Mentiras peligrosas

Becca Fitzpatrick

Fragmento

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Créditos

Título original: Dangerous Lies

Traducción: Gema Moral

1.ª edición: diciembre 2015

© 2015 by Becca Fitzpatrick

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-234-9

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Notas

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Unos airados golpes sacudieron la puerta de la habitación del motel. Permanecí absolutamente quieta sobre el colchón, mi piel caliente, húmeda y pegajosa. A mi lado, Reed atrajo mi cuerpo hacia el suyo.

Se acabaron los diez minutos, pensé.

Intenté no llorar al posar la cabeza en el cálido hueco del cuello de Reed. Mi mente absorbía hasta el último detalle, atesorando el momento con mimo para poder revivirlo durante mucho, mucho tiempo, después de que me llevaran.

Sentí el loco impulso de huir con él. A un lado del motel había un callejón, visible desde la habitación donde me tenían encerrada. Detalles como dónde íbamos a escondernos y cómo íbamos a evitar acabar en el fondo del río Delaware con bloques de cemento atados a los pies me impidieron ceder a ese impulso.

Los golpes se hicieron más fuertes. Acercando su cabeza a la mía, Reed respiró profundamente. También él intentaba recordarme.

—Seguramente habrá micrófonos en la habitación. —Hablaba tan bajo que estuve a punto de confundir sus palabras con un suspiro—. ¿Te han dicho adónde te llevan?

Meneé la cabeza de un lado a otro, y en su rostro, cubierto de cortes y con los pómulos hinchados, expresó desaliento.

—Ya, a mí tampoco.

Se colocó de rodillas con cautela, ya que también tenía el cuerpo magullado, y buscó a lo largo del cabecero de la cama. Abrió el cajón de la mesita de noche y volvió las hojas de la Biblia. Miró debajo del colchón.

Nada. Pero sin duda habían puesto micrófonos en la habitación. No confiaban en que no habláramos de aquella noche, aunque mi testimonio era lo último en lo que estaba pensando. Después de todo lo que había aceptado hacer por ellos, no podían darme siquiera diez minutos, diez minutos en privado con mi novio antes de que nos separaran.

—¿Estás enfadado conmigo? —susurré sin poderlo evitar. Estaba metido en aquel lío por mi culpa, por culpa de mi madre. Eran sus problemas los que habían acabado por arruinar su vida y su futuro. ¿Cómo no iba a estar molesto conmigo, aunque solo fuera un poco? Su vacilación hizo que sintiera una ira profunda e infinita hacia mi madre.

—No —dijo él entonces. En voz baja, pero con firmeza—. No digas eso. No ha cambiado nada. Estaremos juntos. No será ahora, pero sí pronto.

Sentí un alivio inmediato y claro. No debería haber dudado de él. Reed era el hombre de mi vida. Me amaba y me había demostrado una vez más que podía contar con él.

Se oyó una llave en la cerradura.

—No olvides la cuenta de Phillies —susurró Reed con apremio. Lo miré a los ojos. En los segundos que siguieron, mantuvimos una conversación sin palabras. Con una leve inclinación de cabeza le dije que le comprendía.

Después lo abracé con tanta fuerza que oí cómo se quedaba sin respiración. Lo solté justo cuando el alguacil Price abrió la puerta de un empujón. A su espalda, dos berlinas Buick de color negro aguardaban en el aparcamiento con el motor en marcha.

Nos lanzó una mirada.

—Hora de largarse.

Un segundo marshal, al que no reconocí, condujo a Reed al exterior. Reed echó la vista atrás y me sostuvo la mirada. Intentó sonreír, pero solo un lado de la boca se volvió hacia arriba. Estaba nervioso. Empezó a latirme con fuerza el corazón. Era el momento. La última oportunidad para escapar.

—¡Reed! —grité, pero él ya estaba dentro del coche. No se le veía la cara tras el cristal ahumado. El coche abandonó el aparcamiento con un viraje y aceleró. Diez segundos más tarde lo había perdido de vista. Fue entonces cuando el corazón se me desbocó del todo. Estaba ocurriendo de verdad.

Apreté con fuerza el asa de la maleta entre los dedos. No estaba lista. No podía abandonar el único lugar que conocía. Abandonar a mis amigos, mi casa, mi escuela... y a Reed.

—El primer paso es siempre el más duro —dijo el alguacil Price, conduciéndome al exterior por el codo—. Mírelo de esta forma. Podrá iniciar una nueva vida, reinventarse a sí misma. No piense ahora en el juicio. Faltan meses para que tenga que ver a Danny Balando, puede que años. Sus abogados no harán más que entorpecer el caso. He visto a abogados defensores retrasar juicios con excusas tan dispares como haber perdido la tarjeta para peajes, o un atasco en la autopista Schuylkill.

—¿Retrasar?

—Los retrasos llevan a la exculpación. Por norma general. Pero esta vez no. Con su testimonio, Danny B

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