PRÓLOGO
EL APRENDIZ DE RUISEÑOR
Elena Poniatowska Amor
En 1990, cuando ya nadie recordaba a Guadalupe Amor, la “dueña de la tinta americana”, Michael Schuessler, un joven Quijote de veintisiete años —aunque aparenta los cuarenta por su sabiduría— vino de Estados Unidos especialmente a buscarla. Se había enamorado de su persona y de su poesía en 1985 al oír a Ángel de la Cruz, su maestro en Guadalajara, recitarla y pronto aprendió algunos poemas de memoria:
“De mi esférica idea de las cosas,
parten mis inquietudes y mis males,
pues geométricamente, pienso iguales
a lo grande y pequeño, porque siendo,
son de igual importancia; que existiendo,
sus tamaños no tienen proporciones,
pues no se miden por sus dimensiones
y sólo cuentan, porque son totales,
aunque esféricamente desiguales”.
Sin ninguna pista acerca de su domicilio, Michael llegó a la ciudad de México y se aventuró por las calles de la Zona Rosa a interrogar a taxistas, boleros y policías sobre este insólito personaje de nuestras letras. En la calle de Hamburgo la vio dar de bastonazos e insultar a quien se le ponía en frente:
“Llevaba en la cabeza una flor de seda, marchita al igual que su dueña, que contrastaba con su pelo corto pintado de rojo. Se movía lentamente, con notable inseguridad, y observaba todo con un par de enormes ojos enmarcados por una sombra azul gris aplicada sin moderación y magnificados por unos anteojos mal asentados.
“Intuí inmediatamente que esta aparición casi surreal era ella, Pita Amor, ya no la mujer de figura desbordante que atrajera el interés de tantos pintores de décadas pasadas: Diego Rivera, Roberto Montenegro, Juan Soriano, Raúl Anguiano, entre muchos otros, sino una criatura extravagante, absorta en un mundo hermético, completamente suyo…”
Michael la conoció por primera vez en una diminuta suite del hotel General Prim, en la calle del mismo nombre. Tembloroso, le ofreció una rosa. Al tomarla, se puso a declamar sobre la flor color de sangre. A Pita le complació abrirle la puerta por el simple hecho de ser norteamericano, y cuando lo descubrió alto (1.90 m), rubio, ojos azules, tez de niño y sonrisa fácil, decidió no dejar nunca a su “güero”, a su “joven bachiller, aprendiz de ruiseñor”, y hablarle en inglés.
Mike vamos a tomar un drink.
Mike, shall we go to Sanborns?
Mike, I was very, very beautiful.
Iban al Tampico, al Sanborns, al María Cristina, y a otros tugurios de la Zona Rosa. La economía de Michael, joven estudiante sin beca, iba de mal en peor. Pagaba taxis, comidas, drinks, Kleenex, crema Nivea, Pasiflorine, hair-spray y, un año más tarde, collares para los sesenta y dos gatos pitagóricos y pitianos que habitaban el edificio Vizcaya donde ella vivía. Pita se dejó seguir por él, interrogar por él, le abrió su memoria y los cajones de sus cómodas en las que guardaba en riguroso orden sus anillos y sus collares de pacotilla.
Curioso el encuentro de un muchacho de veintitrés años, estudiante, tímido, sensible, con la “dueña absoluta del infierno”, la “reina de la noche”, la “histérica, loca, desquiciada, pero a la eternidad ya sentenciada”. Michael se angustió, pero llevó a la Universidad de California, Los Ángeles, el primer borrador de un libro fascinante: La undécima musa. En la universidad sedujo a sus compañeros recitando los versos de Pita, con la entonación que ella le había enseñado. No se cansaban de oírlo y le pedían que repitiera algunos de sus más celebrados “pitazos”, término acuñado por su compañera María DeMello: “¡Es usted positivamente odioso, indio rabón inmundo, nariz de mango! ¡Nació criado, es criado, y morirá criado!”
A partir de la muerte de su hijo Manuelito, en 1961, Guadalupe Amor se encerró en sí misma y rehuyó a periodistas y admiradores. Unos años más tarde fue nombrada la “reina honoraria de la Zona Rosa”, porque deambulaba por todas sus calles un día sí y otro también, siempre vestida de mariposa, de lamé dorado, de libélula, de Isadora Duncan, envuelta en chales y plumas de avestruz, colmada de joyas, flores artificiales, y con la cara pintada como jícama enchilada. Nunca sospechó que las malas lenguas le decían “la abuelita de Batman”.
