PRÓLOGO
El Neruda del día después
Hace años, allá por los finales de los ochenta o comienzos de la década de los noventa, conversé por teléfono en Madrid con Octavio Paz. Ya no recuerdo el motivo del llamado, pero sí recuerdo que Octavio, al final, para cambiar de tema, me dijo que conocía mi relación personal con Neruda y quería contarme algo. Acababa de leer la obra completa de Neruda, desde el primer verso hasta el último, y había llegado a la conclusión de que era el mejor. Mejor, dijo, que tal y que cual, y citó varios nombres de la poesía en lengua castellana, terminando con la siguiente afirmación literal: «Su error fue la política».
Como balance literario, creo que es bastante más seguro que el mío. Octavio Paz era poeta y era un lector apasionado de poesía en varias lenguas. Era lector y conocedor. Podía pasearse por la poesía española, francesa, inglesa, norteamericana, italiana, y tenía un conocimiento original, curioso, fresco, de poesías orientales. Su balance político, sin embargo, es más discutible. Durante una mesa redonda en la UNESCO, un pensador conocido, Edgar Morin, me dijo que el comunismo del chileno era el de la guerra de España, el de la defensa de la República, y que Octavio Paz había formado su visión crítica del Estado comunista (el «ogro filantrópico», de acuerdo con uno de sus títulos más conocidos), en la diplomacia internacional. Es una aproximación mejor, pero todavía insuficiente. En los comienzos de la Guerra Civil Española, el poeta de España en el corazón observó que los comunistas, a diferencia de anarquistas y de trotskistas, se organizaban mejor y defendían la causa republicana con mayor eficacia. Supongo que tuvo noticias de la represión estalinista en el lado de la República, pero no se detuvo en eso. Al llegar a México en calidad de Cónsul General de Chile, después del desenlace español y en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el debate alrededor de Trotsky, del surrealismo, de los diferentes matices de la izquierda, lo separa de Octavio Paz y de sus amigos en una forma que parece definitiva. Sospecho que ese joven «adobado de tinta y de tintero», que desencuaderna su «dolor notorio» frente a su canto de amor a Stalingrado, es Octavio en persona. Neruda regresa de México, se detiene en Perú y visita las ruinas de Macchu Picchu, y pocos años después, en Chile, organiza con gran esfuerzo, con una convicción que parece inexpugnable, el Congreso de la Cultura de 1953. He descrito en este libro mi alejamiento de ese congreso, mi firma de un manifiesto en que pedíamos que en la reunión se discutiera sobre «los problemas de la cultura bajo Stalin». Me encontré a los pocos días con el poeta y me reprochó mi ingenuidad. Yo había sido utilizado por los enemigos de la causa. Pues bien, no creo que haya pedido disculpas entonces, ante el poeta, su mujer, Delia del Carril, y sus amigos, y ahora no me arrepiento en absoluto de haber firmado lo que firmé.
En esos días de preparación del Congreso de la Cultura, de cartas y manifiestos a favor y en contra, muere José Stalin y nuestro poeta le dedica una oda de un estalinismo sin fisuras, donde la duda no asoma por ningún lado. Esos versos eran la expresión acabada, perfecta, del realismo socialista que preconizaba la Unión Soviética en aquellos días, el que condenaba al infierno a varios de mis escritores predilectos: T. S. Eliot, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka, William Faulkner, entre muchos otros. Pero tres años después de la muerte de Stalin, Nikita Kruschev, durante el XX Congreso del partido, denuncia en un célebre discurso los crímenes del estalinismo. Algunos dirigentes del comunismo criollo murmuran que «el camarada Kruschev exageró mucho». En cuanto a la reacción de Pablo Neruda, pienso que había escuchado más de algo de sus amigos de Moscú, sobre todo de Ilya Ehrenburg, de Semión Kirsanov, de Simonov, y que el discurso le produjo un impacto doloroso, profundo, que solo podemos conocer e imaginar a partir de ciertos indicios. Los poemas de Las uvas y el viento eran lineales, flechas que se clavaban en la utopía del futuro socialista. Los poemas del libro que siguió, y que el poeta trabajó con esmero, con atención, sin descuidar detalle, buscando ilustraciones por todos lados, Estravagario, son la exacta antítesis. Son poemas circulares, cíclicos, de humor, de juego, de melancolía. A veces dan la impresión de que el poeta trataba de recuperar la atmósfera de Residencia en la tierra, el libro del que había renegado en el momento de asumir una posición épica, militante. No tengo intención de hacer aquí un análisis detenido del asunto, pero sé que la poesía no puede leerse con ingenuidad, tomando un verso al pie de la letra, sin desentrañar su sentido, y creo que toda la última parte de la poesía nerudiana está impregnada de duda, de incertidumbre, de angustia. Cómo interpretar, de otro modo, un poema que cito de memoria, cuyo comienzo dice más o menos lo siguiente: «He escrito tantos versos sobre el primero de mayo / que a partir de ahora sólo escribiré sobre el día dos de ese mes…»
