papel de seda, y me prestó a su hijo Faustino, para que me acompañara en el viaje. Mi hija Gertrudis nos preparó la comida y nos hizo el itacate. Y la mañana de un jueves nos pusimos en camino. A las tres de la mañana agarramos la carretera y caminamos hasta el mediodía. A esa hora hallamos albergue en la casa de un carbonero, que nos ofreció su compasión, su agua fresca y también su fuego para calentar las tortillas. Con él también hicimos noche. Nos fuimos de madrugada. Al despedirnos nos deseó la buena compañía de Dios y nos dijo que en el viaje de regreso nos recogería otra vez. En nueve días que duró el viaje, lo hicimos a buen paso, hallamos consuelo en la gente de bien, que nos compadecía. A mí, a causa de mis ochenta y dos años. Y a Faustino, mi nietecito, por sus ocho añitos tan tiernos. Cuando entramos en la ciudad de México, nos fuimos derechos a la Villa de Guadalupe, para dar gracias. Hicimos noche en los portales de la Villa, junto con otros peregrinos, que también venían en busca de consuelo para su hambre y sus pesares. Allí platicando, platicando, un señor me informó que en cualquier mercado me comprarían los zapatos.

—¡Qué bonitos! —me dijo cuando se los enseñé. Yo no me di bien cuenta de que los miró con codicia, sino hasta el otro día, cuando amanecí sin ellos. Faustino me dijo:

—Vamos a buscarlo, abuelo, al fin que no andará lejos.

Y así fue: nos pusimos busca y busca y busca sin hallarlo. El señor no era muy alto, llevaba una chamarra de cuero, tenía el pelo muy negro y se reía bonito. Pero no dimos con él. Andábamos en su busca, sin un centavo, y sin poder volver a Guanajuato, cuando la hallamos a usted, señora Blanquita.

La señora Blanquita nos miró compadecida.

—¿Y cuánto valían sus zapatos?

—Algo así como unos cien o quinientos pesos. Nunca lo supe de cierto, porque como le dije, no llegué a venderlos.

—¡Uy, qué bicoca!

Y la señora Blanquita se echó a reír. Hay que decir que ella no es de medias tintas, o se ríe mucho, o está bien enojada.

—Quinientos pesos… yo se los doy y le pago su boleto de autobús para que regrese a Guanajuato.

Mucho se lo agradecí. Le di mi nombre junto con las gracias: Loreto Rosales, para servirla. Y mi nieto, Faustino Duque, su servidor. Regresó la sirvienta que se llama Josefina, y que es frondosa y de buen parecer.

—El Chino dijo que ya es mucho lo que nos fía, y no quiso darme ni un pedacito de queso.

—¡Se asará en los infiernos!

Y la señora Blanquita salió de la cocina, diciendo palabras gruesas, ella que es tan delgadita. Esa noche cenamos café negro y tortillas duras con sal. Pero no nos afligimos, porque como nos dijo la propia señora Blanquita, todos estábamos al amparo de la Divina Providencia. Apenas acabamos de cenar, apagaron las luces de la sala y cerraron las cortinas de las ventanas que daban a la calle. También apagaron la luz de la cocina. La señora Blanquita y sus sirvientas se tiraron en el suelo, junto a las ventanas, para espiar la calle, por la rendija de una cortina apenas entreabierta.

—Allí está, señora Blanquita —dijo Josefina muy quedito.

—Mire, seño, está mirando para acá, patrullando la casa…

—Desgraciado, voy a llamar a la policía —dijo la señora.

—Sí, señora, péguele un susto antes de que nos mate.

Estuvimos espiando el peligro hasta quién sabe qué horas, porque Faustino y yo nos retiramos a dormir. Casi no dormí pensando en el enemigo que acechaba a la señora Blanquita. Oí las horas: las doce, la una de la madrugada y ellas allí seguían, espiando los pasos del malhechor, para estar prevenidas. Menos mal que la señora Blanquita parecía muy arredrada. Lo mismo que Josefina y que Panchita. Con ese pensamiento me dormí.

—¿Ya desayunó, don Loretito? —me preguntó la señora en la mañana.

—Ya, niña.

—Hoy le doy su dinero, para que vuelva a Guanajuato…

Y los días empezaron a correr y yo cada vez estaba más avergonzado. La señora Blanquita no tenía ni un centavo, y yo no podía hacer nada por ella, ni siquiera irme, porque la hubiera ofendido.

—¡Déjeme ir, señora Blanquita!

—¡Está loco, don Loretito!

Se reía, ponía música y bailaba. No se acongojaba por nada. Nunca salía, estaba muy amenazada. Por las noches espiaba la calle con sus criadas.

—¡Estamos enchiqueradas!

—Sólo Dios nos puede ayudar.

En el día Josefina iba a pedir fiado. Antes de salir se asomaba a los balcones.

—Voy en una carrera antes de que llegue y me agarre.

Y volvía enseguida con las compras fiadas. Mientras preparaba la sopa de fideos y las quesadillas de flor de calabaza, cantaba. Tenía bonita voz la tal Josefina. Panchita también cantaba mientras tendía las camas y limpiaba los espejos. La señora Blanquita, tantito bailaba y tantito bordaba. Yo me hallé bien y ya no pedía irme. ¿Qué más quería? Tenía buen trato y buena compañía. A mi nieto lo dejaban jugar con el radio. De la ciudad ya ni me acordaba. Algún día la Divina Providencia nos recordaría y nos mandaría el dinero que necesitábamos. Entonces, con todo el dolor de mi corazón, yo me regresaría a Guanajuato. Y digo con todo el dolor porque me había engreído con esas tres mujeres: es difícil hallarlas tan reidoras. Así pensaba yo, y así se me pasaban los días. Fue una tarde, cuando ya empezaba a pardear, cuando llamaron a la puerta. Desde mi cuarto alcancé a oír la voz de Josefina.

—Perdone, señor, pero no puedo agarrar el paquetito…

—¿Por qué no? —era tamaño vozarrón de hombre.

Oí que Josefina cerró la puerta de golpe.

—¡Señora Blanquita, dejaron esto! —gritó Josefina apesadumbrada.

—¡Estúpida! ¿Por qué lo agarraste?

Oí que deshacían el paquetito.

—¿Ves?, ¿ves? ¡Mira!, ¡mira!

No me atreví a asomar la cabeza para ver qué habían traído. Josefina entró muy disgustada.

—La van a matar… la van a matar…

Al rato vi que Faustino estaba jugando con dos muñequitas rotas. Las dos estaban vestidas de novia y los vestidos blancos estaban hechos jirones, las

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos