El vendedor de silencio

Enrique Serna

Fragmento

Título

Una mañana fría, embadurnada de gris, Carlos Denegri llegó a trabajar con la voluntad reblandecida por una desazón de origen oscuro. La mala vida le pasaba factura, ¿o ese malestar indefinido tenía quizás otra causa, la soledad, por ejemplo? Por la ventana del auto, un Galaxie verde botella con vidrios polarizados, aspiró con melancolía el olor a tierra mojada del Parque Esparza Oteo, anegado por las lluvias de agosto, que en circunstancias normales hubiera debido reconfortarlo. Esta vez no fue así: la bocanada de oxígeno agravó su languidez. Eloy, un guarura con cuello de toro, ágil a pesar de su corpulencia, giró la cabeza como un periscopio y al comprobar que no había peligro en la calle le abrió la puerta trasera del carro. Lo había disfrazado de fotógrafo, con el estuche de una cámara Nokia colgado del hombro, para camuflar la escuadra 38 súper. Así llamaba menos la atención en los lugares públicos. Los alardes de poder estaban bien para los políticos y los magnates, no para un periodista que frente a ellos debía aparentar humildad.

—Le llevas el cheque a mi madre, luego te vas a pagar la luz y regresas antes de mediodía —ordenó a Bertoldo, su chofer, un joven circunspecto de ojos saltones, con una rala piocha de sacerdote mexica—. Ah, y de una vez échale gasolina.

Como el aguacero de la noche anterior había encharcado la banqueta, tuvo que dar un rodeo para llegar a la puerta del edificio con los zapatos secos. En el elevador se recetó una sobredosis de trabajo para vencer la flojedad del ánimo que arrastraba desde su regreso de Europa, dos semanas atrás. ¿Lo afectó la altura, la fealdad de México, una repentina falta de fe en sí mismo? Ojalá lo supiera. A sus 57 años, entre el otoño y el invierno de la vida, esa falta de entusiasmo quizá fuera simplemente un achaque de la vejez. Pero no debía caer en la introspección mórbida. Lo mejor en esos casos era levantar una barricada de indiferencia, sin pensar demasiado en sí mismo. Salió del elevador con un paso enérgico y saltarín, el paso del superhombre que le hubiera gustado ser, y dio los buenos días a Evelia, su secretaria, una coqueta profesional que hacía denodados esfuerzos por conquistarlo. No le sentaba mal el atrevido escote que llevaba esa mañana y sin embargo resistió estoicamente la tentación de mirarle las tetas. Estaba buena pero era inculta y vulgar, una peladita empeñosa con ideales de superación personal. Si cometiera el error de cogérsela, aunque sólo fuera una vez, trataría de iniciar un romance en regla y tendría que pararla en seco. Resultado: un ambiente de trabajo tenso, con fricciones y rencores a flor de piel. Ni pensarlo, demasiados líos por diez minutos de placer.

En su despacho, alegre y bien iluminado, con plantas de sombra que Evelia cuidaba con esmero, colgó el saco en una percha y se arrellanó en la silla giratoria, acariciando con suficiencia la superficie tersa de su escritorio, un magnífico mueble de palo de rosa, con las asas de los cajones chapadas en oro. Dos símbolos patrios engalanaban la pared del fondo: una Guadalupana del siglo XVII, atribuida a Cristóbal de Villalpando, y una bandera tricolor antigua, con el águila de frente, que le había regalado un ex secretario de la Defensa. Del lado derecho, junto a la puerta, un friso de fotos en blanco y negro, en el que departía con los últimos cinco presidentes de la República, desde Ávila Camacho hasta Díaz Ordaz, proclamaba su interlocución privilegiada con el poder y el carácter hasta cierto punto inmutable de su celebridad. Era lo primero que los visitantes veían al entrar y lo había colocado ahí justamente para enseñarles con quién estaban tratando. En la pared opuesta, junto al diploma de Doctor Honoris Causa que le había concedido la Universidad Autónoma de Baja California, una placa dorada de la Associated Press lo acreditaba como “uno de los diez periodistas más influyentes del mundo”. Al centro, entre las preseas que le habían otorgado los gobiernos de Bolivia, Francia, Indonesia y Guatemala (dos bandejas de plata, un busto en bronce de Simón Bolívar, una medalla de oro con la efigie del presidente Sukarno) refulgía la joya de la corona: una carta membretada con el escudo del gobierno yanqui en la que el mártir John F. Kennedy lo felicitaba “por su valiosa contribución a tender puentes de amistad entre México y Estados Unidos”.

Con un vaivén de caderas digno de mejor causa, Evelia vino a traerle una taza de café y su agenda del día: a las doce y media, entrevista con el secretario de Agricultura Juan Gil Preciado; a las tres, comida en el Prendes con su compadre Francisco Galindo Ochoa; a las cinco, junta en Los Pinos con el vocero presidencial Fernando M. Garza. Qué ganas de largarse a su rancho en Texcoco y mandarlo todo al carajo. Desde principios de mayo no había podido montar a caballo, tal vez por eso andaba tan chípil. La verdad era que ya podía jubilarse con la nada despreciable fortuna acumulada en sus treinta años de periodista. Ninguna necesidad tenía de andar en el tráfago de los aeropuertos, las conferencias de prensa, las fatigosas pesquisas en busca de exclusivas. Pero el retiro significaría inactividad, aislamiento, exceso de tiempo libre, borracheras sin freno, recapitulaciones inútiles del pasado. No, mejor seguirle chingando: para bien o para mal era un animal de trabajo.

Pidió a Evelia que no le pasara llamadas, colocó la silla giratoria frente a la mesita lateral, donde la Remington ya tenía enrolladas dos cuartillas con un papel carbón en medio, y se puso a escribir la columna Buenos Días, que publicaba cuatro veces a la semana en Excélsior. El tema del momento era la rebelión de Carlos Madrazo, el ex presidente del PRI, que tras su fallida lucha por democratizar el partido, ahora quería formar el suyo y se dedicaba a recorrer las universidades del país en giras de proselitismo. La semana anterior había criticado el presidencialismo vertical y autoritario, una declaración que sacó ámpula en Los Pinos. El traidor ese ya le colmó el plato al señor presidente, dele un soplamocos, don Carlos, le había pedido Joaquín Cisneros, el secretario particular de Díaz Ordaz y ante una orden del mero mero, un periodista institucional como él sólo podía cuadrarse.

“El temerario intento de Madrazo por socavar las instituciones a las que debe su carrera política se topará indefectiblemente con el rechazo del pueblo, que reconoce a leguas a los aventureros de la política, a los falsos profetas movidos por ambiciones bastardas.” Olé, matador, un vaticinio tiene más autoridad que un comentario. Los lectores sagaces, los exégetas acostumbrados a leer entre líneas, sabrían que al pronosticar el fracaso de ese renegado estaba hablando a nombre del presidente. Era Díaz Ordaz, no el pueblo, quien haría fracasar “indefectiblemente” a Madrazo si porfiaba en su rebeldía. Su artículo encerraba, pues, una amenaza encubierta que haría temblar al interpelado. “No es lícito ni prudente que, por una mezcla de revanchismo y megalomanía, el licenciado Madrazo pretenda manipular a la juventud como un agitador de plazuela. Su campaña sólo puede beneficiar a los enemigos de México, a los

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos