I
Donde se habla del beso de Eva, la primera mujer
Vine a saber que era rico como a los quince años, por los mismos días en que supe que los besos no se daban tan solo con los labios. Era una cuestión de pudor, me imagino, pues si mucho, hasta la adolescencia, yo sabía que éramos acomodados, una palabra que para mí quería decir sillones o jardín, cualquier cosa, pero no riqueza. Ambas revelaciones se las debo a la lengua de la misma persona, Eva Serra no, la hija de unos amigos de mis padres.
Eva era un año mayor que yo y, como yo, hija única. Su familia era chilena, pero vivían en Colombia desde hacía un par de años. Los fines de semana, cuando iban a visitarnos al campo, mientras los adultos se sumergían en interminables partidas de canasta, Eva y yo hacíamos que nos ensillaran los caballos y salíamos a montar por los caminos de herradura que pasaban cerca de la finca. A veces llenábamos las alforjas de fiambre y nos parábamos a comer por ahí, a la orilla de una quebrada. Yo no sabía entonces que también en los libros los amores se consuman al lado de un arroyo, pero fue ahí, entre el rumor de la quebrada, donde Eva me reveló los misterios de mi situación económica y de la pasión con que era posible darse un beso.
Esa entrada repentina de una lengua en el espacio vedado de mi boca sigue siendo una de las mayores sorpresas de mi vida. No se me había pasado por la cabeza que además de tenedores y cepillos de dientes algún otro cuerpo extraño pudiera rebasar la frontera de mis labios, y mucho menos ese obtuso músculo húmedo. Mucho tiempo después, en la Basílica del Santo, en Padua, me di cuenta de que los demás, en cambio, habían comprendido desde siempre la importancia de ese huésped permanente de la boca, y así lo demostraba la venerable reliquia de la lengua incorrupta de san Antonio. Lamer un chupete, tragar una fruta, distinguir lo dulce de lo amargo y lo salado, articular sonidos, tan solo estas funciones conocía mi lengua hasta que la aparición de Eva Serrano me abrió la boca y el entendimiento a otras posibilidades.
Muchas veces me pregunté dónde habría aprendido ella, tan joven, a besar así, pero ahora no me importa. Que tuviera tanta conciencia de la situación de mi familia, al contrario, me resultó claro muy pronto. Su padre era empleado en una compañía transnacional y el sueldo que le daban, aunque bueno, no le había permitido nunca poseer ciertas cosas de las que mi familia disponía como algo natural. El punzón de esa disparidad, unido a la incesante inseguridad pecuniaria de la familia Serrano, habían hecho que Eva tuviera siempre muy presente nuestros sillones y jardines, que eran, claro está, la riqueza de mi casa. Por esta mezcla de dinero y lengua, a veces llegué a pensar (pero es una ocurrencia que ahora rechazo, pues mancilla el recuerdo de mi primera mujer) que los besos lingüísticos de Eva eran una estratagema ingeniada por su madre para tratar de consolidar un noviazgo provechoso. En todo caso, tuve el privilegio de que mi primera experiencia me cogiera desprevenido por esas dos partes, plata y lengua, que influyen como ninguna otra en el principio y fin del matrimonio. Como en mi casa estaba prohibido hablar de dinero, yo no sabía que era, hasta que Eva me lo dijo, un buen partido.
La pérdida de la inocencia, para mí, no consistió, pues, en la unión de nuestros respectivos y castos genitales, asunto en el que ya mi padre me había aleccionado con la ayuda de algunas láminas de la Enciclopedia Británica, sino en la unión de las lenguas. De este húmedo contacto no hablaban ni mi padre ni la Enciclopedia Británica pues recuerdo muy bien que al volver de la finca me fui derecho a la biblioteca de la casa para consultar el artículo kiss, y luego, con desconcierto creciente, el apartado tongue, sin hallar la respuesta que buscaba. Aún conservo esos tomos de mi padre, llenos de teoría pero desiertos de información práctica en los que el beso es the act of pressing or touching with the lips, the cheek, hand or lips of another, as an expression of love, affection, reverence or greeting. La mano, la mejilla, máximo los labios del otro, pero no la lengua. Después el artículo habla del osculum pacis, pero tampoco era esto lo que me interesaba. Creí con ingenuidad que la solución podía estar en el artículo lengua y el resultado fue desastroso pues si bien daba montones de datos (que la lengua era un músculo móvil de la mayoría de los vertebrados, que estaba localizada en la parte de abajo de la boca, que era muy útil para hablar, masticar y tragar), no decía ni una palabra sobre los besos. Sostenía incluso que la lengua informa sobre los pedacitos de comida que se nos quedan atrancados entre los dientes, pero de besos ni una palabra. Por lo visto la lengua de Eva, más sabia, sabía más que la Británica. Por ella me enteré de la humedad carnal de dos bocas abiertas en contacto. Y también de su lengua recibí la revelación de lo que en el fondo quería decir acomodados. Pero me estoy repitiendo.
