Por una democracia sin adjetivos (Ensayista liberal 4)

Enrique Krauze

Fragmento

Título

Prólogo

Este libro es la bitácora de una batalla por la democracia, entendida no sólo en su componente electoral sino como una cultura de la civilidad, el diálogo, la tolerancia y el respeto a la ley. Enmarcado en la Colección Ensayista Liberal, pertenece a una trilogía que llegará hasta 2016. Abarca el período de 1982 a 1996. El título Por una democracia sin adjetivos retoma el de un ensayo publicado en Vuelta, en enero de 1984, reproducido a su vez en un volumen que sacó a la luz Joaquín Díez-Canedo en su colección Joaquín Mortiz, en el año de 1986.

Para colocar este libro en su contexto histórico, hay que remontarse unos años atrás cuando el país vislumbró por primera vez la necesidad de un cambio de régimen. En el origen, ese vislumbre fue un impulso de libertad, no un proyecto democrático. El 68 fue su bautizo de fuego. Fui uno de los cientos de miles de jóvenes que participaron en aquel movimiento cuyo propósito principal era reclamar el derecho a disentir. En esa época era difícil expresar una opinión opuesta a la verdad oficial. Marchar por las calles estaba prohibido. Pero eso fue justamente lo que hicimos: marchar a lo largo de dos meses exaltados y angustiosos, pidiendo la reparación del agravio causado por las autoridades (el allanamiento de la Preparatoria, la represión del descontento) y un diálogo público con el gobierno. Vagamente, nos sentíamos testigos y protagonistas de un drama histórico mayor: la decadencia del régimen «emanado» (es la expresión que se usaba) de la Revolución Mexicana. Para 1968, esa remota fuente se había desgastado. El gobierno era cada vez más autoritario, su discurso sonaba hueco y nos propusimos denunciarlo. En respuesta, el 2 de octubre de 1968, el presidente Gustavo Díaz Ordaz ordenó la matanza de cientos de estudiantes reunidos en la Plaza de Tlatelolco. El régimen perdió la legitimidad que le quedaba. Con ese sacrificio, los estudiantes pusimos la piedra fundacional de la libertad política en México.

A los estudiantes del 68 nos apasionaba intensamente la participación política pero no teníamos un proyecto. Sabíamos que fuera del partido oficial (el PRI) no existía más opción política que el PAN, partido casi testimonial de clase media y centro derecha que desde 1939 trabajaba por la democracia, pero no comulgábamos con él. La vía natural era la izquierda (de hecho, muchos dirigentes del movimiento se inscribían en ella), pero el Partido Comunista estaba proscrito. Por lo demás, dado el prestigio de la Revolución Cubana y sus íconos, la izquierda en sus diversos ámbitos (política, sindical, académica o intelectual) favorecía sobre todo la vía revolucionaria y despreciaba a la democracia aplicándole adjetivos como «burguesa» o «formal». Tal vez por eso, en el 68 no vimos que la democracia era la alternativa obvia. Pero instintivamente, guiados por el espíritu contestatario de la época, todos defendíamos la libertad, condición de la democracia: en particular la libertad de expresión, manifestación, asociación y debate.

El «sistema político mexicano» —como lo bautizó en 1969 uno de sus críticos más lúcidos, don Daniel Cosío Villegas— había funcionado hasta entonces (y funcionaría casi hasta final del siglo) con dos ejes principales: el partido y el presidente. El Partido Revolucionario Institucional operaba como una máquina electoral y una agencia de movilidad social. El presidente tenía las atribuciones del más poderoso Ejecutivo en cualquier república y otras más, propias de una monarquía absoluta. Cosío Villegas reconocía que, a lo largo de cinco décadas, el Estado «revolucionario» (al que sirvió hasta 1968, como diplomático y economista) había creado instituciones valiosas y perdurables en la educación, la salud, la cultura y la infraestructura. Pero condenó siempre las prácticas corruptas inherentes a su funcionamiento, así como la falta de libertades, la nula división de poderes, la pobreza de la discusión pública, la enorme concentración de poder en el presidente.

Era la hora del cambio, hora de abrir, de transparentar, de liberalizar en todos los ámbitos: políticos, económicos, sociales, culturales. Pero el régimen de Díaz Ordaz optó por la represión. Los cuatro gobiernos que lo siguieron hasta 1994 (los de Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Salinas de Gortari) se resistieron también al pleno ejercicio de la democracia. Junto con algunos representantes de las generaciones anteriores, la vertiente crítica de la Generación del 68 se propuso superar a ese régimen. Ésa fue nuestra misión y vocación.

La conciencia democrática, cabe señalar, tardó en abrirse paso. A principio de los ochenta, sólo un puñado de liberales la defendía explícitamente frente al gobierno autoritario y la utopía revolucionaria. No obstante, a mediados de la década, también la conciencia democrática terminó por arraigar. Muchos entendieron que la batalla por la libertad era también, necesariamente, la batalla por la democracia. La conjunción de ambos propósitos fue esencial porque vinculó a grupos ideológicos muy distintos en un objetivo común. La lucha se libró en diversas trincheras (intelectuales, periodísticas, académicas, políticas, sindicales). Fue un proceso largo, difícil e incluso trágico.

También yo comprendí la libertad antes que la democracia. En los años setenta había trabajado cerca de Daniel Cosío Villegas (nuestro mayor liberal) y había frecuentado el pensamiento liberal de Isaiah Berlin. Paralelamente, había sido testigo del acoso a la libertad de prensa por el régimen de Echeverría, intento infructuoso y (por fortuna) contraproducente, porque como consecuencia directa o indirecta del golpe al Excélsior de Julio Scherer (julio de 1976) nacieron varias publicaciones independientes: Proceso, Vuelta (a la que me incorporé como secretario de Redacción en febrero de 1977), Unomásuno y más tarde La Jornada. A regañadientes, desde los años ochenta, el régimen tuvo que tolerar la apertura política de la radio. Aparecieron programas de crítica abierta al régimen (como el de José Gutiérrez Vivó en Radio Red, en el que participé con frecuencia y entusiasmo). Pero la televisión era un territorio vedado a la libertad. Ahí no había más verdad que la oficial. Con todo, para la libertad, el saldo en la década de los setenta fue claramente positivo.

La democracia avanzaba también, pero a paso mucho más lento. Aunque seguía siendo la bandera del PAN, ese partido estaba tan disminuido que en 1976 se había rehusado a presentar candidato a la presidencia. En círculos de izquierda, unos cuantos personajes (notablemente, Heberto Castillo) insistían en la formación de un partido socialista arraigado en la historia mexicana. Otros pedían la legalización del Partido Comunista Mexicano. Jesús Reyes Heroles, poderoso secretario de Gobernación y autor de la Reforma Política de 1977, decidió abrir la vía parlamentaria a esas corrientes. Lo movió el exitoso ejemplo de la transición democrática española pero también un cálculo acertado: había que dar cauce pacífico a la energía revolucionaria nacida del agravio del 68, y poner fin a la sorda y sangrienta «guerra sucia» que el régimen llevaba a cabo contra las guerrillas.

Curiosamente, los círculos intelectuales de los años setenta no tenían clara la convergencia entre la libertad y la democracia. Incluso en la obra de Daniel Cosío Villegas o en la de Octavio Paz, los dos autores liberales más importantes de la época, la vuelta al ideal maderista del «Sufragio efectivo, no reelección» fue un tema tangencial. Tampoco mi generación y las precedentes (inscritas en el pensamiento revolucionario y marxista, y simpatizantes de las guerrillas latinoamericanas) pensaban en la democracia como una salida a la crisis de México. Más aún, cuando López Portillo nacionalizó la banca, muchos reaccionaron con júbilo: «¡Está viva la Revolución Mexicana!» En 1965, Pablo González Casanova había publicado un buen análisis crítico y cuantitativo sobre la democracia en México pero no la recomendaba como alternativa. La única excepción en aquella década fue Gabriel Zaid. Primero en Plural y más tarde en Vuelta, publicó los análisis más originales y penetrantes sobre el funcionamiento del «sistema político mexicano». En sí mismos, esos textos —reunidos en 1979 en El progreso improductivo— reclamaban de varias maneras la necesidad de una transición a la democracia. Ese año, Zaid apuntó que la mejor reforma política era… no hacer nada, salvo contar honestamente los votos.

Mi toma de conciencia sobre la prioridad de la democracia tuvo que ver directamente con un acto autoritario y desesperado del presidente José López Portillo. Me refiero al discurso del 1° de septiembre de 1982 en el que nacionalizó la banca privada. «Soy responsable del timón, no de la tormenta», había dicho. Pero la realidad era distinta: sus golpes de timón habían provocado la tormenta. Días después de aquel infausto informe, en una cena en su modesta casa de la calle de Carlos Pereyra, el inolvidable maestro Luis González nos dijo: «Bueno, ahora sí al país ya no le queda otra opción más que la democracia, dejar que la gente tome el destino en sus manos y decida». Para mí, esa frase fue una revelación. La incluí como remate de «El timón y la tormenta», el primer ensayo político que escribí (Vuelta, octubre de 1982). Comenzaba postulando la existencia de un agravio profundo en el pueblo mexicano (provocado por la pésima administración de los recursos petroleros, las promesas incumplidas, la corrupción, el desencanto, la quiebra) y terminaba con una frase programática: «…nuestra única opción histórica [es] respetar y ejercer la libertad política, el derecho y, sobre todas las cosas, la democracia».

A partir de entonces, a lo largo de 1983, estudié la historia de la democracia en diversos países, en particular en Inglaterra. Producto de esas lecturas, a fines de noviembre de 1983 (durante una estancia en Oxford con mi familia) escribí aquel ensayo aparecido en Vuelta en enero de 1984: «Por una democracia sin adjetivos».

Esos dos ensayos marcaron la pauta de mi crítica desde entonces hasta ahora. Los valores liberales y democráticos que propusieron no tienen fecha de caducidad. Si no me engaño, todos los textos que recojo en este libro (referidos a la época de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y un tramo del sexenio de Ernesto Zedillo) asumen la convicción acuñada por Lord Acton, repetida siempre por don Daniel Cosío Villegas, y probada una y otra vez en la historia, de que «el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente». El lector, sobre todo el lector joven, no encontrará ditirambos al poder. Mi objetivo no era destruir el poder. «El anarquismo —dijo Borges— es el régimen perfecto, pero no lo merecemos.» Yo coincido con él. Por eso, mi objetivo era acotar al poder, criticarlo, exhibirlo, llamarlo a cuentas. No el ideario anarquista: el ideario liberal.

El criterio de selección que elegí —junto con el editor de la colección, mi amigo y colaborador Andrés Takeshi— no es exhaustivo: no he incluido todos mis ensayos y artículos, sólo los que he considerado significativos. Tampoco es antológico. Combinando el criterio temático con el cronológico, he querido construir una narrativa coherente que corresponda a los hechos. Estos hechos, cuando los vivimos, estaban impregnados de incertidumbre. Hoy, a la distancia, parecen corresponder a un argumento: a partir de un agravio histórico, surgió la idea de retomar la democracia; tras el terremoto de 1985, la sociedad civil tomó conciencia de sí misma; el régimen se resistió al cambio por tres sexenios; la presión creció de la periferia al centro; presa de sus contradicciones, el régimen entró en sus estertores; desde las entrañas de México irrumpió una rebelión indígena; finalmente, el régimen comprendió la necesidad de transitar a la democracia y dio los pasos para lograrlo.

En 1996, al presentir el arribo de la democracia, escribí un ensayo sobre la lamentable fascinación que el poder ha ejercido sobre muchos intelectuales en México, privándolos de la crítica, su arma específica. Dos años más tarde, antes de arribar la alternancia, murió Octavio Paz. Publiqué varios textos sobre él, inclusive una biografía y, mucho tiempo después, una reflexión sobre su mayor herejía: atreverse a criticar a las corrientes de izquierda con quienes siempre procuró dialogar y debatir. El último apartado de este libro recoge ambos ensayos.

«El pasado inmediato es el enemigo», escribió Alfonso Reyes. La frase corresponde perfectamente a la situación actual. El pasado inmediato en el que se escribieron estos ensayos (1982-1996) es «el enemigo» porque las nuevas generaciones no tienen (ni pueden tener, por razones de edad) memoria histórica de él. Apenas se enseña en la escuela y está ausente del debate actual. Por lo demás, los problemas de hoy son tan serios que tenemos poco tiempo y disposición a voltear al ayer, ni siquiera para ver el presente con mayor y mejor perspectiva. Hay la tentación de despreciar la conquista de la libertad y la democracia como si hubiese sido un tránsito natural, al margen del esfuerzo humano. O ni siquiera despreciarla: negar su existencia.

Pero ese esfuerzo existió, lo llevaron a cabo muchos mexicanos en las más diversas tribunas. Con todas las inercias que sobreviven, el viejo «sistema» se derrumbó. Con todas las acotaciones que ahora les imponen los poderes fácticos, los criminales y los políticos corruptos, las libertades se consolidaron. Con todas sus actuales imperfecciones, manipulaciones, distorsiones, se transitó a la democracia. Ahora esos logros históricos parecen insustanciales porque no resolvieron otros problemas ancestrales de México (la desigualdad, la pobreza, el estancamiento económico) ni han logrado, por sí mismos, acotar la corrupción, la violencia y la impunidad, que son la causa principal de la indignación mexicana. Esperar que la libertad y la democracia redimieran a México era mucho esperar. Los países no se redimen: los países mejoran (a veces, y fragmentariamente). Nos falta mucho para entender el don inmenso de vivir en libertad y aprender a cuidarla. Nos falta mucho para consolidar una «democracia sin adjetivos». Pero en eso, como en todo, «se hace camino al andar».

Título

I

El agravio, la propuesta, el despertar

Título

El timón y la tormenta

México vive una de las crisis económicas más severas de su historia. No es, por supuesto, la primera vez que estamos en un brete, y recordarlo no deja de ser un consuelo. Hay en la memoria una moraleja implícita: si salimos de aquéllas, saldremos de ésta. En 1882, presionado por la caída de los precios de la plata, el presidente Manuel González puso en circulación la fugaz moneda de níquel, lo que provocó la suspicacia pública, le acarreó la impopularidad y por poco le cuesta la vida. En 1907, Limantour sorteó a medias una crisis financiera de tal magnitud que algunos historiadores la consideran un antecedente fundamental de la Revolución. Entre 1913 y 1916 se dieron en México hechos que recuerdan un poco los de estos últimos meses: fuga de divisas a cuentas en Estados Unidos, devaluación vertiginosa de la moneda (el «bilimbique»), alza en los precios de los productos básicos, incautación bancaria. Las razones de urgencia ante la aguda crisis nacional que adujo Luis Cabrera contra los representantes del antiguo régimen bancario parecen prodigiosamente actuales: «Lo que hizo el gobierno del presidente Carranza lo hubiera hecho cualquier gobierno del mundo en similares circunstancias».

Un suceso análogo más cercano ocurrió en 1926. Llegaba a su fin el quinquenio de la abundancia. La obra de la Secretaría de Educación, orgullo del régimen, se había realizado, en buena medida, con los ingresos petroleros de 1921. Todos los renglones de la economía marchaban de modo ascendente. Calles se propuso entonces cambiar la faz del país en cuatro años y orquestó una suerte de NEP mexicana: funda el Banco de México, el Banco de Crédito Agrícola, la Comisión Nacional de Caminos y la de Irrigación, Escuelas Centrales Agrícolas, etc. Por desgracia, factores externos —como la baja de los ingresos petroleros y argentíferos— detienen el ambicioso, aunque no desmesurado, plan que habían llevado a cabo Calles, Pani y Gómez Morín. De pronto, el país entra en una crisis de la que no saldrá cabalmente sino hasta el New Deal: bracerismo, desempleo, cierre de empresas, paros, huelgas, moratoria en la deuda externa. Mientras las relaciones con Estados Unidos llegan al borde de la ruptura, Calles desata la Guerra Cristera. En 1928, Dwight Morrow aparece para arreglar the small business (México). Nuestra relativa autarquía nos defiende un tanto del derrumbe de 1929 pero la depresión persiste, con matices, hasta que en 1933 nos levanta el repunte de la plata.

La era del patrón oro no terminó con las convulsiones. Cárdenas mantuvo el peso sobrevaluado y financió buena parte de su programa social mediante el famoso sobregiro contra el Banco de México. A raíz de la expropiación petrolera sufrimos inflación, fuga creciente de divisas y una disminución de las reservas hasta que, oportunamente, la Segunda Guerra Mundial nos rescató de la crisis. En 1946, Alemán introdujo un ambicioso plan de inversiones públicas que casi duplica el gasto entre 1946 y 1948. Como ahora, la cara oscura del crecimiento fue la reducción en la reserva, la fuga de capitales y la devaluación. Los años 1954 y 1976 son los dos capítulos siguientes en la historia de un problema esencial: gastar el dinero que no se tiene. De cada crisis nos ha rescatado, en cierta medida, el azar: el petróleo, en 1921; la plata, en 1933; la guerra, en 1939. En 1976 el petróleo parecía, de nueva cuenta, la salvación, pero esta vez la salvación definitiva: era ahora nuestro pasaporte seguro a la modernidad.

