Si «el día que todo comenzó» Telmo hubiese sabido que existen otros universos, que las gaviotas son capaces de hablar, que los libros tienen múltiples dimensiones, que los delfines vuelan, que navegar en un barco del siglo XIX con olas de veinte metros es terrorífico y que se puede descansar flotando en el aire, todo habría sido muy distinto.
Todo empezó el día que recibió la dichosa carta del colegio. Justo el día que se iba Paula, su madre, a vivir tres meses a Argentina. Allí estaba sentado con el papel en sus manos rodeado por su madre y sus hermanos, Mía y Sammy, leyendo aquellas palabras que le atravesaban las pupilas como agujas: «La próxima vez será expulsado del colegio una semana». Las letras estaban escritas en un negro más negro que una tostada quemada: Telmo Lobo Scala.
—Mamá, sabes que no es culpa suya. Es el abusón de Charlie Sander. Está todo el día metiéndose con Telmo —dijo Mía mientras abrazaba a su hermano. Ella tenía diez años, pero en la familia decían que esa cabecita funcionaba como la de un adulto.
—¡Es verdad, mamá, uuurrrgggh! —gritó enfadado Sammy, de tan solo ocho años, pero si la energía se pudiera medir por metros, sería un gigante.
Efectivamente, el culpable de que el colegio hubiese enviado esa carta había sido Charlie Sander. Era el más popular del Colegio Elcano. Las chicas decían que se parecía mucho a un actor de moda y eso a Charlie le encantaba.
En el Colegio Elcano, los deportes náuticos eran una asignatura más: vela, windsurf, kitesurf, remo. Charlie era uno de los alumnos más habilidosos. Pero allí había alguien aún más habilidoso que él y ese era Telmo Lobo. Charlie Sander no podía soportar que Telmo tuviera esas facultades, así que su compinche, Tito Infante, y él hacían lo que fuera por dejarlo en ridículo.
Todo ocurrió durante el Concurso de Ciencias Creativas. El equipo de Telmo cerraba con un experimento sorpresa. El experimento consistía en mezclar peróxido de hidrógeno, jabón líquido, colorante alimentario y potasio yodado. El profesor de Química los presentó y salieron al escenario del teatro del colegio mientras sonaba Layla, de Eric Clapton, una de las canciones preferidas de Telmo. Tras una coreografía, procedieron a mezclar los productos y en unos segundos el escenario se convirtió en una fiesta de colores. El efecto químico hizo que una enorme cantidad de espuma en forma de un gigantesco cilindro saliera ininterrumpidamente de una gran vasija de cristal. Más y más espuma de todos los colores brotaba provocando los aplausos de compañeros y profesores.
Fue tal el éxito que consiguieron el primer premio. Wilma Lisner, la directora del colegio, pidió a los ganadores que dijeran unas palabras. En ese momento, Charlie Sander se coló en el escenario y le dio a Telmo un tarjetón. Los amigos de Charlie empezaron a gritar desde el patio de butacas: «¡Que lo lea, que lo lea!». Con los nervios, Telmo fue incapaz de leer lo que habían escrito, que no era otra cosa que «No sé leer» en letras enormes. Los amigos de Charlie se rieron y lo señalaron mientras él era incapaz de abrir la boca. La señora Lisner le quitó el tarjetón de las manos, lo rompió y miró a Sander con rabia.
Y es que todos sabían que Telmo tenía un problema. Cuando leía, las letras y los números le jugaban malas pasadas. La E se convertía en un 3, la P en una R, la N en una M, o simplemente aparecían y desaparecían. Su madre no paraba de decirle que la dislexia era una condición que le impedía leer como los demás, y que no era una cuestión de inteligencia. De hecho, él era mucho más inteligente que Charlie y su pandilla de fanfarrones.
—Tienes que creer en ti —le dijo Paula—. Si no lo haces tú, ¿quién lo hará?
Paula solía llamar a Telmo «el chico discreto»; tenía el pelo alborotado, como su padre y su abuelo, quienes presumían de ello, además de pecas, que le daban cierto aire de inocencia. De su madre había heredado un cuerpo fibroso y fino, apto para cualquier actividad deportiva. Sin embargo, bajo esa apariencia tímida, bullía un apetito de aventura y unas ganas de sacudirse de encima, de una vez por todas, esa vergüenza.