Liverpool, Berlín, Londres, Varsovia, Hamburgo, Milán, Florencia, París, Versalles la vieron envejecer y enloquecer. Quizá Pita buscaba sus antiguas querencias en los oscuros departamentos de la colonia Juárez, puesto que ella nació en la calle de Abraham González y luego vivió en la de Génova. Perdió la vista, la operaron de los ojos, y desde entonces Pita anduvo con lentes de fondo de botella y bastón. Siguió sin soportar que alguien la abordara y utilizó el bastón para ahuyentar a admiradores y acreedores, a veces pegándoles, a veces blandiéndolo en lo alto: “¡Paso… abran paso!” Al caminar frente a unos limosneros los fustigaba: “¡Levántense y trabajen!”
El anticuario Ricardo Pérez Escamilla palió todas las catástrofes que se cernían sobre su cabeza. Leal, generoso, la protegió no sólo contra los embates de hoteleros, restauranteros y taxistas, sino también contra los ultrajes del destino. Pita quiso muchísimo a un niño rubio a quien llamó Pomponio e iba a visitarlo todos los días. Tiempo después se convirtió en dueño de una galería de arte en la casa en la que vivieron Tina Modotti y Edward Weston en la avenida Veracruz No. 43.
Como Pita ya casi no podía caminar, Michael la conducía en su “carruaje” (i.e. silla de ruedas) a la Ciudadela, a ver el Reloj Chino y a tomar té en el café frente a su casa. Rara vez se aventuraban más lejos, salvo aquella noche en que Michael y José Trinidad García la llevaron a “El Hábito” a ver a su amiga Jesusa Rodríguez. Pita entró sin pagar y escogió para ella sola el gran sofá destinado a tres personas. Sentada debajo de su propio retrato (fotografía de Yazbek), empezó a pedir quesadillas, tequilas straight up, medias de seda, empanadas, sándwiches y otras botanas. Cuando tiró su bastón al suelo, lo mandó lavar tres veces con jabón y agua caliente. Solía encerrarse en el baño durante largas medias horas, mientras una cola se formaba afuera. A lo largo del espectáculo Pita dormía pero, de repente, despertaba para gritar: “¡Esto es lo máximo! ¡Igual a Chaplin!” Momentos después volvía a soñar con su glorioso pasado.
Conocí a Michael en abril de 1991, cuando participé en el “Symposium on Female Discourses: Present, Past and Future”, organizado, en parte, por la doctora Susan Schaffer del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, Los Ángeles. Allí tuve el gusto de escuchar su ponencia sobre la poetisa mexicana: “El caso mitológico: Guadalupe Amor y la construcción/destrucción del ‘yo’ poético femenino”. Jamás había oído una presentación de esa envergadura sobre mi ilustre y estrambótica tía. Michael proyectó diapositivas de los cuadros pintados por Diego Rivera, Roberto Montenegro y Raúl Anguiano que la mostraban en las más diversas poses y grados de desnudez. También escuchamos una grabación de su voz diciendo su propia poesía, acompañada por la música de Amparo Rubín. Finalmente Michael nos introdujo a la vida y obra de Guadalupe Amor citando a Alfonso Reyes: “Silencio… y nada de comparaciones odiosas, aquí se trata de un caso mitológico”.
Después de su presentación le propuse que ampliara su trabajo en vista de un futuro libro, una suerte de biografía literaria. Empezó sus investigaciones en la hemeroteca de UCLA, donde descubrió una gran cantidad de artículos, entrevistas y reseñas acerca de Pita y su obra, que ni la propia universidad conocía. José Revueltas, Francisco de la Maza, Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Salvador Novo, todos los “grandes” de la época comentaron con asombro y deleite la incipiente vocación literaria de Guadalupe Amor, la Undécima Musa.
En México, aparte de Pita, Michael entrevistó a escritores, pintores y gente del medio artístico, todos los que le pudieran brindar más información sobre Pita. Raúl Anguiano, Juan Soriano, Juan José Arreola, Archibaldo Burns, Martha Chapa, Cario Coccioli y Paula Amor Yturbe, entre otros; le proporcionaron datos y anécdotas que ahora forman parte de su libro. Entretejió estos testimonios personales con sus propias investigaciones en la hemeroteca; artículos y entrevistas a la Pita que cubría sus párpados de diamantina y bailaba desnuda detrás de un biombo y luego sin biombo. En su casa de Duero No. 52, Pita les daba de latigazos a sus sirvientas si desobedecían a su orden de: “¡Baila criada patarrajada, india traidora, hija de zanate!”, hasta que un día la llevaron a la delegación. Sus experiencias con la Pita de hoy no resultaron menos alarmantes que los de la Pita de los cincuenta ya que una buena tarde Pita, la caleidoscópica, lo acusó de haberle robado su medalla de la virgen de Guadalupe que valía 30 millones de pesos, para luego gritarle desde la azotea hasta la calle de Bucareli: “¡Mike, Mike, ven, regresa, que la acabo de encontrar, ven, estaba perdida en mi escote, junto a mi seno izquierdo, sube, Mike, ven!”
