Si lo puedes sentir, lo puedes sanar

Josefa González Videla

Fragmento

Introducción

Introducción

Nací y crecí en una hermosa familia que ama mucho... con adultos que presentan grandes dificultades para gestionar sus emociones —positivas o negativas—, y con un pobre manejo del estrés. Pequeñas situaciones podían convertirse en grandes problemas de un segundo a otro, siempre buscando un culpable y descargando la emoción en un tercero.

Las consecuencias de crecer en este ambiente fueron especialmente duras para mí, al ser una persona más sensible que el promedio. Esto se evidenció sobre todo a nivel relacional, llegando a desarrollar un apego inseguro y un sistema nervioso desregulado de forma crónica. En la práctica, me costaba mucho confiar en otras personas, establecer amistades íntimas y formar relaciones de pareja me causaba pánico, pese a que lo anhelaba en lo más profundo de mi ser. Por décadas, pasé mis días creando situaciones en mi mente, porque se sentía más seguro que la realidad.

En cuanto a la relación conmigo misma, tenía muy baja autoestima, con niveles despiadados de autocrítica y autoexigencia. Aprendí a castigarme con dureza por mis errores. Vivía en un estado de inhibición constante, que hoy identifico como vergüenza tóxica, concepto que trataré más adelante. El tiempo dio lugar a un conjunto de síntomas que mis colegas médicos agrupan dentro de los llamados «trastornos mentales», como la depresión y la ansiedad.

En lo más profundo de mi ser, sabía que un medicamento o un cambio en mis hábitos no era la solución definitiva. El problema no era el diagnóstico, sino la alteración en el desarrollo de mi sistema nervioso a partir de experiencias adversas experimentadas en la infancia que, a su vez, fueron vividas por mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, y probablemente el resto de mis antepasados. El resto de la sociedad no está exento de este trauma generacional.

Sentía que no podía bajar la guardia, porque en cualquier momento algo «malo» podría pasar. Tenía que seguir remando contra la tormenta, si no, moriría. Sin duda, mi principal mecanismo de defensa era la lucha: criticar, quejarme, rezongar, confrontar, y la incapacidad de descansar o parar. Por sobre todo, debía rendir. Rendir a toda costa. En menor medida, era la huida: esconderme de la gente, irme a mi pieza, y cuando crecí, encerrarme en el auto.

Estudiando medicina, llegó un punto en que no pude seguir sosteniendo mi «yo falso», forjado sobre la lucha o la huida. El dolor de la realidad era demasiado y la decepción de la vida humana era insoportable. Me agoté, me rendí y me hundí en un hoyo profundo. Estaba experimentando lo que la psiquiatría llama «depresión», asociada a un burnout: estaba completamente quemada por dentro. Aunque este último término suele estar reservado al ámbito laboral, creo que podríamos extenderlo al ambiente académico y a otros aspectos de la vida. Sin embargo, no era una depresión constante, sino que mantenía mis mecanismos de defensa «ansiosos» (de lucha o huida) entre un período y otro, lo que con el tiempo se denominó trastorno ansioso-depresivo.

Tomé cócteles de medicamentos para mitigar mis síntomas y con ello el dolor, pero nada funcionaba de verdad. Mi cuerpo era demasiado sensible y cada medicamento me causaba efectos secundarios insoportables: ausencia o exceso de apetito, hipersomnia (necesidad de dormir constantemente), disminución de mi líbido, espasmos musculares, dolores de cabeza y abdominales. Me sentía como un zombi.

Durante el último año de medicina, equivalente al sexto año viviendo esta «condición» que me hacía sentir rota en cada capa de mi ser, una psiquiatra quiso aumentar uno de los tantos medicamentos que probé. Los efectos secundarios fueron un aumento desmedido en mi apetito y en la rabia que sentía, lo que denominó como un «viraje hipomaníaco», reetiquetándome con un «trastorno del espectro bipolar». ¿Adivinan qué pasó? Tampoco me sirvieron los estabilizadores del ánimo. Con cada uno de ellos ganaba algo, pero ¿el objetivo era convertirme en alguien menos sensible y más impermeable? Junto con esto, los efectos secundarios se seguían presentando en diferentes grados: interferían con mi apetito, mi líbido, mi creatividad y mi experiencia humana.

Definitivamente no era la candidata ideal para el uso de medicamentos psiquiátricos como solución exclusiva. Había algo más por explorar. Sentía que había otra solución, una más trascendental. Algunos profesionales leyendo esto podrían pensar en neuroinflamación y alteración de microbiota, y me habrían sugerido una alimentación antiinflamatoria y suplementos (como omega 3, magnesio, entre otros). Estos son métodos que forman parte de una nueva corriente médica, pero, sin negar su posible efectividad, mi caso iba más allá. Siempre he mantenido muy buenos hábitos: me acuesto temprano, duermo ocho horas, prefiero el agua a líquidos azucarados, etc. El problema es que todo cambió cuando entré a estudiar medicina. La sobreexigencia requerida para desempañarme en la carrera hizo que sacrificara mi recurso más valioso: el autocuidado físico.

Desde que tengo memoria he sufrido crisis de ansiedad y ansiedad social, lo que hoy podría llamarse ansiedad generalizada u otros tantos nombres que existen, así como profesionales que podrían evaluarme. Sufría antes de ir a los cumpleaños de amigos, presentar en público o estar en casa de desconocidos. El mundo me parecía un lugar aterrador.

Con el tiempo, mi cuerpo empezó a enfermarse: rinitis, colon irritable, SIBO (sobrecrecimiento bacteriano del intestino delgado) o disbiosis, dolor corporal y contracturas musculares, todos de forma intermitente y siempre en relación con mis niveles de estrés. Pese a ello, tengo un excelente dormir. Soy de esas personas que apoya la cabeza en la almohada y no despierta hasta el día siguiente, en cualquier lado, al igual que casi toda mi familia nuclear, con excepción de uno de mis hermanos, que tiene insomnio desde niño.

Cuando estaba en séptimo año de medicina, sumida en una depresión y con bajo peso, me dije a mí misma: «Josefa, nunca más te haré esto. Terminemos medicina y empecemos un nuevo camino buscando respuestas que nos hagan sentido, con una visión más esperanzadora».

Así, a los veintiséis años, comenzó esa búsqueda espiritual que venía postergando desde la adolescencia. He recorrido varios tipos de terapias, desde la medicina científica, incluida la medicina de los estilos de vida (MEV), hasta las ancestrales como la India (Ayurveda). También he estudiado yoga, distintas religiones, los principios herméticos, nuevas teorías científicas como la teoría del apego y polivagal —que amo con locura y pasión, y que te compartiré en este libro—, además de experimentar múltiples intervenciones terapéuticas, desde la psicología convencional, pasando por mindfulness y terapia con psilocibina asistida por un profesional de la salud.

Luego de esta búsqueda —que es constante— puedo afirmar que es imperativo aprender a regular nuestro sistema nervioso para experimentar la vida con plenitud y disfrutar de nuestras relaciones, así como dejar de enfermar a nivel mental o físico. Cuando no aprendemos a hacerlo en la infancia, ¡madre mía!, la vida se viene cuesta arriba si no se inicia un proceso de sanación. Nadie puede sostener una desregulación del sistema nervioso sin enfermar eventualmente.

Hoy puedo decir que soy una desregulación nerviosa bastante «terapeada». No resuena conmigo la restricción alimentaria o las metodologías o rutinas agresivas y estrictas para balancear el cuerpo, sino un equilibrio con la vida moderna.

En este libro, ofrezco una nueva mirada integrativa científico-espiritual con enfoque en la ansiedad y depresión, para comprendernos y comprender nuestra vida de forma más esencial. El problema es parte de la solución. Si hacemos las preguntas incorrectas, tendremos las respuestas incorrectas.