Hubo unos instantes de silencio en la cocina. En momentos así, Telmo se aislaba en su universo. Su mirada se posó en el anillo de oro que llevaba su madre. Su recuerdo voló a la niñez, cuando apenas tenía seis años. Él se sentaba en el regazo de su padre, y este solía coger la mano de su madre y le daba vueltas al anillo. A ella le encantaba. Recordaba que su padre le hacía preguntas y se sentía orgulloso cuando acertaba las respuestas.
—¡Sí, señor, te acabas de ganar un helado, que comeremos mañana en la heladería del Sr. Wences!
La voz de su madre lo sacó de su universo.
—¡Telmo! ¿Me estás escuchando?
—Lo siento, mamá —contestó él con absoluta franqueza.
—¡No es culpa de Telmo, mamá! Un día faltó a clase porque tuvo que echar una mano a Luis con un barco en el puerto —dijo Mía—. ¡Otro día porque una señora le pidió que le ayudara a cambiar una rueda pinchada del coche! —remató mientras ordenaba su mochila.
Sammy estaba terminando de mojar seis galletas en el vaso de leche y, antes de darle un bocado, le dijo a su madre:
—¡Y otro día fue porque… porque…!
Paula miró a Sammy conteniendo una sonrisa. Este miró las galletas blandas mojadas en leche, les dio un mordisco de tres kilotones y gritó:
—¡Porque no fue culpa suya!
Telmo miró por la ventana para tratar de huir de la conversación y vio a una gaviota que le sonreía. Supuso que los nervios le estaban jugando una mala pasada. «Las gaviotas no sonríen», pensó. Pero, al observar de nuevo, la gaviota dibujó una gran sonrisa en su cara, le guiñó un ojo y movió el pico de tal manera que parecía que le estaba diciendo: «Hola, Telmo». Estaba tan asombrado que su madre pensó que tenía que ver con el tema de la carta del colegio.
—¿Estás bien, hijo?
Telmo siguió contemplando a la gaviota, pero disimuló ante Paula, que en ese momento se acercó a él, preocupada, y lo abrazó como siempre abrazaba a sus hijos, con ternura.
—¡Ay, Telmo! Eres igual que tu padre…
Él desvió la vista de la ventana y miró la foto de su padre que colgaba de la pared. Dos años habían pasado desde su desaparición. Respiró y volvió a la realidad.
—Lo echo mucho de menos, mamá —dijo Telmo—. Si estuviera aquí, seguro que no cometería tantos errores.
En una travesía por el océano Índico, el barco de su padre, el teniente de navío Alonso Lobo, perdió todo contacto con la base naval. La fragata Oceana desapareció sin dejar rastro. Como si se hubiese esfumado. Nunca más se supo de ella.
Telmo tenía sangre marinera, como su padre y como su abuelo, el capitán de navío Humberto Lobo, el famoso capitán Bebo.
—Algún día encontraré a papá. Seguro que está en alguna isla esperando que lo rescatemos. Ya verás, mamá. Algún día…
Paula besó la frente de su hijo mientras ocultaba una pequeña lágrima, que luchaba por salir.
Una gaviota se posó en el alféizar de la ventana, sorprendiendo a todos. De la garganta colgaba una pequeña medalla en la que se podía leer: «MD». El ave miró a los cuatro, pero antes de emprender el vuelo guiñó un ojo a Telmo, o al menos eso le pareció.
—¿Me ha guiñado un ojo? —preguntó Telmo.
—¿Quién, la gaviota? —contestó Mía—. Yo no he visto nada.
—A ti lo de la carta de expulsión te ha afectado demasiado —dijo Sammy mientras le señalaba la cabeza y se preparaba un bocadillo insuperable de atún con pimientos del piquillo.
Telmo se asomó a la ventana y vio cómo la gaviota giraba en pleno vuelo, y suspendida en el aire le decía:
—¡Llámame Ishmael!
Luego le guiñó un ojo y desapareció en el horizonte.
—¿Llámame Ishmael? —dijo Telmo en voz alta.
—¿Hablas conmigo o estás hablando solo? —preguntó Mía.
Él miró a su madre y a sus hermanos buscando una respuesta a lo que acababa de ver.
—¡La gaviota me ha hablado! —murmuró, impresionado.
Mía cerró la mochila y le dijo a su hermano:
—Definitivamente, la carta del cole te ha afectado mucho…
—Pues a mí un día me habló un delfín —comentó Sammy tras beberse de un trago el vaso de leche fría.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué te dijo? —soltó burlona su hermana.
—¡Que me debes cinco euros! —Y comenzó a reír a pierna suelta.
—Venga, todos al colegio, que es muy tarde —dijo Paula sacando a Telmo de sus pensamientos.
—Mamá, me han dicho que hay un colegio solo dedicado a ciencias del mar —dijo él mientras cogía su mochila—. ¿Por qué tengo que ir a este colegio y no puedo ir a uno que me enseñe lo que de verdad quiero estudiar?
—A mí me gustaría una cama más grande —suspiró Paula— y un coche que funcione, y más agua caliente en la ducha y más dinero…
—Y a mí una tabla de surf nueva —gritó Sammy.
—Y una habitación para mí sola —dijo Mía riendo.
Todos salieron de la cocina, menos Telmo, que dio un respingo al ver una gaviota colgando bocabajo en la ventana. Esta dio tres golpes con el pico en el cristal mientras miraba al niño, que era incapaz de reaccionar, hasta que el animal habló.
—¡Abre la ventana!
Telmo la abrió, el ave se dio la vuelta y, una vez posada en el alféizar, le dijo a Telmo:
—Debes estar muy atento, porque tú eres el elegido.
Y, tras soltar esta frase, la gaviota se fue volando.
—¿El elegido para qué? —le gritó Telmo, pero esta siguió su vuelo.
La casa de los Lobo estaba en una pequeña colina mirando al mar, a las afueras de Bona Fide, la capital de una pequeña isla en el norte de España llamada Santa Fe. La familia Lobo era muy querida, sobre todo después de la desaparición de Alonso. Solo tres personas le ponían un «pero» a la familia: sus vecinos, los Carpintero. Atanasio Carpintero trabajaba de vigilante de seguridad en el gran supermercado de Bona Fide. Un trabajo normal para cualquiera, salvo para Atanasio, que por llevar una porra se creía un superhéroe.
Telmo, Mía y Sammy cargaron en el taxi las maletas de su madre a regañadientes. Mientras, Atanasio se asomaba a la ventana con una taza enorme de café con la inscripción «Soy perfecto» en letras doradas. Paula abrazó a sus tres hijos.
—Telmo, pasas a ser el cabeza de familia estos tres meses. Como sé que es demasiada responsabilidad, he hablado con Atanasio para que os eche una mano y esté pendiente de vosotros.
Los abuelos Gilda y Ástor, los padres de Paula, vivían en Noruega y su otra abuela, abu Bea, la mujer del capitán Bebo, necesitaba cuidados porque estaba perdiendo la memoria.
—¿Pero por qué te tienes que ir? ¡Qué rollo el trabajo! —murmuró Mía mientras observaba a su madre pidiéndole con la mirada que se quedara.
—No tenías que haberle pedido nada a Atanasio, mamá. Es un poco pesado —dijo Telmo.
—¡Un poco, dice! —masculló Sammy abriendo mucho los ojos.
—Además, se toma las cosas demasiado en serio. ¡A veces pienso que está un poco majareta! —insistió Telmo.
—¡Puedo ser majareta para algunos, pero para otros soy el orden! —Se oyó la voz aguda de Atanasio, que estaba escuchando detrás de ellos con su enorme tazón de café en la mano—. Solo existen tres cosas que consiguen que este mundo funcione como un reloj. —Atanasio enseñó el pulgar mientras levantaba la voz—. Disciplina —dijo con firmeza—. Disciplina —añadió mientras enseñaba el dedo índice—. Y disciplina —apuntaló mostrando el dedo medio, que, unido a su gesto con los ojos entrecerrados, le daban un aire ridículo. Tras ellos se escuchó una voz grave.
—¡Nos vamos! —dijo Dalia, la mujer de Atanasio.
Ambos eran una pareja extravagante. Sus voces parecían no pertenecerles: la de Atanasio, tan aguda como la de una cantante de ópera, y la voz de Dalia, grave como el gruñido de un oso con catarro.
—¡Llego tarde a la peluquería! —bramó ella mirando a la familia Lobo con desdén mientras acomodaba su enorme moño color naranja intenso y terminaba de pintar sus labios con una barra del mismo color que el pelo—. Veo que te vas, Paula, y nos dejas a tus tres excéntricos hijos, por llamarlos de alguna manera.
—¿Qué es excéntrico? —le preguntó en voz baja Sammy a Telmo.
—Que molamos mucho —respondió él con una media sonrisa.
—¡Nítido! —dijo Mía mientras le guiñaba un ojo a su hermano mayor.
Un grito desgarrador se oyó desde el interior de la casa de los Carpintero. En una situación normal, todos se habrían preocupado, pero si el grito procedía de la garganta de Chantelle, la hija de Dalia y Atanasio, no sería algo grave.
—¡Se me ha roto un trozo de uña, mamáááááá! —lloraba a moco tendido mientras salía al jardín con la mano derecha en alto.
Chantelle, que tenía la misma edad que Telmo, ambos doce años, era igualita que su madre. El corte y el color de pelo, la ropa, los zapatos… No podían negar que eran madre e hija. Salvo la voz: Chantelle había heredado el timbre agudo de su padre, lo que convertía su llanto en un sonido muy desagradable para el tímpano. Dalia fue a socorrer a su hija mientras Paula cerraba el maletero del taxi. En ese momento, una gaviota se posó en una farola de la calle y mirando fijamente a Telmo le habló.
—Eres el elegido.
Él avanzó unos pasos hacia la farola y encaró al ave.
—¿Elegido para qué? —contestó, receloso.
Todos lo miraron sorprendidos.
—¿Con quién hablas, muchacho? —le preguntó Atanasio.
—Con la gaviota —contestó Telmo sin pensarlo ni un segundo.
Paula miró preocupada a Mía y a Sammy. Luego se acercó a su hijo.
—Excéntricos, no —dijo Atanasio—. ¡Majaretas como su abuelo!
Telmo se giró y, al ver la cara de preocupación de su madre y sus hermanos, mintió.
—¡Os lo habéis creído! —Sonrió falsamente.
Su madre se enfadó.
—¡No me hagas esas bromas justo ahora que me voy!
—Es que…
Telmo buscaba las palabras que le dieran sentido a su mentira.
—Es que no quiero que te vayas…
Paula abrazó a sus hijos mientras Telmo no perdía de vista a la gaviota, que en ese momento le guiñaba un ojo. Su madre les habló evitando que la oyeran los Carpintero, que observaban el abrazo familiar como algo ridículo.
—Solo son tres meses y hablaremos cada día las veces que haga falta. Sabéis que sois todo para mí. Sois todo lo que tengo.
Paula puso su mano en el centro y Telmo, Mía y Sammy colocaron las suyas junto a la de su madre. Se miraron fijamente a los ojos y emocionados gritaron:
—¡Somos equipo, siempre equipo!
Luego movieron sus manos tres veces de arriba abajo y chillaron:
—¡Lobo! —Y a continuación emitieron un aullido, que terminó en carcajada.
Los Carpintero los miraban como si estuvieran locos.
Paula se subió al taxi lo más rápido que pudo para evitar que sus hijos la vieran llorar. El vehículo arrancó y desapareció al final de la calle.
Dos gaviotas se unieron a la anterior y comenzaron a volar alrededor de Telmo mientras le decían:
—¡Llámame Ishmael, llámame Ishmael!
—¿Por qué Ishmael? ¡No entiendo! ¿Quién es Ishmael?
Mía y Sammy miraban con la boca abierta cómo su hermano hablaba con las gaviotas mientras Atanasio lo observaba receloso.
—¡A mí no me la das, chaval! A tu madre la podrás engañar, pero a mí no.
Dalia caminaba hacia su coche despreciando con su indiferencia a los tres hermanos mientras Chantelle continuaba gimoteando con la uña rota en alto.
—¡Vosotros tres, pa casa! ¡Arreando! —gritó Atanasio, irritado, mientras las gaviotas seguían rodeando a Telmo.
Sammy miró sorprendido a su vecino.
—Pero ¿qué dices, Atanasio?
—¡Tu madre me ha hecho corresponsable a mí y yo cumplo órdenes! —contestó firme Carpintero.
—¡Tenemos que ir a clase! —le dijo Mía con seguridad.
—Aún queda tiempo. Esperáis en casa.
Sammy no entendía nada.
—¡Pero…!
—¡Ni pero ni peras! ¡A casa! —sentenció Atanasio.
