Batuta rebelde

Patricia Politzer

Fragmento

DE CHOPIN AL LOCO PEÑA

A Vitalia Hen Muñoz el hospital de Coquimbo le provocaba sentimientos encontrados, quizás por eso —a pesar de que su marido era médico— decidió pasar las últimas semanas de embarazo en casa de su madre y parir en Santiago. El lunes 16 de enero de 1928 nació su primer hijo, Jorge Peña Hen, el que se llevaría sus favores, el que la haría hincharse de orgullo, el que le dejaría un dolor irremisible hasta que el Alzheimer se llevara sus recuerdos.

Su vida había cambiado de manera radical en aquel hospital. Unos años antes, llegó de emergencia aterrada por un sangramiento incontrolable que delataba un aborto causado por una golpiza. El doctor Tomás Peña —uno de los dos médicos que en esos años cubrían las necesidades de la zona— la atendió con especial esmero, detuvo su hemorragia, y no solo curó su cuerpo sino también su alma. Del hombre que pretendió dominarla a punta de bofetadas nunca más se supo, o por lo menos nunca se habló de él en la familia Peña-Hen.

Tomás y Vitalia se instalaron en Coquimbo, y allí creció la familia con dos hijos más: Rubén y la pequeña Silvia. El doctor Peña era un médico respetado y valorado, de esos que solían apodar «médico de los pobres», de esos que siempre llevan por delante el juramento hipocrático. Recorría los cerros visitando enfermos cada vez que era necesario.

Desde muy joven, Jorge Peña Hen era tozudo e incansable. No solo perseveraba en proyectos que parecían descabellados, sino que era capaz de mover montañas hasta lograr el objetivo. Así ocurrió cuando se le puso entre ceja y ceja que presentaría el Magnificat de Bach en el Teatro Nacional de La Serena. Tenía apenas veintidós años, y aún no terminaba sus estudios en el Conservatorio de Santiago, pero estaba convencido de que podría convocar a una orquesta, un coro y los solistas necesarios para lanzarse en esa aventura desmesurada.

Aún no llegaba a la adolescencia cuando quedó hipnotizado por la música. En esa época vivían en Santiago y su madre contrató una profesora de piano para su hermana Silvia, cinco años menor que él. Pero fue Jorge quien enloqueció frente a las teclas. Doña Vitalia no imaginó ese fervor inesperado ya que unos años antes el niño había tomado unas lecciones sin mostrar mayor interés. Esta vez, en cambio, no solo practicaba más que Silvia, sino que se ofrecía gustoso para hacerle las tareas de teoría.

Obviamente las clases serían para los dos. Doña Vitalia no lo dudó ni un segundo, si sus hijos tenían ese don, era sin duda parte de su herencia. Su historia familiar estaba marcada por los instrumentos. Su padre, que murió el mismo año de su nacimiento en 1902, se ganaba la vida como profesor de violín y como afinador de pianos y órganos en la ciudad de Ovalle. Así lo acreditan los anuncios que el músico publicaba en los diarios de 1898, en los que ofrecía excelencia y buenos precios, notificaba que los días viernes atendería a las familias de Coquimbo y solicitaba que se le dejaran las órdenes en la Librería Americana i Nacional de La Serena.

Nadie parece haberse preocupado de los orígenes de este hombre ciego que algunos identificaban como inglés, otros como alemán, o quizás como uno de esos judíos que arrancaba de alguna persecución. Su nombre, Daniel, que significa «justicia de Dios» en hebreo, es de origen bíblico al igual que Ester, el segundo nombre con el que bautizó a su hija Vitalia. Probablemente fue la música la que unió a Daniel Hen con Irene Muñoz, su mujer. Ella tocaba muy bien el piano, al igual que su hermana Anita que daba clases como su cuñado ciego.

Doña Vitalia sentía que la música era parte de su esencia y, por lo tanto, si su hijo mayor mostraba ese don, su misión sería apoyar y celebrar. Más aún cuando, a poco andar, la maestra Olga Cifuentes sugirió que su formación continuara en el Conservatorio Nacional, asegurando que al joven le sobraba talento y que las clases particulares le eran insuficientes.

A los catorce años, Jorge había aprobado los exámenes correspondientes a cuatro años de Teoría y Solfeo y, a los quince, dos cursos del ciclo básico de piano. Pero él quería más. Quería componer y ser director de orquesta. Tal era su ímpetu que rápidamente se las arregló para que el maestro Pedro Humberto Allende, uno de los tótems de la academia, lo aceptara como alumno. Se sentía orgulloso. Allende no era solo el gran profesor de Armonía y Composición sino uno de los míticos músicos que, junto a Domingo Santa Cruz, había logrado la modernización del Conservatorio. Sus obras eran conocidas en Europa y su concierto para chelo había sido alabado ni más ni menos que por Debussy.1

Entusiasmado, el joven Peña Hen intentaba sus propias partituras. Mientras sus compañeros del Instituto Nacional entraban a tropezones en la adolescencia, él descubría en la música un mundo fascinante capaz de absorber sus hormonas, sus pensamientos, sus emociones. Hasta que bruscamente todo cambió. Parecía una noche cualquiera, pero en medio de la cena, sin mayores preámbulos y sin espacio para reparos, su padre anunció que volvían a Coquimbo.

Seis años antes la familia había partido a París para que el doctor Tomás Peña perfeccionara sus conocimientos de obstetricia y ginecología. Ahora era el momento de cumplir con los suyos y compartir la experiencia adquirida.

Con cierta solemnidad, explicó a la familia que, para un médico chileno y de provincia, trabajar durante un año en la clínica Baudelocque era uno de esos privilegios que solo adquieren su sentido profundo cuando los frutos se devuelven a la sociedad, a quienes más lo necesitan. En aquella clínica —a fines del siglo XIX— las mujeres pobres embarazadas recibían atención médica por primera vez. Fue una revolución, los médicos franceses no podían creer que esos niños, de madres desarrapadas y muertas de hambre, nacieran tan saludables y fuertes como los hijos de familias pudientes que contrataban a los mejores facultativos para que asistieran sus partos.

Era imposible negarse a que esos conocimientos médicos se pusieran al servicio de la gente de Coquimbo, aunque Jorge lo sintiera como un golpe demoledor pues era evidente que solo en Santiago se podía tener una estricta formación musical. Pero, a los quince años, sus padres no veían en él a un director de orquesta sino a un jovencito que recién comenzaba a vivir y ya había tenido la suerte de conocer París.

Una fotografía de la familia en el parque Bois de Boulogne daba cuenta de esa experiencia que no solo les había llevado a vivir en el Barrio Latino, aprender francés y conocer la famosa Torre Eiffel sino también oler el peligro de la locura colectiva. Era solo un niño cuando fue testigo del estallido de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación nazi. Sin entender a cabalidad lo que ocurría, vio a su madre horrorizada frente a la detención de su padre para un interrogatorio, mientras ella intentaba salir cuanto antes de Europa para proteger a sus hijos. Afortunadamente, todos volvieron a Chile sin mayores problemas. Solo fue un malentendido, los nazis estima

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