Todas estas encrucijadas fueron, en su momento, graves y riesgosas, tanto como la actual en términos relativos internos, aunque quizá no en términos cualitativos y absolutos. Por primera vez, la crisis mexicana se inscribe profundamente en el entramado internacional al grado de hacer temblar a los bancos más importantes del mundo. Y por primera vez, a pesar de nuestra importante renta petrolera, los números son espeluznantes: una devaluación de 22 a 70 pesos por dólar en seis meses y una inflación que pasará de 15% en 1973 a un posible —y temible— 100% este año. La deuda estimada supera los 80 millones de dólares y es —todos lo sabemos— la más alta del mundo. En fin, en 1981 nuestro crecimiento había alcanzado 9%; en 1982 será nulo. Pero lo decisivo es que también, por primera vez en nuestra historia, alguien más importante que el Fondo Monetario Internacional parece habernos cerrado el crédito: la Providencia. Estamos obligados a buscar en nosotros mismos, por nosotros mismos, la solución de nuestra crisis.

Es imposible saber ahora si las decisiones anunciadas el 10 de septiembre serán la palanca que el país requiere para superar la crisis económica. Pero lo cierto es que la exaltación, los momentos de solidaridad, los instantes en que la fe encarna, pueden empañar el examen lúcido del problema en sus raíces, desarrollo y consecuencias. Hay muchos ejemplos históricos en los que el fervor oprime la inteligencia. Uno entre muchos: en la República de Weimar, en 1922, el celo nacionalista ocultó, con enormes costos, la dimensión verdadera de la bancarrota económica. De ahí que sea necesario, para pensar la crisis, hacer una distinción fundamental y dividirla en dos etapas: antes y después de la exaltación, antes y después del 10 de septiembre. La mejor guía es el propio Informe: fue el método que empleó el presidente para explicar, primero, su versión de la historia y después para variar su cauce.

Legítima defensa

«Soy responsable del timón pero no de la tormenta», dijo el presidente López Portillo. Su Informe fue la bitácora de un timonel que no admite su parte en el naufragio, y que atribuye las desgracias a los ingobernables elementos y al motín de los «sacadólares». La caída del precio del petróleo y el incremento en las tasas de interés fueron factores determinantes en el problema. Pudo haber agregado uno: la manga ancha de la banca internacional. Por otra parte, la ira apenas contenida con que el presidente reveló las cifras de la fuga de capitales no podía estar más justificada: 14 000 millones de dólares en cuentas al extranjero; 30 000 millones en propiedades inmuebles, de los cuales 8 500 son por concepto de enganches. Si a esas sumas se adicionan 12 000 millones de mex-dólares, se alcanzan las dos terceras partes de la deuda política. Aunque este motín —cosa que se olvida— no tuvo conexión directa ni causal con la deuda, fue un capítulo lamentable. Lo que México vivió este sexenio no fue un saqueo: fue una deserción nacional.

Igualmente razonable fue su exposición de la cara positiva de su periodo. Algún día, si los mexicanos logramos construir la democracia a la que mayoritariamente aspiramos, quizá López Portillo será recordado como el presidente de la reforma política. A diferencia de sus dos antecesores, deja su cargo con las manos limpias de sangre. No habrá fechas de muerte en su calendario: ni 2 de octubre ni 10 de junio. No se olvidarán tampoco los aspectos positivos de su gestión económica y social, cifras y datos alentadores: primaria para todos los niños, expansión en los servicios médicos, dotación de agua, energía, transporte público, 4 258 000 nuevos empleos, incremento de 60% en la producción de granos y oleaginosas (Sistema Alimentario Mexicano).

La política económica del régimen —dijo el presidente— empleó el ingreso petrolero para acelerar el ritmo de nuestro desarrollo: no crecer entonces —afirmó— habría sido una cobardía, una estupidez; no había otro modo de cimentar con celeridad nuestra planta industrial y acrecentar el empleo; el tiempo histórico no ha sido propicio para México: había que remontarlo. Ahora —dijo— gracias a este plan totalizador «tenemos infraestructura, tenemos capacidad organizada y un lugar preponderante en el mercado comercial y financiero del mundo». Y crecimos a una tasa 60% superior al promedio mundial, 20% más alta que la media de los países subdesarrollados y del doble en relación con el Primer Mundo. En el discurso presidencial, la inversión y el crecimiento no sólo aparecen como la cara positiva de la crisis sino como una realidad que, en cierto modo y en un nivel histórico más amplio, la desmienten.

Aun sin compartir las premisas del presidente, hay que aceptar que si el proyecto fracasó no fue por un manejo a espaldas del público. No fueron muchas las voces que se unieron a Heberto Castillo en sus lúgubres y continuas premoniciones. En la prensa, en las Cámaras, en coloquios y mesas redondas, en las Ligas y Colegios Profesionales, en corrillos y cafés, tirios y troyanos, izquierdas y derechas incurrieron, en mayor o menor medida, en la típica psicología petrolera, la «petromanía». Las cifras, los pronósticos, las reservas y hasta el cuadro internacional eran propicios. La ruleta de la historia apuntaba hacia México. Ser prudente o desconfiado parecía entonces —como todavía le parece al presidente— signo de cobardía y torpeza. Todos fuimos víctimas o cómplices de la alucinación y esto atenúa en parte la responsabilidad del timonel. El proyecto petrolero pudo ser o no —a mi juicio lo fue— un error histórico, pero el presidente lo adoptó y ejerció abierta y consistentemente con sus fines declarados.

El motín de los metecos

Hay otra pálida vertiente de justificación que López Portillo no empleó. No es un argumento político sino psicológico y cultural: el presidente no pudo haber previsto la sumisión de un importante sector de nuestra burguesía pública y privada a la voluntad de Estados Unidos.

Un vistazo a su biografía aclara muchas cosas. López Portillo proviene de una vieja familia criolla, arraigada en la tradición española, ajena y recelosa del mundo sajón. Pertenece a una generación que nace después de la Revolución y su despertar político ocurre durante el cardenismo. Éstas son sus circunstancias y su horizonte. Esta situación explica su temple crítico y su nostalgia revolucionaria. El México de su juventud es un México hosco, cerrado y orgulloso. La camada de López Portillo admira fervorosamente a los muralistas, simpatiza con el lombardismo, lee con avidez la novela de la Revolución mexicana y mira con recelo cualquier elitismo o cosmopolitismo artístico o cultural. Viven en un museo de figuras revolucionarias, pero en un museo viviente. Consideran reaccionario el trabajo técnico de la generación de 1915 y la ven como herencia del callismo. Conciben la etapa cardenista como una vuelta al origen de la Revolución. Aislados por la guerra, la incuria o el simple desinterés, no miran a Europa ni a Estados Unidos. Su ideal de viajeros es la América hispánica —de ahí el célebre viaje de Echeverría y López Portillo a Chile—. La inmigración española los influye, pero no tanto como a otras generaciones más jóvenes. López Portillo se acerca a Manuel Pedroso y, según ha explicado varias veces, se vuelve hegeliano. Nada de esto le hace perder el horizonte mexicano y cardenista. Los más jóvenes, los que lo seguían en la Facultad de Derecho, menos marcados por el cardenismo que por la segunda guerra, se vincularán de modo más abierto y cosmopolita con los transterrados españoles, y terminarán por configurar su temple e ideología en el París de 1950.

Este superficial bosquejo explica, quizá, el desencuentro múltiple y natural de este criollo mexicano y cardenista con el American way of life. Es el presidente que restablece los vínculos diplomáticos con España, el autor de un Quetzalcóatl, el primer mandatario que vindica a Cortés y a la Malinche en un Informe presidencial. Se comprende la rabia y el desprecio que —como todo mexicano con un mínimo sentido de solidaridad y raigambre— debió de sentir ante la dolarización cultural del país. Hay un capítulo divertido y doloroso en La tormenta de José Vasconcelos, «Metecos en Yankeelandia», que retrata puntualmente la actitud de miles de mexicanos en este sexenio. Estoy seguro de que López Portillo lo habría hecho suyo:

Los atenienses crearon la palabra meteco para designar a todo género de coloniales y extranjeros que llegaban a la metrópoli a sumarse a sus costumbres, imitar sus gustos, pero sin producir valor alguno original que pudiese enriquecer la cultura.

A toda la multitud de políticos ladrones, funcionarios sin escrúpulos y aun ricachones ingenuos de distintas partes de México […] se les veía en los lugares más costosos, haciendo papel de primos, compartiendo las extravagancias más vulgares a fin de parecer enterados y muy convencidos de que se daban la gran vida, porque en la fonda más cara les servían —según criterio de tamaño— aceitunas gruesas e insípidas, o rebanadas de tomate, enormes, pero con un mal aceite de comer, al lado. Y todo engullido con tragos de gusto estrambótico; café con leche «helado» o té con hielo.

El meteco de Europa, el rastacuero, aprende por lo menos a comer. Y es raro que se deje engañar en materia de vinos; se civiliza exteriormente. Nuestros metecos de Yankeelandia se descivilizan porque todo el refinamiento que podían adquirir en ciudades cultas como Guadalajara o México, se les vuelve ritmo de jazz y gesto de danza negroide así que han pasado un par de meses en los bailaderos de California. Pedirá el meteco un vino caro, porque ve que es caro, pero no tiene preparado el gusto para gozarlo; esa preparación se obtiene a través de una vida metódica, intensa, civilizada.

Y es que su temperamento no es de señor que ante todo procura asegurarse soberanía, protegerse la dignidad, sino de siervo.

Vasconcelos se refería a unos cuantos, mientras que López Portillo podría señalar unas cuantas decenas de miles. La frase perfecta la oí alguna vez de la amiga de una amiga mía:

—¿Por qué tienes casa en El Paso?

—Por si el país te falla.

Como muchos otros mexicanos de pasaporte que viajaban a Houston semanalmente y consumían desde la pasta de dientes hasta el abrigo de mink en Estados Unidos, que querían ser norteamericanos en todo menos en el origen de sus fortunas, esta señora quizá ahora entienda el riesgo de fallarle a un país. El juego era muy cómodo: vivir entre México y Estados Unidos, con las ventajas de ambos países y sin sus desventajas.

Cada mexicano tuvo la alternativa ética de apostar por el país. Esta opción otorga un margen de justificación al timonel. Un margen, nada más. La política económica de un país no puede fincarse en la psicología de un presidente. Al regalar prácticamente dólares, el régimen propició el motín. Bastaba el ajuste de paridad y su desconexión del índice de precios para evitar que Yankeelandia fuese negocio. Los metecos no atentan contra su propio bolsillo.

Faraonismo petrolero

«Soy el pararrayos, y está bien», dijo alguna vez López Portillo, admitiendo tácitamente su parte de culpa. Esta sinceridad, que por momentos llegó a ser una frase autolesiva, pudo provocar un vado de poder, sin embargo, llegó a granjearle la simpatía popular al presidente. El Informe, por el contrario, fue un despliegue de autoafirmación: «No hemos pecado —dijo categórico— ni como gobierno ni como país, y no tenemos por qué hacer actos de contrición». Sus lágrimas hicieron ese acto de contrición por él. No hubo en todo el Informe una frase autocrítica. Una admisión generosa, valiente, segura de que los errores del timonel eran la alternativa humana, quizá no política. Pero valía la pena intentarla.

No es posible tapar el sol con un dedo. El gobierno carga con una gran responsabilidad histórica en esta crisis. A las causas externas e internas que con precisión y justicia apuntó el presidente, habría que agregar la mala planeación económica. Era natural, si se quiere, que el gobierno se negara a seguir, al pie de la letra, las voces disonantes; no lo era el recoger, siquiera en parte, las ideas de quienes lo criticaban, e introducir un adarme de sobriedad y mesura en su proyecto. Más grave fue el desatender los ejemplos internacionales que anunciaban los peligros. En el desastre iraní se vio más la locura de las huestes de Alá que la reacción contra la corrupta y deforme modernización que petrolizó el sha. Por algunos expertos mexicanos se sabía que Noruega —país con una larga tradición democrática y un manejo eficiente de su economía— padecía graves trastornos causados por el banquete del petróleo: inflación de dos dígitos, caída de las exportaciones manufactureras, etcétera. Se conocía el caso de Nigeria y Argelia. Se insistió, no sin soberbia, que México evitaría la «venezolanización». México, pensaron los planificadores, sería la excepción. Aquí no habría intoxicación monetaria. En el sexenio de la planificación, la historia los desmintió.

