¿Por qué soy católico?

Rafael Gumucio

Fragmento

Hoy, domingo 21 de enero de 2018, el papa Francisco acaba de dejar nuestro país.Antes de su llegada resultaba difícil declararse católico en Chile; a seis días de su visita, resulta simplemente bochornoso. Frío a pesar de sus intentos de sonreír todo el tiempo, lejano a pesar del uso del lunfardo y la jerga juvenil, el poco capital simbólico que consiguió usando zapatos viejos y alojando en hostales de mala muerte lo malgastó defendiendo al obispo Juan Barros, encubridor de los abusos sexuales del cura Fernando Karadima —un mitómano ultraconservador obsesionado con la pureza de la Virgen y la eyaculación de sus discípulos—. Karadima formó al menos a cuatro de los obispos que concelebraron con el papa una misa en el descampado más vacío que haya presenciado jamás un santo padre en América Latina.

La fofa sonrisa del obispo Barros, su voz castrada, la vanidad de su sencillez, la ceguera que lo llevó a arrastrarse de misa en misa tras el pontífice a pesar del rechazo de sus feligreses y del escándalo que rodea a su maestro, son todo lo que yo detesto de la Iglesia. La visita del papa me vuelve a recordar que, a pesar de los curas obreros, de los jesuitas consecuentes, de la capellana de la cárcel de san Joaquín —que, cuando estuvo Francisco, hizo cantar rabiosamente, con los labios pintados, a las reclusas—, la mayoría de la conferencia episcopal chilena (y argentina, y española, y francesa, y ruandesa) está compuesta de untuosos seres de sexualidad indefinida. O peor aún, o mejor aún, de arribistas sin suerte, hijos cuyas mamás los quisieron demasiado, italianos de pueblo que han encontrado en las sotanas faldas en las que esconderse del mundo o ascender en él.

Eso no es Jesús, eso no son los Evangelios, se defienden —nos defendemos— los católicos progresistas. Los curas de población, los teólogos de la liberación, la gente como mi madre que cree con sincera y combativa necesidad viven esa jerarquía distante y castigadora como la cruz que cada cristiano debe cargar sin quejarse (aunque se quejan igual). Esa idea es lo que, en definitiva, les impide separarse de la Iglesia católica, apostólica y romana y declararse, como casi todo el mundo hoy en día, cristianos sin denominación de origen, vagamente de acuerdo con la idea de un dios en minúscula.

Mi madre y los otros católicos progresistas siguen en la Iglesia de Roma porque es la de su infancia, pero quizás también porque el catolicismo romano tiene la ventaja sobre cualquier otra iglesia cristiana de obligar a los fieles a ejercitar su sentido del humor hasta el paroxismo. Es un desafío, hasta para el más ágil, creer en menos de diez años en la infalibilidad de un polaco histérico, en un alemán dogmático y en un argentino malas pulgas. Si Dios está detrás de esos nombramientos, no se puede negar que es un ser cambiante, contradictorio, para no decir que es simplemente caprichoso. No sé si, como sostienen muchos profesores universitarios, Shakespeare era un católico clandestino que sobrevivía como podía bajo las persecuciones anglicanas, pero de lo que no me cabe duda es que el Dios de los católicos tiene la magia shakesperiana de darles siempre los mejores parlamentos a sus propios Falstaff, a sus Ricardos (II o III), a sus confundidos Hamlet y a una infinidad de reyes Lear —todos esos que pierden su reino antes de lanzarse sin más al delirio y la muerte—.

Ni siquiera los más furiosos anticlericales pueden dejar de reconocer la riqueza dramática de la Iglesia de Roma, heredera del Imperio ídem y al mismo tiempo responsable de su disolución. Poder humano, demasiado humano, tan humano que lleva dos mil años destruyendo hasta los rastros mismos de su razón de ser, vendiéndose, regalándose, dividiéndose, sobreviviendo por puro milagro y siempre manteniéndose más o menos intacto. Completamente distinta y completamente igual a sí misma.

Personas como mi madre siguen en la Iglesia porque siempre, entre los antipapas de Avignon y los Colonnas y los Borghese —familias que se dividían el papado como si fuera una pertenencia suya más desde el siglo XIII—, aparecía de la nada un san Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, un san Ignacio de Loyola o alguien como mi tío Esteban Gumucio Vives. Mi tío Esteban y su barba que había jurado no cortarse mientras Pinochet gobernara Chile (promesa que tuvo que romper al advertir que el dictador se empeñaba en durar lo que al final serían diecisiete años); mi tío Esteban y su sonrisa, y el ego que apenas disimulaba, y la población callampa en que vivía sin aspavientos, y las canciones sin rimas, perfectamente sencillas y perfectamente profundas que cantaban con él los seminaristas de Los Perales, donde un tiempo enseñó discretamente su propia versión de Jesucristo; mi tío Esteban y «La cantata de los derechos humanos» de 1978 cuando el grupo andino de protesta Ortiga, en plena dictadura, le preguntaba a Caín, encarnado por la orquesta que dirigía el músico Alejandro Guarello: «¿Dónde está tu hermano?», y el hermano no estaba, y el hermano no llegaba, pero sigue llegando, eterno asesinato de Caín que no sabemos sino repetir de generación en generación.

Mi tío, sacerdote católico, les daba esperanza a los más desesperanzados con charangos y quenas entonces perseguidas —ecos de la Unidad Popular hacía tan poco destrozada—, a los que solo se les permitía cantar, hablar, si cantaban la Biblia:

Creo que detrás de la bruma

el sol espera.

Creo que en esta noche oscura

duermen estrellas.

Creo en los ocultos volcanes

sin ver sus fuegos.

Así canta al unísono Ortiga, una escisión del conjunto folclórico combativo chileno Quilapayún que se quedó en Chile. Eso y la clandestinidad, el miedo, la esperanza y el honor rotos son la única fuerza que puede decirle algo en su mismo idioma, y al mismo tiempo en otro contrario, a los militares y sus galones, a su jeraquía, tan parecida a la del catolicismo, porque las dos instituciones maman del mismo seno: el Imperio romano.

Contra el imperio de la guardia pretoriana, otro ejército, otra legión, otro imperio. Contra los uniformes marciales, trajes de pastores. Mi tío Esteban o mi otra tía abuela, María Alemparte Prieto, la Cuca, que se hizo monja en secreto y silencio en las Siervas de María, una congregación que, aparecida bajo la Revolución francesa —donde se les prohibía procesar sus votos—, le permitió seguir trabajando en Impuestos Internos y cuidar a Clara Concepción del Carmen, mi tía Cala, que nació lisiada en una barcaza que atravesaba como podía el río Calle Calle. Un metro veinte, la mano torcida tanto como su caja torácica, carácter tronante, alegre y terrible, mi tía Cala pasaba las tardes en el jardín de su casa en la calle Manuel Montt, orgullosa de que los pájaros invadieran solo su pedazo de jardín, más viva que cualquier vivo, más feliz, enojada, divertida, mi tía Cala que no admitía excusa para que los otros no fueran felices e indestructibles como ella. Y mi otra tía abuela, Amalia, a quien no

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