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Álex Grijelmo
José María Merino

Fragmento

libro-3

LA AVENTURA DEL ESPAÑOL

José María Merino

Cuando yo era mozalbete, me fascinaban las películas de Cantinflas hablando de aquel modo tan divertido: ándele, ahoritita, nomás, quihúbole… Dentro del indudable sentido cómico, había una peculiar cadencia que le daba a la misma lengua que yo hablaba una alegre y fascinante sonoridad… Poco tiempo después, y gracias al gusto familiar, descubriría los preciosos tangos que cantaba Carlos Gardel de modo inolvidable…, ¡lo hacía también en mi lengua aunque con curiosa dicción y misteriosas palabras! Y vendrían luego los boleros, los corridos —es sorprendente la presencia de lo hispanoamericano en la afición popular durante aquellos años oscuros del franquismo—, trayendo con su música real la otra música, la de la forma de decir.

En otra ocasión he contado cómo, años más tarde, ya trabajando en temas educativos, en un bohío de los canales del Tortuguero, en Costa Rica, una anciana me habló en un increíble español que parecía del Siglo de Oro, mientras entonaba su relato con otra música, que hacía resonar las erres de forma inimitable. Y con el tiempo, fui descubriendo también las melodías de la oralidad caribeña, peruana, uruguaya…

A lo largo de mi tiempo hay pocos países hispanoamericanos que no haya conocido, y el oír hablar español con tantos matices sonoros y tanta riqueza de vocabulario es uno de los regalos que me ha dado la vida, y lo digo así en homenaje expreso a Violeta Parra. Pues, además, me ha hecho descubrir que no hay ningún lugar en el que hoy se pueda decir que se habla “el mejor español”, porque, con tantas melodías y modulaciones verbales distintas, yo he oído hablar un español magnífico en innumerables lugares del mundo…

Así, poco a poco, fui descubriendo las numerosas resonancias, los múltiples léxicos y otros aspectos de la lengua española, y haciéndome consciente de ello incluso a este lado del océano: empecé a comprender de otra manera las hablas andaluza o canaria, por ejemplo… Además, la multiplicidad de variedades léxicas americanas ofrecían palabras en principio ininteligibles, pero eso no era tampoco raro en España, donde en cada región hay vocablos al principio extraños para el forastero: en algunos sitios de Burgos se llama “golorito” al jilguero, y en Extremadura “añugarse” es atragantarse, como en León “forroñoso” es oxidado; en Aragón “chiparse” es mojarse cuando llueve; “zaraballo”, trozo de pan en La Mancha, etcétera, etcétera. Como la inmensa mayoría de los vocablos es similar a la acostumbrada, a esas pequeñas excepciones uno se adapta con mucha rapidez y gustosa sorpresa.

Además, descubrí también que el español “de acá” está lleno de americanismos desde los tiempos de Colón —canoa, hamaca…—, pues las palabras nuevas, si cuajan en el lenguaje popular, acaban imponiéndose, como de sobra se sabe… Y ahora es normal tomarse un mojito o llamar guayabera a una prenda de vestir, por no hablar de cigarro, chocolate, petate, afanar, jícara, cancha, guita, carpa, barbacoa, macuto, enagua…

Sin embargo, me costó algo ser consciente de lo que significaba esa dispersión de mi lengua por tantos lugares. Me había educado en el contexto del aislacionismo franquista, y en su falta de perspectiva para descubrir el verdadero lugar del español, y a raíz de la Constitución de 1978, cuando se reconocieron las distintas lenguas nacionales, que representan un indudable y rico patrimonio cultural y sentimental, y algunos dialectos buscaron su reafirmación, nació la idea, vaga pero poderosa, de que el llamado en la Carta Magna “castellano” es una lengua más, sin considerar su indiscutible condición de koiné nacional y universal. Por eso a veces asistimos en España a enfrentamientos disparatados entre nuestras propias lenguas, y acaso aquí, precisamente, no hay una conciencia lúcida de la dimensión social y mundial del español.

Y aunque desde mis tiempos de jovencísimo lector yo había disfrutado de Rubén Darío, hasta descubrir a Vallejo y a Neruda, y más adelante, con sor Juana Inés de la Cruz, a Rulfo, a Carpentier, a Roa Bastos y a los escritores del boom, no había pensado que yo formaba parte de el más grande país del mundo, ese ámbito que calificó así Carlos Fuentes, denominándolo el territorio de La Mancha.

Nunca olvidaré la sorpresa con que asistí en Nueva York hace diez años, inesperadamente, al Columbus Day, una cabalgata que arrancaba con cuatro policías a caballo —dos hombres y dos mujeres— que llevaban la bandera de los Estados Unidos, la bandera de Nueva York, la bandera de México y la bandera de España, y a quienes seguía una comitiva interminable —varias horas duraba su transcurso— con modestas carrozas engalanadas y gente que vestía sus trajes nacionales, entre músicas y danzas, y que representaba a todos los colectivos hispanos de la ciudad. Miles de personas asistían al acto, y nunca en mi vida he visto ondear tantas banderas españolas… El asentamiento de esta lengua en la ciudad —ojo, no del espanglish— era ya indudable entonces.

Y es que, desde hace bastante tiempo, está clara la importancia de la lengua española, tanto por su creciente difusión en el mundo como por la general unificación de estructuras y reglas que mantiene, por la riqueza de su vocabulario y por sus prestigiosas referencias culturales.

Como el tema merece un análisis desde diversas perspectivas, en las que, con voluntad divulgativa, se consideren aspectos especialmente importantes del fenómeno —ese conjunto de elementos significativos cuya pujanza y extensión universales acaso no sean tan conocidas entre sus hablantes como sería lo lógico—, Álex Grijelmo y yo nos propusimos preparar un libro en el que especialistas relevantes en diferentes materias y con distintos orígenes —entre ellos, el propio Álex— aportasen consideraciones y estudios inéditos sobre distintos aspectos, tales como la inicial consolidación del español, la contradictoria normativa que lo fijó como lengua general en América, su dispersión y variedad, las previsiones de crecimiento, su valor económico, algunas de las instituciones que lo apoyan, su enseñanza, temas relacionados con el diccionario, la gramática y la ortografía, americanismos y regionalismos que ya son panhispánicos, la presencia de lo femenino, aspectos del lenguaje rural o del deporte, la irrupción muchas veces innecesaria de otras lenguas…

He titulado a este prologuillo La aventura del español, porque considero que la historia de esta lengua, a lo largo de tantos avatares y mudanzas en el tiempo y en el espacio, tiene mucho de notable aventura, ya desde sus lejanos orígenes latinos —el Imperio romano se expandió para quedarse, y dejó muestras físicas de su presencia en Hispania, en todo el Mediterráneo y en la Europa central e insular—, como el Imperio español, se expandió también para quedarse. Claro que hablamos de otros tiempos, pero del mismo modo que muchos pueblos heredamos el latín, muchos pueblos hemos heredado esto que llamamos el español.

A mi juicio, el libro presenta, a través de múltiples facetas y esa sabia intervención de numerosos especialistas en diferentes materias, un panorama de la lengua española interesante y sustancioso en muchos aspectos. Los temas y los puntos de vista son dispares, y aunque los participantes asumen la propiedad de la lengua sin disidencias,

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