Introducción
¿Cómo te sientes?
Mi gata pasa buena parte de su tiempo enfadada. Su manera habitual de demostrar ese enfado consiste en perseguir su propia cola y dar golpecitos con ella mientras suelta chillidos, gruñidos y bufidos. Un observador externo podría pensar que odia su cola y punto, pero yo puedo asegurarle que es una muestra de mal genio y va dirigida hacia mí. Lo hace cuando le doy de comer media hora tarde, o cuando me siento en su sitio en el sofá, o cuando cometo el espantoso crimen de permitir que llueva. Obviamente, Zazzy no es ni mucho menos el único animal de compañía que expresa su ira ante la desobediencia de su dueño. Cualquiera que tenga un gato, un perro, un conejo, una serpiente o cualquier otra mascota sabe que sienten emociones y las expresan siempre que pueden. Son capaces de manifestar enfado, exigencia y afecto, a menudo todo ello a un tiempo. Las emociones parecen invadir a nuestros compañeros animales tan libremente como nos invaden a nosotros.
Sin embargo, las apariencias engañan: en realidad, las mascotas no sienten emociones. Y antes de que te encastilles alegando que «¡Mi gato me quiere!», me apresuraré a decir que no son sólo las mascotas: tampoco los humanos sentimos emociones. Las emociones son sólo un puñado de sentimientos que los occidentales decidimos meter en una misma caja conceptual hará unos doscientos años. El concepto de emoción es una idea moderna, un constructo cultural. La noción de que los sentimientos son algo que acontece en el cerebro se inventó a principios del siglo XIX.[1]
Para la lingüista Anna Wierzbicka, sólo hay una palabra relativa a los sentimientos que podría considerarse universal: el propio verbo sentir.[2] Pero lo que podemos sentir va mucho más allá de lo que en general se entiende por emoción: está el dolor físico, el hambre, el calor o el frío, o la sensación de tocar algo. En la cultura occidental se han utilizado diferentes términos en distintos momentos de la historia para describir determinados tipos de sentimientos. Así, tradicionalmente se ha hablado de «temperamentos» (la forma en que los sentimientos de las personas las hacen comportarse), de «pasiones» (sentimientos que experimenta en un principio el cuerpo pero afectan al alma) o de «sentires» (los sentimientos que uno alberga cuando, por ejemplo, ve algo hermoso o a alguien actuando de manera inmoral). Hoy hemos dejado atrás la mayoría de estos conceptos históricos y los hemos reemplazado por un único término general que describe un determinado tipo de sentimiento procesado en el cerebro: «emoción». El problema es que resulta difícil precisar qué tipos de sentimientos son o no emociones. Hay casi tantos modos de definir las emociones como personas que se dedican a estudiarlas. Algunas incluyen el hambre y el dolor físico; otras no. Tampoco es que el concepto de «emociones» resulte acertado y la noción de «pasiones» desacertada: es simplemente que el concepto de «emoción» constituye una caja conceptual más novedosa; una caja —cabría añadir— cuyos bordes resultan algo difusos. La cuestión, entonces, es la siguiente: si en verdad la emoción es tan sólo un vago constructo moderno, ¿por dónde empezar a la hora de escribir un libro sobre ella?
¿QUÉ ES LA EMOCIÓN?
El mayor problema a la hora de intentar responder a la pregunta «¿Qué es la emoción?» reside en el hecho de que plantearse algo así es un poco como intentar responder a la pregunta «¿Qué es el azul?». Podrían señalarse algunos datos científicos sobre la refracción de la luz y las longitudes de onda, pero el hecho es que «azul» significa muchas cosas diversas para muchas personas distintas. Algunas culturas, como la tribu himba de Namibia, no reconocen el azul como un color en sí mismo. Lo conciben como un tipo de verde, uno de los muchos verdes que les permiten diferenciar entre los sutiles matices de las hojas en las selvas y praderas en las que viven. Para ellos, saber diferenciar una inocua hoja verde azulada de una venenosa hoja verde amarillenta podría significar la diferencia entre la vida y la muerte.[3]
Si diseñáramos un test de colores y les pidiéramos a los miembros de la tribu himba que clasificaran los objetos que se parecen al color de la hierba en una pila y los objetos que se parecen al color del cielo en otra, obtendríamos una pila con muchos verdes y otra con muchos azules. Comprensiblemente, eso podría llevarnos a pensar que los conceptos de verde y azul son universales. Pero si, en cambio, les pidiéramos que clasificaran los objetos en una pila azul y en otra verde, a buen seguro veríamos un montón de cosas azules en lo que un occidental denominaría casi con toda certeza la pila verde. En ese caso, de forma asimismo comprensible, pensaríamos que la percepción del color es un constructo cultural.[4]
De manera similar, podríamos tomar fotografías de personas haciendo muecas basadas en diversas emociones tal como nosotros las entendemos, y luego formular la pregunta equivalente a «¿De qué color es el cielo?» Por ejemplo, podríamos preguntar: «¿Qué cara pondrías cuando comes algo podrido?» Entonces, cuando la tribu señalara la foto de una «cara de asco» (la boca entreabierta con los labios curvados hacia abajo, la nariz arrugada y los ojos entornados: la expresión que muchos en Occidente asocian a la repugnancia), parecería justificado afirmar que la repugnancia es universal. O bien, podríamos tomar fotografías de una serie de expresiones faciales y pedirle a un grupo de personas que las clasificaran en una pila de «repugnancia» y una pila de «enfado». Puede que entonces nos sorprendiéramos al encontrar la cara de asco en la pila del enfado, junto con expresiones de sorpresa, ira, temor y confusión. Si eso sucediera, quizá nos convenceríamos también en este caso de que las emociones son un constructo cultural. La cuestión es, entonces: ¿cuál de estos dos métodos es el correcto? ¿Es cuestión de natura o de cultura? Bueno, como suele suceder cuando se trata de este tipo de preguntas binarias, la respuesta probablemente es sí.
Volveremos a ello de forma mucho más detallada más adelante en este libro; por ahora baste decir que tanto la cultura como la biología cuentan. Nuestra educación y nuestra cultura nos enseñan cómo se supone que debemos comportarnos cuando sentimos algo. Pero nuestros sentimientos en sí mismos pueden compartir un origen evolutivo. De la misma manera que la concepción del color verde de los himbas difiere de la mía, así también el contexto, el idioma y otros factores culturales desempeñan un papel en la forma en que cada ser humano concibe las emociones. Todos podemos sentir cosas similares, aunque nuestro modo de concebir y expresar esos sentimientos cambia de una época a otra y de una cultura a otra. Es en esas importantes diferencias donde mora la historia de la emoción y, por ende, el presente volumen.
¿QUÉ ES LA HISTORIA DE LA EMOCIÓN?
En este libro, pues, estoy plantando firmemente mi bandera en una disciplina en desarrollo denominada «historia de la emoción», un campo que aspira a comprender cómo las personas concebían sus sentimientos en el pasado. Algunos estudios abarcan grandes extensiones de tiempo y examinan, por ejemplo, la larga historia del miedo humano.[5] Otros son bastante específicos y exploran los modos en que se concibieron las emociones en pequeñas áreas geográficas durante períodos concretos, como hace, por ejemplo, cierto estudio acerca de los regímenes emocionales que intervinieron en la Revolución francesa[6] (hablaremos sobre los regímenes emocionales en breve).
La historia de la emoción es una disciplina que ha generado cientos de teorías e ideas y está teniendo un creciente impacto en nuestra forma de entender el pasado. Aun así, la mayor parte del trabajo realizado en este ámbito ha sido de tipo especializado y académico, es decir, que no es exactamente el tipo de lectura que a uno le gustaría para relajarse a la orilla del mar. He escrito este libro porque en cierto modo me he impuesto la misión de compartir el maravilloso mundo de la historia de la emoción con tantas personas como pueda, de posibilitar que la mayor cantidad posible de lectores compartan el entusiasmo y la perspectiva que suscita esta nueva forma de entender las épocas pretéritas, y de ofrecer una nueva manera de ver el mundo, especialmente su pasado.
Hay cientos de formas de estudiar las emociones en la historia. Se pueden escribir historias materiales de determinados objetos que narren relatos emocionales, como cartas perfumadas, objetos religiosos o juguetes infantiles.[7] Se puede examinar cómo han cambiado con el tiempo los nombres que definen las emociones y cómo ha variado el significado de los términos utilizados para describirlas. Por ejemplo, la palabra asco, que etimológicamente sólo hacía referencia a la reacción física causada por un alimento de mal sabor, hoy se emplea para referirse a cualquier cosa que nos produzca repugnancia o repulsión, desde una fruta mohosa hasta un comportamiento corrupto.[8] A veces la historia de las emociones se parece un poco a las disciplinas de la historia intelectual o la historia de las ideas y de la ciencia en el sentido de que se esfuerza por descubrir cómo la gente concebía antaño los sentimientos y cómo entendía las emociones en el contexto de sus propias época y cultura. Hay muchas formas de abordar el tema, pero también unos pocos marcos conceptuales a los que los historiadores de la emoción volvemos una y otra vez al margen de cuál sea nuestra subdisciplina.
