Descubre tu destino con el monje que vendió su Ferrari

Robin Sharma

Fragmento

Prologo

Prólogo

Glionnan, 558 d.C.

El fuego rugía mientras asolaba la aldea y las llamas se alzaban hacia el cielo como serpientes que se enroscaran sobre un fondo de terciopelo negro. El humo flotaba entre la niebla y arrastraba consigo el penetrante olor de la muerte y la venganza.

Tanto la imagen como el olor habrían debido reportarle alguna alegría a Talon.

Sin embargo, no era así.

Nada volvería a alegrarlo jamás.

Nada.

La amarga agonía que moraba en su interior lo dejaba paralizado. Debilitado. Era mucho más de lo que incluso él podía llegar a soportar y la simple idea bastaba para que le entraran deseos de estallar en carcajadas…

O de maldecir.

Sí, lanzó una maldición nacida del insoportable peso del dolor.

Había perdido, una a una, a todas las personas que habían significado algo para él a lo largo de su vida.

A todas.

A los siete años se había quedado huérfano y había asumido la responsabilidad de cuidar de su hermana pequeña. Sin ningún sitio al que acudir e incapaz de alimentar al bebé, había regresado al clan que una vez liderara su madre.

Un clan que había expulsado a sus padres antes de que él naciera.

El día que Talon puso el pie en el salón de su tío, solo hacía un año que este había sido nombrado rey. El hombre accedió a regañadientes a hacerse cargo de él y de Ceara, pero el clan jamás los aceptó.

No hasta que Talon los obligó.

Tal vez no lo respetaran por el hecho de ser hijo de quien era, pero había conseguido que respetaran su espada y su temperamento. Respetaban su tendencia a matar o a mutilar a cualquiera que lo insultara.

Cuando llegó a la edad adulta, nadie se atrevía a burlarse de su cuna ni a manchar la memoria o el honor de su madre.

Se había educado entre las filas de los guerreros y había aprendido todo lo posible sobre armas, técnicas de lucha y liderazgo.

A la postre, las mismas personas que en un principio se burlaran de él lo habían elegido como sucesor de su tío por unanimidad. Como su heredero, Talon había permanecido a la derecha del rey, protegiéndolo sin descanso hasta que una emboscada enemiga los sorprendió con la guardia baja.

Herido y presa de un horrible sufrimiento, Talon había sostenido a su tío entre sus brazos mientras Idiag moría.

—Protege a mi esposa y a Ceara, muchacho —le había susurrado su tío antes de morir—. No hagas que me arrepienta de haberte acogido.

Talon se lo prometió. No obstante, pocos meses después, encontró a su tía violada y asesinada por sus enemigos. Su cuerpo había sido profanado y abandonado para que los animales lo descuartizaran.

No había pasado aún un año de esa desgracia cuando acunaba entre sus brazos a su bonita esposa, Ninia, mientras también ella exhalaba su último aliento y lo dejaba solo, privado para siempre de sus dulces y consoladoras caricias.

Ninia había sido su mundo.

Su corazón.

Su alma.

Sin ella había perdido toda ilusión de seguir viviendo.

Con el corazón y el alma destrozados, había colocado a su hijo nacido sin vida entre los brazos de su esposa muerta y los había enterrado juntos en una tumba cercana a la orilla del lago donde él y Ninia jugaran de niños.

Después había hecho lo que su madre y su tío le habían enseñado: había sobrevivido para guiar a su clan.

Haciendo lo posible por dejar a un lado su dolor, había vivido por el bienestar del clan.

Como líder había derramado suficiente sangre como para llenar el mar rugiente y había soportado incontables heridas en su propio cuerpo por defender a los suyos. Los había conducido a la gloria, venciendo a todas las tribus del continente y a los clanes del norte que ansiaban conquistarlos. Con casi toda su familia muerta, le había dado a su clan todo loque poseía: su lealtad y su amor.

Incluso les había ofrecido su propia vida para protegerlos de la ira de los dioses.

Y en un abrir y cerrar de ojos sus hombres habían arrebatado la vida al único ser querido que le quedaba en el mundo.

Ceara.

Su preciosa hermanita, a quien había jurado proteger a cualquier precio. Ceara, con su cabello dorado y sus risueños ojos ambarinos. Tan joven. Tan dulce y generosa.

Para satisfacer la avaricia de un solo hombre, su clan la había asesinado delante de sus propios ojos mientras él yacía atado, incapaz de detenerlos.

Ceara había muerto pidiéndole ayuda a gritos.

Sus aterrorizados chillidos aún resonaban en sus oídos.

Tras la ejecución de Ceara, el clan se había vuelto contra él y había acabado también con su vida. Sin embargo, la muerte no le había reportado la paz a Talon. Tan solo culpabilidad. Culpabilidad y el deseo de enmendar las injusticias que se habían cometido contra su familia.

Esa necesidad de venganza se había impuesto a todo lo demás, incluso a la misma muerte.

—¡Que los dioses os maldigan! —rugió Talon al contemplar la aldea en llamas.

—Los dioses no nos maldicen. Nosotros mismos nos encargamos de hacerlo con nuestras palabras y nuestras obras.

