Un año en el espacio

Scott Kelly

Fragmento

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CUANDO ERA NIÑO tenía una extraña fantasía recurrente. Me veía atrapado en un espacio reducido, donde apenas podía tumbarme. Acurrucado en el suelo, sabía que estaría allí mucho tiempo. No podía salir, pero me daba igual. Había un no sé qué en la sensación de que estaba haciendo algo difícil solo por vivir en ese pequeño espacio que me resultaba atractivo. Sentía que tenía todo lo que necesitaba y estaba como en casa.

Una noche, cuando tenía cinco años, mis padres nos despertaron a Mark y a mí y nos llevaron al salón para ver en el televisor una imagen gris y borrosa. Nos explicaron que estábamos a punto de ver a hombres caminando sobre la Luna. Recuerdo oír entre las interferencias la voz de Neil Armstrong y tratar de hacerme a la idea de que estaba realmente caminando sobre el reluciente disco que podía ver desde nuestra ventana.

Cuando me incorporé a la NASA en 1996 y empecé a conocer a otros astronautas compañeros de promoción, supe que muchos compartían conmigo el recuerdo infantil de salir en pijama del dormitorio para ver la llegada a la Luna. La mayoría de nosotros decidimos en ese momento que algún día iríamos al espacio. En aquella época nos prometían que antes de 1975 Estados Unidos aterrizaría sobre la superficie de Marte. Todo era posible ahora que habíamos llevado un hombre a la Luna. Más adelante, la NASA (la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio) perdió la mayor parte de su presupuesto, una vez que el público dejó de estar interesado en nuevas misiones Apollo, y tuvimos que rebajar nuestros sueños espaciales.

En los años transcurridos desde entonces, la NASA ha conseguido ensamblar la Estación Espacial Internacional, la más difícil hazaña de ingeniería que los seres humanos han logrado en toda su historia. Llegar a Marte y volver será aún más difícil, y yo he pasado un año en el espacio —más tiempo del que se tardaría en llegar al planeta rojo— para ayudar a responder a algunas de las preguntas en torno a cómo sobreviviríamos a ese viaje.

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MIS PRIMEROS RECUERDOS son de las cálidas noches de verano en que mi madre, Patricia, intentaba dormirnos a Mark y a mí en nuestra casa de Mitchell Street en West Orange, New Jersey. Aún había luz fuera, y por las ventanas abiertas se colaban los sonidos del vecindario: niños mayores gritando, el ruido sordo de los balones de baloncesto contra el pavimento, el susurro de la brisa en las copas de los árboles, el lejano sonido del tráfico. Recuerdo la sensación de plácida ingravidez entre el verano y el sueño.

Mi hermano y yo nacimos en 1964. Varios miembros de nuestra extensa familia por el lado paterno vivían en nuestra misma manzana: tías, tíos y primos. El pueblo estaba dividido por una colina. La gente pudiente vivía «en lo alto de la colina», y nosotros vivíamos «en lo bajo». Recuerdo despertarme temprano con mi hermano cuando éramos pequeños, teníamos quizá dos años. Mis padres dormían, así que era como estar solos. Estábamos aburridos, y averiguamos cómo abrir la puerta trasera y salimos de la casa a explorar, dos niños pequeños vagando por el vecindario. Llegamos hasta una gasolinera, donde estuvimos jugando en la grasa hasta que el dueño nos vio. Sabía dónde vivíamos y nos metió en casa por la puerta trasera sin despertar a mis padres. Cuando mi madre por fin se levantó y bajó a buscarnos, se sorprendió al encontrarnos cubiertos de grasa. Más tarde, el dueño de la gasolinera volvió y le contó lo que había pasado.

Una tarde, cuando teníamos edad de ir a la guardería, mi madre nos dijo que nos iba a encomendar una importante responsabilidad. Nos enseñó un sobre blanco como si fuera un premio especial, y nos dijo que debíamos meter la carta en un buzón que estaba enfrente de casa, justo al otro lado de la calle. Pero nos explicó que, como era peligroso cruzar por mitad de la calzada —nos podía atropellar un coche—, teníamos que caminar hasta la esquina, cruzar por allí, caminar de vuelta en esta dirección hasta el buzón por la otra acera, y echar la carta. Una vez cumplida nuestra misión, debíamos desandar el camino entero hasta volver a casa, cruzando otra vez por la esquina. Prometimos seguir sus instrucciones.

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© Scott Kelly

Dos futuros astronautas de casi tres años jugando en la nieve de New Jersey. Diciembre de 1966.

Mark y yo anduvimos hasta la esquina, miramos a ambos lados, cruzamos y llegamos al buzón por la otra acera. Mark me sostuvo para que pudiese bajar el pesado tirador azul y deposité con orgullo la carta en la ranura. Completada nuestra tarea, llegó el momento de volver a casa.

—Yo no vuelvo hasta la esquina —anunció Mark—. Voy a cruzar la calle aquí mismo.

—Mamá ha dicho que deberíamos cruzar por la esquina —le recordé—. Te va a pillar un coche.

Pero Mark estaba decidido.

Empecé a caminar de vuelta hacia la esquina, deseando llegar a casa para que me felicitasen por haber seguido las instrucciones. Llegué a la esquina, crucé y volví hacia casa. Lo siguiente que oí fue el frenazo de un coche y el golpe sordo de una colisión. Con el rabillo del ojo, vi algo del tamaño y la forma de un niño volando por los aires.

Mark estaba aturdido en mitad de la calle, mientras el conductor se abalanzaba indignado sobre él. Alguien llamó a nuestra madre, una ambulancia vino y los llevó al hospital, y pasé el resto de la tarde y de la noche con mi tío Joe y su familia. Me dejaron en casa preocupado por el imprudente de mi hermano, frustrado con lo injusto que era que tuviese que quedarme en casa y comer hígado para cenar con nuestro tío mientras esperaba a tener noticias sobre las lesiones de mi hermano gemelo. Mark sufrió una conmoción cerebral, estuvo brevemente internado en el hospital, y recibió toda la atención del mundo, mientras yo sentía que me había llevado la peor parte.

Esta fue solo una de las muchas veces que Mark pasó por el hospital durante nuestra infancia.

Mark se rompió el brazo deslizándose por una barandilla, Mark tuvo apendicitis, Mark pisó una botella de cristal rota llena de gusanos y sufrió una infección sanguínea, y a Mark lo llevaron a la ciudad para practicarle una serie de pruebas para ver si tenía cáncer de huesos (salieron negativas). Los dos jugábamos con total imprudencia con pistolas de perdigones, pero solo Mark recibió un disparo en el pie y quedó con algunas secuelas debido a una cirugía chapucera.

A lo largo de nuestra infancia, seguimos haciendo locuras. Los dos acabábamos magullados, y nos ponían puntos tan a menudo que a veces aprovechaban la misma visita para quitarnos los de la herida anterior y ponernos los de la nueva, pero solo Mark estuvo ingresado alguna vez. Siempre tuve celos de la atención que recibió cuando estuvo hospitalizado.

Cuando teníamos unos cinco años, mis padres compraron un pequeño bungaló de vacaci

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