Atlanta

Federico Kotlar

Fragmento

El recuerdo

1. Gente que ha estudiado cuenta que nuestros primeros recuerdos suelen ser de cuando tenemos tres años. Es poco lo que un chico de esa edad puede conservar en la memoria, y en general está vinculado a lo que por algún motivo considera importante. Una caída, perderse en una playa, el miedo a subir una escalera, tirarse al agua de una pileta donde espera el papá. El resto se escapa y queda condenado al olvido.

De esos tiempos, recuerdo a mis primos viendo fútbol por televisión y tratando de explicarme qué era un penal —es hora de confesárselos, Javier y Pablo: no entendí—. Me faltaba bastante todavía para saber de qué se trataba el fútbol, pero si me baso en la evidencia científica lo que sí capté fue que eso que estaba viendo era trascendente.

Y algo de entusiasmo habré mostrado frente a la tele en esos tiempos del Mundial 78, porque Javier convenció a mi tío Jorge de que ya estaba para ir a ver a Atlanta. Esta vez Joel, mi hermano menor, no iba a ser de la partida: algún control intermedio consideró que era demasiado chico todavía para la cancha.

Recibí la propuesta muy entusiasmado, como si estuviera a la altura de semejante circunstancia. Como en los sueños, no recuerdo de qué manera pero llegué con mi familia a la popular de Atlanta. Tuve suerte: con cuatro años, estaba en condiciones de que no fuera tanto lo que se perdiera por el colador que, a esa altura, es la memoria. Pero como puede pasar con los chicos, se dieron por sobreentendidas algunas cuestiones que hubiera sido necesario explicar. Por ejemplo, para que el debutante supiera que, a diferencia de lo que creía, el partido que se venía no lo iba a jugar él.

2. Una de las primeras sensaciones que viví en el Gran León fue el pavor, y bien sabemos que no sería la última vez. “Ahora hay que subir”, me explicaron mis primos, y empezaron a ascender por los escalones de la Popular. Con el escaso pudor que puede tener un chico de cuatro años aterrorizado por el vértigo, fui gateando mientras jadeaba, y me parecía que entre los tablones había espacios de un metro.

Quilmes era el rival ese 10 de septiembre de 1978. Obviamente yo lo ignoraba, pero se trataba de uno de los mejores equipos del momento y estaba por conseguir en ese Metropolitano el único título de su larga vida. Si la idea de mi familia era llevarme como talismán, no iba a tardar en decepcionarlos —y de nuevo, tampoco sería la última vez.

De entrada me quedó claro que la historia era complicada. No por el trámite del partido, que a duras penas entendía: cada vez que había una jugada de riesgo, los de adelante se paraban, me tapaban toda la cancha y no tenía manera de saber cómo terminaba todo.

En medio de mi dispersión, llegó la primera cachetada: a los 23 minutos, Horacio Milozzi, una leyenda de Quilmes, puso el 1-0 que ya no se modificaría. Evidentemente, me agarró pelotudeando. De otra manera, cuesta entender por qué, mientras los del Sur desataban su festejo en la tribuna visitante, le pregunté a mi primo Javier: “¿Y la repetición?”.

3. Aunque conservo muchas imágenes de aquel primer día en la cancha contra Quilmes, no podría asegurar cuál fue mi respuesta cuando mi mamá me preguntó, al regreso a casa, cómo la había pasado. Más allá de la previsible derrota, podría asegurar que disfruté de ese paseo inaugural en el que descubrí la palabra “cornudo”.

Sí, estoy seguro de que aquel chico lo disfrutó. Lo hizo de una manera diferente de la del adulto que soy, y que periódicamente vuelve al escenario de ese día en el que muchas veces lo importante quedaba tapado por las espaldas de los que se me paraban adelante. El tiempo me dio la posibilidad de crecer y saber qué era lo que había atrás —aunque a veces hubiera sido preferible mantenerse en la ignorancia.

Fuera y dentro de esa cancha, me alegré con las victorias y asumí como pude cada caída, con la piel cada vez un poco más curtida. Y si es verdad que se aprende más en las derrotas, los hinchas de Atlanta que nacimos de los 70 en adelante podemos dar cuenta de nuestra enorme sabiduría.

Bueno. Basta, bohemios. En algún momento la rueda de la frustración tendrá que parar y llegará el día —tiene que llegar— en el que la valentía de ir una y otra vez a buscar la felicidad consiga premio. Llegará, claro que llegará. Solo espero que estemos para verlo.

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La prehistoria

Acaso alguna vez te preguntaste por qué hay tanto equipo de nombre Atlanta o similar (Atlante, Atalanta) perdido por el mundo. Es hora de confesar que no todos nos homenajean, aunque estos sí sean los casos, por ejemplo, de Atlanta de Luján o de Atlanta de Young, en Uruguay (que tienen iguales colores y escudos muy similares al nuestro). La explicación primaria se remonta a la mitología griega, lo que permitiría concluir que la historia de nuestro club comenzó hace más de tres mil años. Una situación que nos haría largamente decanos del fútbol argentino.

Atalanta fue una heroína abandonada por su padre, el rey Atamante, disgustado porque esperaba un hijo varón. Criada por cazadores, se especializó en el manejo de las armas y se consagró a Artemisa, diosa de la caza, lo que implicaba mantenerse virgen. Era además la corredora más veloz del mundo, y cuando llegaban pretendientes les imponía un desafío extremo: una carrera en la que, si ganaban, podían tener acceso carnal a ella; en cambio, ella los mataba si perdían. Aparentemente Atalanta se ajustaba mucho a los criterios de belleza de la época porque, pese al alto costo de una eventual derrota y a su reconocida rapidez, le llegaban retos con regularidad. Y liquidó a todos los rivales (literalmente) hasta que la encaró un tal Hipómenes, que dispuso un plan digno de nuestro Osvaldo Zubeldía: arrojó manzanas de oro en el camino para distraerla, mientras él se enfocaba en provocarle su primera caída.

Como suele ocurrir a la hora de explicar una derrota sorpresiva, circularon sospechas: según versiones, Atalanta estuvo interesada por Hipómenes desde el comienzo y no puso toda su voluntad en ganar (esta es la primera presunta conspiración contra intereses bohemios, de muchas que veremos a continuación). Si alguna investigación lo confirmara, significaría que nuestra historia arranca con una caída luego de aceptar dádivas, y en la que no se dejó todo. Encima, sin televisación.

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