Neruda no podía resolver esas dudas, porque no podía dejar de ser un militante disciplinado de su partido. Eso lo dijo muchas veces, a diferentes personas y de diferentes maneras. Una vez hablaban él y Louis Aragon, con implacable agudeza crítica, de la situación en la Unión Soviética, y Jean Marcenac, su traductor, literalmente aterrado, me dijo que no hablaban en serio, que no había que creer en lo que decían. Y me consta que hablaban con una seriedad mortal. Los dos poetas se habían comprometido con una causa, habían dado la mitad o más de la mitad de su vida por ella, y uno comprendía que no pudieran desembarcarse como si tal cosa. Su crítica del sistema soviético, por lo demás, no llegaba nunca al extremo de justificar el capitalismo occidental. Neruda, sin embargo, alcanzó a observar la sociedad francesa de comienzos de los setenta, y en más de una ocasión destacó en forma curiosa, sorprendido, las conquistas alcanzadas por la clase obrera. No hacía comparaciones, pero se veía que cotejaba para sus adentros y reflexionaba. Cuando un amigo, ministro en la Hungría comunista, le dijo que el socialismo, a pesar de todo, iba a triunfar (y se lo dijo en la misma sala en la que escribo estas líneas), Pablo se puso de pie y le contestó: Tengo serias dudas.
Algunos se escandalizaban por estas dudas. A mí, en cambio, me parece que su experiencia política de aquellos días, sobre todo la del mundo soviético, debió obligarlo a dudar todavía más. Y, en alguna medida, obligarme a mí a lo mismo. Porque hay alguna página de este libro en la que seguí al pie de la letra el criterio del poeta y que ahora, con algo de vergüenza y algo de disgusto, debo rectificar. En mis años, más bien breves, de diplomático chileno de carrera, fui tercer secretario de la misión de Carlos Morla Lynch en Francia, y ministro consejero, algún tiempo más tarde, de la embajada de Neruda durante la Unidad Popular de Salvador Allende. Neruda atacaba con singular virulencia a Carlos Morla por no haberle dado asilo diplomático en la legación de Madrid, donde se encontraba al final de la guerra de España, al gran poeta Miguel Hernández. Sostenía que Morla, en los años de la República, recibía en la legación de Chile a poetas de todos los pelajes y a hombres de mundo, pero que después, en la capital sitiada, solo se ocupó de sus amigos aristócratas perseguidos.
Ahora me parece más probable la versión siguiente: está comprobado que Morla le dio refugio a Miguel Hernández en el final de la contienda. Pero el poeta de Orihuela escuchó que la guerra continuaba en algún lado y salió de su lugar de asilo a continuar la lucha. Después intentó volver y se encontró con que la legación había sido rodeada y aislada por los soldados franquistas. Entonces decidió partir hacia la frontera con Portugal y ese error le costó la cárcel y la vida. Los policías de la dictadura portuguesa lo denunciaron y los españoles lo mandaron a la cárcel. Molesté a los amigos y a la familia de Morla al repetir la versión nerudiana, y tengo mala conciencia por no haberla analizado con más cuidado. Me desdigo, pues, hago mi autocrítica, aunque tardía, y lamento que la rencorosa pasión política del poeta me haya llevado a ser injusto con una persona delicada, sensible, de nobleza interior, que siempre fue afectuosa conmigo y con mi familia, que le regaló a mi hija Ximena una medalla religiosa, de oro legítimo, que ella todavía conserva.
Desde luego, cuando el partido se lo pedía, y sobre todo en los dramáticos tiempos finales de la Unidad Popular, el poeta escéptico en el que se había convertido Neruda desempolvaba sus viejos y más bien simples esquemas ideológicos y los utilizaba como armas de combate. Pero el desengaño, la duda, la angustia, caminaban por dentro. Las noticias del 11 de septiembre, sin duda, lo desmoralizaron y precipitaron su final. Ahora nos quieren demostrar que fue asesinado en la Clínica Santa María, donde habría ido a pasar un par de días antes de viajar al exilio en México. No niego que sea posible asesinar a un moribundo, aun cuando el móvil político del crimen no me resulte claro. Y nunca he visto que las clínicas sean los lugares más adecuados para preparar esos viajes al extranjero.