El primero de ellos es el que hemos mencionado antes: los «regímenes emocionales». Este término, acuñado por el historiador William Reddy, hace referencia a los comportamientos emocionales esperados que nos impone la sociedad en que vivimos. Dichos regímenes aspiran a explicar las formas de expresar las emociones que rigen en cualquier conjunto de circunstancias dado.[9] Por ejemplo, en general se espera que un auxiliar de vuelo que atiende a los pasajeros de primera clase sea cortés y educado con ellos más allá de lo groseros que puedan mostrarse estos últimos. Su trabajo le impone un régimen emocional que pronto se convierte en una segunda naturaleza: una educada tranquilidad y una ilimitada paciencia.
Estrechamente ligado a los regímenes emocionales está el denominado «trabajo» o «esfuerzo emocional». Este término ha ido ampliando su significado hasta llegar a designar casi cualquier cosa, desde el mero acto de ser cortés hasta el hecho de ser el miembro de la familia (por lo general una mujer) que se encarga de realizar las tareas relacionadas con las emociones, como enviar tarjetas de felicitación y mantener la casa limpia para impresionar a los vecinos cuando vienen de visita. Sin embargo, inicialmente tuvo sus raíces en el pensamiento marxista. El término lo acuñó la socióloga Arlie Hochschild, que describió el trabajo emocional como la necesidad de «inducir o reprimir sentimientos a fin de mantener la compostura externa que suscita el estado mental apropiado en los demás».[10] Puede que esto nos parezca similar al régimen emocional. La diferencia —en palabras de otro sociólogo, Dmitri Shalin— estriba en que el trabajo emocional es «el plus-significado emocional que el Estado [o su régimen emocional] extrae sistemáticamente de sus miembros». Volviendo a nuestro auxiliar de vuelo, el régimen emocional es lo que hace que siga sonriendo aunque el cliente se muestre grosero, mientras que el trabajo emocional es el esfuerzo que le requiere seguir sonriendo por más que en el fondo le gustaría pegarle un grito al cliente. En otras palabras: el trabajo emocional es el esfuerzo requerido para mantenerse dentro de un determinado régimen emocional. El trabajo emocional existe porque los regímenes emocionales son de naturaleza jerárquica, nos vienen impuestos por algún tipo de autoridad superior, con frecuencia el Estado, pero a veces también las religiones, las creencias filosóficas o los códigos morales a los que nos adherimos en virtud de nuestra educación.
Dado que el trabajo emocional puede ser física y mentalmente agotador, mantenerse fiel a un régimen emocional resulta difícil. La gente necesita acceder a lugares donde poder dar rienda suelta a sus emociones. William Reddy acuñó el término «refugios emocionales» para referirse a dichos lugares. El bar del hotel que frecuenta el auxiliar de vuelo para desahogarse con sus colegas hablando del pasajero grosero de primera clase podría ser uno de tales refugios. Éstos pueden ser un instrumento de revolución, sobre todo cuando los sentimientos reprimidos se convierten en el combustible que alimenta un cambio de régimen emocional.
Pero la forma en que expresamos nuestras emociones no siempre nos viene impuesta desde arriba. A veces brota de la propia gente y la propia cultura. Esas pautas emocionales surgidas «desde abajo» se conocen entre los historiadores de la emoción como «comunidades emocionales», un concepto propuesto en un principio por la historiadora Barbara Rosenwein.[11] El término hace referencia a las corrientes de sentimiento compartido que unen a una determinada comunidad. Cualquiera que haya ido a visitar a sus suegros durante una hora en apariencia interminable sabrá a qué me refiero: sus formas de expresarse pueden ser distintas de parte a parte de aquellas a las que estamos acostumbrados. Mi familia, por ejemplo, es bastante bulliciosa. A nosotros —y eso incluye a mi madre— nos gusta gastar bromas pesadas, contar historias absurdas, provocarnos de manera afectuosa unos a otros, y, como somos una familia mayoritariamente académica, mantener conversaciones cultas en el tono más vulgar posible. Pero ni siquiera se me pasaría por la cabeza infligir ese tipo de comportamiento a la familia de mi esposa. Ello se debe al hecho de que cada familia ha formado su propia comunidad emocional, con sus propias pautas de comportamiento y de expresión.
