Campamento Miedo

Jaime Alfonso Sandoval

Fragmento

Campamento miedo

CAPÍTULO 1

Un bromista

En todo el mundo existen escuelas con problemas de disciplina, con malos alumnos, como el típico niño que pone zancadillas todo el tiempo, la niña que se la pasa hablando en clase, o esa alumnita de kínder que te amenaza con un cuchillo para que le des tu sándwich (hay casos). Pues mi colegio, la Escuela Primaria Pública 34 de Llano Seco, era famoso por sus bromistas. Hubiera estado bien si fuera una escuela de payasos, y no una primaria común y corriente. Las travesuras no eran muy brillantes pero sí abundantes. Por ejemplo, si dejabas descuidada tu mochila, seguro alguien ponía dentro una rana, un escarabajo o hasta una trampa para ratones (con ratón incluido). Tenías que revisar muy bien el pupitre porque, sin saber, podrías sentarte en un clavo oxidado.

El principal bromista de la escuela se llamaba Gonzalo González, mejor conocido como Gonzo; era el más alto de los alumnos de sexto y le habían salido tres barros que presumía como si fueran medallas de la próxima adolescencia. Gonzo era famoso porque no podía resistirse a hacer una broma o travesura. Si te distraías, te pegaba un letrero atrás que decía: SE RECIBEN PATADAS GRATIS o agitaba tus bolígrafos para que se chorrearan en tus manos; y claro, era experto en apodos. “La Chonchi”, “El Cornetas”, “El Muchomoco” eran algunos. Gonzo también hacía caricaturas muy crueles con cualquier defecto físico que tuvieras. A los que tenían sobrepeso los pintaba como ballenas de triple papada, si tenías una mancha en la piel, ya eras una vaca. Y un día, en la pared de un pasillo, dibujó al director, el profe Lorenzo Aguilar; lo reconocimos por los lentes y por el tamaño bajito. Al lado escribió: “Pestecabeza”. Le preguntaron por qué, y Gonzo explicó como si fuera obvio:

—Es tan chaparro que la cabeza le huele a pies. ¡No se le acerquen demasiado!

Todos rieron, y desde entonces, el director fue conocido como profe Pestecabeza. Creo que en algún momento se enteró, y fue cuando decidió tomar medidas extremas.

—Jóvenes, hay un tema del que quiero hablarles —dijo una mañana en formación, antes de entrar a clases—. La indisciplina en esta escuela ya está fuera de control…

Alguien (bueno, fue Gonzo) murmuró: “Uf, ¡aquí huele a pies!”. Y muchos rieron.

—Ya no hay respeto por nadie, ni entre ustedes, ni para maestros o directivos —siguió el director, muy serio.

Casi nadie prestaba atención, ya conocíamos sus sermones: siempre nos recomendaba portarnos bien, ser buenos niños, decía que éramos el futuro del país, y amenazaba con ponernos reportes de mala conducta, una equis roja en el expediente, que muchos los coleccionaban como si fueran estampitas.

—Como sé que no me hacen caso, tuve que tomar medidas drásticas —el director levantó la voz para que lo escucharan—. Jóvenes, por favor, silencio…

Pero el patio parecía un gallinero, niñas y niños hacían otras cosas más entretenidas que poner atención. Algunos intercambiaban chismes, los resultados de un partido de fut, alguien jugaba a la pelota. Lo normal era que el director nos enviara a nuestro salón, luego de un derrotado suspiro; pero en esta ocasión hizo una seña.

—¿Sería tan amable de pasar, señor Petrus?

Se hizo un silencio repentino, más bien por la curiosidad, eso nadie lo esperaba. De la dirección salió un hombre enorme, vestía uniforme militar, un casco antimotines y unas gafas de sol tipo espejo.

—Jóvenes, quiero que conozcan a Peter Petrus —dijo el director—. Y trabaja para…

—Yo puedo presentarme, gracias —el soldado tomó el micrófono—. Vengo de Ryu, una compañía que se especializa en erradicar malos comportamientos en las escuelas. Reeducamos traviesos, mañosos, desobedientes y toda clase de sabandijas.

Su voz era muy grave y potente, reconozco que imponía cierto respeto.

—Los niños de ahora se portan cada vez peor —siguió—, son más caprichosos que antes, más exigentes, violentos, y con poca capacidad de concentración; y los adultos que deben educarlos cada vez son más blandengues.

El señor Petrus lanzó una mirada de desaprobación al profe Pestecabeza y a los otros maestros.

—Pero bueno, para eso estamos nosotros —siguió el señor Petrus—. Para volver las cosas a su carril. Ryu es una compañía internacional, preocupada por la educación infantil, y trabajamos en varios países con gran éxito.

—¡Y no va a costar nada a la Escuela 34 de Llano Seco! —comentó el director, con entusiasmo—. Ni un centavo.

—Nuestros servicios serán gratuitos, de momento —reconoció el señor Petrus—, porque queremos darnos a conocer en escuelas públicas y privadas de la zona. Tenemos presencia en varios países y el método que manejamos es infalible. Pongan atención. Para Ryu no hay diferencia entre un travieso y un criminal. Todas las faltas reciben el mismo castigo extremo. Si alguien llega tarde, ¡castigo!

El señor Petrus dio un puñetazo contra la palma de su mano, muchos niños respingaron, tal vez imaginaron el golpe en sus cabezas.

—Si alguien habla en clase, ¡castigo! —el soldado dio otro puñetazo—. Si alguien trae los zapatos sucios, las uñas largas o incendia la escuela con un lanzallamas, ¡es exactamente el mismo castigo!

—Pero no son cosas iguales —dijo una voz (sí, ya pueden imaginar quién fue).

El señor Petrus tenía un oído muy bueno, porque de inmediato guardo silencio y bajó de la tarima. Caminó con paso marcial entre las filas, hasta detenerse frente a Gonzo, que aunque presumía de ser alto, al lado del soldado parecía un pigmeo.

—Gonzalo González, doce años, ¿verdad? —el señor Petrus examinó con desprecio al principal bromista de la escuela—. Treinta y ocho retardos, faltas abundantes, insultos al profesorado, acoso escolar, faltas sin justificar, mal aliento. ¡Eso se acabó! Una travesura más y recibirás el castigo extremo de Ryu. ¿Entendiste?

—Sí, pero ¿cuál es el dichoso castigo extremo? —se atrevió a preguntar Gonzalo, que no temía ni a la Virgen y a sus mil querubines.

—Créeme, no querrás conocer los detalles —fue la extraña respuesta del señor Petrus—. Todos los alumnos estarán vigilados a partir de hoy, ¿entendido?

Su voz era tan potente que no necesitaba micrófono.

—¡Pregunté que si entendieron! —vociferó.

Dijimos que sí. El profe Pestecabeza sonrió, nunca lo había visto tan aliviado.

Tal vez algunos lectores ya estén apostando que el señor Petrus va a ser el villano de esta historia, pero debo aclarar que, aunque era tan malo como pegarle a un perrito bebé, hay alguien mucho más perverso en este relato, pero faltan algunos capítulos para que apa

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