Creo, en cambio, por encima de todo, que el final del poeta fue de una tristeza desoladora, por razones políticas, humanas, de todo orden. En los días que siguieron a la elección de Salvador Allende, me había dicho en su casa del cerro San Cristóbal, caminando por un sendero, cerca del portón que se había abierto hacia el fondo del sitio, junto a la entrada de su biblioteca, que lo veía todo negro. Y la verdad es que lo veía claro. El militante intachable de Las uvas y el viento, el de la Oda a Stalin, se había convertido en un hombre reflexivo, experimentado, que sabía mucho más de lo que decía, y que dudaba. ¿Su error había sido la política? Quizá. Había creído en una solución futura, global, justa, para las atormentadas sociedades de nuestra época, y la historia, los porfiados hechos, habían desmentido su voluntariosa utopía. Uno abre sus libros en cualquier parte y encuentra, algunas veces, una respuesta enigmática:
Ay, lo que traje yo a la tierra
Lo dispersé sin fundamento.
No levanté sino las nubes
Y sólo anduve con el humo…
Ahora bien, la poesía, y la suya en forma eminente, es eso: nubes, maravillosas nubes, como decía uno de sus poetas preferidos, Charles Baudelaire, y humo, humo espléndido.
PARÍS, AGOSTO DE 2013
I
It was, I think, in the month of August...
THOMAS DE QUINCEY,
Samuel Taylor Coleridge
Yo, a su edad, era igual de flaco que usted.
Pero era, además, extremadamente lúgubre.
Me vestía siempre de murciélago...
PABLO NERUDA A JORGE EDWARDS
Adiós, Poeta...
El poeta del traje de gabardina
Creo que escuché pronunciar por primera vez la palabra «Neruda», bastante extraña antes de que uno se acostumbre a ella, en los patios del colegio de San Ignacio de Santiago de Chile, en el edificio antiguo, ahora demolido, de la calle Alonso de Ovalle. Esto debe de haber ocurrido allá por 1945 o 1946, cuando yo, antes de cumplir todavía los quince años de edad, me encontraba en el tercer año o cuarto de humanidades. En el país, desde luego, se conocía desde hacía tiempo, aun cuando era la de un autor todavía bastante joven, la poesía de Pablo Neruda, pero este conocimiento estaba muy lejos de ser fomentado en mi casa o en el colegio. En las estanterías de mi casa predominaba la literatura francesa o anglosajona, aparte de algún libro de historia de Chile o de algún ensayo conservador sobre nuestras instituciones políticas. Mis maestros jesuítas, por su lado, me habían obligado a aprender de memoria una traducción rimada de «El vaso roto», de Sully Prudhomme, impresionados, quizás, porque su autor había ganado el Premio Nobel, y solían declamar en clase, con voces trémulas, en medio de nuestras risotadas mal disimuladas, a Gabriel y Galán, a Núñez de Arce, a Quintana. Con eso consiguieron provocar en mí, y creo que en la mayoría de mis compañeros, una especie de saludable prejuicio en contra de toda delicuescencia poética. Nos tocó estudiar, sin embargo, el manual de técnica literaria del señor Eduardo Solar Correa, que había sido un crítico de buen gusto, y sus citas bien escogidas, en las explicaciones de métrica, me llevaron, primero, a la lectura de Quevedo, de San Juan de la Cruz, de Villamediana, de Rubén Darío y, poco después, al final de mis trece o ya en el umbral de mis catorce años, me convirtieron en poeta secreto, incipiente y algo vergonzante.
La revelación nerudiana vino a producirse, pues, en un terreno que ya había sido parcialmente abonado, y el hecho de que no formara parte de las preferencias de mi familia o de mis preceptores solo sirvió para darle más fuerza. Fue Raimundo Larraín, amigo y compañero de curso, el primero en pronunciar frente a mí ese nombre exótico, el primero en mi memoria, por lo menos. Raimundo, que más tarde se haría célebre como coreógrafo de los ballets del marqués de Cuevas, era, en esa época, un precursor en muchas cosas, un innovador inquieto, ocurrente, sorprendente, que entraba por una puerta, decía algo y, cuando alcanzábamos a reaccionar, ya había partido con sus invenciones a otra parte. Una tarde cualquiera, en el colegio, llegó y me preguntó si había oído hablar de Pablo Neruda. Yo no había oído una sola palabra, y si había oído, no había prestado la menor atención. «Es un poeta fantástico», declaró Raimundo: «¡Mira!», y se puso a recitar:
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega, mi cuerpo de labriego salvaje te socava y hace saltar al hijo del fondo de la tierra...
Fue una recitación exaltada, mágica, altamente erótica. Mi recuerdo sitúa la palabra «Neruda», tomada de un narrador checo de fines del siglo pasado, en los patios del fondo de ese colegio, junto a columnas de madera pintada de color marrón, y entre el rumor de los gritos y los pelotazos de los alumnos que se dedicaban al fútbol, deporte que las autoridades ignacianas fomentaban con singular entusiasmo.
Yo había pasado en el colegio, ya no sé cómo, al final de la prolongada convalecencia de una pleuresía, del grupo de los futbolistas a la minoría de estetas aristocratizantes que capitaneaba Raimundo Larraín. Más bien, Raimundo había resuelto, por sí y ante sí, que los futbolistas sudorosos, acezantes, mal hablados, de overoles desganados y manchados de tinta, no eran dignos compañeros míos, y que yo merecía formar parte, en gracia a méritos tan vagos como mi «sensibilidad», mi «inquietud», mi «finura», de esos happy few que ya manejaban nociones de filosofía y de arte, que se vestían con refinamiento —chaquetas de tweed, mocasines de gamuza que me llenaban de asombro—, y que contaban anécdotas de algún viaje que habían hecho con sus padres a Europa.
La entrada en ese grupo me abrió las puertas de dos lugares, dos espacios casi metafísicos, que pronto revelarían su importancia: la casa del arquitecto Sergio Larraín García Moreno, situada en el barrio de Providencia, a la orilla del canal San Carlos, en lo que era entonces el límite de la ciudad de Santiago hacia el oriente, hacia la cordillera de los Andes, y el balneario de Zapallar, en la costa central del país, unos ochenta kilómetros al norte del puerto de Valparaíso. Ese Zapallar de los años cuarenta era contradictoriamente wagneriano y nerudiano. Los jóvenes nos reuníamos en las noches en una terraza, debajo de las ramas fantasmagóricas de unos eucaliptos, a la luz de las estrellas o de la luna llena, en un ambiente de iniciados, para escuchar el Parsifal en discos rayados, tocados con agujas de cacto en una fonola vieja, versión, me dicen ahora, cantada por Lauritz Melchior y Kirsten Flagstad, y para oír en otros discos, editados por el emigrado español Arturo Soria y Espinosa con el sello de Cruz del Sur, partes de Crepusculario, el libro de adolescencia, o de Alturas de Macchu Picchu, la obra más reciente y más sorprendente, más inspiradora, en la voz insólita, monótona, ritual, de ese mismo Neruda que Raimundo había detectado antes que nadie:
La mariposa volotea
y arde, con el sol,
a veces.
Mancha volante y llamarada
ahora se queda parada
sobre una hoja que la mece.
Me decían: No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.
Yo tampoco decía nada.
Y pasó la hora de las mieses...
Cito de memoria, y compruebo, al abrir mi primer tomo de las Obras completas, que la memoria todavía me acompaña, salvo que el último verso debe decir: «el tiempo de las mieses...».
En esa misma época, me tocó ver por primera vez al ídolo de nuestras noches rituales zapallarinas, el verdadero dueño de aquella voz tan extraña, en carne y hueso. Eramos un grupo de adolescentes que paseaba por los corredores de la casa del barrio de Providencia que he mencionado antes. Esa casa fue la primera donde encontré, entre muchas otras cosas, y en lugar de los bibelots franceses o de las piedras duras y los biombos japoneses de las mansiones de la burguesía santiaguina, dos o tres dibujos de Pablo Picasso, un óleo, encima de la chimenea, de Salvador Dalí, una edición del Ulysses, de James Joyce, ilustrada por Henri Matisse, y otra del Finnegans Wake, y discos de unos compositores que se llamaban Alban Berg, Bela Bartok, Arnold Schoenberg... Salíamos una noche de la sala de música, donde una de las niñas de la familia había interpretado el Golliwog’s cake walk, de Claude Achile Debussy, y donde había, encima del negro lustroso del piano, un cuadro de Roberto Matta de colores oscuros —explosiones rojas, verdes, amarillas, en un túnel cósmico—, mientras las voces y las carcajadas de los mayores retumbaban adentro del salón, cuando se abrió la puerta, apareció el animado anfitrión, y dijo con ojillos vivaces, al divisarnos en la penumbra: «Niños, ¿quieren conocer a Pablo Neruda?».
Sus hijas, desde luego, sabían quién era Neruda, y quizás estaban cansadas de verlo, y nosotros, los happy few, capitaneados en ese momento por el infaltable Raimundo, ya habíamos empezado a saber, pero ni siquiera habíamos soñado con la posibilidad de encontrarnos a boca de jarro con el Poeta en su envoltura carnal. El dueño de casa volvió a entrar y regresó a los pocos segundos en compañía de un hombre más bien gordo, más bien alto, muy mayor para nosotros, pero que todavía se encontraba en los años mejores de la cuarentena. Estaba vestido con un traje de gabardina de color verde botella, en los tiempos en que la gabardina todavía era una novedad rara, que llegaba de los Estados Unidos a precios prohibitivos, y calzaba zapatos de gamuza de color marrón oscuro, los mismos que usaban algunos de los miembros de mi grupo nuevo, y que yo observaba con una mezcla de envidia irresistible y desdén. Llevaba corbata, pero ahora no podría decir si era ya una de esas corbatas delgadas, largas, de bordes paralelos, que en años posteriores compraba o tenía que encargar a una exclusiva tienda de Roma.
El hombre del traje de gabardina verde botella, Pablo Neruda, nos dijo, con la voz que ya le conocíamos de memoria por los discos y con una cara impávida y amarillenta, de ojos chicos y que se fijaban en un punto cualquiera del espacio, que él, a la edad nuestra, había llegado recién de Temuco y estudiaba su bachillerato en un banco del Cementerio General, sentado debajo de unas grandes magnolias. «Yo era muy malo para las matemáticas», dijo. «Le tenía un miedo terrible al examen de matemáticas.» Nosotros, paralizados, embobados, lelos, no dijimos ni preguntamos nada.«0 mathématiques sévères...», habría podido exclamar, «je ne vous ai pas oubliées...», pero todavía no sabía quién era el conde de Lautréamont, y lo ignoraba todo sobre la relación entre la poesía suya y la del personaje que teníamos frente a nuestras narices.
El Poeta, con su voz enterrada, entierrada, dijo alguna cosa más, y regresó a la bulliciosa y risueña compañía de los adultos. Nos pareció adivinar que el compositor Acario Cotapos, redondo y rechoncho, con ojos desorbitados y picarescos, hacía una de sus gracias en el centro del salón, la imitación, quizás, de un elefante acróbata en un circo, un elefante que coloca un pie en un taburete y levanta el otro, en medio de un redoble de tambores... La puerta se cerró en forma brusca sobre esa reunión de mayores parlanchines, gritones, bromistas, y nosotros nos miramos, no hicimos, creo, el menor comentario, y reanudamos nuestros asuntos.
El final de los años cuarenta, los comienzos de la década del cincuenta, correspondieron al apogeo de una implacable guerrilla entre los poetas chilenos. La vida literaria del país estaba dividida entre los devotos nerudianos; los discípulos de Vicente Huidobro, el poeta de Altazor y el novelista de Mío Cid Campeador, de La próxima, de Sátiro o el poder de las palabras, entre muchos otros textos; y los compadres, parientes, amigos y amigotes de Pablo de Rokha, otro de los fundadores de nuestra vanguardia, autor de Los gemidos, de Escritura de Raimundo Contreras, del Canto épico a las comidas y a las bebidas de Chile. Circulaba en manoseadas copias a máquina un poema inédito de Neruda, impublicable de acuerdo con las normas de aquellos años, lleno de epítetos contra «el De Rokha», el Perico de los Palotes de algunos escritos posteriores, y en que Vicente Huidobro, el afrancesado, el decadente, el señorito, tragaba semen «en las valvas de la prostituta».
Se recordaba que Braulio Arenas, poeta y miembro destacado de las huestes huidobrianas, uno de los fundadores del grupo surrealista chileno de «La Mandrágora», había corrido por el pasillo central, durante un acto en el Salón de Honor de la Universidad de Chile en que el orador principal era Neruda, le había arrebatado el discurso de las manos, insultándolo a gritos, y después se había abierto camino hacia la salida a trompazo limpio.
Pablo de Rokha, en esos mismos años, publicaba su revista Multitud, que desde el título y el diseño gráfico —hojas de papel de diario, gruesos titulares en colores rojos y negros—, implicaba una toma de posiciones, una forma de marxismo-leninismo puro y duro, y dedicaba gran parte del espacio a combatir a Huidobro, encarnación del intelectualismo europeizante, del cosmopolitismo, y a Neruda, símbolo del comunista aburguesado, blando, complaciente. Ya preparaba la diatriba excéntrica, por momentos patética, interesante en algunos detalles, que publicaría poco después con el título de Neruda y yo.
Por su parte, Vicente Huidobro regresó a Chile al término de la segunda guerra mundial, donde se había enrolado en las fuerzas aliadas y llegado a presentarse en París, en los días que siguieron a la caída de Berlín, en posesión de un aparato viejo que exhibió ante la prensa, con la mayor seriedad, como el teléfono particular de Adolfo Hitler, botín que declaraba haber conquistado durante el asalto a la ciudad, y murió en 1948 en su propiedad de Cartagena, frente al mar de la costa central y a no demasiada distancia de los parajes nerudianos de Isla Negra.