Después de mi fracaso enciclopédico, todavía en busca de luz y de consuelo a mi ignorancia, revelé el asunto a mi tío Jacinto, un viejo monseñor enfermo, hermano de mi madre, durante mi obligatoria visita semanal a los parientes. Mi tío escuchó en silencio el relato de los besos. Sin decir una palabra se levantó del sillón que le servía de confesionario y sacó con sus dedos estragados uno de los volúmenes de su extensa biblioteca. Con gran solemnidad me pidió que cerrara los ojos y escuchara. El libro que había escogido era de san Jerónimo, estaba escrito en latín y tío Jacinto me fue traduciendo un trozo de corrido. Contaba un episodio en la vida de un mártir y decía más o menos así:
«Por orden del emperador Valeriano, en el año 257 de Nuestro Señor, un mártir en la flor de la juventud fue llevado a un amenísimo jardín. Allí, en medio de cándidos lirios y rosas rojas, mientras al lado serpenteaba con dulce murmullo de agua un arroyuelo cristalino, y mientras el viento rozaba con pausado rumor las copas de los árboles, fue extendido el mártir sobre un lecho de plumas y dejado allí, atado dulcemente con guirnaldas trenzadas, para que no pudiera de ninguna manera escaparse.
»Cuando todos los otros se alejaron, hizo su aparición una hermosísima meretriz, la cual se aferró al cuello del mártir con un abrazo voluptuoso y —cosa que es infame incluso relatar— empezó a manosearle con insistencia el sexo; después de haber excitado en el cuerpo del joven el apetito libidinoso, la desvergonzada vencedora pretendía yacer sobre él.
»El soldado de Cristo no sabía qué hacer ni qué camino coger: ¡no lo habían vencido los más crueles tormentos y ahora lo dominaba la voluptuosidad! Al fin, por una iluminación celeste, mordió con sus dientes la lengua hasta cortársela, y la escupió en la cara de la mujer que lo besaba: así la intensidad del dolor se sustituyó a la sensualidad y consiguió vencerla».
Debo confesar que aquella tarde de mi memoria (y hasta hoy) yo no comprendí bien si el mártir había mordido la lengua de la meretriz o la suya, pero fuera como fuera no me atreví a seguir el consejo de san Jerónimo y de tío Jacinto. Con Eva me seguí besando a la orilla de la quebrada, aunque cada vez que ejercíamos nuestro pange lingua y ese su corporis misterium irrumpía con ímpetu en mi boca, me daba casi risa de pensar en el riesgo que estaba corriendo el apéndice encarnado de aquella cándida doncella.
Para decir la verdad, si la apatía de mi carácter no hubiera empezado a manifestarse desde entonces, yo no habría tenido problema alguno en comprometerme y casar me con Eva. Todavía hoy, en esas raras ocasiones en que no consigo comprender las locuras que los hombres cometen por correr tras unos labios, cierro los ojos y recupero en la memoria la carne de Eva Serrano; sé que tan solo en es te intervalo de recuerdo lejanísimo y nítido consigo entender los devaneos concupiscentes de los hombres. Por esto reconozco que juzgaba sin justicia a la madre de Eva al insinuar que era la interesada alcahueta de nuestros amoríos adolescentes; habrá sido más bien, como Celestina, una que quiso provocar lujuria a las duras peñas, y casi lo logró. Eva Serra no es la dueña de uno de los pocos cuerpos humanos que todavía recuerdo con un cierto apetito. Al fin y al cabo ahora que vuelvo a leer con sorpresa libros que ya había leído, que encuentro amigos por la calle y no los reconoz co, que viajo a lugares conocidos y llego a sitios distintos, que empiezo un Padrenuestro y acabo en Avemaría, ahora que la memoria es un embrollo de ecos confundidos, si cierro los ojos y dejo los labios entreabiertos, vuelvo a sentir su lenguaraz manera de dar besos.
II
Que narra una contrita confesión
de perfecta castidad e insulsa indiferencia
La castidad, en mí, no ha requerido nunca mandamientos. En el colegio, durante la confesión, recuerdo la escéptica sonrisa maliciosa del capellán ante mis reiteradas negativas a sus preguntas sobre la pureza. Sus interrogatorios eran tan minuciosos que me obligaban a pensar en algo ajeno por completo a mi experiencia. Pero mi cara de asombro no lo complacía ni mi ingenuidad llegaba a convencer lo, y así tuve que inventarme pecados contra el sexto mandamiento con tal de dejarlo tranquilo y de evitar que advirtiera siempre, antes de la absolución, que el sacramento de la penitencia carecía de validez si la confesión de boca resultaba deliberadamente incompleta. La mía llegó a ser tan completa que excedía los límites del pensamiento, palabra, obra y omisión. Después de haber tenido que mentir sobre impalpables tocamientos o sobre miradas jamás lanzadas y tentaciones que no se me pasaban por la mente, me veía en la obligación de confesar que había mentido, de manera que se me perdonara la mentira de haber confesado pecados de lujuria imaginarios.
A esta paz de los sentidos parece que llegan las personas de mi edad, pero yo llegué a ella sin siquiera salir, o mejor, salí con ella. En la juventud me persiguió la idea de ser un eunuco psicológico, pero debo aclarar desde ahora que mi inapetencia no tiene nada que ver, por lo que sé, con frustraciones profundas o con barreras erigidas por una moral demasiado rígida. En el fondo me hubiera gustado padecer, como los demás, esa fuente de torturas y deleites que debe de ser la voluptuosidad.
No se crea que no busqué objetos a cualquier lejano asomo de lujuria. No hay perversión que no haya intentado practicar. Pero en vano porque masturbación, zoofilia (gansos, gallinas, ovejas, burras, caballos, perros e incluso salamandras), homosexualidad, gerontofilia, pedofilia, sadismo, masoquismo y todo lo que se quiera, jamás conmovieron mi ánimo apacible y hace ya mucho que cejé en los intentos de querer parecerme en esto a la mayoría de mis congéneres. Como previó Pascal, hace ya varios siglos, mis esfuerzos por ser bestia me convirtieron en ángel. Ni el estólido comercio natural de ingles en flor, ni las concienzudas aberraciones descritas por el marqués divino, consiguieron conmover los cimientos inmóviles de mi indiferencia.
Ante la ausencia total de días en que fuera tan lúbrico, tan lúbrico, llegué a fabricarme planes geométricos en pos de la concupiscencia. Las ansias de una vida intemperante me llevaron por años a practicar una aburridísima masturbación metódica: todos los jueves a las cinco de la tarde. Y no cuento, por procaces, las indecibles maromas que tenía que hacer para lograr mi cometido hebdomadario. Pero a mí me ha faltado constancia hasta en los vicios y muchos jueves olvidaba mi deber de manipulación vespertina. Así mismo, nunca pude perseverar en el tabaco, en el alcohol, en los tics… La fidelidad que me debo me obliga a un permanente cambio.
No hay en mí, por lo demás, ningún trastorno físico que sirva de coartada a la precaria actividad de mis sentidos. Tengo, aunque cada vez menos, erecciones matutinas como cualquier otro hombre; doné en mi juventud litros de esperma a los bancos de semen, que no se lamentaron por escasez de zoos en mis donaciones; mi equilibrio hormonal es impecable, no he sufrido diabetes y, a pesar de la edad, mi próstata está intacta. Podría hablarse, si mucho, de un climaterio bastante prematuro, que coincide con la fecha de mi alumbramiento.
A veces me atormentaba (pero el verbo es sin duda exagerado) esta idea de ser una especie de asceta innato. Durante los años de la crianza, mis padres sufrieron con aquello que incautos médicos calificaron como un insólito caso de anorexia precoz. Comer, para mí, ha sido siempre una especie de deber, un compromiso obligatorio que hay que cumplir con el cuerpo. Nunca logro acordarme de lo que comí el día anterior y es necesario que por la mañana, al mediodía y al anochecer, alguien me recuerde la hora de las comidas. Las raras veces en que no he tenido cocinera en la casa, no se me pasaba por la mente la idea de comer y tenía que instalar despertadores que me indicaran la hora de ir al restaurante para tragar almuerzo y cena. La palabra hambre, para mí, es una abstracción, no menos intangible que la noción de líneas asintóticas: asuntos paridos en el cerebro de los hombres, y quizá existentes, pero que no comparten la indudable certidumbre del dolor.
Sí, porque del dolor poseo una percepción más clara. Tal vez a esto se debe mi completo rechazo a la anestesia y la incomprensión que tengo por los analgésicos. Es tan precaria nuestra condición humana, tan difícil de distinguir a veces de la de las plantas, que tengo al dolor por un tesoro, casi la única demostración de que estoy vivo. Nunca le tuve miedo al pinchazo de la aguja o al brotar de la sangre después de un movimiento poco diestro de la navaja barbera. Al contrario, estos raros momentos son para mí mementos de que existo. Nunca me escandalizó, por consiguiente, ese uso de los beatos tan estigmatizado por los iluministas, es decir, el cilicio.