La parábola de Pablo

Alonso Salazar

Fragmento

La parábola de Pablo

PRÓLOGO

La audición era sencilla: imitar una corta entrevista de Escobar en donde, sin ningún asomo de vergüenza, respondía: “Siempre he asegurado que mi dinero no tiene vínculos con el narcotráfico”, así, sin sonrojarse siquiera, como los sinvergüenzas de hoy, que usan el mismo tono y cinismo para denunciar que son “perseguidos políticos”.

Recuerdo que, al terminar, Juancho Arango —otro de los actores que “audicionaba” para interpretar al Mariachi —me dijo:

—¿Y si queda?

—No voy a quedar —le dije.

—¡Si queda se mete en tremendo lío! —espetó con una carcajada.

—¡Cancelado, cancelado! ¡Eso no va a pasar!

En la tarde de ese jueves, Escobar era mío. Efectivamente me había metido en un tremendo lío.

No era la primera vez que interpretaba narcotraficantes. Me había acercado al oscuro y hasta ese momento secreto mundo del narcotráfico desde el humor, con un personaje pintoresco y superficial —Anestesia— en la serie El cartel de los sapos y más tarde en la serie La Bruja, basada en el libro de Germán Castro Caicedo, que descubre los vínculos entre historia, política, narcotráfico y magia negra. Mi personaje era Jaime Cruz, un campesino de las faldas de Antioquia que al hacerse narco, y en un acto de rebeldía y revancha social, compró uno a uno los locales del pueblo donde antes le tenían prohibida la entrada. Otro personaje pintoresco, algo vulgar, pero con mucha más profundidad y peso interpretativo.

Cuando terminaba de grabar La Bruja, precisamente, empezó a circular el rumor de que Caracol Televisión pensaba llevar a la pantalla chica la vida de Pablo Emilio Escobar Gaviria, uno de los personajes más siniestros de nuestra historia reciente.

Me parecía increíble, sentía que ya el tema del narcotráfico había tocado techo y que a nadie le interesaría. Mucho menos tratándose de la vida de un narco terrorista de semejante envergadura. La verdad, no quería saber nada del tema; para mí, interpretar la vida de tres narcos, dos de forma consecutiva, era sencillamente un absurdo, la puerta de entrada al cementerio del actor, el encasillamiento perpetuo. Pero como al que no quiere caldo se le dan dos tazas, la llamada no tardó en llegar.

Varias veces me invitaron a hacer el castin y varias veces me negué, me hice el loco, el ocupado, el enfermo, que me acababan de sacar una muela… Hasta que Juana Uribe —productora ejecutiva del proyecto— me llamó muy seria y me increpó: “¿Será que el doctor necesita una tarjeta de invitación para venir a presentar el castin?”. A la mañana siguiente, muy tempranito, estaba en los estudios de Caracol, bien peinado y con el rabo entre las patas presentando el castin de Escobar, el patrón del mal.

La primera orden recibida fue bajar de peso; había hecho un buen castin y con algo de maquillaje podría quedar bastante parecido al personaje, pero había un problema: estaba demasiado gordo, servía para el Escobar del final, el que muere descalzo sobre un tejado pesando más de 120 kilos. De tal manera que el proceso creativo comenzó con una cita en la nutricionista y una afiliación a un centro de entrenamiento. Era una carrera contra el tiempo; tenía tres meses para estar a punto, estudiar, investigar y armar a Pablo Escobar.

Como suelo hacer con la mayoría de mis proyectos biográficos, me dediqué por completo a hacer un profundo y juicioso estudio del personaje: videos, entrevistas, artículos de prensa, documentales, libros, fotos, novelas, diarios, apuntes. Poco a poco fui adentrándome en la cabeza y el alma de este hombre terrible, siniestro, de este personaje delirante, poderoso, inagotable, tan lleno de caras, de matices, de contradicciones, odiado por muchos, amado por miles, sin duda alguna el personaje más complejo con el que me he topado a lo largo de toda mi carrera.

Escobar resume en sí mismo toda la naturaleza humana, toda su gama emocional, todos los extremos a los que como especie somos capaces de llegar. Todo. Absolutamente todo está depositado en Pablo Escobar. Por eso atrae, enreda, confunde, genera empatía, admiración, pero al mismo tiempo, pánico, repulsión, náuseas, y como actor, entre más lo conoces más lo quieres conocer, más necesitas sumergirte en ese océano helado y oscuro que es su esencia.

A los tres meses estábamos listos: lo conocía casi en su totalidad. Las horas dedicadas a encontrar su voz y su corporalidad, junto con las eternas pruebas de maquillaje y vestuario, habían dado resultado: entre todos íbamos a tratar de resucitar al hombre que sin duda más lecciones dolorosas le ha dejado al país que nos parió.

Fue un rodaje exageradamente complejo, que le tomó al equipo más de diez meses de trabajo, semanas rudas, jornadas interminables, días llenos de tropiezos y dificultades. Por momentos parecía que el proyecto nos sobrepasaba, nos devoraba. Alguna vez le pregunté a Carlos Moreno, uno de nuestros directores, por qué este proyecto era tan particularmente difícil, y me contestó pensativo: “Creo que hicimos mal el cálculo; lo hicimos basándonos en el tamaño de la caca del animal, pero al animal lo vinimos a ver cuando empezó el rodaje y asomó la cabeza”.

La gente suele creer que “protagonista” es sinónimo de glamur, comodidades, camerinos, flashes, portadas de revista, tapetes rojos y toneladas de plata. Nada más alejado de la realidad. El protagonista es en cambio ese que trabaja de sol a sombra, doce, quince, hasta veintiún horas en un día, el que más escenas lleva, el que graba de lunes a sábado, porque los domingos viaja: Villavicencio, Girardot, Medellín, Santa Marta, Miami, Bogotá; el que aguanta todo el peso de la enorme responsabilidad moral, histórica y social de ponerse encima un personaje de este calibre; el que torea las críticas, las sugerencias y las advertencias de los directivos de un canal, que saben en el fondo que también están jugando con fuego; el que trata de jalar, empujar y motivar a todo el equipo; el que va de una unidad a la otra midiéndose con actores de diversos estilos, escuelas y formas de ser; el que pasa de dos a tres horas diarias sentado en maquillaje; el que tiene que soportar el calor y la humedad insoportable de Nilo, Santa Marta o Girardot, debajo de una peluca, una botarga de espuma y una barba falsa; el que se encierra siete meses en un cuarto de hotel porque, mientras se rueda la serie, salir a la calle es imposible; el que tiene que repetir escenas porque a tal o cual político no le pareció que lo nombraran en el guion, aunque sea de conocimiento público que, así como tantos otros políticos, actores, deportistas, gerentes, abogados, curas, futbolistas, modelos, cantantes, poetas, constructores, inversionistas y hasta humoristas, se sentaban felices a la mesa de Escobar a departir, cerrar negocios y dejarse llenar las cuentas de dinero a cambio de ignorar ciertos detalles de poca monta. Es el que recibe los elogios y se aguanta los insultos y las amenazas, la doble moral de un país que todavía pretende tapar el sol con un de

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