Yo ya estaba en el último año del colegio de San Ignacio. Ya me había convertido en poeta incipiente, y era tan lector de Huidobro como de Neruda, pero todavía no había empezado a participar en ajetreos literarios. Después supe que dos de mis compañeros de generación, Enrique Lihn y Jorge Sanhueza, habían partido en tren a Cartagena, balneario venido a menos de nuestra costa central, y habían acompañado a Vicente Huidrobo hasta su tumba en un cementerio de pueblo. El homenaje de Lihn, que se convertiría al cabo de los años en antinerudiano recalcitrante, algo obsesivo, y de Sanhueza, que seguiría el camino exactamente inverso, no era casual. La gente de mi generación, recién salida de la adolescencia, se hallaba muy cerca de la vanguardia y del surrealismo. Adorábamos Residencia en la tierra, el gran libro de la primera madurez de Neruda; conocíamos casi todos sus poemas de memoria; jurábamos por «Walking around», por la «Barcarola», por el «Tango del viudo» y teníamos, a la vez, una marcada desconfianza, o al menos una distancia, frente al tono retórico, épico, hugoniano, de muchos de los textos mayores de Canto general, el libro que Neruda estaba por terminar en aquel tiempo y que se anticipaba en revistas y en folletos más o menos clandestinos. Nos fascinaba una de las personas de Neruda, la del poeta hermético, misterioso, angustiado, sugerente, que se extendía entre «Galope muerto», el primero de los poemas de Residencia en la tierra («Como cenizas, como mares poblándose, / en la sumergida lentitud, en lo informe...»), y «Las furias y las penas», de Tercera residencia, y pronto, tres o cuatro años más tarde, nos tocaría convivir en el ambiente local con otra, fenómeno que no habíamos previsto y que constituiría más adelante una fuente de equívocos y hasta de conflictos serios.
A todo esto, los chistes y el anecdotario antinerudiano abundaban en el Santiago literario de aquellos años, amplificados, seguramente, sin que nosotros nos diéramos cuenta, por la hostilidad del gobierno de Gabriel González Videla, a quien Neruda había ayudado a llevar al poder, puesto que había sido jefe de su campaña electoral en 1946, y a quien después, en 1947, privado de su fuero de senador y exiliado, fustigaba desde Europa con tonos parecidos a los de Víctor Hugo en Guernesey, el de los ataques a Napoleón el Pequeño. «Pablo Neruda es igual de tonto que los escritores criollistas», contaban que decía Vicente Huidobro: «Va al campo y ve las mismas cosas que ven ellos. Ve, por ejemplo, que las vacas rumian y que los bueyes se mueren. Pero él, más astuto, les pone aceitito vanguardista. En lugar de escribir:“el buey se muere”, como escribiría un Luis Durand o un Mariano Latorre [los novelistas mayores de aquellos años, cuyo regionalismo ya estaba gastado y desacreditado], escribe:“la muerte llega a la lengua del buey”...»
Dediqué muchas horas a conversaciones que no dejaban de ser instructivas, a pesar de su ociosidad esencial, en el cuadrilátero formado por La Bahía, el Sao Paulo, el Café Bosco y el Iris, cuadrilátero que limitaba al norte con la Plaza de Armas y al sur con la Alameda, entre la iglesia de San Francisco y la Plaza Bulnes, es decir, el corazón del Santiago de entonces, con los escritores que empezaban a aparecer y con algunos personajes que ya estaban consagrados en nuestro mundillo: el poeta Teófilo Cid, otro de los surrealistas de «La Mandrágora», que había sido funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, pero que se había convertido en un desdentado y desharrapado parroquiano de los boliches más miserables de Santiago, un «maldito» al estilo chileno; Helio Rodríguez, hombre sociable y amable, corrector de pruebas en la Editorial Zig-Zag, que todos conocíamos como «el Tigre Mundano»; el poeta Eduardo Molina, uno de nuestros afrancesados mapochinos, que nunca había publicado un verso; Eduardo Anguita, que sí era poeta de calidad notable, de inspiración religiosa, además de buen cuentista y ensayista; Luis Oyarzún Peña, uno de los maestros de aquel tiempo, hombre de ideas y de humor, conversador, profesor, escritor de calidad. Recuerdo divagaciones nocturnas, al filo de la embriaguez, alrededor de una botella de vino áspero, una panera, un recipiente de greda lleno de pebre, en el recinto lóbrego, meado de gatos, del Club de los Hijos de Tarapacá, en los altos del Café Bosco. Yo vivía a tres o cuatro cuadras de distancia de ese café, en la vereda de enfrente de la que entonces todavía llamaban «Alameda de las Delicias», hoy Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins. Ya era alumno de la Escuela de Leyes, pero el estudio y las horas de sueño resultaban invariablemente postergados para hacer chistes e invenciones librescas, o para hablar de Kafka, o de Jorge Luis Borges, o de Antonin Artaud o de narradores fantásticos al estilo de Aloysius Bertrand o de Marcel Schwob, o para escuchar interminables anécdotas sobre Alberto Rojas Jiménez, el amigo que «viene volando» después de su muerte en la célebre elegía de Neruda, sobre Jorge Cáceres, poeta y bailarín, o sobre Joaquín Cifuentes Sepúlveda, que cumplía con el extraño rito de saltar por encima de los ataúdes de sus amigos recién muertos. Se deslizaba la noche en medio de minucias más o menos divertidas y se postergaba todo, incluyendo en ese todo, desde luego, el momento de iniciar la propia obra.
