De un solo golpe
Prólogo de Daniel Samper Pizano
Cierto día de 2007, una discreta florista callejera se instaló en inmediaciones de la residencia bogotana de Daniel Coronell, uno de los periodistas más conocidos del país por sus telenoticieros ágiles, informados y vigilantes. Contra lo que podría suponerse, la florista no estaba interesada en ofrecer azucenas y claveles a los peatones, sino en averiguar la vida de Coronell y espiar sus actividades. Era una agente secreta del DAS, el ya desaparecido y tenebroso departamento de seguridad que, impulsado por la Presidencia de la República, se dedicó entre 2002 y 2010 a perseguir, calumniar, amenazar e incluso asesinar a quienes entraban a la lista negra del primer mandatario, Álvaro Uribe Vélez.
Coronell, bogotano de 51 años, trabajador incansable, hombre discreto casado con la conocida y premiada periodista María Cristina Uribe y padre de Raquel y Rafael, en los años siguientes fue víctima, lo mismo que su familia, de chuzadas telefónicas, amenazas y un acoso permanente que los obligaron a dos exilios. Uno por emergencia y otro por prudencia, que aún se prolonga. Sin embargo, desde el exterior y durante el tiempo que permaneció en Colombia, su columna en Semana se convirtió en la más leída del país por su valentía y por la solidez de sus denuncias. Y Daniel, me atrevo a pensar, en el periodista que más admiramos sus colegas.
Recordar es morir recoge, en forma temática y con interesantes introducciones, 102 columnas publicadas entre el 19 de mayo de 2007 y el 28 de noviembre de 2015. Posiblemente muchos seguidores de Coronell conocieron en su momento buena parte de esos artículos. Pero se trata de experiencias diferentes. Una cosa es leer cada ocho días una página que revela atropellos y corruptelas y otra es el acceso a esas denuncias ofrecidas en orden cronológico y agrupadas por escándalos. El impacto ya no llega en incómodas cuotas semanales, sino como un solo golpe contundente que quita la respiración. Su lectura resulta indispensable para intentar armar el “rompecabezas que es la Colombia contemporánea”, como señala el subtítulo del tomo con pleno acierto.
Me parece, en cambio, que el título está errado. Este libro es mucho más que una recopilación de recuerdos o memorias. En realidad, se trata de varios libros en uno. Es un libro de historia actual; es un tratado de periodismo; es una exploración social sobre la corrupción y también un esbozo sicológico sobre el poder.
Siendo todo lo anterior junto, no constituye, sin embargo, el texto de un sociólogo, un politólogo ni un sicólogo, sino de un periodista que reflexiona sobre su oficio y procura ejercer de la manera más profesional posible la función fiscalizadora que es derecho y deber de la prensa.
El agudo sentido reporteril de Coronell está presente en cada renglón, pero en especial cuando ofrece detalles y pinceladas de los personajes que desfilan por sus páginas. Menciona, por ejemplo, que cuando buscó para una entrevista en su cuartel de reclusión al coronel Alfonso Plazas Vega, procesado por la toma del Palacio de Justicia, lo encontró orando en la capilla. Y describe así a cierto fotógrafo tropical: venía “vestido de amarillo pollito y con una cámara al cuello”.
Recordar es morir tiene las ventajas de un libro escrito por un buen periodista. Lo que en manos de un jurisperito, un militar o un antropólogo habría sido un ladrillazo contra el lector, Coronell lo presenta en forma clara, contextualizada y amena. Los acusados tienen su turno, los hechos son precisos y no le falta humor al autor para describir ciertas situaciones, ni ironía para calificarlas. Perplejo ante encrucijadas absurdas, Coronell confiesa que a veces no sabe si reír o llorar.
De todos modos, ni el humor ni la amenidad despojan al columnista de lo que en la profesión se llama “el instinto por la yugular”, y a todo lo ancho y lo largo el libro da la impresión de haber sido escrito “sin temores ni favores”.
Adentrarme en este prólogo en los temas investigados y los destapes conseguidos equivaldría a repetir su contenido. Menciono apenas la nefasta vitrina de escándalos: el Palacio de Justicia, la compra de la reelección de Uribe, las chuzadas del DAS, los subsidios para ricos de Agro Ingreso Seguro, SaludCoop, el inefable magistrado Jorge Pretelt...
Vale la pena apuntar que un trabajo de Daniel y sus colegas al revisar y comparar videos de la tragedia del Palacio de Justicia les permitió saber que el magistrado Carlos Urán había salido vivo del infierno y asesinado después. Muchos hallazgos sorprenden y la gran mayoría indignan. No todos salpican a Uribe. También aparece, por ejemplo, la vergonzosa defensa que hizo Colombia a través de un “perito mercenario” ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, lo que hace al gobierno de Juan Manuel Santos cómplice de esconder suciedades debajo del tapete.
En las páginas de este volumen uno oye crujir la maquinaria del poder y ve el baile de presiones contra la Justicia: políticos, militares, juristas, “abogángsters” (como los denominó Carlos Monsiváis), gobiernos extranjeros (en especial el de Estados Unidos), medios de comunicación…
Quiero subrayar esto último porque Recordar es morir no solo se destaca como excelente tratado de periodismo (“La labor del periodismo es buscar la verdad, no hacer justicia”) y de investigación (“El periodismo investigativo es, en esencia, un trabajo de equipo”); además, al hacer un repaso a las debilidades del sistema político y social, exhibe la irresponsabilidad de la prensa. Coronell la critica por sus silencios, por sus alcahueterías, por su incapacidad de mirar (me remito a la nota “No se han dado cuenta”) y por sus incongruencias. Denuncia a los “periodistas dedicados a lavar la cara de los funcionarios envueltos en escándalos”. Y revela, por ejemplo, que, en tiempos en que el embajador de Colombia en Italia, Sabas Pretelt, tenía problemas con la Justicia, el jefe de prensa de la embajada, pagado por el Gobierno, era también corresponsal de El Tiempo, RCN Radio y Canal RCN. ¿Qué independencia podía esperarse de él?
La imagen telescópica que ofrece el trabajo de Coronell es la de un gigantesco roscograma alimentado por la corrupción y el clientelismo.
El elenco de personajes principales que protagonizan el libro es siniestro, angustioso, deprimente, triste. Algunos de ellos, como el procurador Alejandro Ordóñez, sectario y clientelista, no parecen de estos tiempos sino de la Edad Media. El más temible es Álvaro Uribe, líder conectado con un sinfín de escándalos, actos de persecución y corruptelas de consecuencias históricas que en cualquier país realmente democrático estaría preso en una penitenciaría, sedado en una casa de reposo o hundido en un avergonzado silencio. En Colombia, no; aquí es un prócer buscapleitos a quien la ley no roza.
Entretanto, el mosaico de personajes secundarios ofrece muchos pintorescos; otros, ingenuos; algunos más unos que inspiran miedo y no pocos esperpénticos, como cierto colombiano antisemita y católico pre-preconciliar que mantiene una organización pronazi donde alaba a Hitler y a sus discípulos tropicales.
Actúan en el escenario de Recordar es morir muchos individuos que ofenden la ley, la Justicia, el decoro administrativo y hasta la ortografía, como la sentencia condenatoria de Yidis Medina (otra figura que parece tomada de una película de Almodóvar), suscrita por un juez a quien no le alcanzó bachillerato, por lo que escribe “agrozo modo” en vez de grosso modo y “espedida”, en vez de “expedida”.
Uno de los “valores” que —espero y confío— salen maltrechos de estas páginas es la noción de patria que nos venden quienes pelechan a la sombra del tricolor. El doctor Samuel Johnson dijo sabiamente en el siglo XVIII que “el patriotismo es el último refugio del sinvergüenza”. Imposible discrepar de él cuando uno se entera de los crímenes que se cometen aquí y ahora con el pretexto de “hacer patria”.
Muchos reprocharán a Coronell que se ocupe de la podredumbre nacional y no de “tantas cosas buenas y bonitas que tiene nuestro lindo país”.
No es esa su misión. La suya consiste en destapar los abusos, única manera de poder corregirlos, así como el médico, para recobrar la salud del paciente, debe diagnosticar primero la enfermedad. Por eso insisto en que este no es un libro de recuerdos. Es una gran colonoscopia de la política colombiana.
Así empezó la cosa
Yo no quería ser columnista. Son esas cosas en las que uno acaba metido por tímido.
A comienzos del año 2005 fueron a visitarme dos colegas: Juan Gabriel Uribe, entonces director de El Nuevo Siglo, y Óscar Montes, editor general del mismo periódico, una publicación conservadora que, sin embargo, había ido abriéndose a otras visiones y que era uno de los poquísimos medios independientes en aquellos días. Desde la primera frase supe que la propuesta me iba a meter en problemas. Ellos querían que empezara a escribir una columna de opinión semanal para el periódico, que no es el de mayor circulación, pero sí uno de los más influyentes en la clase política. La verdad es que me dio pena decir que no, pero me arrepentí un minuto después.
La primera columna se llamó “My name is Name” y era una narración casi humorística de un episodio desconocido de la picaresca política.
El senador José Name Terán, cacique liberal de la costa, había sido vital para la aprobación de la primera reelección del presidente Álvaro Uribe en la comisión primera de la Cámara de Representantes. El voto de un ganapán de Name en esa célula legislativa le fue pagado al senador con una cuota burocrática en Nueva York. La propia hija de Name fue nombrada en un alto cargo en la Embajada de Colombia ante la Organización de Naciones Unidas en Nueva York, mientras que su hijo, cónsul en la misma ciudad, venía a Colombia a hacerse cargo de la empresa política de la familia porque Name ya pensaba en el retiro. Es decir, el gobierno le cambió el puesto de su hijo en Nueva York por un nombramiento para su hija en la misma ciudad.
La revelación de esa columna publicada en El Nuevo Siglo, entre trágica y cómica, mereció la atención de algunos medios. Julio Sánchez Cristo y Juan Gossaín la comentaron en sus cadenas radiales y llamaron a Name, quien con desparpajo reconoció la situación. La administración quiso negar los hechos, pero ese caso era apenas la punta del iceberg. El columnista Daniel Samper Pizano publicó en El Tiempo las numerosas cuotas políticas y familiares de los caciques políticos aliados del gobierno que, por aquellos días, se autoproclamaba paladín en la lucha contra la corrupción y la politiquería. Unos días después, la entonces embajadora en las Naciones Unidas, María Ángela Holguín, renunció para rechazar el manoseo politiquero.
Esas columnas iniciales en El Nuevo Siglo salieron bien, aunque solo alcancé a escribir seis. Alejandro Santos, director de la revista Semana, me propuso que me pasara para allá y acepté. Me despedí de El Nuevo Siglo, con pesar, y entré en una de las etapas más difíciles de mi vida.
Los actores lo llaman pánico escénico: todo marcha bien en los ensayos, pero cuando llega el público no son capaces de recordar los diálogos, los movimientos que antes eran fluidos se vuelven torpes y el miedo al fracaso prevalece. Lo que en El Nuevo Siglo salía con naturalidad, en los inicios de Semana se volvió un calvario. Tardaba mucho en evaluar los temas. Las verificaciones de investigación se volvieron paralizantes. La frescura en la redacción fue remplazada por un lenguaje rígido que escondía el temor a equivocarse. Estaba concentrado en la narración minuciosa de los detalles y la columna se entiesó. Parecía un reporte policial, sin gracia.
Esas primeras columnas en Semana fueron la manifestación de un bache creativo, quizás el peor de mi carrera. La verdad es que no he dejado de sufrir cada columna, pero en esa época lo único que quería era dejar de escribir para la revista y refugiarme en el periodismo de televisión que ha sido —y sigue siendo— mi principal trabajo. Añoraba los días en los que no tenía la obligación de escribir la columna y buscaba un pretexto para sacudirme de esa responsabilidad.
La solución apareció por la peor vía: las amenazas.
Mis letras rígidas y torpes habían conseguido ofender a unas personas hasta el punto de iniciar una serie de amenazas, muchas de las cuales tenían como blanco a mi hija, que en ese momento tenía seis años. Ante la pesadilla, mi bache creativo empezó a importar cada día menos, hasta que desapareció. Eso fue lo único bueno. Lo demás fue terrible.
Empezó un día de abril del año 2005. Al conmutador de Noticias UNO entró una llamada de una persona que pedía hablar conmigo y decía ser Héctor Rincón, por aquella época director de noticias de Caracol Radio. Al otro lado de la línea oí una voz simulada y macabra: “Perro hijueputa, le llegó la hora, pero vamos a matarle primero a su hija”. En medio de terribles procacidades describía, con detalles, cómo estaban vestidas ese día mi hija de seis años y mi esposa María Cristina, quien había ido a dejar a la niña al colegio, y en qué carro habían llegado al kínder. También se burlaban de la capacidad de reacción del conductor y el guardaespaldas que las acompañaban. Yo no podía responder, solo oír los insultos y amenazas sin pronunciar palabra. “A la primera que le vamos a mandar en pedazos es a la hija”, decía la voz y con una nueva tanda de groserías colgó el teléfono.
En varios períodos de mi vida había recibido amenazas, en algunas ocasiones fueron terribles, pero nunca habían tenido como blanco a mi hija. Mi primer pensamiento fue llamar a María Cristina y avisarle, pero debí esperar un minuto para recomponerme. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente.
Dos coronas fúnebres llegaron a la antigua sede del noticiero. La primera lamentaba la muerte de mi esposa y de mi hija, la otra era un arreglo mortuorio que deploraba mi muerte. Coronas similares llegaron ese mismo día a las oficinas de los periodistas Hollman Morris y Carlos Lozano. Los investigadores establecieron que las coronas habían sido despachadas de una floristería de Paloquemao, en Bogotá. Yo mismo fui a esa floristería a averiguar quién las había encargado. Me respondieron que las habían mandado por encargo de otra floristería en Pereira. Un corresponsal del noticiero visitó el lugar en Pereira y allí le dijeron que las había puesto un hombre joven que las pagó en efectivo. El empleado no recordaba sus facciones, solo que era blanco y de estatura mediana.
Por la misma época enviaron a miles de correos electrónicos un anónimo en el que sindicaban de diversos delitos y faltas éticas a una serie de opositores a la reelección del entonces presidente Álvaro Uribe. Recuerdo, entre otros, a los expresidentes César Gaviria y Andrés Pastrana; a los entonces senadores Rafael Pardo, Juan Fernando Cristo, Antonio Navarro, Piedad Córdoba y Rodrigo Rivera, que en ese tiempo no se había convertido al uribismo; al exfiscal Alfonso Gómez Méndez, y a mí. Varios de los insultos del pasquín eran s