Hay cuando menos cuatro críticas generales que se pueden hacer al plan totalizador de López Portillo: la improductividad de las inversiones, su origen crediticio, el ritmo con que se ejercieron y el rubro al que se aplicaron. El plan y el Informe comparten un fetichismo de la inversión y el crecimiento como fines en sí mismos. Es obvio que crecer, invertir y emplear son metas deseables, pero el problema es cualitativo: cómo, a qué precio, para qué.

La productividad no es un criterio que se utilice comúnmente. Debería serlo. La fe proverbial en lo grande, en lo piramidal, en lo gigantesco, se detiene poco o nada en la rentabilidad. ¿Cómo está el flujo de caja en esos barriles sin fondo que son Pemex y la Comisión Federal de Electricidad? Deuda para extraer petróleo, para pagar la deuda, para extraer petróleo… El hecho de que las inversiones sean tangibles y se queden en México es un buen criterio de terratenientes, no de administradores. Había alternativas de inversión distintas y mucho más productivas.

Si el gasto público se financia con impuestos no es necesariamente inflacionario. Este régimen hizo una apuesta temeraria: escogió financiarse con deuda externa y basó sus presupuestos en el boom petrolero. Cometió exactamente el mismo error que el grupo industrial Alfa, de Monterrey. Como se sabe, alentados por la Alianza para la Producción, los empresarios regiomontanos comenzaron a comprar empresas al por mayor. No discriminaban. Adquirían fábricas de cuchillos, empacadoras, plásticos… Su límite era la Sección Amarilla del Directorio. Pagaban generosamente, sin demasiado regateo. Para administrar las fábricas contrataron cientos (o miles) de especialistas graduados en universidades norteamericanas, dueños de un currículo vasto y una experiencia nula. Los anticuados empresarios familiares cedían el paso a «una nueva generación» de tecnócratas con sueldos y oficinas portentosos. El dinero para la construcción de la enorme pirámide venía de bancos extranjeros. De pronto, el gran emporio se vino abajo. ¿Las pérfidas tasas de interés? No: la simple y llana improductividad. La desmesura. La Alianza para la Producción fue una alianza de faraones.

Otro rasgo criticable fue la celeridad, las marchas forzadas. En 1976 había alguna justificación para crecer con inflación. El riesgo del estancamiento era demasiado alto. Pero hay un mundo de diferencia entre crecer a 6 o a 8 por ciento. Lo que es razonable a un ritmo puede ser desquiciante a otro. El gasoducto fue un caso típico. Terminó haciéndose sin orden ni concierto, con enormes distorsiones y con importaciones costosas. En general, no fueron pocas las voces que, desde distintas posiciones, aconsejaron al presidente disminuir el sobrecalentamiento de la economía. Nunca las escuchó a pesar de que su propio plan preveía un periodo de consolidación.

El «pero» mayor es el destino de la inversión. ¿Por qué no se pensó en canalizarla, siquiera en parte, hacia el México pobre, con una oferta pertinente a sus necesidades o incluso premiándolo con dinero en efectivo? ¿Qué gana el México marginal con el crecimiento de las inversiones gubernamentales en Laguna Verde? Gana una redención futura, simbólica y quizá imposible.

Toda una corriente internacional de economistas y ecologistas sostiene desde hace tiempo la necesidad de replantear las premisas culturales y antropológicas de la planeación económica. Pero en México, fuera del importante libro de Gabriel Zaid, El progreso improductivo, y de algunas ideas de Leopoldo Solís y Enrique González Pedrero, la vía sigue siendo el crecimiento triunfalista del sector moderno que, con el corazón en la mano, espera que el sector tradicional lo alcance. El proyecto de López Portillo incluía: ferrocarriles, acero, energía nuclear, petróleo, petroquímica. La modernización total de un sexenio. Nunca se pensó en el destrozo ecológico, por ejemplo; el dramático trastorno ocurrido en Tabasco.

El régimen incurrió también en golpes de timón inadecuados. ¿Por qué no introdujo, de tiempo atrás, un mayor deslizamiento en la moneda? Si una premisa fundamental del plan era el precio del petróleo, ¿por qué, si éste se modificó, no se modificó el plan? ¿Por qué no se cerraron las grandes tiendas de autoservicio que no distinguían entre la paridad y el índice de precios? ¿Por qué, sobre todo, no se detuvo a tiempo la hemorragia de los dólares? ¿Por qué se tomó «sobre las rodillas» la decisión del 30-20-10?

Curiosas devaluaciones del régimen. Devaluaciones desvirtuadas. Devaluaciones-reevaluaciones. En Francia, Mitterrand devalúa 10% el franco, y arriesga su gestión y su futuro. En Estados Unidos, Reagan se rinde a los legisladores que lo obligan a modificar su política fiscal. Pero en México, donde una función primordial del «Poder» Legislativo es controlar el gasto público, no hay quien limite al Ejecutivo. La Revolución hecha gobierno no puede aceptar derrotas: ni un presidente municipal de la oposición ni un capricho de la ley de la oferta y la demanda.

Olvido del otro México

Desde cierta altura todas las pirámides del mundo, incluso las de Keops y Marina Nacional, parecen «minucias». No lo son. En esto, López Portillo resultó más discípulo de Alemán que de Cárdenas. Instintivamente si se quiere, no sin ambigüedad o contradicción. Cárdenas quiso un México justo, plural, apegado a la tierra y a sus frutos, un país de individuos dignos. Alemán prohijó la meta de un país urbano, progresista, industrial, cosmopolita y, sobre todo, triunfalista. Como presidente, Cárdenas vivió entre dos extremos: el alma en el terruño, la mente y la lucha en la ciudad. Pero su ideal profundo era quizá el de un país como el que en 1940 pintó Gonzalo Robles: «Modesto pero equilibrado, sano y feliz, que viviera por tercias partes de su agricultura, de su industria y de su minería».