Talon se giró con rapidez al escuchar la voz a sus espaldas y descubrió a un hombre vestido de negro. La figura que se erguía en pie sobre la cima del pequeño promontorio no se parecía a nadie que él hubiera conocido jamás.

El viento nocturno se arremolinó en torno al desconocido y agitó el fino manto de lana que lo cubría mientras se acercaba a Talon con una enorme y retorcida vara de guerrero en la mano izquierda. La madera de roble, antigua y oscura, estaba cubierta de símbolos grabados y el extremo superior estaba adornado con unas cuantas plumas sujetas por una tira de cuero.

La luz de la luna jugueteaba sobre su insólito cabello negro azabache, que llevaba recogido en tres largas trenzas.

Sus ojos lanzaban destellos plateados y los iris parecían girar como fantasmagóricas volutas de niebla.

Esos ojos iridiscentes resultaban espeluznantes y sobrecogedores.

Puesto que tenía la estatura de un gigante, Talon jamás había tenido que alzar la cabeza para mirar a nadie; y sin embargo, ese extraño parecía alcanzar la altura de una montaña. Al acercarse, Talon se dio cuenta de que era poco más alto que él y no tan mayor como había supuesto en un principio. A decir verdad, su rostro era el de un joven que se demorara en el maravilloso límite entre la adolescencia y la madurez.

Hasta que uno lo miraba de cerca. Esos extraños ojos encerraban la sabiduría del tiempo. Aquel no era ningún muchacho, sino un guerrero que había batallado duro y había sido testigo de muchas cosas.

—¿Quién eres? —preguntó Talon.

—Soy Aquerón Partenopaeo —le contestó con un acento extraño, aunque hablaba la lengua celta de Talon a la perfección—. Me envía Artemisa para entrenarte en tu nueva vida.

La diosa griega le había dicho a Talon que esperase la llegada de ese hombre que había vagado por el mundo desde tiempos inmemoriales.

—¿Y qué me enseñarás, hechicero?

—Te enseñaré a matar a los daimons que asesinan a los humanos indefensos. Te enseñaré a ocultarte durante el día para que los rayos del sol no acaben contigo. Te mostraré cómo debes hablar de modo que tus colmillos queden ocultos a los ojos de los hombres. Y todo lo que necesitas saber para sobrevivir.

Talon dejó escapar una carcajada amarga cuando un terrible dolor lo asaltó de nuevo. Era tan intenso que apenas le permitía respirar. Lo único que quería era paz.

Y a su familia.

Y todos habían desaparecido.

No quería seguir viviendo sin ellos. No, no podía vivir con semejante peso en el corazón.

Miró a Aquerón.

—Dime, hechicero, ¿conoces algún encantamiento que me libre de esta agonía?

Aquerón lo miró con una expresión adusta.

—Sí, celta. Puedo enseñarte a enterrar ese dolor a un nivel tan profundo que jamás volverá a molestarte. Pero ten presente que todo tiene un precio y que nada dura eternamente. Algún día sucederá algo que te obligue a sentir de nuevo; y cuando eso ocurra, el dolor caerá sobre ti con todo el peso de los siglos. Todo lo que ahora ocultes resurgirá y correrás el riesgo de que no solo te destruya a ti, sino también a cualquiera que esté a tu lado.

Talon hizo oídos sordos a la advertencia. Lo único que le interesaba en ese momento era pasar un día sin el corazón destrozado. Un instante libre de tormento. Y estaba dispuesto a pagar lo que fuera para conseguirlo.

—¿Estás seguro de que no sentiré nada?

Aquerón asintió.

—Te enseñaré solo si me escuchas con atención.

—En ese caso enséñame bien, hechicero. Enséñame bien.

El abrazo de la noche

1

Nueva Orleans, en la actualidad

—¿Sabes lo que te digo, Talon? Matar a un daimon chupaalmas sin una buena lucha es como echar un polvo sin preliminares. Una pérdida de tiempo total y completamente in… satisfactoria.

Talon contestó a Wulf con un gruñido mientras esperaba en un rincón del Cafe Du Monde a que la camarera regresara con su café de achicoria y sus beignets. En la mano izquierda tenía una antigua moneda sajona que hacía girar una y otra vez entre los dedos, al tiempo que escrutaba la calle oscura que se extendía frente a él y observaba pasear a turistas y lugareños.

Puesto que hacía ya mil quinientos años que había desterrado todas sus emociones, solo había tres cosas con las que Talon disfrutaba: las mujeres fáciles, el café de achicoria caliente y las llamadas telefónicas de Wulf.

En ese orden.

Aunque, en aras de la justicia, debía admitir que en ciertas ocasiones la amistad de Wulf tenía más importancia que una taza de café.

De cualquier forma esa noche no era una de ellas.

Se había despertado después de la puesta de sol para descubrir que su nivel de cafeína era patéticamente bajo; y si bien en teoría los inmortales no desarrollaban ningún tipo de adicción, él no estaba tan seguro.

Se había demorado lo justo para ponerse unos pantalones y la chupa de cuero antes de salir en busca de la diosa Cafeína.

La fría noche de Nueva Orleans estaba inusualmente tranquila. Ni siquiera había muchos turistas en la calle, lo que resultaba de lo más extraño en una fecha tan próxima al Mardi Gras.

Aun así era temporada alta de daimons en la ciudad. Los vampiros no tardarían mucho en acechar a los turistas y alimentarse de ellos como si de un bufet libre se tratara.

No obstante, Talon disfrutaba del momento de tranquilidad que le permitía lidiar con la crisis de Wulf y satisfacer el único apetito que no podía esperar.

—Hablas como un auténtico vikingo —replicó Talon a su amigo, a través del móvil—. Lo que necesitas, hermano mío, es una taberna en la que sirvan hidromiel, llena de mozas y vikingos desesperados por una buena lucha que les garantice un lugar en el Valhalla.

—A mí me lo vas a contar —asintió Wulf—. Echo de menos los buenos tiempos en los que los daimons eran guerreros entrenados para la lucha. Los que me he encontrado esta noche no tenían ni idea de pelear, y estoy hasta los cojones de esa mentalidad de «mi revólver solucionará todos los problemas».

—¿Te han disparado otra vez?

—Cuatro veces. Te lo juro… ojalá me encontrara con un daimon como Desiderio. Por una vez y sin que sirva de precedente, me encantaría disfrutar de una buena pelea llena de golpes bajos.

—Ten cuidado con lo que deseas; es posible que se haga realidad.

—Sí, lo sé. Pero, joder, ¿es que no pueden dejar de huir al vernos y aprender a pelear como sus antepasados? Echo de menos los viejos tiempos.

Talon se acomodó las Ray-Ban Predator negras al ver que pasaba un grupo de mujeres por la calle adyacente.

Ese sí que era un desafío en el que le habría encantado hincar los colmillos…

Sin separar los labios, se pasó la lengua por el colmillo izquierdo mientras contemplaba a una preciosa rubia vestida de azul. Tenía unos andares lentos y seductores que lograban que incluso un hombre de mil quinientos años se sintiera como un jovenzuelo.

Le apetecía muchísimo darle un bocadito.

Puñetero Mardi Gras, pensó.

De no encontrarse en esa época del año, colgaría el teléfono y correría detrás de la chica para saciar su principal apetito.

El deber… Menuda mierda.

Con un suspiro, volvió a concentrarse en la conversación con Wulf.

—Ya te digo, lo que más echo de menos son las talpinas.

—¿Y quiénes son esas?

Talon lanzó una mirada anhelante a las mujeres que ya desaparecían de su vista.

—Cierto, fueron anteriores a tu época. Durante la mejor parte de la Edad Media existió un clan de escuderas cuya única misión era la de satisfacer nuestras necesidades sexuales. —Suspiró con deleite al recordar a las talpinas y el placer que una vez les habían proporcionado tanto a él como al resto de Cazadores Oscuros—. Tío, eran geniales. Sabían lo que éramos y estaban encantadas de irse a la cama con nosotros. Joder, los escuderos incluso las instruían para que aprendieran la mejor forma de satisfacernos.

—¿Y qué ocurrió con ellas?

—Unos cien años antes de que tú nacieras, un Cazador Oscuro cometió el error de enamorarse de su talpina. Por desgracia para el resto de nosotros, la chica no pasó la prueba de Artemisa. La diosa se enfadó tanto que prohibió la existencia del clan y se sacó de la manga la maravillosa norma de «se supone que solo puedes pasar una noche con ellas». Y como colofón, Aquerón se inventó lo de «nunca toques a tu escudera». Te lo juro, no te puedes ni hacer una idea de lo difícil que resultaba encontrar un rollo decente de una sola noche en la Britania del siglo VII.

Wulf resopló.

—Yo nunca he tenido ese problema.

—Sí, ya lo sé. Y te envidio. Mientras que los demás tenemos que apartarnos a la fuerza de nuestras amantes para no traicionar nuestra existencia, tú puedes largarte sin miedo alguno.

—Créeme, Talon, no está tan bien como parece. Tú vives solo por decisión propia. ¿Sabes lo frustrante que resulta que nadie te recuerde cinco minutos después de haberte marchado? —Wulf dejó escapar un hastiado y largo suspiro—. La madre de Christopher ha venido esta semana tres veces para conocer a la persona con la que trabaja su hijo. ¿Cuánto hace que la conozco? ¿Treinta años? Y no te olvides de aquella ocasión en la que llamó a la policía hace dieciséis años, cuando me vio entrar en mi propia casa y creyó que era un ladrón.

Talon compuso una mueca al percibir el dolor en la voz de su amigo. Le recordó por qué ya no se permitía sentir otra cosa que placer físico.

Las emociones no servían para nada y se estaba mucho mejor sin ellas.

—Lo siento, hermanito —le dijo a Wulf—. Al menos nos tienes a tu escudero y a nosotros, que podemos recordarte.

—Sí, ya lo sé. Gracias a los dioses por la tecnología moderna. Si no fuera por ella, me volvería loco.

Talon se removió en la silla plegable.

—No es por cambiar de tema, pero ¿te has enterado de aquién ha trasladado Artemisa a Nueva Orleans para sustituir a Kirian?

—A Valerio, según tengo entendido —contestó Wulf con incredulidad—. ¿En qué estaba pensando Artemisa?

—Ni idea.

—¿Lo sabe Kirian? —preguntó Wulf.

—Por una razón más que obvia, Aquerón y yo decidimos ocultarle que el nieto, y la viva imagen, del hombre que lo crucificó y destruyó a su familia iba a ser trasladado a la ciudad y que iba vivir a una calle de su casa. Por desgracia, no me cabe la menor duda de que acabará por descubrirlo tarde o temprano.

—Tío, humano o no, Kirian lo matará si se cruza con él… Y eso no es algo que te haga mucha falta en esta época del año.

—Y que lo digas…

—¿Quién se encarga del Mardi Gras este año? —preguntó el vikingo.

Talon dejó caer la moneda al pensar en el antiguo esclavo grecorromano que se trasladaría temporalmente a la ciudad a la mañana siguiente para ayudar a combatir la estampida de daimons que tenía lugar todos los años en esas fechas. Se sabía que Zarek era un Bebedor que se alimentaba de sangre humana.En sus días buenos era inestable; en los malos, un psicópata. Nadie confiaba en él.

Menuda suerte la suya la de tener a Zarek como refuerzo cuando había esperado que fuese una Cazadora la que viniera de visita... Cierto que estar junto a otro Cazador podía dejarlo sin poderes, pero hubiera preferido tener a una mujer atractiva a su lado a tener que enfrentarse a la psicosis de Zarek.

Además, para lo que tenía en mente ni él ni la Cazadora necesitaban sus poderes en absoluto…

—Van a trasladar a Zarek.

Wulf soltó un taco.

—Creía que Aquerón jamás le permitiría salir de Alaska.

—Sí, ya; pero ha sido la propia Artemisa la que ha dado la orden de traerlo a Nueva Orleans. Parece que vamos a tener una reunión de tarados esta semana… ¡No, calla! Si es que estamos en Mardi Gras...

Wulf rió de nuevo.

La camarera le trajo por fin el café y un platito con tres beignets pequeños generosamente cubiertos de azúcar glasé. Talon suspiró de placer.

—¿Ha llegado el café? —preguntó el vikingo.

—Mmm... Sí. —Tomó un sorbo, lo dejó a un lado y extendió el brazo para coger un beignet. Ni siquiera lo había rozado cuando vio algo al otro lado de la calle, en la acera derecha de Jackson Square que llevaba a Pedestrian Mall—. Joder, tío…

—¿Qué?

—Una puta alerta Fabio.

—Oye, que tú también te pareces mucho, rubiales.

—Bésame el culo, vikingo.

Cabreado porque hubieran elegido un momento tan inoportuno, Talon observó cómo los cuatro daimons acechaban en la oscuridad de la noche. Altos y de cabello dorado, poseían la belleza etérea propia de los miembros de su raza. Se paseaban exhibiéndose como un grupo de pavos reales, confiados en su propia fuerza mientras observaban a los turistas para decidir a cuál matarían.

Los daimons eran criaturas cobardes por naturaleza. Solo se enfrentaban a los Cazadores Oscuros cuando iban en grupo y no les quedaba más remedio.Mataban a los humanos porque estos eran mucho más débiles que ellos; pero si un Cazador se les acercaba, salían pitando.

Siglos atrás no era así. No obstante, las nuevas generaciones eran mucho más precavidas que sus antepasados. No estaban tan bien entrenados ni eran tan ingeniosos.

Y sin embargo, eran diez veces más engreídos.

Talon entornó los párpados.

—¿Sabes una cosa? Si fuera una persona negativa, ahora mismo estaría bastante cabreado.

—A mí me da la sensación de que lo estás.

—No, no estoy cabreado. Estoy un poco molesto. Además, deberías ver a estos chicos.

Talon dejó a un lado el acento gaélico y procedió a inventarse la conversación que mantendrían los daimons en esos momentos. Su voz adquirió un tono agudo bastante forzado.

—George, guapo, me parece que huele a Cazador Oscuro.

—Claro que no, Dick —se contestó a sí mismo utilizando un tono más grave—, no seas imbécil. No hay ningún Cazador Oscuro por aquí.

De nuevo volvió al falsete.

—Me parece que…

—Espera. —Cambió a la voz grave otra vez—. Percibo un olor a turistas. Turistas de enorme… fuerza vital.

—¿Quieres parar de una vez? —preguntó Wulf.

—Díselo a los lamparones… —se quejó Talon, utilizando el término despectivo con el que los Cazadores se referían a los daimons, y que provenía de la extraña mancha negra que todos los vampiros tenían en el pecho desde el momento en que dejaban de ser simples apolitas para convertirse en asesinos de humanos—. ¡Joder! Lo único que quería era tomarme un café y comerme un beignet. —Contempló la taza con melancolía mientras debatía sus prioridades—. Café o daimons… Café o daimons…

—Creo que será mejor que ganen los daimons en esta ocasión —intervino Wulf.

—Ya, pero se trata de café de achicoria...

Wulf chasqueó la lengua.

—Talon tiene ganas de que Aquerón lo fría por no cumplir con su obligación de proteger a los humanos.

—Vale —replicó con un suspiro de frustración—. Voy a acabar con ellos. Luego te llamo.

Se puso en pie, se metió el móvil en el bolsillo de la chupa de cuero y lanzó una mirada anhelante al plato de beignets.

Ya se las pagarían los daimons…

Le dio un rápido sorbo al café, escaldándose la lengua, sorteó las mesas y salió en busca de los vampiros que se acercaban ya al presbiterio de la catedral.

Con todos sus sentidos de Cazador Oscuro en alerta, se encaminó al lado contrario de la plaza. Los interceptaría al dar la vuelta al edificio y se aseguraría de que recibieran su merecido por esa costumbre suya de robar almas.

Y por no haberle dejado que se comiera los beignets.

2

Era una de esas noches. Ese tipo de noches que lograban que Sunshine Runningwolf se preguntara por qué se molestaba en salir de casa.

—¿Cuántas veces es capaz de perderse una persona en la ciudad donde ha vivido toda su vida?

Infinitas veces, al parecer.

Estaba claro que no le sucedería con tanta frecuencia si prestara más atención, pero se distraía con el vuelo de una mosca.

En realidad, se distraía como lo haría cualquier artista que apenas prestara atención al aquí y al ahora. Sus pensamientos iban de un tema a otro y de vuelta al primero, como un tirachinas fuera de control. Su mente no dejaba de dar vueltas a las nuevas ideas y técnicas, a las novedades que le ofrecía el mundo que la rodeaba y a la mejor manera de capturarlas en sus dibujos.

Para ella la belleza estaba en cualquier parte, en cualquier cosa por pequeña que fuera. Su trabajo consistía en mostrar esa belleza a los demás.

Y ese fantástico edificio que estaban construyendo dos o tres calles —o quizá cuatro— más allá del lugar donde se encontraba había captado su atención y la había llevado a pensar en nuevos diseños para sus vasijas de barro, mientras vagaba por el Barrio Francés en dirección a su cafetería favorita en St. Anne.

No porque bebiera ese nocivo brebaje, desde luego. Lo odiaba. Pero el edificio poco convencional donde se encontraba el Coffee Stain, de estilo retro y bohemio, estaba decorado con unos grabados estupendos y sus amigos parecían más que dispuestos a ingerir litros y litros de ese líquido alquitranado.

Esa noche Trina y ella le echarían un vistazo a… Por su mente pasó una imagen fugaz del edificio. Sacó el cuaderno de bocetos, anotó varias ideas y giró hacia la derecha para internarse en un pequeño callejón. Dio dos pasos y se dio de bruces contra un muro… Salvo que no era un muro, comprendió cuando se vio rodeada por unos brazos que la ayudaron a mantenerse en pie. Al alzar la vista, se quedó helada.

¡Ay, caramba!, pensó. Estaba contemplando un rostro tan bien formado que incluso un escultor griego habría tenido problemas para hacerle justicia.

El desconocido tenía un cabello dorado como el trigo que parecía resplandecer en la oscuridad. Y los planos de ese rostro… Perfecto, sencillamente perfecto. Simétrico en todos los sentidos. ¡Caray! Sin pararse a pensar, alzó el brazo, lo tomó de la barbilla y le giró la cabeza para observarlo desde diferentes ángulos.

No. No se trataba de una ilusión óptica. Desde cualquiera de las perspectivas, sus rasgos eran la viva imagen de la perfección. ¡Caray y mil veces caray!, exclamó para sus adentros. Ni un solo defecto. Tenía que hacer un boceto. No. No, al óleo. Los óleos le irían mucho mejor. ¡Al pastel!

—¿Estás bien? —le preguntó el tipo.

—Muy bien —contestó—. Lo siento. No me di cuenta de que estabas aquí. ¿Sabes que tu cara es armonía pura?

El hombre le sonrió sin despegar los labios y le dio unas palmaditas en el hombro, cubierto por su chubasquero rojo.

—Sí, lo sé. ¿Y tú sabes una cosa, Caperucita? El lobo malo ha salido esta noche y tiene hambre.

¿A qué venía eso?

Ella estaba hablando de arte y él… El pensamiento se desvaneció en cuanto se dio cuenta de que el hombre no estaba solo. Había cinco personas más con él: cuatro hombres y una mujer. Todos de una belleza indescriptible. Y todos mirándola como si fuera un bocado muy apetecible. Oh, oh.

Se le secó la boca y retrocedió al darse cuenta de que todos sus instintos le gritaban que saliera corriendo.

Los desconocidos se acercaron un poco más y la rodearon.

—Vaya, vaya, Caperucita —dijo el hombre con el que había hablado en primer lugar—. No irás a marcharte tan pronto, ¿verdad?

—Esto… sí —contestó, lista para la pelea. Tal vez no lo supieran, pero una mujer acostumbrada a salir con moteros de los duros no dudaba en dar una patada rápida cuando era necesario—. Creo que sería una idea estupenda.

El tipo extendió una mano para agarrarla.

De repente surgió de la nada un objeto circular que pasó a toda velocidad junto a su oreja y le hizo un corte en el brazo al desconocido. El tipo soltó un taco y se llevó el brazo herido al pecho. El arma voladora rebotó en la pared, como el chakram de Xena, y volvió a la entrada del callejón, donde una figura oculta entre las sombras la recogió.

Sunshine se quedó boquiabierta cuando vio la silueta del recién llegado. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y estaba de pie, con las piernas separadas en una pose que no desentonaría con la de un guerrero, mientras su arma brillaba de forma amenazadora bajo la tenue luz del callejón.

Aunque no podía verle la cara, el aura de ese hombre era inmensa y le otorgaba una presencia que resultaba tan poderosa como sorprendente.

El recién llegado era peligroso.

Letal.

Una sombra mortífera que aguardaba el momento oportuno para atacar.

El tipo se limitó a contemplar a sus agresores en silencio, sujetando el arma de forma despreocupada, aunque amenazadora, en la mano izquierda.

Y de buenas a primeras el grupo que la rodeaba se abalanzó en pleno hacia él y se desató el caos.

Talon presionó el dispositivo del srad y desplegó las tres hojas que lo formaban para utilizarlo como una daga. Intentó llegar hasta la mujer, pero los daimons lo atacaron en grupo. En condiciones normales no habría tenido problemas para acabar con todos ellos, pero el Código le prohibía utilizar sus poderes delante de una humana no iniciada.

Joder.

Durante un segundo consideró la idea de crear una capa de niebla que los ocultara, pero eso le dificultaría enfrentarse a los daimons.

No. No podía darles ninguna ventaja. Tenía las manos atadas mientras la mujer estuviese presente y, dada la fuerza sobrenatural y los poderes de los daimons, eso no era nada bueno. No había duda de que ese era el motivo por el que se habían decidido a atacarlo.

Por una vez tenían la posibilidad de vencerlo.

—Corre —le ordenó a la humana.

Ella estaba a punto de obedecerlo cuando uno de los daimons la agarró. Con una patada en la entrepierna y un fuerte porrazo en la espalda cuando el daimon se dobló en dos, la chica se zafó de su agresor y salió corriendo.

Talon alzó una ceja ante la estrategia de la humana. Eficaz, muy eficaz. Siempre había apreciado a las mujeres que sabían cuidar de sí mismas.

Echando mano de sus poderes de Cazador Oscuro, invocó un denso manto de niebla que ayudara a la chica a ocultarse de los daimons, cuyos ojos se habían centrado en él.

—Por fin solos —les dijo.

El que parecía ser el líder del grupo se lanzó hacia él. Talon usó la telequinesia para alzarlo, ponerlo cabeza abajo en el aire y estamparlo contra la pared.

Se acercaron otros dos.

Alcanzó a uno de ellos con el srad y le propinó un rodillazo al otro.

Se abrió camino entre ambos con bastante facilidad y estaba a punto de alcanzar a un tercero cuando se dio cuenta de que el más alto de ellos había salido corriendo tras la mujer.

Esa mínima distracción le costó que uno de los daimons lo golpeara en el plexo solar. La fuerza del impacto hizo que cayera de espaldas.

Talon se alejó rodando y no tardó en ponerse en pie.

—¡Ahora! —gritó la única mujer del grupo.

Antes de que pudiera recuperar el equilibrio por completo, otro daimon lo agarró por la cintura y lo empujó hacia la calle… Justo delante de un gigantesco vehículo que iba tan deprisa que ni siquiera pudo identificarlo.

Algo, probablemente la parrilla delantera, le golpeó la pierna derecha y le destrozó el hueso.

El impacto lo impulsó hacia delante y cayó al suelo.

Rodó unos cincuenta metros y se quedó tumbado boca abajo al pie de una farola, mientras el vehículo de color oscuro seguía su camino hasta perderse de vista. Permaneció tendido con la mejilla izquierda pegada al áspero asfalto y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo.

Le dolía todo; tanto que no era capaz de moverse. Y para empeorar las cosas, estaba comenzando a sentir palpitaciones en la cabeza a causa del esfuerzo por mantenerse consciente. Cada vez le resultaba más difícil.

«Un Cazador Oscuro inconsciente es un Cazador Oscuro muerto.» Se le vino a la mente la quinta regla del Código de Aquerón. Tenía que permanecer despierto.

En cuanto sus poderes se debilitaron por el dolor que le causaban las heridas, la capa de niebla comenzó a disiparse.

Talon lanzó una maldición. Cada vez que sentía una emoción negativa, sus poderes disminuían. Era otra de las razones por las que mantenía un férreo control sobre ellas.

Las emociones eran letales para él en más de un sentido. Despacio y con mucho cuidado, se puso en pie a tiempo para ver que los daimons se internaban en otro callejón. No había nada que pudiera hacer. Jamás podría alcanzarlos en las condiciones en que se encontraba, y si llegara a conseguirlo, lo único que podría hacerles sería cubrirlos con la sangre que manaba de su cuerpo.

Claro que la sangre de un Cazador Oscuro era venenosa para los daimons…

Mierda. Nunca había fallado antes.

Tensó la mandíbula y luchó por mitigar la sensación de mareo que lo embargaba.

