Extraños (Extraños 1)

Kimberly McCreight

Fragmento

cap-2

1

El teléfono de mi padre empieza a sonar con fuerza al tiempo que vibra y tiembla ligeramente sobre la mesa maltrecha de nuestro comedor. Él alarga una mano y lo apaga.

—Lo siento. —Sonríe al tiempo que se peina con los dedos el espeso pelo entrecano y se recoloca la montura de las gafas cuadradas de pasta negra. Son de estilo hípster, pero él no se las compró por eso. En el caso de mi padre, cualquier accesorio de ese tipo es mera casualidad—. Pensaba que estaba apagado. No debería estar sobre la mesa.

Es una norma de mi padre: nada de móviles en el comedor. Siempre ha sido una regla, aunque nadie le prestara demasiada atención cuando la impuso: ni mi madre, ni mi hermano mellizo, Gideon, ni yo. Pero eso era «antes». Ahora todo se clasifica en dos categorías: el antes y el después. Y en el oscuro y terrible punto medio se encuentra el accidente que sufrió mi madre hace cuatro meses. En el «después», la norma de «Nada de teléfonos» es mucho más relevante para mi padre. Muchos detalles han adquirido importancia. A veces da la sensación de que intenta reconstruir nuestras vidas como si fuera un castillo de naipes. Y yo lo quiero por eso. Sin embargo, querer a alguien no es lo mismo que entenderlo. Lo cual está bien, supongo, porque mi padre tampoco me entiende a mí. La verdad es que nunca lo ha hecho. Sin mi madre aquí, a veces pienso que nadie me entenderá jamás.

Pero mi padre no puede cambiar lo que es: un científico con una mente privilegiada, que vive totalmente guiado por la razón. Desde el accidente dice «te quiero» mucho más que antes y siempre está dándonos palmaditas de ánimo a Gideon y a mí, como si fuéramos soldados a punto de partir al campo de batalla. Sin embargo, es un gesto que resulta raro y violento. Y lo único que consigue es hacer que me sienta peor por todos nosotros.

El problema es que mi padre no tiene mucha práctica en lo de ser cariñoso y mostrarse afectivo. El corazón de mi madre siempre fue lo bastante grande para encargarse de ello por los dos. Y no es que ella fuera una persona precisamente «blanda». No podría haber sido fotógrafa profesional —en todos esos países, con todas esas guerras— de no haber tenido un fuerte carácter. Pero, para mi madre, las emociones solo existían de una forma posible: magnificadas. Lo cual era aplicable a sus propias emociones: lloraba como una loca cuando leía algunas de las tarjetas que Gideon o yo le escribíamos para darle la bienvenida a casa. Y lo aplicaba a lo que sentía con respecto a las emociones de los demás: siempre sabía si Gideon o yo estábamos disgustados, incluso antes de que entráramos por la puerta.

Fue ese inexplicable sexto sentido de mi madre lo que hizo que mi padre se interesase tanto por la inteligencia emocional, IE, para abreviar. Es investigador científico y profesor universitario, y podría decirse que ha dedicado toda su vida a estudiar una parte muy pequeña de la IE. No es un tema con el que vaya a hacerse rico, pero al doctor Benjamin Lang le interesa la ciencia, no el dinero.

Además, hay un aspecto positivo en el hecho de que mi padre sea el Hombre de Hojalata. No se desmoronó después del accidente de mi madre. Solo hubo una vez en que creí que iba a perder el control: estaba hablando por teléfono con el doctor Simons, su mejor y único amigo, su mentor y su consejero. Incluso en ese momento en que le vi tambalearse, mi padre fue capaz de contenerse con la suficiente rapidez como para no caer en el abismo. Con todo, en algunas ocasiones preferiría que se desmoronara y me diera un abrazo tan fuerte que me dejara casi sin respiración. Que me dedicara una mirada con la que expresara que entiende lo destrozada que estoy. Porque él también lo está.

—Puedes contestar al teléfono —le digo—. No me importa.

—A lo mejor a ti no te importa, pero a mí sí. —Mi padre se quita las gafas y se frota los ojos con un gesto que lo envejece mucho. Eso hace que la punzada de dolor que siento en la boca del estómago se intensifique un poco más—. Algo tiene que importar, Wylie, o acabará sin importarnos nada. —Es una de sus frases favoritas.

Me encojo de hombros.

—Vale, lo que tú digas.

—¿Has pensado un poco más en lo que te ha dicho la doctora Shepard en vuestra sesión telefónica de hoy? —me pregunta, intentando sonar despreocupado—. ¿Sobre lo de empezar a volver a ir a la escuela aunque sea hasta el mediodía?

Tengo claro que ha estado deseando sacar el tema desde que nos hemos sentado. La idea de que me olvide de la tutoría de estudios en casa y que termine el último curso en el instituto Newton Regional parece ser el tema favorito de mi padre. Cuando no hablamos sobre ello es porque se ha mordido la lengua en un vano intento por mantener la boca cerrada.

Mi padre tiene miedo de que, si no vuelvo pronto al centro de forma regular, ya no regrese nunca. Y no es el único. Mi terapeuta, la doctora Shepard, también está preocupada por el mismo motivo. Coinciden en la mayoría de las cosas, y seguramente es porque han estado intercambiando correos electrónicos. Les autoricé a hacerlo después del accidente. Mi padre estaba realmente preocupado por mí, y yo accedí a que estuvieran en contacto porque quería que creyeran que colaboraba con ellos y que estaba perfectamente bien de la cabeza. Sin embargo, la verdad es que sus charlas privadas nunca me han hecho ninguna gracia, sobre todo en este momento, cuando ambos parece que se han aliado para conseguir que regrese con normalidad a las clases. Creo que no ha ayudado mucho el hecho de que en las últimas tres semanas haya tenido que sustituir las sesiones presenciales por las consultas telefónicas porque no logro hacerme a la idea de salir de casa. En cierto sentido, eso demuestra la teoría de la terapeuta: evitar ir al colegio no es más que la punta de un iceberg muy profundo.

Al principio, la doctora Shepard estuvo a punto de no recomendar la tutoría a domicilio. Porque sabe que mis problemas con la asistencia normal a clases no empezaron hace cuatro meses, el día en que el coche de mi madre perdió el control sobre una placa de hielo y acabó destrozado.

—Me preocupa la forma en que pueda acabar esto, Wylie —me dijo la doctora Shepard durante nuestra última sesión presencial en su consulta—. La decisión de abandonar el instituto puede resultar contraproducente. Ceder al pánico que sientes lo empeora aún más. Eso es una realidad incluso en un momento tan doloroso como el que estás viviendo.

La doctora se removió en su enorme butaca roja, donde siempre se la veía perfecta y menuda, como Alicia en el País de las Maravillas reducida a un tamaño minúsculo. Hasta entonces yo había estado viendo de vez en cuando a la doctora —en ocasiones con mayor frecuencia— durante casi seis años, desde que empecé la secundaria. Algunas veces, todavía me preguntaba si de verdad sería psicóloga, porque me parecía demasiado pequeña, joven y guapa para serlo. Sin embargo, había conseguido que me sintiera mejor con el paso de los años y su remedio terapéutico especial: ejercicios respiratorios, técnicas de concentración y horas y más horas de conversación. Cuando empecé el instituto, yo era una chica normal algo nerviosa. Es decir, hasta que el accidente de mamá me abrió en canal y comenzó a rezumar todo cuanto estaba podrido en mi interior.

—Técnicamente, no voy a dejar el instituto, sino solo el edificio

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