Especializado en literatura novohispana y discípulo del doctor José Pascual Buxó, la obra de Pita Amor no le resultó tan ajena como podría creerse. Para Michael no hubo mucha distancia entre el siglo XVII y el XX, pues Pita abarca a “todos los siglos del mundo” como se titula uno de sus poemarios. No en balde Salvador Novo la bautizó la Undécima Musa “a ti que décimas pares, aun cuando digas nones”. Barroca, extravagante, llena de sí misma, víctima febril del desengaño, Michael la había descubierto antes de conocerla en los textos que estudiaba: Sor Juana, Sandoval Zapata, Calderón, Góngora, Lope de Vega:
“De mi barroco cerebro
mi alma se destila intacta;
en cambio mi cuerpo pacta
venganzas contra los dos.
Todo mi ser corre en pos
de un final que no realiza;
mas ya mi alma se desliza
y a los dos ya los libera,
presintiéndoles ribera
de total penetración”.
I. PREFACIO A LA EDICIÓN
CONMEMORATIVA DE SU CENTENARIO
Me ahogo en mi total egocentrismo;
mas no puedo pensar de otra manera:
que todo morirá cuando yo muera,
que al acabarme empezará el abismo.
¡Qué importa que la vida continúe!
Con mi muerte terminará el universo…
En 1990 yo tenía 23 años y era asiduo de la ciudad de Guadalajara, donde vivía el señor Ángel de la Cruz, declamador de poesía y maestro de la vida y sus secretos. Solía pasar mis vacaciones de verano en esa ciudad, donde pude conocer a otras figuras de la comunidad cultural tapatía como Juan José Arreola, cuyo centenario también celebramos este año, y al compositor Blas Galindo.
El año anterior había iniciado una maestría en letras hispánicas en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA) y, mientras me dedicaba a analizar la obra de Cortázar, Borges, Rulfo y Asturias, me resultaba difícil olvidar a los poetas del mundo hispano que había asimilado —mejor dicho, memorizado— durante largas e intensas sesiones con el señor Ángel, quien nunca soltaba su vaso de ron Castillo mientras chupaba innumerables “Faros” y, con la paciencia de un santo, me hacía repetir una y otra vez los poemas que formaban parte de su repertorio y que eran, a su vez, reflejo de su alma. Sor Juana Inés de la Cruz, Federico García Lorca, León Felipe, Miguel Hernández y Amado Nervo eran algunos de los poetas cuyos versos, siempre rimados, más lo apasionaban. Entre los autores para mí desconocidos, como Ángela Figuera Aymerich, José Zacarías Taillet y Carlos Rivas Larrauri, el que más poder ejercía en mi imaginación fue, sin lugar a dudas, Guadalupe Amor, que se distinguía, entre otras cosas, por ser una leyenda viva que en aquel entonces hacía su residencia en los numerosos hoteles de la Zona Rosa, donde rondaba como una especie de “reina honoraria sin sueldo”, como la bautizó su querido amigo Jaime Chávez, y que a veces ofrecía recitales poéticos que eran a su vez de las primeras obras de performance en México y donde asistía un público aún formidable y muy entusiasta.
Cuando en el verano de 1990 don Ángel supo que yo planeaba un viaje a la Ciudad de México para hacer algunas investigaciones sobre el México colonial, se le ocurrió que sería el momento perfecto para que yo conociera en carne y hueso a la “Undécima Musa”, “dueña de la tinta americana”. Como el joven entusiasta que era, acepté dichoso el encargo y después de una curiosa búsqueda que me llevó a hoteles, suites, librerías y joyerías, por fin pude localizar a Guadalupe Amor, Pita amor, en el hotel General Prim, ubicado en la esquina de la calle del mismo nombre y Versalles, en la Colonia Juárez, barrio una vez elegante y donde, hace cien años, el 30 de mayo de 1918, nació Guadalupe Amor Schmidtlein.
El producto de mi búsqueda poética se sintetiza en una procesión de descubrimientos, sobresaltos, aprensiones, y el reconocimiento de estar frente a un genio artístico, aunque a veces —muchas veces— su comportamiento me sorprendía y no siempre para bien. Pero esa era la Pita en su última encarnación, un ser enigmático, retraído, obsesivo, compulsivo, muchas veces ofensivo. Sin embargo, hallarme frente a frente a este monstruo de la poesía era para mí, a mi corta edad, una experiencia cuyo primer impacto nunca me ha abandonado y que persistiría con la misma fuerza de asombro hasta su muerte en mayo de 2000.