Y, como si de una coreografía se tratara, la última palabra que pronunció Carpintero coincidió con un cambio de vuelo de las gaviotas, que, desde una altura considerable, cayeron en picado y soltaron, como bombas, enormes cantidades de excremento sobre las cabezas de Atanasio, Dalia y Chantelle.
Telmo, Mía y Sammy llegaban tarde al colegio por culpa de Atanasio y el bombardeo de las gaviotas. Bajaban con las bicis a toda prisa por la cuesta que desembocaba en la bahía. Si algo tenían en común los tres hermanos, era que les encantaban los deportes. Más aún si eran al aire libre.
La bahía de Bona Fide estaba preciosa esa mañana. El día era frío, pero el primer sol de la mañana sobre las fachadas convertía la capital de Santa Fe en una maravillosa paleta de colores, dándole un carácter único. Mientras pedaleaban a toda velocidad, Sammy hizo un bunny hop, su salto preferido con la bici, para sortear unos troncos de madera. Un sonido atronador los asustó. Eran los motores de una avioneta, que apareció de la nada y cruzó la carretera delante de ellos a poca altura remolcando un cartel de publicidad en el que se leía: «Telmo Lobo, tú eres el preferido». Él frenó la bici en seco.
—¿Lo habéis visto? ¿Habéis leído lo que pone? —gritó.
Sus hermanos frenaron segundos después. Luego miraron el cartel de la avioneta, pero lo único que veían era un trapo blanco.
—¡No hay nada escrito! —le contestó Mía mientras la avioneta se alejaba.
Un camión se detuvo junto a ellos. El remolque llevaba una foto enorme de Telmo y junto a la cara, un texto con letras rojas: «Lobo, ven con nosotros». Telmo se restregó los ojos con los puños, pues no podía creer lo que contemplaba.
—¿Pero no lo veis? ¿No veis mi foto y lo que pone? —insistió Telmo.
Pero, curiosamente, solo él podía ver y escuchar lo que le estaba pasando. Sammy observaba el vehículo y luego a su hermano, preocupado.
—¿De verdad ves tu cara en el camión? Me estás asustando…
Telmo se empezó a marear. Dejó la bici y se sentó en el bordillo del paseo mientras metía la mano derecha en el bolsillo y tocaba su Coquí, una pequeña ranita de cristal que su padre le había traído después de un viaje a Puerto Rico. Solía decir que le daba buena suerte. Mía y Sammy se sentaron, angustiados, junto a su hermano.
—Creo que deberíamos ir al médico, Emo. —Mía le llamaba así cuando se ponía blandita. De pequeña le costaba pronunciar su nombre y de vez en cuando se le escapaba.
—Estoy bien. Seguro que es la medicación para la alergia que estoy tomando. No os preocupéis.
El Colegio Elcano estaba ubicado en una ladera junto al mar. En la entrada tenía algo parecido a una vela y desde lejos parecía un barco. Los ventanales de las aulas daban a la bahía y los niños jugaban a imaginar que navegaban mientras daban clase.
Telmo, Mía y Sammy cruzaron el vestíbulo corriendo, pero en la esquina estaba la subdirectora, Sibilia Farcia. Todo lo encantadora y simpática que era la directora del colegio, la señora Lisner, lo tenía de antipática y desagradable doña Sibilia.
—¡Qué casualidad! De nuevo los hermanitos Lobo llegando tarde al colegio.
—Ha sido culpa mía, señorita Farcia —se apresuró a decir Telmo—. Me he mareado y mis hermanos me ayudaron.
—Sí, claro, y mañana será otra cosa, pasado otra y el siguiente otra. No tengo más remedio que anotaros en la lista negra —sentenció la subdirectora.
Mía y Sammy se miraron incrédulos.
—¡Pero si solo han sido diez minutos! —soltó Sammy.
Doña Sibilia, que era muy bajita y se encendía con mucha facilidad, se acercó a este y le dijo con voz grave:
—Te tengo muchas ganas, pequeño Lobo. Una queja más y te expulso un día.
Sammy le aguantó la mirada y le espetó:
—Nani o itte mo, hikigaeru no kao. —A continuación, hizo una reverencia bajando la cabeza, en señal de respeto.
Telmo aguantó la risa, pero Mía no pudo evitar taparse la boca.
—¿Qué has dicho, pequeño Lobo? —gruñó la señ