En la bohemia de ese tiempo y de esos lugares, conocí a otro personaje pintoresco, demasiado cínico y demasiado refinado, a su modo, para tomar en serio esos cenáculos de pan con pebre, dotado de una evidente sensibilidad literaria malgastada en un periodismo amarillo, de ribetes canallescos, y que inesperadamente iba a servirme de introductor en los círculos nerudianos. Mario Rivas González había viajado y conocido el mundo en su juventud en compañía de su padre, Manuel Ramón Rivas Vicuña, político y diplomático destacado en las décadas del veinte y del treinta. Su conversación era fascinante para mí debido a su conocimiento del mundo, de la Europa de entre las dos guerras, de Turquía en los finales del Imperio Otomano, pero también, y sobre todo, porque era un formidable memorialista e historiador privado de esa clase chilena provinciana y a la vez extravagante, divertida, un poco delirante, de la que salían nuestras familias.
Mario Rivas era un verdadero desollador, un humorista obsceno, un gacetillero que conservaba restos, atisbos remotos, del talento de un François Rabelais o de un Francisco de Quevedo. Vivía cerca de mi casa, en un pequeño departamento de la calle Mac Iver, en un ambiente de gente de teatro, periodistas noctámbulos, escritores sin obra, guardaespaldas, y, después de una tarde dedicada a aporrear a toda prisa su máquina de escribir para llenar su extensa columna «Donde va Vicente, va la gente», del diario Las noticias gráficas, empataba las horas de la noche conversando con sus ocasionales visitas y bebiendo vino. Se decía que conseguía anuncios para su página por medio del chantaje, amenazando a señores de buena posición con publicar alguna aventura galante o algún escándalo que él había podido detectar. De ahí su infaltable bastón, que adentro, decían, escondía un afilado estoque, y de ahí sus fornidos guardaespaldas, pero eso, a los jóvenes poetas, escritores, gente de teatro, que lo visitábamos, no nos inquietaba excesivamente. Veíamos a Mario como una suerte de Robin Hood del periodismo incrustado en la selva santiaguina de entonces, que despojaba a los ricos abusadores para desplegar su generosidad entre noctámbulos y artistas de poca fortuna, y es posible que esa piadosa visión no fuera del todo inexacta.
En ese tiempo, o quizás un poco más tarde, conocí a Pablo de Rokha, otro de los personajes literarios importantes del Santiago de aquella época. Llegué, ya no recuerdo cómo, quizás para entregarle un ejemplar de mi libro, a la casa de Juan de Luigi, ensayista y crítico destacado en la prensa de izquierda, y mi visita coincidió con la presencia, habitual, según entendí, del poeta de Escritura de Raimundo Contreras. El león rokhiano, menos fiero de lo que lo pintaban, se ejercitó, para variar, en su obsesiva crítica contra Neruda. Juan de Luigi sostenía que Neruda era d’annunziano y que tenía una manía de construir casas y de coleccionar objetos, de fabricarse un escenario, parecida a la de Gabriel D’Annunzio, otro poeta que había dedicado no menos esfuerzos a la elaboración de su personaje que a la de su obra poética. De Rokha, por su parte, atacaba el coleccionismo de Neruda, aunque sin la ferocidad que uno habría podido imaginarse, como si Juan de Luigi, con su formación europea, le impusiera una especie de respeto intelectual y de recato. De Luigi hacía un distingo interesante: comprendía que el hombre de los «Tres cantos materiales», del capítulo de Canto general titulado «El Gran Océano», reuniera en sus casas caracolas marinas, mariposas disecadas, veleros dentro de botellas, dientes de cachalote labrados y mascarones de proa. Le parecía ridículo, en cambio, que persiguiera por cielo y tierra ediciones de bibliófilo. Eso estaba bien, a su juicio, para el refinado y decadente D’Annunzio; no para el sudamericano visceral, dotado de un sentido especial de la naturaleza, pero declaradamente indiferente al saber libresco.
En aquellos años ya habían empezado a circular los buses pequeños y más rápidos, que los santiaguinos bautizaron de inmediato con el nombre de «liebres». Después de la tertulia con De Luigi, entramos a uno de esos vehículos, Pablo de Rokha y yo, para emprender lo que se veía entonces como un largo viaje desde el oriente precordillerano hasta el centro de la ciudad. El viejo bardo, que había mantenido una actitud reservada, casi domesticada, frente al crítico, pareció recuperar ahora su genio propio. «A este lado de la trinchera», me dijo, con gesto agrio, cansado, mientras la liebre daba barquinazos por la avenida Irarrázaval, «estoy yo, ¡lleno de piojos!, y al otro lado están los maricones, Vicente Huidobro y Pablo Neruda...» Así habló, en términos precisos de guerra o de guerrilla, el que años más tarde definiría su propia voz lírica como la del «macho anciano», y el que terminaría con sus días de un pistoletazo, en los inicios de la década de los setenta. Era un poeta auténtico, personal, de un tono inconfundible, pero rendía excesivo tributo a cierta retórica tremendista, a un americanismo y un populismo que empezaban ya, en los años cincuenta, a sonar repetidos, trasnochados. La obsesión contra Huidobro y Neruda, que al final se concentró en el solo Neruda, Neruda y yo, resultaba amarga y a la vez triste, autocorrosiva.
La llegada a Los Guindos
Miro esos años con la perspectiva de ahora y llego a la conclusión de que fui, de que conseguí ser, felizmente, un bohemio más bien controlado, un bebedor excesivo, pero que se mantuvo lejos del alcoholismo, y que no prolongaba las cosas hasta esos amaneceres en los que un toque de «pichicata» salía al rescate de los náufragos del Café Bosco, o del todavía más peligroso y sórdido Café Iris. Continuaba con mis estudios de leyes, sin entusiasmo alguno, desde luego, pero con un mínimo de disciplina, y encontraba espacios en el día, sobre todo en la segunda hora de la mañana, la del curso de derecho procesal de don Ramiro Méndez Brañas, para escribir mis primeros cuentos, ya que había pasado de un modo natural, sin mayor conciencia del asunto, de la poesía a la prosa. En la mitad de 1952, es decir, en el cuarto año de Leyes, reuní los ocho cuentos que me parecían mejores, unificados alrededor del tema de la infancia y de la adolescencia, y los publiqué con el título de El patio. Fue una edición privada, de quinientos ejemplares, hecha en la imprenta casera del hermano de Arturo Soria, Carmelo, que veintitantos años después, en los terribles primeros tiempos de la represión pinochetista, moriría asesinado.
Después de repartir ese libro a los suscriptores de la edición, que habían contribuido a financiarla, a la familia y a los amigos, a la crítica, puse cuatro ejemplares en el correo, como quien lanza una botella al mar, para tres de los escritores de la lengua que más admiraba y para el gran crítico chileno de esos años: Gabriela Mistral, que se encontraba de cónsul en Nápoles, y Hernán Díaz Arrieta, más conocido por su seudónimo de Alone, que se hospedaba en su casa; Jorge Luis Borges, leído entonces por una ínfima minoría, y que era alcanzable en la dirección bonaerense de la revista Sur, y Pablo Neruda, que acababa de regresar de su famoso exilio en esos meses finales del régimen de Gabriel González Videla, y cuya dirección del barrio de Los Guindos había encontrado de la manera más simple: consultando la letra N en la guía de teléfonos.
Pasaron dos o tres meses, quizás más, sin que sucediera nada, hasta que un día me encontré con Mario Rivas González en los parajes de la Alameda esquina de Mac Iver, esos espacios equidistantes del Café Bosco y de mi caserón de la casi esquina de Carmen, y me informó, con la formalidad humorística que lo caracterizaba, resabio de otros tiempos, deteniéndose en la vereda, juntando las piernas, accionando con el grueso y reluciente bastón defensivo: «Pablo Neruda me preguntó por ti. Me pidió que te llevara a su casa uno de estos días». Eso fue todo, y ahora solo puedo imaginar mi asombro, mi nerviosismo reprimido. El silencio y el olvido habrían sido mucho más cómodos, pero el caso demostraba que el correo podía funcionar como una maq