Cuba en la encrucijada

Leila Guerriero

Fragmento

Cuba en la encrucijada

PRÓLOGO

Doce intentos

LEILA GUERRIERO

De todas las preguntas que debe hacerse el periodismo (qué, quién, dónde, cuándo, por qué y cómo), solo hay una que, si hablamos de Cuba, puede responderse fácilmente: dónde; todo el mundo sabe —más o menos— dónde queda Cuba. Para las demás (qué es Cuba, quiénes son los cubanos, cómo es Cuba, cuándo comenzó Cuba a ser lo que es, por qué Cuba es como es, y diversas variaciones y combinaciones de lo mismo), no solo no hay respuestas fáciles sino que además cada quien parece tener las suyas.

Para unos, Fidel Castro es un héroe sabio y admirable y, para otros, un tirano que estuvo al frente de una dictadura durante décadas. Para unos, Cuba es la utopía hecha palmera, sol, mar, educación y sanidad para todos y, para otros, un pueblo que vive en la escasez, repleto de biólogos y arquitectos inteligentísimos que trabajan como choferes de taxi. Para unos, Cuba es un modelo de equidad y justicia y, para otros, una forma solapada de replicar las peores lacras de Occidente (la corrupción, el sistema de clases, la desigualdad social). Para unos es la isla de la fantasía. Para otros, una cárcel.

Los doce textos que componen este libro intentan alejarse de esos reduccionismos y contar el país desde el territorio mucho más peligroso, y por lo mismo más interesante, de la duda y la contradicción. Los periodistas y escritores que participan en este volumen —no cubanos residentes en Cuba, cubanos residentes en Cuba, cubanos exiliados de Cuba, no cubanos visitantes de Cuba— hablan de un país cuya población ha sido educada en el ateísmo más rancio, pero bebe ávida de los odres de las religiones afro. Un país para el cual Estados Unidos es una némesis acromegálica, pero lleva al beisbol —deporte estadounidense por antonomasia— enquistado en el corazón de su ADN. Un país donde las mujeres son reinas y señoras de sus cuerpos («Hacerse un legrado en Cuba es muchísimo más común que acudir a una cita con el dentista», dice en su texto Wendy Guerra), pero no aparecen en ninguna instancia de poder, ni siquiera como esposas de sus líderes: «Entre Fidel y una mujer desnuda hay un abismo —escribe Guerra— […] El actual presidente de Cuba, Raúl Castro Ruz, es viudo de la también luchadora revolucionaria Vilma Espín. Sobre él se cuenta que es un hombre de familia, pero nadie sabe nada en absoluto de su vida actual. La figura femenina frente a los próceres, líderes o gobernantes cubanos no está en segundo plano. Simplemente no existe».

Leonardo Padura escribe una oda al beisbol, lamentándose por el avance del fútbol sobre el deporte al que él alguna vez quiso jugar de forma profesional, y se pregunta qué pasará con la identidad cubana ante ese y otros cambios. El actor Vladimir Cruz cuenta como en 1993, en el momento más duro del Periodo Especial, llegó a La Habana con veintisiete años y doscientos pesos cubanos en el bolsillo: «Había querido llegar a la capital con los pies en el suelo, y allí estaba, en efecto, pero no con los pies, sino con la espalda en el suelo de la capital. Más exactamente en el suelo de la terminal de ómnibus de la capital. Dormí algo y abrí los ojos cuando amanecía. Me levanté, me lavé la cara en un ínfimo chorrito de agua que goteaba en el destartalado y oloroso baño de la terminal recién abierta». Esa mañana consiguió un papel decisivo en la película Fresa y chocolate, y aunque pudo abrazar su vocación en gran parte gracias al enorme apoyo estatal, fue el mismo Estado el que, con arbitrariedad caprichosa, le impidió cosas tales como asistir a la ceremonia de los Óscar en el año 1994, cuando el filme estuvo nominado a la mejor película extranjera. Abraham Jiménez Enoa hace el retrato de Ernesto, un jinetero, un hombre cuya principal herramienta de trabajo es el sexo aplicado a las extranjeras, y Carlos Manuel Álvarez deja en claro que emigrar, más que irse, es arrancarse un país del cuerpo, contando la visita que hizo en 2015 a su padre emigrado poco antes a Miami, un hombre que en Cuba era médico y que ahora trabaja tumbando cocos a destajo, en jardines de casas lujosas y siempre ajenas. Iván de la Nuez se pregunta hacia dónde va el país (después de Obama y del Papa y de los Rolling Stones y de los cafés de moda y de las calles de La Habana transformadas en el set de Rápido y furioso) y cómo fue el camino que lo trajo hasta aquí. El estadounidense Francisco Goldman vuelve a un escenario que visitó décadas atrás, el Tropicana, el club nocturno más emblemático de la capital, y va tras los pasos de un pasado esplendoroso que ya no existe, o que existe a medias, o que existe inevitablemente de otro modo. El español Mauricio Vicent hace pie en la historia de la bolita, una rifa ilegal llevada a Cuba por los chinos «en la que los números se asocian con figuras de animales, personas o cosas», para develar un sofisticadísimo sistema de apuestas que aúna la magia, la poesía, la interpretación de los sueños y, claro, la ambición. El mexicano Rubén Gallo conoció, en uno de sus primeros viajes a La Habana, a Eliezer, el librero cuya historia narra y en la que convergen diversas formas de la sensualidad, los trucos para engañar a la censura y las expectativas por el futuro inmediato. En «Mi amigo Manuel», la colombiana residente en Estados Unidos Patricia Engel retrata al conductor de un almendrón —como se llama a los viejos autos estadounidenses de los años cincuenta que hacen las veces de taxis—, un hombre que parece estar más allá del umbral de todas las resignaciones: trabaja quince horas por día, descansa solo los domingos y dice que jamás se iría de Cuba, no por amor al país sino para no dejar a su madre. El norteamericano Jon Lee Anderson repasa su propia experiencia durante el tiempo que pasó en Cuba con toda su familia, en pleno Periodo Especial, mientras investigaba para su biografía sobre el Che Guevara, y da cuenta de la contradicción entre las penurias de los locales, que tenían que convivir con la escasez, y su condición de extranjero privilegiado. El chileno Patricio Fernández, con el telón de fondo de una pelea de gallos tétrica y luminosa, habla de las tensiones que se mueven en el océano convulsionado de la revolución: «La gran conquista de la Revolución fue el tiempo. Los cubanos no andan apurados. La hora fijada para una cita es apenas una referencia. Como el transporte público es escaso e impredecible, el atraso es fácil de entender. De otra parte, poco se pierde con esperar. Escasean los que trabajan arduamente. Como el salario que fija el Estado bordea los treinta dólares mensuales, conversar en una esquina es casi tan rentable como ufanarse en el desarrollo de una profesión. Más se consigue “por la izquierda” (comisiones, coimas y toda clase de arreglines que funcionan por los bordes de la institucionalidad) que desempeñando un oficio de manera obediente. El bienestar de la comunidad resultó ser un móvil mucho menos convincente que el beneficio personal a la hora de producir. La eficacia desapareció al tiempo que la rentabilida

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