El gran vuelco de la historia mexicana, la verdadera pérdida del paso, ocurrió en 1946. En ese año México comenzó a desandar. Nadie como Frank Tannenbaum entendió la apuesta equivocada de aquel régimen, la creación de una casta —una alianza— urbana de empresarios, burócratas y —hay que decirlo— obreros, que prosperarían a costa del México rural. Sus ideas fueron anatematizadas por derechas e izquierdas. Pero este amigo de Cárdenas, que amó, recorrió y estudió México como muy pocos mexicanos, tenía buena parte de razón. Al propio Cárdenas le faltó claridad para ver la contradicción entre los dos Méxicos. Su largo silencio habla, quizá, más de su perplejidad intelectual que de su prudencia política. Pero su filosofía moral es la que Tannenbaum resume en las siguientes líneas, publicadas en plena borrachera neoporfirista (1950), una filosofía ajena a todos los presidentes desde Alemán hasta López Portillo:

Excepto los artículos industriales a bajo precio, vestidos, zapatos, herramientas y servicios, las cosas que la ciudad tiene que ofrecer son de poca importancia para las gentes del campo.

Económicamente, el abismo entre la población urbana y la rural continúa abierto, y acaso el problema es tan serio como era antes, aunque se halla encubierto por el esfuerzo general de reconstrucción del programa revolucionario. Vendrá un día, sin embargo, en que la revolución estará superada y el cisma interno se revelará con claridad y seguirá siendo tan irremediable en sustancia como antes era.

El programa propuesto, de una inversión a gran escala para equipo de capital, como base para el desarrollo de una sociedad industrial, sólo puede realizarse sobre la hipótesis de un gravamen de costo mayor que el que el país puede soportar. Si el gobierno mexicano desea confrontar el problema básico —el de encontrar medios de vida para su población rápidamente creciente— tendrá que arbitrar un programa alternativo, más en consonancia con las realidades mexicanas; un programa que pueda llevarse a cabo con mayor libertad y menor dependencia que la exigida por préstamos e inversiones extranjeras.

Reconozco que ello puede dar la impresión de una política de desesperanza, pero a menos que se ponga en juego un programa alternativo de esa naturaleza, las condiciones en México pueden ser lamentables de aquí a una generación. Muchos mexicanos y algunos, aunque no todos, economistas profesionales rechazarían esta conclusión. Sería infinitamente mejor para México, sin embargo, que volviera sus ojos a Suiza o Dinamarca, como modelo, más bien que a Estados Unidos y tratase de hallar la solución, sobre una base local, parroquial, en miles de pequeñas comunidades adaptando a ellas todo cuanto la ciencia y la técnica moderna pueden ofrecer para que puedan satisfacer las necesidades de una pequeña colectividad, sin hacerlas cada vez más dependientes de un mercado nacional. No constituye ventaja alguna inundar estas pequeñas localidades con productos deficientes, de manufacturas que trabajan a elevado costo, cuando pueden hacer la mayor parte de las cosas que necesitan en sus propios pueblos y en los de las cercanías, con sus propias manos, con sus propias técnicas, y hacer productos sólidos, hermosos y útiles. Nada se consigue destruyendo la comunidad rural mexicana. Es la cosa mejor que México posee; allí está su fortaleza y su resistencia. La Revolución probó hasta la saciedad dicho aserto.

Lo que México necesita es enriquecer sus comunidades locales para lograr una producción agrícola cada vez más amplia, y aumentar la variedad y calidad de los bienes producidos por las artesanías locales, en cantidad suficiente para las necesidades domésticas y, además, para la exportación. México necesita realmente una filosofía de cosas pequeñas. La escuela rural mexicana fue eso en sus principios, y sobre tales cimientos deben continuar levantándose las nuevas estructuras.

Yo mismo tengo que confesar con pena que México ha perdido en gran parte el entusiasmo y la fe; el país está invadido por una tónica de cinismo, especialmente en las ciudades, donde tiene que arrancar el impulso primero para un programa de esta naturaleza. La gente de las ciudades, especialmente en la capital de México, y en particular los empleados del gobierno que viven en ella, querrían hacer las cosas de otro modo. Pretenden hacer grandes planes, conseguir enormes sumas de capital extranjero, organizar grandes industrias, descubrir la fórmula mágica que conduzca a la industrialización y tener una economía nacional servida por un mercado nacional a cualquier costo, aunque en lo íntimo de sus corazones sospechen que esto es, en lo fundamental, un sueño, imposible de realizar por la falta de adecuados recursos. Pero el afán de grandezas les ha invadido, y quieren copiar y hacer planes para lo imposible, aunque el México amado por ellos se sacrifique a su noción de progreso.

Nada hay en esta propuesta que venga a negar la necesidad y la posibilidad del desarrollo industrial en México. La extensión y el carácter de semejante expansión económica sólo pueden ser revelados, sin embargo, por el tiempo y por la experiencia. Un sistema industrial es un problema de crecimiento, y no puede improvisarse. Sólo la experiencia mostrará lo que puede hacerse en un país con recursos limitados, capital insuficiente, falta de experiencia industrial y del sexto sentido que sólo viene con el tiempo, para no referirnos a los inconvenientes que encierra una población cuyas tradiciones, hábitos y actitudes distan mucho, psicológicamente hablando, de los de mano de obra manufacturera. Queda por probar que todos estos obstáculos pueden ser superados de la noche a la mañana por la intervención del gobierno, y también que dicha intervención no será en sí misma un impedimento para la rápida industrialización de México. No se trata de argüir aquí contra la política actual. Nos limitamos a señalar el hecho de que su virtualidad está en tela de juicio, y su eficiencia tiene que probarse. Aunque lo logre, aun suponiendo las mejores condiciones, no podrán o no querrán atender las necesidades generales del país si se persigue el logro de un industrialismo en el sentido de crear un gran mercado interno y una gran industria de exportación. Si se procediera juiciosamente, la industria mexicana sería aceptada como suplemento de una economía agrícola, y el acento descansaría sobre la energía maravillosa y la capacidad cohesiva de la comunidad rural. Se usaría la colectividad del campo en su plena extensión, vigorizándola con la técnica y la destreza de la ciencia moderna en su aplicación a pequeños sectores. México, estoy convencido, puede alcanzar su desarrollo cultural y económico más pleno sólo adoptando una política consustancial a su verdadero genio: el robustecimiento de la comunidad local. Cualquier plan que destruya la vitalidad de la comunidad rural mexicana tendrá trágicas consecuencias y repetirá el caso de los tugurios de la primera época industrialista, sin cumplir la promesa de una producción incrementada que procure ocupación y sustento a los cincuenta o sesenta millones de mexicanos que habrá a fines de siglo si continúa el ritmo actual de crecimiento demográfico, como probablemente ocurrirá durante las dos generaciones inmediatas.

Hasta aquí Tannenbaum. No se ha cumplido aún enteramente su profecía. Todavía no se escribe la última palabra sobre nuestra difícil industrialización. Quizá Tannenbaum fue demasiado pesimista. Quizá nazca un nuevo impulso de actividad en el empresario privado y público que nos permita dar el gran paso adelante. Creo que el consejo de equilibrio, pertinencia, coherencia y sobriedad de Tannenbaum sigue vigente y es el que pide la mayoría del pueblo mexicano. El alemanismo y sus sucedáneos históricos corregidos —ya sean de izquierda o derecha— comparten dos cosas: una fe absoluta en el «progreso» y una absoluta incapacidad de poder ofrecerlo al México rural, al México antiguo que no tiene representantes sindicales, cuentas de ahorros, hipotecas bancarias, al México no piramidado. Como todos los regímenes a partir de 1940, el de López Portillo ha tenido poco que ofrecer al México marginal además de perdón y lágrimas.

La corrupción fueron todos

Hasta aquí las fallas son intelectuales: de comprensión, previsión, claridad y prudencia. Pero el timonel incurrió también en una responsabilidad moral: no detuvo la corrupción. Una sola vez mencionó en el Informe haberla «combatido hasta el escándalo». Esta parquedad revela, por omisión, la realidad: en este sexenio la corrupción creció en proporción alarmante.

Si alguna caída histórica ha sufrido México es la de la corrupción. Nadie recuerda ahora la moral republicana de los liberales que predicaban no con la palabra sino con el ejemplo. De Porfirio Díaz pueden decirse muchas cosas, pero no que fuera corrupto. Cierto, dio negocios y prebendas a los Científicos y prohijó una bárbara acumulación y un saqueo despiadado con la Ley de Baldíos. Pero lo hacía, al menos en parte, por las mismas razones ideológicas que guiaron a los liberales en la política de desamortización.

La era revolucionaria fue el siguiente paso atrás. Es sabido que los carrancistas eran llamados «consusuñaslistas». El apodo refiere claramente a la avidez presupuestívora de aquella clase media en el poder. El periodo carrancista es defendible por su política internacional e interna, pero no por su limpieza. Los sonorenses empezaron bien y acabaron mal. Por testimonio de algunos miembros de la generación de 1915, sé que durante los primeros años de De la Huerta y Obregón no hubo corrupción directa —uso de fondos públicos—. Con todo, el historiador alemán Hans Werner Tobler ha documentado hasta la saciedad el gozoso reparto de haciendas que prohijó la Revolución. ¿Fue corrupción o botín de guerra? Durante el callismo, el Banco de México y, sobre todo, el Banco Nacional de Crédito Agrícola comenzaron a extender préstamos de favor a los nuevos dueños de la casa, comenzando por Calles, Obregón, Amaro y compañía. La frívola corrupción en el Maximato presagió la del alemanismo. Cárdenas y —casi— todo su gabinete entraron y salieron limpios. Ávila Camacho fue un presidente caballero con un hermano que no lo fue tanto, pero el gran viraje lo dio el régimen siguiente. En punto a corrupción, como en otras cosas, el alemanismo fue una vuelta al porfirismo. En 1948 una caterva de neocientíficos sacaba, como en 1905, jugosas concesiones al Ejecutivo. La novedad histórica fue que, además de sacar concesiones para hacer pesos, sacaba pesos para hacer más pesos. Con todo, se trataba de un dinero que pocas veces salía del país y que casi siempre se invirtió en empresas productivas.

El ejemplo prosperó de modo creciente en cada sexenio, con excepción parcial del de Ruiz Cortines. Cada seis años salía del esforzado servicio público una camada con dinero suficiente para becar hasta sus tataranietos. Esta manía se fue expandiendo cuantitativamente pero no alcanzó, hasta 1970, un ritmo exponencial. El sexenio de Echeverría presenció un nuevo «salto cualitativo» en nuestra regresión moral. Entre 1970 y 1976 ya no sólo robaban en grande el funcionario y sus adláteres, sino el oscuro contador de la más oscura empresa estatal. Toda una clase política adoptó el fácil, rápido y cómodo sistema de enriquecimiento: tómelo, es suyo. El país como tajada. «La Revolución le hacía justicia» ya no sólo a unos cuantos, sino a unas cuantas decenas de miles, entre los cuales no faltaban hijos predilectos de la burguesía privada que no soñaban ya con el negocio propio, sino con un puesto más jugoso en prestigio, poder y dinero.

Pero aquel dinero se quedaba todavía en México. No eran muchos los que depositaban sus centavos en el extranjero. Al principio del periodo actual se encarceló a unos cuantos pero después, con la euforia petrolera, se quitó el dedo del renglón. La corrupción dolarizada se generalizó. ¿Quién no sabe de las fortunas que sacaron del país algunos funcionarios públicos? La propia y extensa familia de López Portillo no dio precisamente, en los puestos públicos que ocupó, cátedra de austeridad. La prensa internacional publicó nombres y datos, pero aparte de algún coscorr

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