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La lista negra
A Hans, mi marido, no se lo llevaron a los campos de concentración que el Gobierno colombiano tenía en Fusagasugá durante la Segunda Guerra Mundial, porque nació en Barranquilla el 14 de abril de 1900. Yo nací en 1911. Éramos colombianos. Sin embargo, vivimos como parias en nuestra propia ciudad, en nuestro propio país.
Nuestras tres hijas —Hilda, Clarita y Elsa— estaban pequeñas. Teníamos una casa arrendada. Hans trabajaba como agente viajero de maquinaria agrícola. En ese entonces residíamos en Cali porque él insistió en que la Sultana del Valle era una ciudad bendita. Yo, en cambio, estaba amañada en Bogotá, donde estuvimos viviendo justo después de casarnos. De ahí, cuando materialmente Hans no pudo trabajar más, porque lo pusieron en la lista negra, nos vinimos para Barranquilla, donde estaba mi familia.
Hans no se fue para Alemania, como hicieron muchos hijos de alemanes nacidos en el país. Un gran amigo nuestro, cuyo único defecto era que le gustaba el trago, sí se fue para Alemania a guerrear. Cuando empezó la guerra, todos ellos creían en Hitler, porque era un experto en dar discursos y prometer maravillas. Es que los alemanes se volvieron como locos. Tanto, que los padres acusaban a los hijos y los hijos a los padres cuando no se consideraban ciento por ciento hitlerianos, ¡y los perseguían!
Recuerdo que para esa época mis suegros ya se habían devuelto a Alemania. Un día la madre de Hans le escribió: “[…] lástima que Clarita y tus hijas tengan sangre judía, eso es un problema”. Hans me mostró la carta. A él le pareció absurdo; a mí, en cambio, me dolió.
Papá murió en los aires
Cuando mi papá murió en ese accidente tan horrible, iba en el hidroavión Tolima, donde no cabían sino seis personas: Von Krohn —el piloto—, el copiloto y cuatro pasajeros. El aparato se estrelló sobre una casa situada en el callejón El Progreso. Mi padre, que fue un empresario muy inteligente y activo, fundó en 1919, junto con varios alemanes, la primera compañía comercial de aviación que hubo en toda América: Scadta, más tarde llamada Avianca. Desafortunadamente murió muy joven, a los treinta y nueve años. Y ya para ese entonces había hecho tanto…
La tarde de su muerte salió a las tres de la casa y nos dijo:
—Muchachos, salgan que ahora voy a pasar en el avión y les voy a decir adiós.
Estábamos en el balcón con la institutriz y de repente vi que el avión daba una voltereta y pensé: ¿Von Krohn está haciendo piruetas? ¿Piruetas? Se vino a pique y ya iba botando humo negro cuando cayó de punta. Yo salí corriendo, corriendo, a buscar al chofer para que fuera a ver qué era lo que pasaba. Casi me mata, porque en el momento en el que yo iba para el garaje, ya el salía en el carro.
Mi mamá estaba en cama, con su niño recién nacido de tres días. Arturo Manotas, que era el médico de la casa, advirtió:
—A Ester no se le puede dar esta noticia. Imposible, porque se muere.
Ella adoraba a mi padre y mi padre la adoraba a ella. Había que ocultárselo. Se le dijo que papá estaba en Cartagena y que después viajaría a Mompox con un ministro. Recuerdo que mamá recibía telegramas falsos que el Dr. Manotas le hacía llegar. La gente de Barranquilla se portó muy bien. En el primer piso de la casa había una sala muy grande, la cual estaba llena de gente, y aun así no se sentía ni una voz, ni el volar de una mosca. Todo el mundo guardaba consideración. Claro que a papá no lo velaron en la casa. Lo hicieron donde un tío, para no levantar las sospechas de mi madre.
A mí no me decían nada porque tenía doce años. No me querían decir que papá estaba muerto, sino que estaba en la clínica, que por esas épocas tenía el Dr. Kihuan. Yo me vine a enterar de su muerte dos días después, cuando metieron el periódico debajo de la puerta. Había un retrato grande de mi padre en primera página con el titular: “Ernesto Cortissoz, quien tenía que morir en los aires”.
Mi hermano y compañero más cercano, Enrique, estaba en un colegio en Alemania. Él cumplía el 29 de noviembre, y yo, el 10 de diciembre. Siempre andábamos juntos, pero no ese día. Mis otros hermanos —Ernesto, Fernando y Ceci— guardan un vago recuerdo de verlo bajar las escaleras, vestido de blanco. El bebé recién nacido murió diez meses después. ¡Qué golpes para mi madre!
La tía Meme se fue a vivir con nosotros después de la muerte de papá. Ella quiso mucho a mamá.
—Estercita, yo estaré con usted hasta que me muera. Pero eso sí: cuando yo muera, que ninguna mano cristiana me toque, sino que sean hebreos los que me cierren los ojos.
Y tenía guardados en su clóset la sábana y todo lo necesario para que la amortajaran.
Mi sangre judía
Mi mama era católica, y mi padre, judío. A lo único que mi padre se había comprometido cuando se casó era a que sus hijos serían católicos, ya que los curas le exigieron esa condición. El matrimonio, por ser mixto, se celebró en la casa de mis abuelos maternos, por la religión católica. De lo contrario, mamá no se habría sentido bien casada.
Papá, en cambio, se reía de la religión con Jacobo Correa cuando celebraban el Yom Kipur. Es una fiesta hebrea de ayuno de un día entero, desde por la noche hasta el otro día. Don Samuel de Sola, casado con doña Rosalbina, era entonces el rabino de Barranquilla, donde la colonia judía era muy poca. Cómo sería de educado, que cuando se topaba con un poste decía: “Excuse me”.
Total, que hacían un ayuno de veinticuatro horas que terminaba a las seis de la tarde y seguía con una gran comilona donde el rabino. Papá era el quinto de catorce hermanos, y por ello fue criado por la tía Meme, quien también lo llevó a Alemania para que estudiara. Ella sí hacía el ayuno completo. Ni agua tomaba. Se encerraba en el cuarto con su libro de oraciones que estaba en hebreo y en inglés, y nada ni nadie la podían molestar. Papá, en cambio, no se sacrificaba y a las seis de la tarde se iba para donde don Samuel con su primo Jacobo. Tomaban trago y festejaban como si hubieran ayunado.
Enrique era mayor que yo. Un hermano que quise mucho porque era muy instruido. Cualquier cosa que yo le preguntara, él enseguida me la explicaba. Tenía una vasta ilustración. Además, nos llevábamos solo un año. Nos levantábamos juntos y hacíamos barbaridades, como tomarnos de la mano derecha y dar vueltas: la “lucha grecorromana”. El que quedara abajo, perdía.
Yo estaba siempre con él en los carnavales, que eran muy distintos que los de ahora. Tal vez no tan suntuosos. En esa época había muchas comedias en las casas, llegaban las danzas y bailaban. Nosotros hacíamos el recorrido. Enrique se iba con José Helm, Otto Purro, Guillermo y Armando Schemell, con todos los muchachos, y yo me quedaba tan triste…
Enrique me decía:
—Clari, no te puedo llevar, vamos solo hombres.
—Eso no importa, yo me disfrazo de hombre.
Y me vestía con la ropa de Enrique que me quedaba más o menos bien, me escondía el pelo con una cachuchita y salíamos. A él no le quedaba más remedio que llevarme porque yo quería ver las danzas. Me acuerdo que íbamos a Barrio Abajo y nos daban caramelos y bolitas de coco. Nos los daba la gente de las casas. Entraban las danzas a las casas de familia y ofrecían su espectáculo. Hacían comparsas, comedias, letanías… y los dueños les daban plata, y a nosotros, dulces. Tenía yo como diez años. Nos íbamos a pie.
Vivíamos en la calle Caracas, donde está ahora la catedral. Ahí, en esa esquina, mi papá hizo una casaquinta que después compró Antonio Luis Carbonell.
Cuando estaba chiquita me ponían mucho pereque. Me decían: “La muñequita arrastrá”, “La dientenariz retoño”, “La nariz topotoropo”, en fin, de todo. Porque yo era fea y muy flaca. En cambio, mi hermana Ceci era hermosa: rubia, gorda, grande. Por eso le cogí rabia, porque ella era bonita y nos invitaban a los cumpleaños y me ponían vestidos amarillos y yo odiaba ese color. A mi hermana le ponían azules y rosados, que eran mis colores preferidos. Entonces yo lloraba, todo era una tragedia.
—¡Ay! pero esta muchachita, ¿qué será lo que le pasa que no quiere ir a la fiesta de Próspero Carbonell? —preguntaba mi mamá desesperada.
Mi educación alemana
Nos matricularon en el Colegio Alemán a los seis años de edad. Quedaba en una casa común y corriente, donde aprendí cancioncitas y juegos en alemán. Todavía me acuerdo de esas canciones y se las enseño a mis nietos y biznietos. Aprendimos aritmética y gramática. El profesor, que era el mismo para todas las materias, hablaba perfectamente el español y había escrito un libro de gramática en lengua castiza. Una hora empataba con la otra y había recreo. No nos movíamos del salón. Mi compañera de banca era Elvira Sarabia, quien vivía a la vuelta del colegio.
A los once años dejé de ir al colegio porque papá trajo una institutriz de Alemania que no hablaba nada de español. Me daba clases de diversas materias y aprendí la lengua alemana como mi propio idioma. Ella se fue cuando papá murió. Mamá no podía pagarle ese gran sueldo que ella ganaba en épocas de abundancia.
El amor llegó de luto
Duré de luto toda mi adolescencia: de los doce a los dieciocho años. Tenía que vestirme de negro con algo blanco. Para distraerme me empeñé en coser sin instrucción. No iba a fiestas, a ninguna parte. Nos quedábamos en casa, a menos que fuéramos a hacer una visita. Y fue así como Hans me conoció, en su propia casa.
Mi tía Meme había sido amiga de la mamá de Hans desde cuando vivía en Alemania, donde asistían juntas a las “tardes españolas”. Eran reuniones de latinoamericanas que se juntaban a hablar español. Mi suegro vivió 43 años en Colombia, hasta que en la vejez se devolvió con su esposa para Alemania. Lo quisieron mucho en Barranquilla. Tanto, que lo nombraron socio honorario del Club Barranquilla y del Club ABC. Tenía un almacén y contrató a una de las primeras mujeres vendedoras en la ciudad.
Él, su esposa y su hijo Hans venían a Barranquilla, y mi tía Meme los visitaba para tomar chocolate. Mi hermano Ernesto o yo la acompañábamos, porque Meme no quería salir sola, ya estaba viejita. Hans y su familia vivían en la calle Felicidad. Entonces fuimos allá un día, tomamos chocolate —yo tenía catorce años— y Meme se levantó para despedirse. Pero quien sería mi futura suegra nos aguantó:
—No se vayan todavía, que a las cinco está llegando mi esposo, y el chofer las puede llevar.
Tenían un Nash —para esa época había muchos carros de esos— y llegó Hans con el papá y se sentó a hablar con nosotros, para más tarde insistir en llevarnos. Era buenmozo, alto, nunca en la vida tuvo barriga. Yo quedé sorprendida con su amabilidad, y yo de luto todavía. Al llegar a mi casa, se bajó para abrirnos la puerta, pero no entró. Yo como que le gusté, no sé por qué. Tal vez porque hablaba en alemán con su mamá y la tía Meme…
Hans invitaba a pasear en carro a sus amigas y al pasar por la calle Caracas, comentaba:
—Por aquí, por esta calle, vive mi adorado tormento.
—¿Quién será? —preguntaban ellas—. ¿Será una de las Helm?, ¿será Julita Schuttmann?
Pero lo más lejos que podrían imaginarse era que fuese yo. Así pasaron cuatro años hasta que fui a mi primera fiesta en casa de Alicia Heilbron. Ya vestía de blanco y me estaba aliviando del luto. Tenía dieciocho años y entonces él me invitó a bailar. Yo bailé. Bailé con él.
Yo había tenido enamorados, aunque estuviera de luto. Pero en esas se atravesó Hans, que me gustaba de lejos. A veces salía yo a hacer una visita o una diligencia y me lo tropezaba; él iba en su carro y se desvivía por saludarme. Me llevaba once años, pero yo era madura y nunca me habría casado con un tipo de mi edad. Más adelante, cuando empecé a ir a fiestas y bailes, se me declaró en un ágape del Anglomerican Club. Me dijo que quería que yo fuera su esposa. Como estaba enamorada de él, le contesté: “Sí, ¿cómo no?”. Recuerdo que estaba disfrazada y me preguntó que si podía ir a la casa para hablar con mi mamá.
El primer beso me lo dio en la mano. ¡Ahh!, ¡que emoción tan grande! Me saludó, me cogió la mano y me la besó. Yo quedé fascinada. Había hablado con mi madre y le daban permiso de ir a visitarme. Mamá se sentaba cerquita, cuidándonos. Nosotros nos hacíamos en la otra pieza. Hablábamos en alemán, español, de todo. Cuando ya estaba que no podía más, me pedía que le sirviera ¡agua! Entonces yo iba a la cocina y le traía una copa de plata con agua helada de la nevera.
Pasaron dos años y me casé de veinte. Y de una vez a criar hijas, no tuve tiempo de nada. Fuimos muy felices. Pobres sí, porque él nunca abrigó la idea de hacer fortuna. Vivimos de su trabajo. Siempre tuvo una finquita, le gustaba mucho el campo. Y las rabietas que cogía yo, ¡ay, mi madre! Me ponía brava porque