Arde la vida

Magalí Tajes

Fragmento

Corporativa

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A mamá y a mis hermanos.

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

—El mundo es eso —reveló—, un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.

El libro de los abrazos, Eduardo Galeano

LA MEMORIA EN LAS BRASAS

La pasión arde en todo lo que hacemos, en todo lo que nos pone de pie y nos echa a andar y nos permite encontrarnos con lo que somos, fragmentado y escondido en los rincones de nuestra propia existencia, en las esquinas de lo cotidiano, en los cajones del presente inquieto. Si tan solo las personas creyéramos en los universos que nos habitan, ya no haría falta tanta ficción para dar con lo maravilloso. Y es del encuentro con lo maravilloso que nacen las historias.

Creo en un tiempo nuevo.

Creo en la era de una Historia emergente, relatada con la voz y con los ojos y con las letras de las otras historias, las historias diminutas que cuentan las mujeres que aman, los hombres sensibles, todas las identidades forzadas a la disidencia, al no encuadrar sus modos en los parámetros de la belleza exigida, del pensamiento embotellado y la opinión de molde.

Creo en el tiempo del relato desde la voz protagónica, desde la verdad personal en la que los dolientes puedan encontrarse y reconocerse y acaso saberse parte de un tejido humano. Una piel para vestir este mundo, que agoniza en carne viva.

Creo (de creer o de crear, qué más da) en el tiempo de los libros vestidos de bits, que se nos meten al pecho por esa ventana electrónica que cabe en la palma de la mano y pretende mostrarnos los trozos del mundo que nos niega la geografía.

Creo en los libros que abrigan el desamparo de una crianza que todavía no sabe que allá, tras las cimas del mandato, justo después del bosque de los prejuicios, hay una otredad que se le parece; un continente habitado por vagabundas soledades que, sin saberlo, se han buscado desde siempre para verse llover los párpados y, de a poquito, perdonar al mundo. Al mundo y al Dios del mundo, que todo lo sabe, pero nada siente; que todo lo impone, pero nada oye.

Pienso un tiempo de voces jóvenes, de tradición y costumbres deconstruidas y relatos paridos en la vereda de enfrente, del lado de la avenida donde comienza el barrio, donde los corazones se cruzan en las esquinas y hacen chispas. Cuánto bien le haría a la ciudad recordar que alguna vez fue barrio, un barrio que de repente se hizo enorme y se olvidó de quererse, porque en sus esquinas ya no chispean corazones, ni en sus plazas enjauladas se cuentan historias de amor.

Y qué poco recuerda sobre el amor la ciudad.

A eso viene Magalí, a devolvernos ese amor que perdimos cuando nos dejamos entretener por el frenesí de lo efímero. Arde la vida es la historia de lo que permanece eterno, inmutable; un lugar seguro al que volver cuando la ciudad se hace demasiado grande. Una verdad diminuta, pero poderosa, que se vuelve escudo y le pone el lomo al filo del desengaño, a los golpes de la desilusión, al garrotazo de la tragedia. Un compendio de imágenes como llamas, que danzan sobre los leños de la memoria.

Dice Eduardo Galeano que somos un mar de fueguitos y debe ser cierto. Fueguitos que incendian la cotidianeidad para encenderse, o acaso flamitas azules bailando sobre los restos de una carta que nunca nos atrevimos a entregar.

Fuimos incendio forestal frente a alguna injusticia y también supimos ser hogar a leña para ese corazón roto que, tendido sobre una alfombra, precisaba reverdecer.

Y otras veces, fuimos apenas brasitas.

Brasitas acurrucadas en el centro de un colchón helado, en una casa húmeda que cada noche, nos murmura cosas tristes al oído.

Brasitas que se lloraban encima y con cada lágrima, se extinguían un poco.

Brasitas que extrañaban un almuerzo de domingo al mediodía, un árbol pr

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