La mujer a la que había salvado corrió hacia él. A juzgar por la expresión confusa de su rostro, no estaba muy segura de si debía prestarle ayuda o no. En cuanto la vio de cerca, se quedó fascinado por su rostro de duende. La pasión y la inteligencia brillaban en la profundidad de sus grandes y oscuros ojos castaños. Le recordaba a Morrigan, la diosa cuervo a la que había jurado lealtad siglos atrás, cuando era humano.

El cabello, largo, negro y totalmente liso, le caía en una multitud de trenzas desiguales a ambos lados del rostro y tenía una mancha gris en una mejilla. Cediendo a un impulso, Talon se la limpió con la mano.

Su piel era tan suave, tan cálida… y olía a pachulí y a trementina.

Qué mezcla más extraña…

—¡Dios mío! ¿Estás bien? —preguntó la chica.

—Sí —contestó él en voz baja.

—Voy a llamar a una ambulancia —le dijo.

Nae! —exclamó Talon en su propio idioma y al instante todo su cuerpo protestó por el esfuerzo—. Nada de ambulancias —añadió, dejando a un lado el gaélico.

La chica frunció el ceño.

—Pero estás herido…

Talon la miró a los ojos con una expresión severa.

—Nada de ambulancias.

Ella mantuvo el ceño fruncido hasta que de repente esos sagaces ojos se iluminaron, como si acabara de tener una revelación divina.

—¿Eres un inmigrante ilegal? —susurró.

Talon se aferró a la única excusa que podía ofrecerle. Dado su marcado acento gaélico, la suposición era de lo más natural. Asintió con la cabeza.

—Vale —murmuró la chica, dándole unas palmaditas en el brazo—. Cuidaré de ti sin necesidad de llamar a una ambulancia.

Talon se apartó como pudo del brillante resplandor de la farola, que le hacía daño debido a lo sensibles que eran sus ojos a la luz. La pierna rota seguía fastidiándolo, pero hizo caso omiso del dolor.

Se alejó cojeando para apoyarse en la pared de un edificio de ladrillo y así poder repartir el peso que recaía sobre la pierna herida. El mundo volvió a girar de nuevo.

Joder. Necesitaba llegar hasta un lugar seguro. Aún era muy temprano, pero no podía arriesgarse a quedarse atrapado en la ciudad después del amanecer. Siempre que un Cazador Oscuro resultaba herido sentía una necesidad perentoria de dormir y eso podía dejarlo en una situación peligrosamente vulnerable si no conseguía llegar pronto a casa.

Sacó el móvil para decirle a Nick Gautier que estaba herido y no tardó en darse cuenta de que su teléfono, al contrario que él, no era inmortal; estaba hecho pedazos.

—A ver —le dijo la chica cuando se acercó a él—. Deja que te ayude.

Talon la observó con detenimiento. Ningún desconocido se había ofrecido nunca a ayudarlo. Estaba acostumbrado a librar sus propias batallas y a limpiar los destrozos después sin ayuda de nadie.

—Estoy bien —replicó—. Mejor te vas a …

—No pienso dejarte solo —lo interrumpió—. Yo soy la culpable de que estés herido.

Talon deseaba discutir ese punto, pero su cuerpo estaba demasiado dolorido como para molestarse en hacerlo. Intentó alejarse de la mujer, pero en cuanto dio dos pasos el mundo volvió a girar.

La oscuridad lo engulló al instante y ya no fue consciente de nada más.

Sunshine apenas tuvo tiempo de sujetar al desconocido antes de que cayera al suelo. Se tambaleó por el peso y la estatura del hombre, aunque de alguna forma logró evitar que se desplomara.

Lo tumbó en la acera con toda la delicadeza de la que fue capaz.

Y habría que resaltar la parte de la «delicadeza».

En realidad el hombre cayó sobre la acera con bastante fuerza y Sunshine hizo una mueca de dolor, porque a punto estuvo de abrir un boquete en el suelo con la cabeza.

—Lo siento —dijo antes de enderezarse para echarle un vistazo—. Por favor, dime que no te he causado una conmoción cerebral.

Ojalá no hubiera acabado empeorando su estado al tratar de ayudarlo.

¿Qué podía hacer?

Ese inmigrante ilegal ataviado con la típica vestimenta negra de motero era enorme. No se atrevía a dejarlo allí en la calle sin atención médica. ¿Y si volvían los asaltantes? ¿Y si un gamberro lo atacaba?

Estaban en Nueva Orleans, una ciudad en la que podía pasarle cualquier cosa a una persona en estado consciente.

Inconsciente…

Bueno, no era necesario decir lo que podrían llegar a hacerle las personas sin escrúpulos, de modo que dejarlo allí solo estaba fuera de toda cuestión.

Justo cuando el pánico comenzaba a adueñarse de ella, escuchó que alguien la llamaba. Se giró y vio el abollado Dodge Ram azul de Wayne Santana acercándose a la acera. A los treinta y tres años, el apuesto y anguloso rostro de Wayne parecía el de un hombre mucho mayor. Su cabello negro estaba veteado de gris.

Sunshine suspiró aliviada al verlo.

Wayne bajó la ventanilla y sacó la cabeza.

—¡Hola, Sunshine! ¿Qué pasa?

—Wayne, ¿me ayudas a meter a este tipo en tu camioneta?

El hombre no parecía muy convencido.

—¿Está borracho?

—No, está herido.

—En ese caso deberías llamar a una ambulancia.

—No puedo. —Lo miró con una expresión implorante—. Te lo pido como un favor, Wayne. Tengo que llevarlo a mi casa.

—¿Es amigo tuyo? —le preguntó Wayne con incredulidad.

—Bueno, no. Se podría decir que acabamos de tener un encontronazo.

—Pues déjalo. Lo único que te hace falta es liarte con otro motero… Lo que le suceda a este tío no es problema tuyo.

—¡Wayne!

—Puede que sea un delincuente, Sunshine.

—¿Cómo puedes decir algo así?

Wayne había sido condenado por homicidio involuntario diecisiete años atrás. Después de cumplir la sentencia había pasado varios meses intentando encontrar un empleo. Sin dinero, sin un lugar donde vivir y sin nadie dispuesto a contratar a un ex presidiario, estaba a punto de cometer otro delito que lo devolviera a la prisión cuando solicitó un empleo en el club del padre de Sunshine.

En contra de las protestas de su progenitor, Sunshine lo contrató.

En cinco años de trabajo Wayne nunca había llegado tarde ni había faltado un solo día. Era el mejor empleado del club.

—Por favor, Wayne… ¿sí? —volvió a pedirle con esa expresión de cachorrito abandonado que lograba que todos los hombres de su vida se doblegaran a su voluntad.

Wayne bajó de la camioneta sin dejar de refunfuñar.

—El día menos pensado ese corazón que tienes te meterá en un lío. ¿Sabes algo de este tipo?

—No. —Lo único que sabía era que le había salvado la vida cuando nadie se habría molestado en hacerlo. Un hombre así no le haría ningún daño.

Entre los dos consiguieron subir al desconocido a la camioneta, si bien no fue tarea fácil.

—¡Madre mía! —murmuró Wayne cuando ambos comenzaron a tambalearse por el peso—. Es enorme y pesa una puta tonelada.

Sunshine estaba de acuerdo con él.Ese tío medía casi dos metros y era todo músculos, sin un ápice de grasa. Pese a la gruesa chupa de cuero que le cubría el torso, no le cabía la menor duda de lo bien formado que estaba y de lo musculoso que era.

Nunca había tocado un cuerpo tan duro y firme en su vida.

Tras un enorme esfuerzo, al final consiguieron meterlo en el vehículo.

Mientras Wayne conducía camino del club, ella sostuvo la cabeza del desconocido contra el hombro y se dedicó a acariciarle el cabello, apartándolo de los esculturales rasgos de su rostro.

Había algo salvaje e indómito en ese hombre que le recordaba a un guerrero de la antigüedad. El pelo rubio le caía suelto hasta los hombros, lo que significaba que si bien se preocupaba por su aspecto, no estaba obsesionado por él.

Las cejas, más oscuras que el cabello, se arqueaban con delicadeza sobre sus ojos cerrados. La barba de un día le confería una apariencia aún más ruda a ese rostro increíble. Pese a estar inconsciente, a Sunshine se le caía la baba con solo mirarlo y la proximidad de ese cuerpo despertaba un profundo deseo en su interior.

Sin embargo, lo que más le gustaba del desconocido era el tenue aroma a hombre y cuero que emanaba de él. Ese olor hacía que deseara enterrar la nariz en su cuello e inhalar la embriagadora mezcla de fragancias hasta emborracharse de ella.

—A ver —dijo Wayne mientras conducía—. ¿Qué le ha sucedido? ¿Lo sabes?

—Lo atropelló una carroza de Mardi Gras.

A pesar de la escasa luz en el interior del vehículo, Sunshine sabía que Wayne la estaba mirando con esa expresión de «¿Te has vuelto loca?».

—Esta noche no hay desfile. ¿De dónde ha salido?

—No lo sé. Supongo que debe de haber cabreado a los dioses o algo.

—¿Qué?

Sunshine pasó las manos por el cabello enredado del desconocido y se detuvo para juguetear con las dos trenzas que llevaba en la sien izquierda mientras contestaba a la pregunta de Wayne.

—Era una enorme carroza de Baco. Supongo que este pobre hombre debió de ofender en algo al dios de los excesos para que decidiera atropellarlo.

Wayne murmuró entre dientes.

—Habrá sido una gamberrada de alguna hermandad universitaria. Al parecer se dedican a robar una carroza todos los años y a darse una vuelta en ella. ¿Dónde la dejarán esta vez?

—Bueno, intentaron aparcarla sobre mi amigo. Me alegro mucho de que no lo mataran.

—Supongo que él también se alegrará cuando se despierte.

De eso no cabía duda. Sunshine apoyó la mejilla sobre la cabeza del desconocido y escuchó su respiración, lenta y profunda.

¿Qué tenía ese hombre que le resultaba tan irresistible?

—Joder —dijo Wayne después de un breve silencio—. Tu padre va a cabrearse mucho por esto. Querrá mis pelotas como cena cuando descubra que te he ayudado a llevar a tu casa a un desconocido.

—Pues no se lo digas.

Wayne la miró con una expresión hosca y furibunda.

—Tengo que hacerlo. Si te pasa algo, yo tendré la culpa.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos