Carta del autor
Querido lector mortal:
He jurado por el río Estigia presentar este libro como una obra de ficción.
No existe ningún chico de doce años llamado Perseus Percy Jackson. Los dioses griegos no son más que mitos antiguos. Por supuesto, no han tenido descendencia con humanos mortales en el siglo XXI, y tampoco existe ningún lugar llamado Campamento Mestizo, un campamento de verano para semidioses al este de Long Island. Percy nunca conoció a ningún sátiro ni a ninguna hija de Atenea. Y, evidentemente, no emprendieron juntos una misión a través de Estados Unidos para llegar a las puertas del inframundo y evitar una guerra catastrófica entre los dioses.
Dicho esto, debo advertirte que te lo pienses dos veces antes de comenzar a leer este libro. Si sientes que algo se agita en tu interior mientras lees, si empiezas a sospechar que esta historia podría describir algún aspecto de tu vida, déjalo de inmediato. No quiero que me hagan responsable de las consecuencias.
Que los dioses del Olimpo (que evidentemente no existen) te protejan.
Saludos cordiales,
Rick Riordan
Escriba principal
Campamento Mestizo
Miembro Honorario
del Consejo de Ancianos Ungulados
Copero de la Corte de Poseidón
Etcétera, etcétera
www.rickriordan.com
1
Tengo un accidente en el despacho de la directora
Octubre. El mejor mes de todos.
El aire era fresco. Las hojas estaban cambiando de color en Central Park. Y mi carrito de comida favorito de la calle Ochenta y seis servía burritos con sabor a calabaza.
Por si eso fuera poco, últimamente había tenido CERO problemas con el mundo mitológico. Ningún dios había llamado a la puerta pidiéndome que le hiciese recados. Ningún monstruo había intentado matarme.
Durante tres maravillosas semanas había sido un estudiante normal en el último curso de secundaria. Y cuando eres el hijo semidivino de Poseidón, la normalidad es un agradable cambio de aires, aunque venga acompañada de deberes y clases de recuperación los fines de semana.
Te estarás preguntando: «¿Por qué un semidiós poderoso en el último año de instituto necesitaría una ayuda tan trivial como las clases de recuperación?»
A lo mejor no me conoces. En primer lugar, tengo dislexia con trastorno hiperactivo por déficit de atención. Pequeñeces como leer y prestar atención me cuestan más que, por ejemplo, tirarme por una ventana de clase para luchar contra un jabalí que escupe fuego. Por extraño que parezca, los profesores no dan créditos extra por matar a cerdos monstruosos.
Además, me había perdido el penúltimo año de instituto a causa de cierto asunto en el que no entraremos (Hera) debido a ciertos dioses entrometidos (Hera) con motivo de un apocalipsis cósmico (Hera).
De modo que allí estaba yo, en el Instituto de Educación Alternativa, el único centro en el que me permitirían obtener el título de bachillerato a tiempo para asistir a la universidad con mi novia. Y para compensar todos los créditos que me había perdido por causas ajenas a mí (Hera), tenía que recibir clases de recuperación los fines de semana.
Los sábados asistía a una clase de español de doble crédito con el doctor Hernandez en el Centro de Estudios Superiores del Distrito de Manhattan. Los domingos recibía una clase de química online. Los lunes por la mañana, cuando necesitaba desesperadamente un respiro, entraba tambaleándome en el instituto con un dolor de cabeza terrible y procuraba aguantar las clases sin que se me saliese el cerebro por las orejas.
De vez en cuando, mi orientadora escolar, Eudora, salía de su despacho y me hacía un gesto con el pulgar hacia arriba.
—¡Lo estás haciendo fenomenal!
Pero la mayor parte del tiempo me dejaba en paz. En realidad, era una nereida que trabajaba para mi padre. Creo que yo la ponía nerviosa. O eso o le daba miedo preguntarme cómo me iba con las cartas de recomendación para la universidad. Había cumplido una misión para Ganímedes y había conseguido una carta suya, pero todavía me faltaban los avales de otros dioses griegos si quería entrar en la Universidad de Nueva Roma. Y, por supuesto, no iban a dármelas gratis.
El plazo para presentar la solicitud se acercaba, y todo había estado tranquilo.
Demasiado tranquilo. De hecho, todo estaba tan tranquilo que me dormí en clase de lengua y no me di cuenta hasta que la profesora se puso a mi lado y dijo:
—¿Percy?
Me desperté sobresaltado. Por suerte, no desenvainé la espada.
—¡El tema! — grité, porque era la pregunta que me había preparado para contestar antes de quedarme sobado —. El tema es el libre albedrío frente al destino.
La señora Foray frunció el ceño. Los demás alumnos contuvieron la risa.
— Tu tía está en el despacho. — La señora Foray me dio un justificante —. Ha venido a recogerte.
La situación presentaba varios problemas. Primero, que un miembro de mi familia tuviese que venir a buscarme cuando yo era perfectamente capaz de coger el metro me hacía quedar como un tonto. Incluso tenía carnet de conducir, aunque conducir por Nueva York daba más miedo que casi todas las misiones en las que había participado.
Segundo, salir pronto del instituto equivaldría a tareas de recuperación y profes gruñones.
Tercero, no tenía ninguna tía. Al menos, por el lado humano de mi familia...
Mascullé una disculpa a la señora Foray, me limpié la baba de la mejilla y me dirigí al despacho. Algo me decía que tendría ocasión de emplear la respuesta sobre el libre albedrío frente al destino. Parecía el tema de mi vida.
Cuando pasé por delante del despacho de la orientadora, Eudora asomó la cabeza con cara de sorpresa.
— Hola — dije —. ¿Sabes algo de...?
—¡CHIS! ¡No estoy aquí!
Cerró la puerta.
Fue un poco raro, incluso para ella. Me preguntaba si las nereidas eran como las marmotas. Tal vez si veían su sombra al sacar la cabeza de la madriguera significaba seis semanas más de hibernación.
Cuando llegué a recepción, la secretaria estaba petrificada mirando al vacío. Señaló el despacho de la directora y murmuró:
— Te están esperando.
Secretaria en trance. Probablemente no fuese buena señal.
Llamé con los nudillos a la puerta del despacho de la directora. Se abrió con un chirrido. En el interior, la doctora Samuels se hallaba sentada inmóvil a su mesa, con los ojos vidriosos. A su lado, de pie, había una mujer de mediana edad con un vestido sin mangas oscuro. En su cuello relucía un collar de diamantes. Su cabello era una maraña de mechones negros envuelta en una aureola de fuego verde.
Pelo en llamas. Sin duda no era buena señal.
— Qué bien — dijo la mujer de negro. Miró a la directora —. Ya puede dejarnos.
La doctora Samuels se levantó, se fue y cerró la puerta detrás de ella. Me imaginé que el personal administrativo del instituto acabaría hartándose de que seres mitológicos les quitasen los puestos. Primero Eudora se convertía en mi orientadora escolar. Ahora esa mujer de negro se instalaba en el despacho de la directora. El día menos pensado descubriría que el coordinador deportivo había sido sustituido por un dragón que escupía veneno..., aunque, pensándolo bien, no creo que nadie notase la diferencia.
La mujer de negro se sentó en la silla de la directora. Deslizó las manos por los reposabrazos como si evaluase su nuevo trono. Pareció que se le antojaba satisfactorio. Antes de que se pusiese a reír como una loca o a soltar un monólogo alardeando de que ahora el instituto le pertenecía a ella, decidí que era mejor que hablase yo.
— Hola — dije.
Tengo un don con las palabras.
— Puedes seguir de pie, Percy Jackson. — La mujer pasó los dedos amorosamente por la mesa de formica desportillada —. No creo que esto dure mucho.
Procuré no pensar en las múltiples formas en que podía matarme en el acto.
—¿Y usted es...?
No pretendía parecer grosero. A veces a los dioses no se les ocurre presentarse, y estaba empezando a sospechar que esa señora estaba en la categoría divina de Cosas Estomagantes Superpoderosas.
Sus ojos color ónix brillaron. Se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos, y pareció más una directora de lo que jamás lo había parecido mi directora de verdad.
—¡Puedes llamarme la Portadora de Antorchas, la Caminante de las Estrellas, la Viajera Nocturna, la Perturbadora de los Muertos, la hija de Perses y Asteria, la Triple Diosa!
— Ajá — dije, aunque seguía si tener ni papa de quién era.
Seguramente estés pensando: «Percy, hace años que te enfrentas a los dioses griegos. ¿Cómo es que no la conocías?»
El caso es que los inmortales cambian continuamente de aspecto. Y hay cientos de dioses griegos. Además, se niegan a darte respuestas claras. Nunca dicen: «Hola, soy Zeus.» Siempre van en plan: «Soy el Creador del Trueno, el Patriarca Paranoico, Adúltero Celestial, Pantalón de Rayos, Rey de los Productos para Barba de Lujo.»
Lo de la triple diosa sí que despertó un recuerdo en lo más recóndito de mi mente, pero la mitología griega está llena de diosas triples: las Moiras, las Hermanas Grises, las Erinias, Destiny’s Child. No podía llevar la cuenta de todas.
Esperé a que la diosa se explayase. Me pareció lo menos peligroso.
Ella frunció el entrecejo. Tal vez estaba enfadada porque yo no me había postrado o no le había quemado una ofrenda o algo por el estilo.
— Soy Hécate — dijo, alto y despacio —. ¿Diosa de la magia, las encrucijadas y la nigromancia?
Se me quedó la lengua seca. Nunca me habían presentado formalmente a Hécate, pero conocía su obra. La recordaba por exitazos como «Yo acompañé a Cronos en la Batalla de Manhattan (pero luego cambié de bando)» y «Yo ayudé a tu amiga Hazel a luchar contra un gigante (pero sólo cuando supe que los gigantes perderían)». Siempre me había parecido que Hécate sabía trabajar en equipo... en cuanto estaba segura de qué equipo ganaría.
— Claro — asentí —. Señora Hécate.
El hecho de que yo siguiese sin postrarme no pareció complacerla. Bueno, que se fuese acostumbrando. No me iba mucho eso de postrarme.
— Supongo que has tenido unas semanas tranquilas — dijo —. ¿Los demás dioses te han dejado en paz como yo solicité?
— Yo... Un momento. ¿Como usted solicitó?
Ella agitó la mano como si despejase humo.
— Les dije que no se acercasen a ti. ¡No podía arriesgarme a que sufrieras algún daño o te mataran antes de que emprendieras mi misión!
Me clavé las uñas en las palmas de las manos y me hice unos cortes.
Me acordé de algo que me había dicho en una ocasión mi novia, Annabeth: «Cuenta siempre hasta cinco antes de decirle algo cabreado a un ser divino.» En teoría, eso reduciría las posibilidades de que acabase convertido en un montón de carbón humeante.
Logré contar hasta dos.
—¿Había más dioses que querían encargarme misiones?
— Oh, sí. Varios.
— Y usted les dijo...
— Que tú eras intocable. ¡Te necesitaba fresco para esta semana!
Me cruzaron la mente unos cuantos tacos en griego antiguo.
Sólo necesitaba dos cartas de recomendación más. Al parecer, ya podía haber conseguido las dos, pero Hécate me había privado del éxito.
Esta vez conté hasta tres antes de responder. Estaba mejorando.
—¿Y esas otras misiones habrían sido...?
—¡Indignas de tu tiempo! — insistió Hécate —. Llevar una caja de cupcakes a Afrodita. Una jornada de esquí acuático con Hermes. ¡Demasiado fáciles!
Esquí acuático y cupcakes. Decidí no gritar porque si Hécate daba tanto miedo como para mantener a los demás dioses alejados de mí, es que daba miedo de verdad.
—¿Y su misión es... digna de mi tiempo?
—¡Por supuesto! Tu tarea será...
— Espere.
En el fondo de mi mente se encendió una luz roja: ¿un aviso, un recuerdo? ¿Algo que Eudora me había contado? Ah, claro...
— Mi orientadora me dijo que solicitara doble crédito antes de emprender una misión — dije —. Para que, si tengo que hacerles favorcillos a otros dioses por el camino, ellos también puedan escribirme cartas de recomendación.
Hécate extendió los brazos generosamente.
—¡Eso no es ningún problema!
— Estupendo.
—¡Porque no habrá ningún otro dios involucrado en lo que te voy a pedir, así que no importará!
Sonrió como si esperase que yo le diera las gracias.
—¿Cuál es la misión? — gruñí.
— Cuidar de unas mascotas.
—¿Perdón?
—¡Cuidar de unas mascotas! Desde esta noche hasta el viernes por la noche te quedarás en mi casa a vigilar a mis animales. Como sabes, esta época del año es importante para mí.
— Porque... Ah, el viernes. Halloween.
Tenía sentido que la diosa de las cosas que dan repelús hubiese marcado esa fecha en el calendario. El único problema era que mis amigos y yo ya teníamos planes para el viernes.
— Por desgracia... — Hécate suspiró —. Mis días sagrados solían caer al final de cada mes. Viajaba por el mundo recogiendo regalos que mis devotos me dejaban en las puertas de sus casas. Durante los últimos siglos las ofrendas han sido bastante exiguas. Pero ¡a finales de octubre la gente todavía se acuerda de mí! Así que tengo que recorrer el mundo y hacerme notar. Mientras esté fuera, tú cuidarás de mi perro del infierno y de mi turón.
Había mucha información que procesar en lo que acababa de decirme. Lo más importante era que Hécate se iba a hacer el truco o trato. Al parecer creía que Halloween se había creado exclusivamente para ella.
Por un lado, era de un narcisismo propio de una deidad.
Por otro lado, ¿quién era yo para interponerme entre una diosa y sus chuches?
— Bueno, sobre las mascotas... — dije —. Sé algo de perros del infierno. Pero los turones... ¿comen pienso para turones? ¿Hay algo que deba saber?
Hécate rió entre dientes.
— Muchas cosas. Pero las trataremos más tarde.
Sacó una tarjeta de visita negra que deslizó sobre la mesa. Escrita en la parte delantera, en rojo reluciente como la sangre fresca, había una dirección: EL PALACETE, GRAMERCY PARK WEST.
— Preséntate al ponerse el sol — dijo —. Entonces te explicaré las normas para tener a mis mascotas contentas y saludables.
— Al ponerse el sol... esta noche.
Ella frunció el ceño.
—¿Se te ha metido agua en los oídos? Sí. Esta noche. Puedes traer a esos amigos tuyos... Anna y Groverbeth.
Casi, pensé.
— De acuerdo, allí estaré — prometí, porque ¿qué otra opción tenía?
Sin embargo, no debí de mostrarme muy entusiasmado.
Hécate se levantó de detrás de la mesa.
— Percy Jackson, te estoy ofreciendo la oportunidad de recibir una carta de recomendación firmada por mí: una diosa importante, la Portadora de Antorchas...
— La Caminante de las Estrellas, sí, ya lo pillo. Tendré que cambiar unas cuantas cosas de mi agenda...
Hécate alzó los brazos. De los pliegues de su vestido brotaron unas tinieblas que se extendieron e inundaron la habitación como una niebla oscura.
— Será un encargo sencillo, Percy Jackson. Si tienes éxito, te estaré agradecida. En cambio, si me fallas...
Su cuerpo relució y se estiró. De repente estaba mirando a tres diosas distintas unidas por el torso como piedras preciosas de un mismo anillo. A la izquierda una chica de piel blanca como la leche y el cabello rubio platino me clavaba una mirada que decía: «Tírame de las trenzas si te atreves.» En medio estaba la Hécate con la que había estado hablando: una mujer de mediana edad con la cara de madre más reprobadora que había visto desde el último brunch en casa de Hera. A la derecha una vieja arrugada de pelo ceniciento me miraba frunciendo el ceño con expresión avinagrada. Sinceramente, no estaba seguro de qué cara me daba más miedo.
— Soy la Doncella — dijo Hécate en un coro de tres voces —. Soy la Madre. Soy la Anciana. Soy todas las etapas de la vida de una mujer, todo su poder, y no permitiré que ningún hombre me haga enfadar.
Un estremecimiento me recorrió el cuerpo. Me temblaron las piernas.
Pero ella todavía no había acabado conmigo. Volvió a cambiar. Las tres caras se convirtieron en cabezas de animal. A la izquierda un caballo de color tostado con la crin blanca relinchaba con rabia. En medio una leona rugía y enseñaba los colmillos. A la derecha un sabueso ladraba y babeaba con los ojos encendidos.
— Soy el caballo que corre con brío y sin miedo — declaró con las mismas voces —. Soy el león que acecha paciente y sigiloso. Soy el sabueso que hace guardia, leal y feroz. Soy la diosa de las encrucijadas, donde todas las posibilidades se cruzan. Devoro a aquellos que tiemblan ante mí.
Noté que el cuerpo me abrasaba; una sensación caliente, húmeda y desagradable. Me dio la impresión de que las tripas se me deshacían bajo los vaqueros.
Finalmente, la oscuridad se despejó de la estancia. Ante mí se hallaba Hécate en versión individual, como se había mostrado al principio.
Me dedicó una sonrisa tensa, probablemente porque veía que había logrado su objetivo.
— Nos vemos por la noche, entonces — dijo —. Chao.
Desapareció en un estallido de fuego verde y no dejó más que un olor a pelo de animal quemado.
Me quedé mirando los títulos de enseñanza de la señora Samuel enmarcados en la pared.
Cuando noté que podía mover otra vez las piernas, salí tambaleándome del despacho. Tenía que acabar la jornada escolar. Necesitaba contactar con Annabeth y con Grover. Pero antes tenía que ir a mi taquilla del gimnasio a cambiarme de gayumbos.
2
Grover se pone hasta arriba de cafeína
— Un dato divertido — anunció Grover —. ¡Los conocimientos generales se llaman «trivia» por el nombre romano de Hécate, Trivia! ¡«Tres caminos»!
— Puede que sea un dato — dije —. Pero no es divertido.
— Venga ya. Tienes una misión. ¡Es una noticia genial!
Grover se puso a bailar y a dar saltos por la acera delante de mí. El tiempo fresco de octubre siempre lo animaba. Tan pronto como yo había mencionado el encuentro con Hécate, se había entusiasmado todavía más.
Ese día llevaba sus peludos cuartos traseros enfundados en un pantalón de camuflaje. Las pezuñas de cabra le quedaban más o menos escondidas, aunque no demasiado, en unos Crocs naranja adaptados (¿porque era un color que no llamaba la atención?). Los cuernos le asomaban entre el pelo desgreñado. Su sudadera azul tenía estampada la palabra HUMANO.
Nunca había entendido las normas de los sátiros para mezclarse con el mundo humano. Normalmente, trataban de disfrazarse de personas hasta cierto punto. En general parecía que confiaban en la Niebla, el velo que confundía la vista humana, para que hiciese el trabajo por ellos. Pero cuando Grover optaba por unos Crocs y una sudadera en la que ponía HUMANO, no podía evitar preguntarme por qué se tomaba la molestia. A lo mejor quería hacer explotar cerebros humanos.
— A ti te hace ilusión por las mascotas — aventuré.
Grover sonrió de oreja a oreja y pareció que le habían salido más dientes generados por una inteligencia artificial.
—¡Si el perro del infierno de Hécate se parece a la Señorita O’Leary, me encantará!
— No estés tan seguro.
— Y los turones... — Grover hizo una pausa —. En realidad, no estoy seguro de haber conocido a un turón. Pero estoy dispuesto a hacer amigos. ¡Vamos!
Se fue trotando por Lexington Avenue.
Habíamos quedado en la estación de metro de la calle Cientro tres: nuestro punto de encuentro habitual después de las clases. Íbamos a visitar a mi madre en su cafetería favorita, donde intentaba terminar de escribir su nuevo libro. Normalmente no la habría interrumpido mientras trabajaba, pero pensé que lo mejor era contarle la misión de Hécate lo antes posible, porque teníamos que empezar a cuidar de las mascotas esa noche. Además, a Grover le gustaba ver a mi madre. Y, además, le gustaban las pastas de la cafetería. Todos salíamos ganando.
Nueva York es una ciudad rara en el mejor sentido. Puedes ir paseando por una avenida y pasar por delante de bancos, farmacias y tiendas de móviles con la sensación de estar en un sitio como cualquier otro. Entonces giras a la izquierda y de repente estás en una calle lateral donde las antiguas mansiones de piedra rojiza se han convertido en pisos bohemios, los árboles están iluminados con guirnaldas todo el año y los escaparates son una mezcla de lavanderías, salones de tarot, spas con terapias de crioshock y cafeterías.
¿La mejor cafetería de todas? La Tetera Agrietada.
No está en mi ánimo criticar a la gente que pasa el rato en cafeterías Starbucks escribiendo sus guiones o lo que sea, pero, si lo que realmente quieres es encontrar inspiración, busca un local de barrio que sea inimitable, como la Tetera Agrietada.
Parecía que todas las guirnaldas de luces de la calle viniesen del porche de la cafetería, como el centro de una festiva red eléctrica que nadie se había molestado en quitar y ahora ocupaba todo el barrio.
Bajamos por los escalones al nivel del jardín, cruzamos una puerta con una cortina de cuentas y nos adentramos en un acogedor laberinto de recovecos y salones. Sonaba música suave y etérea: ¿arpa celta, quizá? Del techo colgaban muñecas de hadas madrinas. En todos los alféizares que recibían la luz del sol había gatos echando la siesta, un detalle que puede que contraviniese las normas de salud de la ciudad, pero yo no pensaba decir nada. Por toda la cafetería había estanterías llenas de — sí, lo has adivinado — teteras agrietadas. Algunas eran de oro y porcelana, otras de cobre y otras de cerámica multicolor. De muchas piezas asomaban animales de peluche.
Detrás de la barra, un barbudo corpulento vestido con un tutú rosa preparaba café. La vitrina estaba repleta de magdalenas, galletas, tartas y bollos.
¿Podría haber escrito yo una novela allí? Ni de coña. Aparte del hecho de que yo no podría escribir una novela en ninguna parte, ese sitio distraía demasiado la atención. Supongo que eso demuestra que he heredado el THDA de mi padre. A mi madre le encantaba trabajar allí. Sólo estaba a unas manzanas de nuestra casa, y con la llegada inminente del bebé sentía la presión de la fecha de entrega de su segundo manuscrito. Era una carrera entre el bebé y el libro, y el bebé iba ganando.
Grover y yo pedimos bebidas y algo de picar al bailarín de ballet. Luego buscamos a mi madre en su mesa habitual al fondo del establecimiento, donde la luz del sol entraba oblicuamente por una claraboya, calentaba a un gato negro grande tumbado en el alféizar y se refractaba a través de los montones de colgantes de cristal que me recordaban un poquito de más a la diosa Iris.
Mi madre tenía el pelo recogido en un moño para que no le cayese en la cara mientras tecleaba. Estaba inclinada hacia delante, con la cara brillante a la luz de la pantalla del portátil como si quisiese zambullirse en el mundo que estaba creando. Llevaba una falda oscura elástica para dar cabida a la panza y una camiseta de manga corta de mi padrastro: una negra con la imagen de un tío que tocaba el contrabajo debajo del nombre CHARLES MINGUS.
A su lado había una tetera humeante, probablemente de infusión de melisa, que había empezado a beber en lugar de café desde que se quedó embarazada. Casi nunca comía allí — ella preparaba su propia repostería, de modo que supongo que no le veía la gracia —, pero el personal de la cafetería la adoraba igualmente. Nunca se quejaban si ocupaba una mesa la tarde entera.
Temí que frunciese el ceño al ver que nos acercábamos, porque técnicamente estábamos interrumpiendo su jornada laboral, pero sonrió aliviada.
—¡Chicos! — dijo.
— Lamentamos molestarla — se disculpó Grover.
—¡Para nada! — Dio unos golpecitos en la silla de al lado —. Salvadme de este diálogo, por favor. Creo que quiere matarme.
Grover se sentó junto a ella. Yo me puse al otro lado de la mesa. Siempre procuro no mirar la pantalla de mi madre mientras escribe porque a) sé que la pone nerviosa, b) las palabras flotantes me marean y c) no puedo evitar preguntarme si está escribiendo un personaje basado en mí. Parecerá un poco egocéntrico, pero la idea de que alguien escriba un libro sobre mí me pone superparanoico.
— Bueno, ¿qué pasa? — me preguntó —. ¿Una nueva misión?
— Cualquiera diría que me conoces.
Se rió.
— Cuéntamelo todo.
Debía de estar preocupada. Durante los últimos diecisiete años yo la había sometido a un montón de estrés, pero ella se había vuelto una experta en mantener un tono despreocupado y positivo. Sinceramente, no sé cómo lo hacía. El único trabajo más difícil que ser un semidiós es ser la madre de un semidiós.
Le relaté mi visita al despacho de la diosa/directora. Omití unos cuantos detalles confidenciales como el espectáculo de terror tricéfalo de Hécate y mi posterior cambio de ropa interior. Acababa de terminar de ponerla al corriente cuando Don Bailarina nos trajo el pedido: un smoothie de arándanos para mí, un café con leche doble y una magdalena de fresa para Grover.
Miré a Grover de reojo. Hay dos cosas que le provocan un ataque de hiperactividad. Una es el café. La otra es cualquier cosa con sabor a fresa.
— No me pasará nada — prometió cuando vio que yo lo juzgaba —. Después de esto me iré a correr al parque, a recoger provisiones para la noche. ¡Quemaré toda la energía de sobra!
Me preguntaba qué clase de provisiones podía recoger en Central Park. Me lo imaginé presentándose en casa de Hécate con una cesta de ardillas.
— Y ese sitio, el «palacete» — dijo mi madre —, ¿dónde está?
Saqué la tarjeta de visita grabada con sangre y se la di.
Leyó la dirección y su sonrisa se desvaneció.
— Oh.
—¿Oh? — pregunté.
Miró al gato que dormía en la ventana como si pudiese tener un consejo para ella.
— Nada. Hace mucho que no voy a Gramercy Park. ¿Te he contado alguna vez que...? — titubeó, y se pensó mejor lo que iba a decir —. No. No pasa nada. Prométeme que tendrás cuidado.
«No pasa nada» y «Ten cuidado» son dos frases que no combinan bien, sobre todo cuando es tu madre quien habla. Además, dijo «Gramercy Park» como yo decía «Tártaro». No sabía si estaba ocultando algo porque tenía un mal recuerdo o porque Grover estaba conmigo, o las dos cosas.
No tenía por qué preocuparse por Grover. Él estaba encantado con su magdalena y su café. Una vez que entraba en modo picoteo, el único peligro era que devorase el resto de las cosas de la mesa, incluyendo mi smoothie, la tetera y el ordenador portátil de mi madre.
— Siempre intento tener cuidado — aseguré —. Y remarco lo de «intento».
Esperé a ver si ella decía algo más.
Como no lo hizo, tomé nota mental de que debía hablar con ella más tarde. Un detalle sobre mi madre y yo: ella nunca me presiona para que hable de algo si no estoy listo. Yo trato de hacer lo mismo con ella.
Mientras tanto, Grover estaba rebañando la última miga de su magdalena. Prácticamente podía notar cómo empezaba a vibrar.
—¡Deberíamos ponernos en marcha! — dijo —. ¡Tenemos mucho que hacer! ¡Yo tengo que correr por el parque y tú tienes que prepararte para esta noche! Nos vemos cuando se ponga el sol, ¿vale?
Asentí con la cabeza, centrado aún en mi madre.
—¿Quieres que espere en casa hasta que vuelvas? — le pregunté.
Estaba pensando que podía cenar con ella y con Paul, y darle otra oportunidad para que me contase por qué le preocupaba tanto Gramercy Park.
— No, no, tranquilo. — Mi madre logró recobrar su sonrisa cauta —. En cualquier caso, este Halloween será una experiencia memorable para ti. Hécate es la diosa de los fantasmas, ¿no?
—¡Y de la magia! — intervino Grover —. ¡Y de la noche! ¡Y de manipular la Niebla!
Fruncí el entrecejo. Hécate había repasado su currículum entero mientras me aterrorizaba con llamas y cabezas de animales, pero había obviado la parte sobre la manipulación de la Niebla. Me preguntaba por qué. Ahora que lo pensaba, mi amiga Hazel había dicho algo en ese sentido..., que la diosa la había animado a aprender esa técnica.
Mi madre alargó el brazo sobre la mesa y me apretó la mano.
— Debería intentar escribir un poco más. Mantenme informada si puedes. Y acuérdate de llevar el cepillo de dientes, ¿vale?
Íbamos a pasar la semana de Halloween en casa de una diosa horripilante y lo único que le preocupaba a mi madre era mi higiene dental. Supongo que tenía que centrarse en las cosas con las que podía ayudar.
— Lo llevaré — prometí —. Bueno..., suerte con el libro.
Me di cuenta de que apenas había probado el smoothie de arándanos. Me lo llevé mientras Grover daba saltos a mi lado, divagando sobre sus estrategias para hacerse amigo de mascotas divinas.
Me volví para mirar a mi madre por última vez. Ella contemplaba atentamente la pantalla del portátil con el ceño fruncido, pero tenía mis dudas de que escribiese más esa tarde. Seguramente buscaría información sobre Hécate en Google. Me preguntaba qué tenía Gramercy Park que la había puesto tan nerviosa. Tenía la sensación de que no tardaría en descubrirlo...
3
Mi novia me lleva al cementerio
Después de pillar mi mochila de emergencia de semidiós (con cepillo de dientes incluido) en casa, me dirigí al centro a