Uno experimenta la misma sensación cuando viaja a otros países. Aunque en realidad no hace falta ir muy lejos. Yo resido en el Reino Unido, y puedo decir que he asistido a conciertos en la ciudad inglesa de Barnsley donde el público ha permanecido impasible e inmóvil durante toda la actuación, pero una vez finalizada la música había un grupo de personas haciendo cola para saludar a los miembros de la banda, invitarles a cerveza y decirles lo geniales que les parecían. La comunidad emocional específica de esta ciudad se rige por una especie de estoica virilidad —independientemente del sexo de cada cual— que niega el tipo de expresión apasionada que suele verse en las actuaciones musicales celebradas en otros lugares, incluso en pueblos situados a sólo unos pocos kilómetros de distancia.
La gente puede formar parte de más de una comunidad o régimen emocional. Por ejemplo, la tolerancia de nuestro auxiliar de vuelo en lo relativo al régimen emocional de su trabajo podría no hacerse extensiva a su afición al fútbol. Así, cuando se halla en las gradas rodeado de los hinchas de, pongamos, el Manchester United, ese mismo hombre que muestra una paciencia aparentemente infinita en el trabajo puede actuar de forma brutal y grosera frente a un aficionado de un equipo contrario. Mientras está viendo el partido en el estadio vive en una comunidad emocional en la que no está sujeto al régimen emocional que gobierna su conducta en el trabajo. Es libre de expresar sus emociones como dicha comunidad considere oportuno.
Esto me lleva a otro elemento central del presente volumen. A lo largo de la historia, ciertas emociones intensas han actuado como motor de cambio. En numerosas ocasiones, el deseo, la repugnancia, el amor, el miedo y ciertas veces la ira parecen apoderarse de las culturas, llevando a la gente a hacer cosas que pueden cambiarlo todo. Aquí exploraremos cómo esas emociones —y las concepciones cambiantes que las personas tienen de ellas— han contribuido a modelar el mundo. Y de paso veremos cómo el modo en que la gente experimentaba antaño el deseo, la repugnancia, el amor, el miedo y la ira difiere del modo en que experimentamos hoy esas mismas emociones.
Lo que sigue es un extenso recorrido por las diversas maneras en que las personas han concebido sus sentimientos a través de los siglos; un recorrido que ilustrará cómo los sentimientos han cambiado el mundo de formas cuyos ecos resuenan aún hoy. En este viaje abarcaremos desde la antigua Grecia hasta la inteligencia artificial, desde la costa de Gambia hasta las islas de Japón, pasando por el poderío del Imperio otomano y el nacimiento de Estados Unidos. Incluso le echaremos un vistazo al futuro.
La historia nos muestra que las emociones son poderosas; que han forjado el mundo en la misma medida en que haya podido hacerlo cualquier tecnología, movimiento político o intelectual. Fueron ellas las que sentaron las bases de las religiones, las indagaciones filosóficas y la búsqueda del conocimiento y de la riqueza. Sin embargo, también pueden ser una fuerza oscura, capaz de destruir mundos a través de la guerra, la codicia y la desconfianza. En cada uno de los capítulos siguientes nos centraremos en un momento y lugar concretos, pero en conjunto todos ellos hilvanan un relato que explica cómo las emociones han modelado el mundo en el que hoy vivimos con toda su complejidad, maravilla y diversidad. Espero que al llegar al final coincidas conmigo y nunca más vuelvas a concebir las emociones de la misma manera.
1
Guía de la virtud en el mundo clásico
Empecemos con algunos grandes trazos. La historia está llena de ideas sobre las emociones: qué son, de dónde vienen, cómo deben expresarse y controlarse... Esas ideas contribuyeron a forjar las religiones y filosofías que aún hoy nos acompañan. En muchos casos, las ideas sobre los sentimientos tuvieron consecuencias que modelaron la historia. Pero antes de pasar a los capítulos sobre la antigua India, la era del Nuevo Testamento y las ideas de los santos y profetas, voy a empezar por el principio; o al menos por el principio que conocemos, el que dio lugar a algunas de las primeras ideas sobre las emociones de las que tenemos constancia. Eso implica que, como suele ser el caso, debemos retroceder a la antigua Grecia.
PLATÓN Y SÓCRATES
Aproximadamente 399 años antes del nacimiento de Jesucristo, un hombre de veintitantos años yacía enfermo en la cama.[1 ] Su complexión atlética era bien conocida en Atenas; lo había ayudado a convertirse en un luchador de cierta fama, e incluso es posible que llegara a competir en unos Juegos Olímpicos. La mayoría de nosotros lo conocemos por su apodo, «Ancho», o, por utilizar el término griego antiguo, Platón.[2]
Platón no sólo era físicamente impresionante; también fue un gigante intelectual. Más tarde fundó una escuela tan importante que su nombre, la Academia, todavía se utiliza hoy para referirse a los lugares de aprendizaje. En su Academia, Platón escribió sobre filosofía. Pero no escribió largos tratados, sino una serie de debates que pasarían a conocerse como «Diálogos». En todos ellos, menos en uno, el principal orador era su antiguo tutor, Sócrates, por quien sentía un profundo afecto.
Es difícil sobrestimar la importancia de estos diálogos. Más de dos milenios después, el filósofo y matemático Alfred North Whitehead describiría toda la filosofía que vino después como «una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica».[3] Pero sin los acontecimientos de ese día profundamente emotivo en el que Platón yacía enfermo en el año 399 a.C., y los acontecimientos previos que a su vez llevaron a ellos, Platón podría haber sido sólo uno más de los cientos de grandes pensadores que el tiempo ha olvidado. Porque el mismo día que Platón estaba curándose de su enfermedad, el que fuera su maestro, Sócrates, era ejecutado. Los sentimientos que albergaba Platón al respecto eran... bueno, digamos que un tanto complejos.
SENTIMIENTOS PLATÓNICOS
Los griegos denominaban a las emociones pathē, un término que significa «experiencia» o «sufrimiento»; el que fuera lo uno o lo otro dependía del tipo de pathē que uno experimentara (o sufriera). Platón concebía las pathē como alteraciones del alma, perturbaciones provocadas por sucesos o sensaciones externas que te desequilibran y perturban tu calma. Pero para él las almas eran algo más que una pequeña parte de nosotros que se caracteriza por no ser de carne y hueso.
Para Platón, las almas eran importantes porque constituían la parte humana de un concepto esencial de su filosofía. Él no creía que el mundo que vemos a nuestro alrededor fuera lo único que hay. Pensaba que todo lo que vemos, desde los humanos hasta los árboles o las sillas, no era más que una versión imperfecta de lo que él llamaba el «cosmos sabio» (kósmos noetós), más conocido como el mundo de las formas o de las ideas. Creía que todos nacemos con un conocimiento intrínseco de esas formas perfectas. De ahí que podamos reconocer que dos objetos distintos, pongamos un taburete de taberna y un trono, son ambos esencialmente sillas: adscribimos ambos a la forma de una silla perfecta que llevamos grabada en la memoria. Platón comparaba nuestra experiencia de la realidad con la imagen de unas personas que vivieran en una caverna y sólo vieran las sombras proyectadas en la pared de los acontecimientos producidos en el exterior. Lo que creemos real es sólo una sombra. Para Platón, nuestras almas son la realidad: nuestra forma perfecta bailando a la luz del sol en la entrada de la caverna. Nuestros cuerpos son sólo las sombras que proyectan. Cuando sentimos pathē, es el resultado de algo que perturba nuestras almas, provoca determinadas sensaciones en nuestros cuerpos y hace que las sombras se retuerzan inesperadamente. Lo que desconcertaba a Platón era cómo diablos la gente podía sentir dos emociones distintas a la vez. ¿Cómo alguien podía sentirse aterrorizado y valeroso al mismo tiempo, deseando luchar a la vez que huir, tal como les ocurría a los soldados en una batalla? La respuesta a la que llegó fue que el alma tiene más de una parte.
Platón razonó que, puesto que los animales tienen alma pero no pueden pensar de manera compleja, debía de haber un tipo de alma para los animales y otro tipo para los humanos y los dioses. El alma divina era pura razón y no podía verse perturbada directamente por ningún tipo de pathē. Denominó a esta alma el lógos.[4]
Lógos es un término difícil de traducir. Significa «pensamiento» o «palabra», o quizá la capacidad de convertir palabras en pensamientos. Pero lo más importante es que tiene un elemento divino. Una ilustración práctica de este concepto aparece en Juan 1, 1, en el Nuevo Testamento. Originariamente escrito en griego, el texto dice: «En el principio ya existía el Verbo [lógos], y el Verbo [lógos] estaba con Dios, y el Verbo [lógos] era Dios.» Si alguna vez te has preguntado cómo es posible describir a Dios como un verbo, puede que (de manera comprensible) estés interpretando este pasaje de forma demasiado literal. En realidad, aquí se está describiendo a Dios como un pensamiento, un alma de razón pura, una capacidad de conocer cosas. Tal era el lógos de Platón: un tipo de alma capaz de razonar, de conocer, de comprender.
Platón llamó al alma de los animales epithumêtikon, un término que significa «deseante» o «apetitivo».[5] Cuando esta alma se ve perturbada por algún tipo de pathē, crea los impulsos básicos que experimentamos en la vida cotidiana: el placer, el dolor, el apetito de comida o de sexo, el anhelo de evitar cosas perjudiciales, etcétera. Dado que los humanos somos en parte animales, pero a todas luces capaces de un razonamiento, conocimiento y comprensión más complejos, Platón pensó que debíamos de poseer tanto el lógos racional como el epithumêtikon irracional.
También se dijo que debía de haber otra parte más en nuestras almas. Los seres humanos pueden percibir lo que es bueno y malo, y actuar en consecuencia sin tener que pensar en ello. La lógica pura no es capaz de hacer tal cosa, como tampoco lo son nuestros apetitos animales, de modo que el alma debía de tener una tercera parte. Llamó a esta tercera parte del alma thumoeides o thymos: el «alma fogosa».[6] Thymos suele traducirse también como «irascible», y es en esa parte del alma donde residen los sentimientos que posibilitan que se hagan cosas materiales. Como el epithumêtikon, el thymos puede verse directamente perturbado por las pathē. Cuando el thymos está perturbado, genera ira, claro está. Pero esa clase de perturbación también puede generar otros tipos de pathē, como la esperanza, que nos lleva a hacer cosas porque creemos que pueden ser posibles aunque resulten difíciles. Puede generar el sufrimiento del miedo, que nos ayuda a escapar de situaciones peligrosas que no hemos podido evitar. O podría inducir la experiencia, o el sufrimiento, del coraje, que nos lleva a hacer cosas incluso cuando estamos asustados. Sin embargo —y Platón considera esto muy importante—, las metas a las que aspira el alma fogosa no tienden a la fuerza a un bien mayor. Este tipo de pathē, como el alma animal, te lleva de forma automática a querer buscar el placer o evitar el dolor. Ese impulso irrazonable hacia el placer se denomina boulesis. La boulesis no es necesariamente virtuosa, ya que a veces hacer lo correcto resulta doloroso, mientras que obrar mal puede producir placer.
Para ser de veras virtuoso, hay que esforzarse en lograr un tipo de bien que proviene del lógos: el eros. El eros no tiene que ver con el placer personal, sino con un bien mayor. Para actuar de manera virtuosa no puedes limitarte tan sólo a dejarte guiar por tus pathē. Debes aprender a pensar en lo que de verdad es mejor: a evaluar, a juzgar. Tienes que pararte a pensar: «¿Es esto realmente lo correcto?» No puedes hacer algo simplemente porque te produce sensaciones agradables. Lo correcto puede incluso hacerte sentir mal, alejándote de la boulesis; pero sigue siendo lo correcto. Eso es el eros. La distinción entre eros y boulesis es un componente vital del régimen emocional que Platón forjó para sus lectores y seguidores. Era aplicable incluso cuando alguien a quien amaban estaba a punto de ser ejecutado. De hecho, Platón utilizó la historia de la muerte de Sócrates como un ejemplo del poder del eros frente a la boulesis. Pero para llegar a esa historia primero hemos de entender por qué fue ejecutado Sócrates.
EL JUICIO DE SÓCRATES
Sócrates fue condenado por impiedad y por corromper a los jóvenes, y aunque ésa no era realmente la razón por la que muchos atenienses lo querían muerto, se hace difícil argumentar que no era culpable de ambos cargos. Sin duda era culpable del segundo de ellos. La táctica de Sócrates, que ha pasado a conocerse como «método socrático», consistía en formular preguntas a los jóvenes sobre sus creencias. A veces su interrogatorio ponía en tela de juicio las nociones generalizadas de justicia, cuestionaba a las autoridades y aun a los propios dioses. A medida que respondían, Sócrates formulaba nuevas preguntas a sus interlocutores, instándolos a cuestionarse más a sí mismos y a perfeccionar sus ideas. A la larga, el método socrático lograba que aquellos hombres se convencieran de que Sócrates tenía razón en todo, incluso en sus ideas impías.
Por entonces Atenas apenas estaba empezando a recuperarse de un siglo de guerra y opresión. Tras una larga contienda con los persas, seguida de una amarga guerra civil con Esparta —durante la cual Sócrates se convirtió en un condecorado y respetado soldado—, los espartanos suspendieron la célebre democracia ateniense e instauraron en su lugar el gobierno de los llamados Treinta Tiranos. Los atenienses, frustrados ante aquella tiranía recién impuesta, no tardaron en rebelarse. En menos de un año habían expulsado a los Treinta y apresado a los sospechosos de ayudarlos.
Sócrates fue uno de los apresados. Su mayor ofensa no era la impiedad o la corrupción de los jóvenes en sí: lo que en realidad importaba era a qué jóvenes exactamente había estado corrompiendo, dado que muchos de ellos eran personas poderosas, influyentes y odiadas a más no poder. Una de ellas era Alcibíades, un destacado general del ejército que alternaba sin cesar entre los ejércitos ateniense y espartano en función de su propio beneficio. Entre los seguidores de Sócrates también figuraban algunos de los Treinta Tiranos y miembros de las familias que los habían apoyado. Una de esas personas era Critias, que se contaba entre los más poderosos de los Treinta.[7] Otra era el hijo de Perictione, sobrina de Critias: un joven luchador al que llamaban Platón.
No cabe la menor duda de que la detención de Sócrates tuvo motivaciones políticas, pero también era culpable de los cargos de los que se le acusaba. Tras ser declarado como tal, Sócrates propuso que, en lugar de condenarlo a muerte, las autoridades lo alimentaran de forma gratuita durante el resto de su vida en pago a sus servicios a la ciudad. La propuesta tuvo el efecto que cabría esperar, y Sócrates fue condenado a morir envenenado.
LA MUERTE DE SÓCRATES
La pena de muerte se ejecutó cuando Sócrates bebió voluntariamente un frasco de cicuta. Según el relato de Platón —que afirmaba haber obtenido de otro de los discípulos de Sócrates, Fedón, que de hecho estuvo presente—, cuando quienes acompañaban a Sócrates lo vieron beber el veneno, prorrumpieron en gritos y en sollozos. Sócrates se enfadó y les dijo: «¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.»[8] Su pesar nacía de la aflicción y de la necesidad de encontrar una forma de cambiar una situación dolorosa. Pero Platón creía que, como hombres —y eran exclusivamente hombres—, tenían que controlarse. Le parecía bien que las mujeres lloraran, se golpearan el pecho y se rasgaran las vestiduras. Pero no los hombres. Su llanto era egoísta: tenía que ver con su aversión egoísta al dolor emocional y con lo que deseaban que fuera bueno, no con lo que era bueno.
Tras la reprimenda de Sócrates, los varones presentes en la habitación dejaron de llorar de inmediato. Resistir las lágrimas por la muerte de su amigo debió de requerirles un enorme trabajo emocional. Aun así, se sintieron avergonzados de su comportamiento y se dieron cuenta de que en realidad no lloraban por Sócrates —al parecer, él se contentaba con su suerte—, sino por su propia «desventura, al haber sido privado[s] de tal amigo».[9] En otras palabras, su llanto no era virtuoso: era egoísta y, por lo tanto, contrario al régimen emocional prescrito por Sócrates y Platón.
Hay otra parte del relato de Platón sobre la muerte de Sócrates que muestra perfectamente su creencia en la necesidad de mantener a raya cualquier tipo de pathē en aras de un bien mayor.[10] Según Platón, a Sócrates le ofrecieron la oportunidad de escapar.[11] Huir, sin duda, tenía que parecer lo correcto. Su alma fogosa habría estado a favor de ello, ya que no morir es indudablemente bueno a nivel personal. Sin embargo, había sido juzgado y declarado culpable, y no había más que decir. Engañar a la ley estaría mal, no sería virtuoso. El Sócrates platónico creía que ceder a sus sentimientos sería apartarse de la justicia, un acto que lo alejaría del eros y lo acercaría a la boulesis. Y eso no encajaba en el régimen emocional de Platón.
Según éste, las últimas palabras de Sócrates fueron éstas: «Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.»[12] Ha habido bastante debate en torno al significado de esas palabras. Asclepio era el dios griego de la curación, pero es dudoso que Sócrates creyera que podía curarse de una dosis letal de veneno. Hay quien piensa que sólo farfullaba palabras incoherentes debido a que el veneno se había apoderado de él.[13] Para Nietzsche, Sócrates estaba diciendo que «la vida es una enfermedad» y se alegraba de haberse curado.[14] Otros son de la opinión de que Sócrates estaba pensando en su joven amigo Platón, quien —recordemos— supuestamente estaba enfermo en cama.[15] Es probable que nunca lleguemos a saberlo con certeza; pero, en lo que a mí respecta, creo que quizá Sócrates estaba agradecido a Asclepio por haber curado a la ciudad a la que tanto amaba. Acaso intuía que su ejecución iba a actuar como una liberación emocional, una catarsis, y que en última instancia serviría al bien mayor de Atenas. Era el más virtuoso de los actos. El ejemplo de eros más elevado posible. Esta explicación encaja perfectamente con la idea platónica de que los sentimientos debían controlarse en obsequio de un bien mayor. Platón utilizaba la muerte de su amigo para enseñarnos a todos cómo el más grande de los hombres que jamás había conocido fue capaz de controlar sus deseos y centrarse en el eros incluso mientras lo estaban ejecutando.
Sólo tenemos otro relato de la muerte de Sócrates, y proviene de un soldado y seguidor suyo conocido como Jenofonte. Éste escribió que Sócrates se alegraba de morir porque, aunque a los setenta años todavía conservaba toda su agudeza intelectual, le preocupaba la idea de perderla en un futuro próximo.[16] El Sócrates de Jenofonte era un hombre de mentalidad mucho más práctica que el de Platón, y que dedicaba a impartir consejos tanto tiempo como a debatir. Puede que el relato de Jenofonte se acerque más a la verdad, aunque los escritos de Platón no tratan de la verdad. Él no nos presenta hechos; nos enseña una lección acerca de cómo las personas extremadamente virtuosas pueden controlar sus emociones en aras de un bien mayor y cómo deberíamos emularlas. Está estableciendo un régimen emocional, un conjunto de normas para sentir y expresar nuestros sentimientos que cree que todos deberíamos cumplir.
¿Cuál era, entonces, el régimen emocional de Platón? Por decirlo de la forma más resumida posible, era la creencia de que aspirar a un bien mayor exige no ceder a las pathē, esas perturbaciones del alma que impulsan los apetitos y la ira. Tampoco debe hacerse lo que uno cree que es correcto sólo porque lo parezca. Debemos utilizar el lógos para encontrar el bien mayor, el eros, en todas las cosas, y centrar nuestros actos en alcanzarlo. Aunque hacerlo nos acarree la muerte.
Un buen número de personas hicieron suyo el régimen de Platón. Algunas de ellas lo transformaron en otra cosa: el estoicismo, un régimen por derecho propio que examinaremos más adelante en este libro. Otras, como un joven discípulo de Platón que respondía al nombre de Aristóteles, rechazaron el régimen emocional platónico casi por completo tras llegar a sus propias conclusiones.
GRANDES EXPECTATIVAS
Cierto día, alrededor del año 334 a.C., unos sesenta y cinco después de la ejecución de Sócrates, un joven estaba sentado en una tienda de campaña leyendo una carta importante. Según el biógrafo griego Plutarco, quien hay que señalar que basó su descripción en estatuas, aquel muchacho era de baja estatura, pero robusto y musculoso. Llevaba su sonrosado rostro pulcramente afeitado, algo inusual para la época, y tenía el cuello ligeramente encorvado. Su cabeza se inclinaba hacia la izquierda la mayor parte del tiempo, lo que creaba la impresión de que sus ojos disparejos, de color azul y marrón, siempre estuvieran mirando hacia arriba. Es esta imperfección física la que da cierta credibilidad a la descripción de Plutarco.[17] La mejor explicación médica moderna del hecho de que su cuello se inclinara de ese modo es que padecía algún tipo de dolencia física, como una tortícolis muscular congénita o una tortícolis ocular.[18] Pero ni su estatura, ni su juventud, ni su afeitada barbilla ni sus problemas de cuello impidieron a Alejandro llegar a ser «grande». Hacia el 334 a.C., con apenas veintidós cumplidos, Alejandro había liberado a los griegos, que todavía se hallaban bajo el yugo de las fuerzas persas unos setenta años después de finalizada la guerra del Peloponeso. Pero él quería ir más allá. Quería invadir la propia Persia. Cierto día se dirigió a la frontera entre su reino y Asia, y arrojó una lanza al aire: si aterrizaba en Persia, la conquistaría; en caso contrario no lo haría. Cuando vio la punta de la lanza hundirse en suelo persa, declaró que los dioses le estaban ofreciendo Persia como regalo, y que él iba a aceptarlo.
Según un relato escrito por un hombre al que los historiadores llamamos Pseudo Calístenes, la carta que leía Alejandro en su tienda procedía del enfurecido rey Darío III de Persia. En una carta plagada de alardes y amenazas,[*] Darío afirmaba que no sólo era un rey, sino también un dios, un dios muy rico que consideraba a Alejandro un «sirviente» al que conminaba a volver a casa de sus padres y «reposar en el regazo de tu madre... [pues] como lo reclama tu edad, mereces ser criado y educado».[19] No puede decirse que ésta fuera una reprimenda muy sutil. Ta