Leerás ciertos pasajes que te harán decir: ¿cómo sabes eso?, o ¿de dónde lo sacaste? A lo largo del libro, iré nombrando a los autores que he leído o de quienes he escuchado ciertos conceptos. No considero que lo experiencial vaya en desmedro de la evidencia científica fundamental, pero no tomo todos los estudios científicos como mi «credo», sino lo que resuena con mi ser.

Mi vida empezó a cambiar cuando comprendí qué pasaba dentro de mí, bajo perspectivas esperanzadoras que me permitieron hacerme cargo, en vez de catalogarlo en algún lugar del DSM V (manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales).

Este libro es una invitación a comprender quiénes somos, por qué nos comportamos de la manera en que lo hacemos y, sobre todo, cómo solucionarlo. En este viaje vamos a adquirir las bases para transitar el sendero del sabio y del mago. Es una guía para quienes quieran embarcarse en un camino de sanación, no en el bypass espiritual ni la visión separatista de la ciencia médica vigente.

Capítulo 1

Vivir a la defensiva

Estas fueron las frases que marcaron mi vida. No eran necesariamente las más frecuentes, pero mi mente no dejaba de repetirlas.

A los veintinueve años logré lo que siempre había anhelado: vivía con mi novio fuera de la capital, en una casa muy linda y grande, con nuestras dos perritas: Mia, la de mi novio, y mi querida Morita. Tenía el sueño de formar una familia feliz, donde los conflictos tienen solución. Además, desde muy niña quería tener una perrita blanca y chiquitita para dormir juntas. Morita es la encarnación de ese sueño, solo que demoró dieciocho años en llegar. La relación con mi novio era hermosa, con los matices de toda experiencia humana, ¡claro! Pero cada día elegíamos amarnos y seguir construyendo nuestro refugio emocional y espiritual.

Todo esto ya era un regalo. Tenía un emprendimiento online que me daba para vivir, creando comunidad en Instagram y TikTok, llamado Médica Holística. No ganaba mucho dinero, pero sí lo suficiente para mantenerme y viajar. Viajar fue uno de mis principales motores para emprender en redes sociales. Desde que cumplí la mayoría de edad, cada verano visitaba un destino diferente, tanto dentro como fuera de Chile. Los viajes me permitían ver la vida de otra manera. En ese entonces, era mi único recurso. Hoy también lo es, pero en menor medida.

¿Por qué hablo de esto? Porque, aunque vivía un sueño hecho realidad, seguía sintiéndome mal. Tenía días y temporadas. No quiero hablar de días o temporadas «buenos» y «malos», porque creo que sentirse mal no siempre es malo, y sentirse bien no siempre es bueno.

Días antes de partir a uno de mis viajes, esta vez a Colombia para conocer las grandes fincas cafeteras, las aguas tropicales y la medicina Yagé o Ayahuasca, estaba recostada en mi cama, atrapada en mi cabeza, en un bucle de pensamientos, y solo podía gritar: «¡Cállense todos!», y «¡déjenme sola!». En vez de tomar mi celular para distraerme, descargarme en otra persona, comer algo o ver Netflix, que son mis principales vías de escape, decidí escucharme:

—¿Qué pasa? ¿A quién quieres callar?

—A ellos.

—¿Quiénes son «ellos»?

—Los que dicen que nadie me va a querer por como soy...

Entonces recordé esas frases que flotaban en mi entorno y mi cabeza las multiplicó por un millón. Me preguntaba: «¿Hasta cuándo me sentiré así? ¿Cuánto tiempo más tendré que trabajar para que esta sensación se vaya? ¿Alguna vez se callarán?».

Con el tiempo, comprendí que me había estado defendiendo de lo que alguna vez viví, de lo que alguna vez escuché y, sobre todo, de lo que podría pasar. Encontré una gran zona de seguridad dentro de mi mente que, de algún modo, convivía con esa parte más oscura. Nuestra mente tiene una función primordialmente defensiva, por lo que más allá de mi ilusión de seguridad, vivía en «ansiedad» o «depresión». Me autorregulaba a través del control y la fantasía. Una vez, un maestro en astrología me dijo que había nacido «alineada con la mente cósmica», lo cual me hacía ser alguien hipervidente pero también hiperciega. Algo que podía ser una bendición, rápidamente podría convertirse en una maldición.

La sensación de que mis emociones eran una amenaza me acompañaba desde la infancia. Mi sensibilidad era notoriamente superior a la de mi entorno y era recriminada por ello. Escuchaba la constante frustración de mis padres: «¡Eres demasiado sensible!». Ellos carecían de recursos y estrategias para manejar mi sensibilidad, que sería la misma que me permitiría, de adulta, integrar diferentes planos y formas de ver la vida.

De a poco iré develando el tortuoso camino para transformar mi mayor maldición, la «sensibilidad», en mi mayor don. Parte de ello fue comprender que había conceptos que para mí parecían evidentemente relacionados, pero que esto no era así para la mayoría. Mi experiencia estudiando medicina lo evidenció:

¿No es evidente que las emociones influyen en la salud física?

¿No es obvio que la historia de vida es clave para comprender el proceso que está atravesando una persona?

¿No es cierto que estamos todos aprendiendo y evolucionando como personas?

La inseguridad y desprotección que sentía no eran físicas. Siempre tuve comida, ropa y un techo limpio donde vivir. Lo que sentía provenía del campo emocional: mis emociones no eran suficientemente vistas, escuchadas ni validadas. Sentía vergüenza de ellas. Mi niña interior probó diferentes estrategias dentro de sus limitados recursos, como evitar exponerse a situaciones que no podría controlar, preferir quedarse en casa, hacer lo que otros decían que hiciera, dar siempre en el gusto y rendir de manera impecable en lo académico. También usó la estrategia de «hacerse pequeña» para pasar desapercibida, porque esto también disminuía la posibilidad de sentir emociones fuertes fuera de su lugar físico seguro, que era su habitación.

Estas estrategias me ayudaron a adaptarme «exitosamente» a la sociedad en su momento, pero solo eran apariencias. Por dentro vivía en constante miedo e inseguridad. Como no tenía problemas en el rendimiento ni en lo «aparente», pasé desapercibida a los ojos de mis profesores y otros adultos, incluso de mis padres. Me logré sobreadaptar, pero a un precio muy alto: mi salud mental. La mayoría de estas estrategias eran inviables a largo plazo.

Con el tiempo, comencé a percibir mi cuerpo cada vez más incómodo, además de soledad e incomprensión. Como era tan peligroso sentir «allá afuera», en la vida real, empecé a construir una vida paralela, una fantasía donde el simple hecho de imaginar me permitía sentir todo lo que era inseguro vivir en la realidad. A mi corta edad, tenía plena conciencia de que esto me iba a explotar en la cara en cualquier momento. Era una sensación de: «me van a descubrir», y hacía que mi corazón se acelerara a mil por hora, generando más incomodidad, dolor y soledad.

Hasta que llegó mi quiebre. Estudiar medicina significó reducir mi vida poco a poco solo a la mente y a lo racional. Lo que alguna vez había sido mi refugio, empezó a convertirse en mi peor enemigo. Me vi obligada a dejar de lado actividades que otorgaban balance a mi vida, como el arte, la música y el deporte. Una doctora que no estaba conforme con mi rendimiento en las prácticas —pese a que estaba dando mi 150 %—, me sugirió dejar el deporte solo para el fin de semana, si quería ser médico. Otro doctor me aconsejó disminuir mis horas de sueño para estudiar más. Otra profesional me dijo que, si no toleraba dormir poco, mejor me dedicara al área administrativa. Estos consejos hoy me dan risa. ¡A qué nivel de deshumanización puede llegar el estudio de la medicina! Ninguno se interesó por lo que podía estar ocurriéndome a nivel personal. ¿No nos especializamos en salud? ¿Qué clase de salud estamos promoviendo, si no nos preocupamos de la propia? Hoy comprendo que, para la vieja escuela, existe la ilusión de separar la vida personal de la vida profesional. Así fue como fuimos creando, en parte, una vida llena de estrés.

A mis veinte años, sintiendo aún más incomodidad que en mi adolescencia, mi último recurso para sobrevivir a las exigencias de la carrera —y de la vida— fue desconectarme de mi cuerpo. Quedé atrapada en mi mente, completamente a la defensiva. Eso que antes experimentaba solo a ratos, se transformó en una constante y se volvió un infierno. En aquel tiempo, alternaba entre los trastornos de ansiedad y depresión.

Pretender vivir exclusivamente desde la mente y lo racional es el camino más corto hacia la infelicidad y la insatisfacción crónica. Es apagar tu fertilidad, tus ciclos, tus procesos, el arte de estar vivo y limitarte a sobrevivir. Sobre todo, es aislarte, el veneno más grande del ser humano y que hoy se está, en cierta medida, incentivando.

Recuerdo comentarle a mi mamá: «Me siento como un caballo desbocado, no sé dónde ir ni tampoco qué hacer». Hoy comprendo que estaba en medio de una crisis espiritual. Había seguido al pie de la letra el manual de cómo ser un humano digno y feliz. Me portaba bien, no daba mayores problemas a mis papás, tenía excelencia académica, no me interesaban las drogas, llevaba buenos hábitos, me acostaba temprano... pero mi sueño de tener una familia feliz se veía cada vez más lejos porque me era imposible mostrarme lo suficientemente vulnerable para establecer una relación íntima con alguien. Desesperada, comencé a imitar a mis pares: ¿qué hacían para divertirse, para relajarse, para pasarlo bien? Fácil: irse de fiesta, emborracharse, consumir drogas, actuar con egoísmo, estar con personas «para el rato». Okay. Podía hacerlo y lo hice. Pero solo conseguí sentirme más vacía. Más reclamaba por dentro: «¡Aló! ¡Aló! ¿Acaso no ven lo vacíos que estamos? ¿No se dan cuenta de que solo tapamos este vacío de forma transitoria?». Una de las características de las personas sensibles es que nos resulta imposible ignorar lo que sentimos. En ese contexto, postergué los viajes internos y externos que transformaron mi vida hasta terminar medicina.

Además de desconectarme de mi cuerpo, otro recurso que me ayudó muchísimo a terminar la carrera fueron los medicamentos psiquiátricos, porque sentía que me proporcionaban una especie de guante de protección.

—Alumnos, tienen que quedarse hoy hasta las ocho de la noche viendo esta cirugía.

Okay.

—Alumnos, hoy tienen interrogatorio sorpresa.

Okay.

Lo que antes me importaba y me afectaba se había reducido a responder «okay» a todo lo que me pedían. Se apagaron las virtudes de mi alma: la curiosidad y la autenticidad, para adoptar uno de los roles más prestigiosos de la sociedad, ser médico.

Pensaba que había algo roto e irreparable en mí. Los médicos, psiquiatras y psicólogos en cierta medida lo confirmaban. «Tus problemas necesitan años de terapia»; «Veo a muchos pacientes como tú que se resisten a tomar medicamentos y al año vuelven arrepentidos»; «Es difícil que tengas una relación sana de pareja con lo que me cuentas»; «¿Qué prefieres, estar mejor o disfrutar y sentir placer? Tienes que poner en orden tus prioridades». Como dije en un video de TikTok en 2021, cuando empezaba mi camino en redes sociales: «¡Hasta yo me daba más ánimo!». Ahora comprendo que este tipo de profesionales de la vieja escuela fueron parte de mi camino y me impulsaron hacia uno nuevo, más humano, esperanzador y amoroso.

Luego de varios años de golpear puertas, ventanas y levantar piedras con tal de tener respuestas que me hicieran más sentido que las del gremio médico-psicológico convencional, llegué a la integración de la ciencia y la espiritualidad. Aunque —debo admitir— estuve al menos dos años sumergida en la espiritualidad new age, renegando de mi título de médico. Incluso boté todo lo relacionado a mi área, como mis delantales y trajes de turno. Mi mamá logró rescatar un par.

Me fui al otro lado del péndulo para conocer cómo es vivir desenraizada, lo que las redes sociales llaman un «alma libre», llegué a integrar en mí que no todo es mente ni todo es paz y amor. El camino es justo el del medio, en sincronía con el momento histórico de la humanidad. Donde te tambaleas y piensas: «me voy a caer», pero con el tiempo aprendes a mantener el balance.

1.1. Vergüenza tóxica

En esta gran búsqueda, que incluso llamaría odisea, di con el término vergüenza tóxica, descrito por el autor norteamericano John Bradshaw en 1988. Cuando uno construye una identidad basada en la vergüenza, desarrolla un falso sistema de creencias, como: «Soy alguien defectuoso»; «Estoy fallado»; «Estoy roto por dentro»; «No tengo arreglo»; «Soy un error» y, sobre todo: «No puedo permitir que nadie lo descubra, porque eso sería mi fin, así que construiré un falso yo que cubra esto». Sin embargo, ese «falso yo» te impide conectar genuina e íntimamente contigo y otras personas. Esto me hizo comprender algo clave.

Peter Levine, psicólogo y biofísico médico, se refiere a la vergüenza tóxica como: «una de las emociones corrosivas e inmovilizadoras más complejas, a menudo subyace al dolor, la ansiedad y la depresión. Es como un cáncer o tumor que crece a partir de la lesión del trauma y (...) se aloja profundamente en el cuerpo-mente y luego hace metástasis infectando todos los aspectos de la vida de una persona. Incluye una pérdida de conexión con nuestro yo auténtico y espontáneo, así como con nuestro sentido básico de bondad, rectitud y pertenencia al mundo».

Le decía a mi mamá que, con cada experiencia visitando a profesionales de la salud mental, la sensación de «no tener arreglo» aumentaba cada vez más. Estas creencias siempre estuvieron en mi inconsciente. Simplemente no habían emergido al consciente hasta que empecé a crecer y consultar con estos profesionales. Lo más revelador fue comprender que estas creencias son el origen del pensamiento de que nadie podrá amarte por quien eres en realidad, y que necesitas algo externo que te haga sentir completo y bien. Este es suelo fértil para desarrollar cualquier tipo de mecanismos maladaptativos para enfrentar la vida.

En mi caso, los mecanismos fueron aislarme, la competencia con el resto y la necesidad de aprobación social. En la universidad, me emborrachaba en las fiestas y caía en atracones de comida mientras estudiaba. Afortunadamente, esto último fue por un período breve. Mi sensibilidad jugó a mi favor y mis síntomas físicos eran insoportables luego de estas autoagresiones.

He trabajado como médico y terapeuta con más de quinientas personas, tanto en sesiones personalizadas como en programas de acompañamiento, y lo más interesante es que nadie me ha dicho espontáneamente que su principal problema o emoción es la vergüenza. Solo lo reconocen luego de entender qué es, cómo se forma y expresa la vergüenza tóxica.

La vergüenza es la emoción que nos inmoviliza temporalmente y nos enseña sobre nuestros propios límites. En la espiritualidad new age, se dice que somos seres ilimitados con poderes ilimitados, siendo nuestro principal problema el miedo. Sin embargo, al enraizar ese carácter ilimitado, estamos omitiendo la emoción de la vergüenza cuando, en realidad, sí somos limitados y sentir vergüenza nos lo recuerda. Por ejemplo, mi abuela solía llamar «sinvergüenzas» a las personas que constantemente transgredían límites culturales o sociales.

El problema no es la vergüenza en sí, sino cuando esta se vuelve tóxica. Esto puede suceder cuando la figura que nos crio y enseñó sobre nuestros propios límites, en vez de hacerlo sobre la situación o conducta en cuestión, lo hizo sobre nuestra persona, nuestra identidad.

El siguiente es un ejemplo que presencié en un festival en un colegio. Estábamos conversando con un grupo de adultos mayores de treinta años y de pronto vimos a un niño llorando porque había perdido a su madre. A los pocos segundos, llegó la madre y abrazó al niño. Entonces, uno de los adultos del grupo comentó que cuando él se perdía de niño, no lloraba por el miedo de perder a sus padres, sino por el castigo que le llegaría después. Aquí se conjugan varios aspectos, desde la inmadurez emocional de sus padres hasta la vergüenza tóxica. Si un padre regaña a un niño por perderse a tal nivel que luego llora por el miedo al castigo, es porque se utilizó una crianza basada en la vergüenza. Se puede comprender mejor al preguntarnos: ¿Cuál es el problema y de quién es la responsabilidad? El problema es claro: el niño se perdió. Pero ¿qué fue lo que ocasionó esto? ¿El descuido de los padres y su dificultad para gestionar el estrés que les provoca perder a su hijo, o que su hijo, siendo un niño, esté más pendiente de jugar que de saber dónde están sus padres? Estamos hablando de un niño de cinco años; lo más saludable es que conserve esa capacidad de jugar y que sus padres faciliten esa experiencia.

Una crianza basada en la vergüenza sana no identifica al niño como «el problema», sino la situación o conducta. En este caso, sería algo así: «Hijo, por favor juega solamente en el área de los columpios para que así mamá no te pierda de vista». Le comunican al niño sus límites de una forma que le hace sentir una inmovilización temporal y que la ruptura entre él y su mamá durará solo un momento.

Diferente es una crianza basada en la vergüenza tóxica, que sonaría a: «Hijo, ¡cómo se te ocurre jugar fuera de los columpios! Eres un irresponsable y distraído, no vendremos más a jugar aquí». Y en un extremo: «¿Cuántas veces te he dicho que no te apartes de mi vista? ¡Eres un estúpido!». En este caso, el problema es el niño, no la situación en la que se vio envuelto. La inmovilización de la vergüenza tóxica se prolongará mucho más allá de ese momento y puede perpetuarse en el tiempo. Si se repite esta conducta, lo que el niño interioriza es: «Yo soy el problema»; «Yo soy malo»; «Yo estoy fallado» o «No tengo arreglo». Además, aprende que no puede confiar en otros o que no es seguro pedir ayuda.

1.2. Vergüenza sana versus tóxica

Vergüenza sana Vergüenza tóxica
Foco en la situación. Foco en la persona.
La ruptura dura solo el momento. La ruptura dura más allá del momento, se mantiene en el tiempo.
La pausa, inhibición o congelamiento es breve. La pausa, inhibición o congelamiento dura mucho más.

Este segundo tipo de crianza, que se vale de la humillación como recurso de formación, pertenece a la vieja escuela: «Si avergüenzo al niño, lograré que se comporte como yo quiero. Por eso, le grito en medio de la calle o le regaño en frente de sus compañeros, así nunca más lo hará». De este modo, esas generaciones vivían el día a día cohibidas, con miedo de alterar el statu quo.

Si bien la vergüenza tóxica puede ser resultado de un estilo de crianza, también puede generarse por otras circunstancias, como ser inmigrante y sufrir comentarios xenofóbicos, tener un color de piel que no es estándar o deseado, ser de un determinado género o tener una cierta orientación sexual.

En la práctica, la vergüenza sana cumple la función de obligarnos a pausar para que podamos reconocer un comportamiento que podría dañarnos a nosotros o a otros, o que contraviene nuestra moral o valores.

De adolescentes o adultos, podemos experimentar la vergüenza tóxica o una identidad construida sobre esta emoción cuando sentimos que no pertenecemos a ningún lugar o no nos identificamos con nada. Lo que hay bajo la punta del iceberg es esa sensación y narrativa de que somos defectuosos, que no pertenecemos o que somos indignos. En el mundo del trauma, la «sensaci?n sentida» (en inglés felt sense) de la alienación existencial «no pertenezco» corresponde a la vergüenza tóxica. Lo opuesto a la vergüenza es el orgullo.

EJERCICIO

Recuerda alguna situación en la que sentiste vergüenza tóxica, te regañaron por ser quien eres y no por la situación o conducta. Redacta tres frases que te habrían ayudado a reparar la relación o salir d

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