Las dos muertes (Mundo Umbrío 1)

Jaime Alfonso Sandoval

Fragmento

Mundo umbrio. Las dos muertes

CAPÍTULO I

SEÑALES ENIGMÁTICAS

A los trece años Lina se dio cuenta de que los secretos familiares, cuando son muy gordos, terminan por salir a la luz, estén fajados o no. Comencemos por el principio. Digamos, hace unos veinte mil años, en plena Edad de Hielo. Las familias siempre han tenido enemigos; en tiempos prehistóricos los enemigos eran bestias salvajes, fenómenos naturales y una que otra tribu enemiga caníbal. “¿Han visto a papá?”, podía preguntar un hijo cavernícola. “Sí, creo que lo pisoteó un mamut”, respondían por ahí, y claro, venía una buena depresión prehistórica.

No eran raros los ataques de los tigres dientes de sable, que le cayera a uno un rayo encima o ser tragado por un neandertal sin domesticar; eso podía estropear cualquier convivencia familiar de la época.

Como todo evoluciona, los enemigos también lo han hecho. Ahora un hijo puede preguntar: “¿Han visto a papá?”, y alguien responde: “Sí, vinieron a buscarlo los del banco, y como no tenía para pagar se lo llevaron”. Y claro, eso también deprime.

Deudas, el alquiler de la casa, una vecina que oye pasito duranguense a todo volumen o un perro adolescente que eligió como novia tus zapatos favoritos. Esos suelen ser algunos de los nuevos enemigos que estropean una adecuada armonía familiar.

La familia Posada Martín tenía casi todos estos problemas (excepto el perro adolescente) y unos cuantos más. No sabían qué era más molesto, si la cuenta de luz que subía cada mes o los cazavampiros.

Ser molestado por cazavampiros o, caso contrario, recibir el acoso de fans admiradores de los no muertos es una de las desventajas de casarse con un vampiro (además de que nunca te llevará de vacaciones a la playa, eso puedes apostarlo); pero Marcia ya estaba acostumbrada. Cada determinado tiempo rondaban la casa unos chicos góticos o vamps que habían detectado a Ben y deseaban “convertirse”, como si el vampirismo fuera tan fácil como pescar una gripa para no ir a la escuela. Los chicos fúnebres solían vestir capas de terciopelo negro, camisas púrpuras con encaje y otros ropajes que un vampiro real, como Ben, jamás se pondría.

Los fans no eran mayor problema. Marcia salía armada con la escoba, les decía que no existían los vampiros, los denunciaba con sus padres ¡y santo remedio!, se los quitaba de encima. Pero los otros enemigos… los cazavampiros, esos sí eran un enorme dolor de cabeza.

Podían ser hombres o mujeres, a veces muy religiosos, casi todos muy astutos; vigilaban la casa durante días o semanas, estudiaban los movimientos de toda la familia, y después se disfrazaban de repartidor de pizza o algo así. Entonces, cuando por fin traspasaban la puerta, entregaban la pizza de salami y enseguida, como quien no quiere la cosa, sacaban una estaca para clavarla en el corazón de Ben por el bien de la humanidad. Todo terminaba con una encarnizada lucha y una desesperada llamada a la policía.

Muy pronto Lina desarrolló fobia por los repartidores de pizza. Creía que era normal que te quisieran clavar una estaca cuando no les das propina.

Lo más molesto de todo era que si los enemigos detectaban a la familia Posada Martín, tenían que huir; por eso había que ser muy discretos para no atraer a los cazavampiros o a los fans obsesionados con el tema.

—Flaquito, hay gente rara con crucifijos y botellas de agua bendita rondando la casa —comentaba Marcia a su marido de vez en cuando—. ¿Has estado bebiendo sangre de los vecinos?

—Claro que no —respondía Ben, muy ofendido—. Sabes que yo no hago eso.

Eso era verdad, Ben casi no bebía sangre directamente del cuello de nadie: eso era poco civilizado. Tenía un contacto fiable en un banco de sangre certificado que le pasaba cada semana una o dos bolsas de plasma y sangre fresca sin gérmenes (su preferida era la B positiva, simplemente deliciosa).

—Entonces… ¿saliste a pasear con un montón de gatos? —preguntó Marcia, suspicaz—. ¿Es eso? ¿Anduviste con una pandilla de gatos saltando azoteas, divirtiéndote como criatura salvaje de la noche?

—No... Bueno, fue solo un ratito… —reconoció Ben al fin y bajó la cabeza—. Me hace falta ejercicio. Últimamente me ajusta el pantalón.

—Tenemos la bicicleta de spinning —señaló Marcia, preocupada—. Sabes que no es bueno que hagas esos paseos nocturnos. Levantas muchas sospechas si te pones a dar saltos de nueve metros de azotea en azotea. Es muy malo para la imagen familiar, tanto como combinar camisa a cuadros con ese saco a rayas que llevas puesto.

Ben se cambió de saco, Marcia suspiró, y esa misma semana toda la familia tuvo que mudarse a una ciudad a 796 kilómetros de ahí. De esta manera, para cuando Lina tenía trece años ya habían vivido al menos en once ciudades distintas de todo el mundo, desde Bangkok hasta Madrid, pasando por Topilejo. Lina asumía que era por algo relacionado con el trabajo de su padre… Y en parte era verdad.

La familia Posada Martín llevaba casi diez meses en la última casa, en San Ysidro, un remoto distrito al sur de California, frontera con México. No padecían problemas graves —lo más molesto era un grifo de agua que goteaba en la cocina—, pero fue entonces cuando empezaron las extrañas advertencias. Cualquiera que supiera leer señales siniestras sabría que algo muy horrible estaba por ocurrir.

Primero fueron los cuervos. Once aves negras, lustrosas, de picos afilados se posaron durante el día en la azotea de la casa de los Posada Martín. Se los veía muy quietos, como gárgolas, en el tejado. Todos los días aterrizaban once cuervos, ni uno más ni uno menos.

—Será época de migración —dijo Ben quitándole impor­tancia.

Después llegaron los perros: a la medianoche, siete perros se reunían frente a la puerta de la casa para aullar tan lastimosamente que erizaban la piel. Los aullidos contagiaban a los perros del resto del barrio, y en pocos minutos más de cincuenta perros aullaban al unísono de manera espantosa.

—Será época de celo canino —aseguraba Marcia mientras arrojaba croquetas por la ventana.

Y después, misteriosamente, desaparecieron algunos pares de calcetines en la lavadora. Pero, bueno, eso pasa en todas las casas y hasta ahora no se tiene certeza de que sea algo sobre­natural.

Fue más o menos entonces cuando la hija de Ben y Marcia, Lina, tuvo la primera visión; ocurrió a las nueve de la noche.

Hasta ese momento, la vida de Rosalina Posada Martín no era muy emocionante que digamos. Le resultaba complicado hacer amigos debido a los constantes cambios de casa, de país y de idioma. Además, pronto descubrió que en todas las escuelas del mundo existía el mismo sistema de castas, y ella pertenecía a los tres niveles más bajos: al de las chicas que no sacan partido (es decir, feas), al de las estudiosas (por lo general, feas) y al de las que no tienen ningún talento social (por feas). Aunque, curi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos