Los susurradores 1 - El laberinto sin fin

Fragmento

1. El de la grieta en la pared

Ilustración decorativa

CAPÍTULO 1

El de la grieta en la pared

Todo empezó con la grieta en la pared.

Edwid Cotton la encontró una mañana en su habitación. Medía unos treinta centímetros y era como una sonrisa delgada y negra grabada sobre la piedra pálida. Debía de haber aparecido en algún momento de la noche, aunque el cómo era un misterio para él.

En aquella grieta en la pared, además, había algo imperiosamente siniestro. Al asomarse, Edwid no vio en su interior más que oscuridad, como si la pared estuviera hueca. De dentro salía un aire frío que olía a polvo y, lo que era aún más extraño, estaba seguro de que oía también unos susurros muy muy tenues en sus profundidades. Edwid se estremeció, pero dio por hecho que era producto de su imaginación.

Estaba seguro de que Hansel le echaría la culpa, así que decidió taparla. Su padre ya lo tenía en su lista negra y no quería empeorar más las cosas. Como había decorado las paredes con varios pergaminos de cartógrafos famosos, no le hizo falta mover más que uno para esconder la grieta. En cuanto lo hizo, le dio la sensación de que la habitación estaba más cálida. Mucho más animado, decidió que aquellos supuestos susurros habían sido solo una fantasía infantil.

Ese día no pasó mucho más, y tampoco la noche siguiente. Edwid durmió como un lirón, soñando con las aventuras que esperaba vivir en el futuro.

A la mañana siguiente, al despertar, se encontró con que la grieta de la pared había vuelto. El dibujo con el que la había tapado se había partido en dos y la grieta asomaba a través de él, mientras que en el suelo descansaban pedazos y jirones de pergamino. De nuevo, Edwid oyó los mismos susurros tenues y amenazadores, seguidos por una ristra de sutiles carcajadas. Se acercó y escuchó con atención.

—¿Qué has dicho? —susurró mientras acercaba la oreja a la pared. Sin embargo, no oyó más que una maraña de su­surros, una especie de vórtice de voces que bisbiseaban—. ¿Qué? —repitió.

—¿Con quién hablas? —preguntó una voz.

Edwid retrocedió a toda prisa. Elizabella, su hermana gemela, estaba en la puerta con los brazos en jarras y los ojos entornados. Eran como un reflejo el uno del otro: cabello claro, cara redonda y dos narices respingonas salpicadas de pecas. Medían lo mismo y eran igual de enjutos. Incluso se movían del mismo modo, con rapidez, como dos zorrillos que no tramasen nada bueno.

—Con nadie —respondió Edwid cruzándose de brazos.

Se apoyó en la pared para tapar la grieta. Elizabella lo miró aún con más dureza.

No mucho tiempo antes, le habría contado a su hermana que había encontrado una grieta en la pared. Lo habrían investigado juntos, se habrían inventado sus teorías, habrían discutido sobre ellas a carcajada limpia y habrían creado juntos una historia protagonizada por esa misteriosa hendidura. Siempre habían sido así, como un niño y su reflejo, hasta la última peca.

Pero las cosas habían cambiado: entre ellos había nacido una distancia. Y la culpa era de Edwid.

El dolor asomó al rostro de Elizabella. Edwid también lo sintió, pero ninguno de los dos quiso darle voz. La niña se encogió de hombros, dio media vuelta y se marchó. A los pocos segundos, Edwid la oyó cerrar su habitación de un por­­tazo.

Asolado por una tristeza familiar, se volvió hacia la grieta.

—Mira lo que has hecho —le reprochó en voz baja—. Me odia.

Los susurros parlotearon como los grillos que pueblan la hierba.

—¡De uno en uno! —les pidió Edwid.

Y entonces una voz se elevó sobre las otras.

—La culpa la tienes tú —dijo.

Ilustración de Edwid mirando a una pared en la que aparecen un grupo de fotografías familiares y, entre ellas, una grieta.

Edwid se estremeció y se apartó de la pared. El corazón le latía desbocado. Sin embargo, poco a poco, reunió el coraje necesario para acercarse de nuevo a la grieta.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Nadie —respondió el susurro.

—Todo el mundo es alguien —replicó Edwid.

—Una vez fui alguien. Luego me encerraron aquí y me obligaron a vivir eternamente en las paredes de la Tierra Enroscada, sin poder dormir, sin poder comer… Sin poder morir, pero tampoco escapar. Eso me convierte en nadie.

—No tienes voz de ser nadie —repuso Edwid.

—Eres muy amable.

—Debe de ser terrible… —musitó el niño—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Sabía que eras un buen chico, Edwid —dijo la voz—. Por eso me gusta estar aquí, en la pared de tu habitación. Puede que sí haya un modo de sacarme de aquí, pero no querría que te pusieras en peligro por un don nadie como yo. No, no, es mejor que me dejes aquí.

—Pero yo quiero ayudarte.

—¿De verdad harías eso por mí?

—¿Por qué no?

—¡No puedo permitírtelo!

Durante un minuto o dos, Edwid siguió discutiendo con la grieta de la pared, hasta que por fin logró convencerla de que aceptase su ayuda. En la hendidura se oyó un sollozo diminuto que marcó el final del debate.

—Eres un buen chico, Edwid Cotton —dijo el susurro—. ¿Sabes quién es Olfred Wicker?

Edwid lo sabía. Olfred Wicker era un escritor de libros infantiles, el que había escrito la saga protagonizada por Jamima Cleaves. Jamima era una detective de doce años que resolvía misterios mágicos con la ayuda de su muñeca, y las historias que protagonizaba se contaban entre las más populares de la Tierra Enroscada. A Elizabella le encantaban. A Edwid, antaño, también: era otra de las cosas que su hermana y él habían compartido en el pasado y que parecían haberse perdido.

—En fin, pues Olfred Wicker fue quien me encerró aquí —anunció la voz.

Edwid se quedó perplejo, así que le preguntó por qué.

—No sabes cuánto me entristece contarte esto —respondió la voz—. Pero Olfred Wicker es un fraude y un miserable. Todos los argumentos de sus libros de Jamima Cleaves se los robó a otras personas. Y, tras robarle las ideas a alguien, lo encierra en las paredes de la Tierra Enroscada para que no pueda delatarlo jamás. Lo creas o no, a mí me robó las ideas para Jamima Cleaves y el circo de las almas escondidas y Jamima Cleaves y la efigie asesina. ¡Y luego me encerró aquí para que nadie se enterase nunca!

—Pero ¡eso es ridículo! —exclamó Edwid.

—¡Sabía que no me creerías! —se lamentó la grieta, malhumorada—. ¿Quién me va a creer? Eso mismo le dije a ese granuja cuando me encerró en esta espantosa prisión, pero no quiso escucharme.

Era una historia de lo más disparatada, pero a Edwid le pareció que la voz de la pared sonaba muy sincera. En cualquier caso, ¿para qué querría mentirle en algo así?

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó.

—Bueno, tendrás que ir a casa de Olfred Wicker.

—¿Y qué tengo que buscar?

—La llave para liberarme. Encontrémonos allí para buscarla juntos.

No estaba muy seguro de cómo podía viajar una grieta en la pared, y mucho menos encontrarse con nadie, pero Edwid se puso a prepararse de todos modos. Cogió su cartera y metió un pequeño catalejo resquebrajado, su vieja libreta de mapas erróneos y el poco dinero que le quedaba. También guardó una muda de ropa, su boina preferida, que estaba roída por las polillas, y una peonza que le había regalado Elizabella para el Solsticio de Verano: quería algo que le recordara a su hogar, a su padre, Hansel, y sobre todo a Elizabella, su mejor amiga.

Escabullirse de casa sí que iba a ser todo un desafío. Hansel no le quitaba ojo de encima. Por suerte, también tenía una debilidad: beber jarabe de amapola en su saloncito después de que Edwid y Elizabella se acostaran. El jarabe de amapola, que era solo para adultos, era un líquido transparente que humeaba cuando se servía. Un día, los gemelos se habían atrevido a olerlo y les había abrasado las fosas nasales. Tras su tercer vaso, Hansel solía quedarse dormido junto a la chimenea, momento en el que Edwid tendría ocasión de salir.

El verdadero problema era Elizabella. Ella siempre estaba más atenta, y era notablemente más lista que Hansel y Edwid. Elizabella, desconfiada y suspicaz, siempre vigilaba a su hermano desde la distancia, por el rabillo del ojo. Se entretenía con otras cosas, pero no le quitaba el ojo de encima. Por cauteloso que tuviera que ser con Hansel, Edwid tendría que cuidarse el doble con su hermana.

Cuando cayó la noche, el niño fingió irse a dormir. Poco después, oyó a través de la pared que Elizabella apagaba su candil con un soplido. Una hora más tarde, Edwid oyó pasos y el quejido de la puerta de su cuarto cuando su padre la abrió una rendija. Satisfecho al ver a su hijo dormido, Hansel echó un vistazo a la habitación de Elizabella y luego se alejó por el pasillo, cogió su jarabe de amapola y su vaso y se acomodó en su saloncito.

Edwid aguardó con paciencia. La casa se quedó en silencio y por fin, tras lo que le pareció un siglo, oyó la señal que esperaba: el primer ronquido de su padre. Se vistió con sigilo, cogió su cartera, se ató su muñeco junto a la cadera y recorrió la casa de puntillas hasta que, por fin, consiguió llegar a la puerta principal.

—¿Adónde crees que vas?

Edwid se dio la vuelta de golpe. Elizabella estaba allí plantada, con los puños cerrados, fulminándolo con la mirada desde las sombras.

—Vuelve a la cama —le pidió Edwid.

—¿Adónde vas? —repitió ella.

—Tengo que hacer una cosa. Vuelve a la cama. No tardaré, te lo prometo.

—Voy contigo.

—No.

—Pues entonces voy a avisar a Hansel.

—Nosotros nunca nos chivamos —protestó él—. Hicimos un trato.

—Ese trato lo hice con el antiguo Edwid —replicó Elizabella.

Aquellas palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Se dio la vuelta para irse.

—¿Por qué me odias? —preguntó Elizabella, con la voz más débil que le había oído nunca—. ¿Qué te he hecho?

—No me has hecho nada. —A Edwid le dolía el pecho.

—Entonces ¿por qué me escondes cosas? Nunca hemos tenido secretos.

—Te lo contaré todo cuando vuelva, te lo prometo —le aseguró, y era sincero.

—No pienso dejar que te marches.

Dio un paso al frente y se llevó una mano a la cadera, donde tenía colgada su muñeca. Era una amenaza. Edwid hizo lo propio por instinto y también agarró su muñeco. Los gemelos se quedaron así unos instantes, como estatuas en las sombras, al borde de emprender una batalla con sus muñecos que, inevitablemente, despertaría a Hansel y que Edwid a buen seguro perdería.

Sin apartar la vista de Elizabella, dio un paso atrás. Luego, otro. Y al final, sin quitarle la vista de encima, abrió la puerta y salió. Su hermana no se movió hasta el último segundo, pero no fue para quitarse la muñeca de la cadera, sino para enjugarse algo en el ojo.

Ilustración decorativa

Olfred Wicker vivía al final de una calle de casitas de piedra achaparradas. Salía humo de las chimeneas y las cortinas estaban iluminadas con una luz tenue y cálida. En los maceteros crecían unas flores blancas y negras de aspecto fantasmal.

La casa de Olfred era distinta de las demás: estaba torcida y destartalada. En el jardín descuidado crecía un enorme palohueso cuyas ramas blancas se extendían por encima del tejado de paja. No se veían luces cálidas tras las ventanas ni brotaba humo de la chimenea con suavidad. Todo estaba oscuro; las ventanas, tapiadas.

Edwin, nervioso, cruzó el jardín asilvestrado y descuidado de Olfred y llamó a la puerta. Nadie fue a abrir, ni tampoco se oyó dentro ni un solo ruido. Era como si allí no viviera nadie. ¿Acaso lo habían engañado?

De repente, se oyó un crujido y una fisura diminuta se abrió en la pared de piedra de la cabaña hasta convertirse en una negra sonrisa de treinta centímetros. La grieta era exactamente igual a la que Edwid había encontrado en la pared de su habitación.

—Está dentro —susurró la voz conocida.

—No me lo parece.

—Está ahí —insistió la voz—. No quiere que nadie lo moleste. Quiere asegurarse de que nadie encuentre jamás la llave para liberar a sus prisioneros, que revelarán al mundo que es un estafador.

A Edwid empezaba a no gustarle nada todo aquello. Tenía un mal presentimiento, la duda o la sospecha de que no todo era como parecía. La casa fría y oscura de Olfred le ponía la carne de gallina. Debería haberse quedado en casa con Elizabella. Si le hubiera contado lo de la grieta en la pared, ella lo habría hecho entrar en razón.

—Ni siquiera podemos entrar.

Como respuesta, la grieta en la pared creció y creció, extendiéndose sobre la piedra y soltando un reguero de polvo hasta llegar a la puerta. Y entonces también se extendió allí: resquebrajó la madera formando una especie de telaraña de hendiduras e hizo saltar astillas de madera, hasta que uno de los tablones de la puerta se desprendió y se cayó, dejando un hueco del tamaño justo para que Edwid se colara en la casa.

Este respiró hondo para prepararse. Tras él tenía su hogar, a Hansel y a Elizabella; delante tenía aquella casa espeluznante, una gran incertidumbre y la posibilidad del peligro.

Respiró hondo de nuevo y entró.

En el interior reinaba un silencio sepulcral y el aire estaba enrarecido. Un grifo goteaba en la cocina, que estaba cerca, y había libros apilados y amontonados por todas partes. En las paredes había cuadros con escenas de las aventuras de Jamima Cleaves, muchas de las cuales reconoció Edwid: Jamima persiguiendo al culpable al final de Jamima Cleaves y el ladrón de lenguas, Jamima y su muñeca luchando contra el villano de Jamima Cleaves y el asesino de la luna… ¿Sería cierto que Olfred Wicker había robado todas esas ideas?

Edwid siguió avanzando con sigilo, seguido por la grieta de la pared, que serpenteaba a través de las paredes de la casa descascarillando a su paso la piedra y la madera.

—¿Dónde está la llave? —susurró Edwid.

—Por allí —respondió la grieta.

Debía de referirse adelante, donde la débil luz de una vela iluminaba la rendija del marco de una puerta.

—¡Si Olfred está ahí dentro, nos descubrirá!

—¿Quién anda ahí? —gritó alguien de repente al otro lado de la puerta. Edwid se quedó paralizado. El corazón le martilleaba en los oídos—. ¡Aléjate de mí! —chilló Olfred Wicker—. ¡Márchate!

—Sabe que vamos a por él —dijo la grieta en la pared—. ¡Vamos, Edwid! ¡La llave!

Movido por una terrible curiosidad, Edwid avanzó y abrió la puerta. Tras ella se encontró un despacho estrecho, con el techo de vigas de palohueso y torres y torres de libros que se tambaleaban. En un rincón, sentado en una silla desvencijada, había un hombre muy viejo, encorvado y diminuto, iluminado por la luz de la vela. Al ver a Edwid, abrió los ojos como platos en una expresión de terror. Retrocedió en su silla, encogiéndose como un niño asustado. Alzó una mano llena de manchas de vejez y se tapó la boca.

—¿Quién eres? —preguntó a través de los dedos.

Su voz era como una telaraña, y su rostro, un laberinto de arrugas. Alrededor de las orejas le crecían cuatro pelos blancos y finos; por lo demás, era calvo. Y en el escritorio que tenía al lado descansaban una máquina de escribir y una pila de papel. El anciano temblaba como si Edwid fuese lo más terrorífico que había visto nunca.

—Lo siento —balbuceó Edwid—. Yo…

—Por favor, jovencito —lo interrumpió Olfred—. ¡Tienes que irte! ¡Nadie puede estar aquí!

En ese momento, la grieta en la pared serpenteó por el techo como si fuera un rayo negro, soltando una cascada de polvo y astillas de madera. Olfred la contempló horrorizado y se encogió todavía más contra la silla.

—No… —musitó—. No, no…

—¡Cógela! —ordenó la grieta en el techo—. ¡Es nuestra oportunidad!

—Pero ¿dónde está? —repuso Edwid, que no veía la llave por ninguna parte.

—Muchacho, ¿es que no sabes qué es esa cosa? —gimió Olfred con la mirada fija en la grieta—. ¿Es que no sabes lo que quiere?

Edwid negó con la cabeza, aturdido. ¡Qué no habría dado por estar en casa!

—Ve a por él, Edwid —clamó la grieta en el techo—. Él te dirá dónde está la llave.

Edwid, que estaba aterrorizado, se acercó al anciano. Este se encogió sin dejar de temblar, pero al final se miraron a los ojos. Los de Olfred estaban húmedos e inyectados en sangre, anegados de terror. Y, en ese momento, otra expresión se adueñó de su rostro: una expresión de inmensa tristeza, de resignación ante la derrota.

—Lo siento mucho, jovencito —dijo con un hilo de voz.

Entonces se inclinó y le susurró algo al oído. En cuanto hubo terminado, el anciano se apoyó en el respaldo, cerró los ojos y murió allí mismo, sentado en su silla.

Edwid se cayó de espaldas. Le palpitaba el oído por el horror de lo que Olfred le había contado en susurros. En efecto, la grieta del techo lo había engañado: era algo muy distinto de lo que le había dicho a Edwid.

El niño gimió, confundido, y miró a la grieta del techo.

—¿Qué te ha dicho, Edwid?

La voz se había hecho más feroz; ahora sonaba afilada y mortal como un cuchillo. La grieta salió disparada por el techo, produciendo un desagradable sonido mientras lo resquebrajaba, y abrió una fisura en forma de rayo por toda la pared. De ella brotó un aire gélido y Edwid retrocedió tambaleándose.

—¡Dime qué te ha dicho, Edwid!

En ese momento, algo plateado apareció en el interior de la grieta. Edwid se quedó embrujado. Era como un rizo diminuto, como una luna nueva suspendida en el cielo nocturno. El niño lo miró y lo miró, paralizado, con los pies clavados en el suelo. Cuando desapareció un instante para volver a aparecer de inmediato, comprendió lo que estaba viendo.

Era un ojo.

—Dime qué te ha dicho, Edwid. Entonces terminará todo.

Edwid negó con la cabeza y retrocedió con paso vacilante. El ojo parpadeó de nuevo.

Y entonces se oyó un crujido ensordecedor y la pared se quebró, llenándose de fisuras que se extendían hacia fuera, como en un terremoto. Caían piedras y polvo y del interior brotaba un aire gélido. Entre toda aquella niebla apareció una forma oscura y terrible que descendió rápidamente sobre Edwid, envuelta en una tormenta de sombras y de humo.

Lo último en lo que pensó el muchacho fue en Elizabella, en que sentía mucho no habérselo contado todo. Y luego echó a correr.

Ilustración decorativa

El folclore siempre nos ha hablado de la existencia de otro mundo entretejido en el nuestro. Entre nuestro mundo y ese otro —según el folclore— han viajado poetas, estudiosos, aventureros, fugitivos e incluso, en alguna ocasión, héroes improbables.

BREVE HISTORIA DE LA TIERRA ENROSCADA,

ARCHIESTUDIOSO COLLUM WOLFSDAUGHTER

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CAPÍTULO 2

El del niño de la librería

En el tranquilo pueblecito de Wyvern-on-the-Water nunca pasaba nada extraordinario ni emocionante. Todas las cosas emocionantes ocurrían en el pueblo de al lado, Bramleigh, o en el pueblecito adoquinado y musgoso de Hatchet, que alardeaba de contar con una historia llena de célebres piratas y famosos asedios. En cuanto a Wyvern-on-the-Water, lo único interesante era su nombre, que se originaba en la leyenda de un dragón artúrico —Wyvern se llamaba— que, según se decía, dormía bajo una de las colinas llenas de brezos que se alzaban junto al río. La bestia nunca se había molestado en despertarse.

Imaginad una iglesia con un campanario puntiagudo y unas campanas que repican con delicadeza. Imaginad una fiesta al aire libre con atracciones de feria, lanzamiento de aros y nubes de azúcar. Imaginad barcos navegando en el mar, niños buscando tesoros en la arena cuando baja la marea y una garza intentando pescar sin gran entusiasmo. Así era Wyvern-on-the-Water: un conjunto de casitas ordenadas y callejuelas que se bifurcaban y serpenteaban sin seguir ninguna lógica aparente. Los espinos y los cerezos en flor cubrían las calles de pétalos rosas y blancos en primavera; las moras de los arbustos que bordeaban los senderos cercanos al río engordaban en verano. Había tres salones de té, dos bares, un quiosco, una peluquería, una biblioteca, dos tiendecitas donde encontrar todo tipo de bártulos, un taller de cerámica y una librería llamada Érase una Vez.

Érase una Vez era un establecimiento modesto, una casa reconvertida en librería apretujada entre dos casitas de estilo georgiano, con unas letras delgadas como patas de araña que formaban su nombre sobre una fachada gastada de color verde. Tenía un toldo de rayas rojas y blancas para proteger las mesitas dispuestas en el patio delantero, y en el escaparate se exponían ediciones raras y especiales, protegidas de las manos afanosas de los compradores de libros, ya que era bien sabido que la suciedad y la grasa podían estropear un libro más rápido que un argumento predecible.

Al entrar en Érase una Vez, la puerta se tambaleaba y se oía el suave repique de unas campanillas. No hace falta decir que el arquitecto del edificio no tenía una librería en mente: de repente, uno se descubría asaltado por libros en lo que una vez fue un porche, rodeado de expositores en lo que antaño fue un salón, y enfrentado a estalagmitas de novelas en un viejo comedor. Y, bajando una nervuda escalera, se llegaba a un sótano lleno de más millares de libros.

Se trataba de un lugar laberíntico, ilógico, en el que se nadaba en polvo y cuyas vigas estaban pobladas de telarañas. Los carteles que identificaban las diversas secciones de la librería estaban obsoletos, de modo que era frecuente encontrarse Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas en la sección de «Cocina» o el manual de etiqueta de Debrett’s en «Novela negra y de intriga», lo que resultaba de lo más irritante para los estudiantes y los profesores de la universidad cercana, cuyas lecturas eran bastante más serias. A otros lectores, en cambio, les parecía que tenía cierto encanto. Érase una Vez olía como deben oler las librerías, a papel, al pegamento que mantiene unidos los lomos de los libros y a ideas. Las ventanas, que eran bastante escasas, arrojaban sobre los volúmenes columnas de luz en las que el polvo jugaba trazando dibujos perezosos. Por lo demás, era un lugar bastante oscuro.

Dar con el mostrador no era nada fácil: estaba escondido al principio de la escalera, detrás de una estantería repleta de clásicos encuadernados en cuero. A menudo, quien estaba sentado detrás era un niño de once años con la nariz entre las páginas de un libro. Se llamaba Benjamiah Creek y tenía mucho en común con todo lo que le rodeaba. Modesto y desordenado, se le podría haber confundido fácilmente con otro detalle pintoresco, pero poco interesante, de un pueblecito pintoresco, pero poco interesante. Sin embargo, nada podría haber estado más alejado de la realidad: como cualquier buena librería, Benjamiah Creek estaba lleno de misterios aún desconocidos y de sorpresas aún por descubrir.

Ilustración en la que aparece Benjamiah Creek sentado en un escritorio, leyendo, y rodeado de estanterías y montañas de libros. Al fondo, aparece una escalera de caracol que da a una pequeña puerta, y una ventana por donde entra la exigua luz del día.

La primera mañana de las vacaciones de verano, la señora Foxglove entró en Érase una Vez y, en efecto, se encontró a Benjamiah Creek detrás del mostrador. El muchacho estaba absorto en la lectura de un libro sobre la teoría del ajedrez, algo que a la señora Foxglove no le parecía nada bien. Consideraba el ajedrez una pérdida de tiempo, junto con los tebeos, los videojuegos y tocar la guitarra. A la señora Foxglove solía parecerle mal cualquier cosa que no comprendiera.

Era una metomentodo arrugada, con la piel llena de manchas y de cuello muy largo que vivía en una de las casitas que había a la orilla del río. Benjamiah estaba seguro de que nunca leía los libros que compraba y de que solo salía de su casa para llevarle la desgracia a los demás.

—Tienes un cliente —dijo la señora Floxglove—. ¿No te parece que deberías dejar el libro, niño?

Benjamiah hizo una mueca y se puso de pie. El libro se le cayó al suelo y las mejillas se le tiñeron de rojo. La señora Foxglove lo miró de hito en hito con sus ojos de serpiente. A decir verdad, ponerse de pie no le había conferido a Benjamiah mucha más altura. Era bajito y flacucho para su edad y, como nunca salía a jugar a la calle, siempre estaba pálido. Tenía una mata de pelo de color castaño claro que ningún cepillo lograba domar y los ojos de color castaño. De su madre había heredado una nariz particular que le surgía bruscamente de la mitad de la cara y que, de forma inexplicable, estaba torcida hacia la izquierda.

—¿Qué tonterías estás leyendo hoy? —preguntó la mujer. Benjamiah abrió la boca para responder, pero ella lo interrumpió con un gesto desdeñoso—. Mejor sería que hicieras los deberes, niño… O que ordenaras un poco esta tienda, que está hecha un desastre. Deja que te diga, en mis tiempos…

Benjamiah escuchó con atención la perorata de la señora Foxglove sobre las virtudes de sus tiempos, fueran cuales fuesen. La mujer parloteó hasta que se le quedó la boca seca.

—¿Dónde están tus padres? —le dijo cuando se le acabaron las cosas de las que quejarse.

—Están… fuera.

—¿Fuera? —repitió ella lamiéndose los labios—. Ah, sí. Ya me he enterado de que tienen… problemas. —Benjamiah se sonrojó todavía más, tanto que estuvo a punto de arder. La señora Foxglove estaba encantada—. Margie, la del taller de cerámica, me contó que se pelearon en la noche de trivial del Tom o’Bedlam —continuó mientras se pasaba la lengua viscosa por los labios—. ¿Qué, se van a divorciar? —A Benjamiah se le había cerrado la garganta. No podía ni tragar saliva ni contestar—. Siempre he pensado que no durarían mucho. —Se volvió a humedecer los labios—. ¿Y tu abuela dónde está?

—Arriba. Descansando.

—Bueno, ¡no te quedes ahí plantado! Ayúdame a encontrar mi libro. Aquí hay tanto lío que no sé ni por dónde empezar. Es una historia muy bonita ambientada en una vieja finca en el campo. Es una historia de amor, pero también una novela de misterio. Empieza con el avistamiento fantasmal de una mujer. Lo leí cuando era una jovencita. Era un libro de verdad, no esa porquería que se publica hoy en día.

—¿Cuál es el título? —preguntó Benjamiah, lo que fue un error.

—¡Y cómo lo voy a saber yo!

—Perdón. ¿Y el autor?

—Ah, pues un hombre. Sí, era un hombre, seguro. ¿No tienes ya bastante información? ¿Vas a seguir ahí plantado? En mis tiempos, a los clientes se les trataba con…

Y así empezó la siguiente perorata. A Benjamiah le pareció que se refería a La dama de blanco, pero la señora Fox­glove lo descartó en cuanto se lo sugirió, así que se pasó los siguientes veinticinco minutos ofreciéndole libros solo para que ella respondiera a cada sugerencia arrugando la nariz con desdén y apartando el volumen que le ofrecía.

—¡Esto es ridículo! —protestó al final—. Me llevo este y ya está.

Era La dama de blanco, por supuesto. Volvieron a la caja registradora, donde Benjamiah aceptó el dinero de la señora Foxglove y le tendió el libro en una bolsa de papel con estampado de rayas.

—Que tenga un buen día —le dijo.

—No te pases de listo —replicó ella, y se marchó de la tienda como si Benjamiah oliera mal.

Una vez sonaron las campanillas, el niño se quedó por fin tranquilo. Empezó a ordenar el caos que había sembrado la señora Foxglove, desmontando las torres de libros rechazados para devolverlos a sus estanterías.

Hacía ya meses que Benjamiah se sentía mal, y los comentarios de aquella mujer sobre sus padres no habían servido más que para empeorar su estado. Ya era bastante malo que tuviera que estar enterado de los problemas maritales de sus padres, pero ¿es que tenía que saberlo todo el pueblo? ¿Por qué se habían tenido que llevar su batalla al Tom o’Bedlam cuando su casa ya era una zona de guerra?

Durante meses, el piso que tenían encima de la librería había sido un hervidero de portazos, acusaciones cruzadas y amargas o, por el contrario, voces suaves y tristes que aun así se oían a través de las finas paredes, a altas horas de la noche, cuando sus padres pensaban que estaba dormido. La vida se había convertido en un mosaico de silencios colmados de resentimiento y discusiones explosivas, y todos los días llegaban cargados de suspiros, ojos hinchados, voces roncas y sollozos apagados. Benjamiah estaba harto de la alegría forzada de su madre y de la cara de su padre, que antes era toda carcajadas y sonrisas y ahora se había convertido en una máscara pétrea y sombría.

Se habían ido a pasar unos días en una casita en los Purbecks en un último intento para salvar su matrimonio. Igual que la señora Foxglove, Benjamiah sospechaba que el problema radicaba en sus diferencias. Mientras mamá era profesora de Astrofísica en la universidad, papá regentaba la librería. Jim Woodyard venía de una familia de lectores fanáticos, escritores mediocres, coleccionistas entusiastas y recolectores de libros e historias, mientras que Zoe Creek se inclinaba más hacia los misterios interestelares y extrasolares, y prefería los hechos y las pruebas a las palabras grandilocuentes de su esposo sobre mundos de dragones, guerreros y hechiceros.

Mientras esperaba los resultados del viaje de sus padres, Benjamiah contaba solo con dos aliados: su abuela y sus libros. La abuela era un pilar seguro e inamovible: era amable, paciente e increíblemente afectuosa. Era su abuela paterna y la única familia, además de ellos dos, que tenía Benjamiah.

Los libros eran los hermanos, primos y amigos de Benjamiah, pero solo los libros de verdad, los que hablaban de cosas reales. En este aspecto, había salido a su madre. Para él, los libros servían para acumular conocimiento. Él buscaba hechos, verdades e información práctica. En ese momento, estaba leyendo su libro sobre la defensa siciliana. Antes había leído un tomo sobre Enrique VII y para después ya se había preparado otro la mar de emocionante sobre ingeniería de puentes.

Para Benjamiah, aquellas lecturas eran serias. Las expediciones para fundir anillos en montañas lejanas o matar dragones le parecían una pérdida de tiempo. Él era capaz de decir cuál era el peso atómico del fósforo o enumerar muchas de las lunas de Júpiter; no tenía ningún interés en gigantes que cazaran sueños ni en las aventuras de los Cinco.

Los libros de Benjamiah demostraban que mamá y papá no tenían excusa. Para todo existía una respuesta; para cada problema, había una solución. La historia celebraba a quienes nunca se rendían, desde Darwin hasta Marie Curie, desde Newton hasta Dorothy Hodgkin. ¿Acaso la idea del tiempo y el espacio absolutos se había interpuesto en el camino de Einstein? No: la había descartado. ¿Había detenido el mal tiempo la campaña de Drake contra los españo

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