En la década de los noventa, muchos conocían a la Pita que rondaba la Zona Rosa pegando a bastonazos (o paraguazos, dependiendo de la temporada) a los transeúntes, la que siempre colocaba un “pesca-guapos” en su frente, la de la flor marchita ensartada en su corto cabello color caoba, la que usaba unos lentes “fondo de botella” que agrandaban sus ojos, resaltados por un asombroso maquillaje de colores. Si bien Pita era en aquel entonces todavía una figura conocida, esto se debía sobre todo al estrafalario personaje que ella había construido, personaje que, según algunos, se había devorado a la poeta Guadalupe Amor.
Como estudiante de la literatura del Siglo de Oro Español, yo no entendía esta extraña fijación en su persona a pesar de su gran obra lírica y, como resultado, el abandono casi total de su obra poética, repleta de imágenes espirituales –algunas veces místicas– y un ritmo musical perfecto, que hacía eco de las grandes estrofas de sus antepasados literarios españoles: Garcilaso, Lope de Vega, Calderón de la Barca y, en México, sor Juana Inés de la Cruz.
Fue con la intención de enderezar este entuerto que me dediqué durante varios años a indagar sobre la obra literaria de Guadalupe Amor, que tuvo su momento de esplendor en los años cuarenta y cincuenta con la publicación de libros como Polvo y Décimas a Dios. Mis investigaciones me llevaron de regreso a mi ahora alma mater, a los archivos hemerográficos de UCLA, donde, poco a poco, gracias al Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo, pude localizar una gran cantidad de artículos periodísticos dedicados a la poeta y su obra: entrevistas, reseñas, reportajes, perfiles, análisis, etcétera: puras alabanzas. Asombro absoluto. Un genio endiablado. Otra Santa Teresa de Jesús. Poco a poco empecé a asimilar todo este material para luego —en imitación tal vez al trabajo de su sobrina Elena Poniatowska Amor, quien también resguardaba mucho material y no pocos recuerdos de su tía Pita— ordenarlo e interpretarlo.
El resultado fue este libro, publicado por vez primera en 1995 por Editorial Diana, gracias al “atrevimiento” de mi editor, Fausto Rosales Ortiz, que pudo ver más allá de la “Pita pordiosera”, de la “Abuelita de Batman”, de la “loca de la Zona Rosa”, de la “sombra de lo que fue”. Su primera edición pronto se agotó y al año se hizo otra, y después otras. Creo que a los dos nos sorprendió el éxito del libro, tal vez más a mí que a mis 25 años era requerido en programas con estrellas como Daniela Romo, Ofelia Guilmáin y Jacobo Zabludovsky y enviado a la calle de Hegel, en Polanco, para entregarle un ejemplar a la Doña, María Félix, quien había llamado a la editorial porque quería ver el libro. Cuando le pregunté a Fausto si no lo podía comprar en Sanborns, me informó severamente que iría yo a dejárselo en sus manos. ¡Qué inconsciencia la mía! Lástima que cuando llegué, la señora se acababa de ir a Cuernavaca y aunque le dejé una nota con mi teléfono, nunca me llamó.
No sé si Pita leyó alguna vez mi libro. Una vez le pregunté al respecto y me dijo que todavía no porque en este momento le servía como cuña para su mesita de noche: “Mike, es que baila, se mueve, se cae el teléfono…” Yo no me ofendí. Al contrario, di gracias a un poder superior por el hecho de que no se había enfurecido por algún detalle del libro, a pesar de mis mejores intenciones, y que por ello quisiera “hacerme pinole”…
A casi treinta años de mi encuentro inicial con la que “Shakespeare llamó genial”, celebro el hecho de que, en múltiples formas, la vida y obra de Guadalupe Amor, al igual que la de su personaje Pita, haya renacido, como el ave fénix que es. Para mi enorme agrado, noto un renovado interés en su poesía de parte de jóvenes lectores y, obviamente, una fascinación con su multifacético personaje, que ha sido re-imaginado por actores, dramaturgos, ensayistas y, por supuesto, lectores de poesía. Esperemos que los próximos cien años le brinden a Pita un lugar aún más destacado en la gran constelación de escritoras mexicanas, en particular, de sus compañeras de “medio siglo” como son Amparo Dávila, Enriqueta Ochoa, Margarita Michelena, Rosario Castellanos, Inés Arredondo… Ahora, sin más, adentrémonos en la vida y poesía de Pita, de Guadalupe, en este libro que nunca ha dejado de ser una larga y portentosa carta de Amor…
Michael K. Schuessler
Colonia Juárez, Ciudad de México
enero de 2018