Diario de un inocente

Carlos Carrascosa

Fragmento

Prólogo

Conocí a María Marta García Belsunce a principios del año 1993 cuando Horacio, su hermano, me contrató como productora periodística para los programas de radio y televisión que él dirigía en Radio del Plata y canal 15 de Cablevisión. María Marta solía acompañarlo en la conducción. Recuerdo que la primera vez que la vi en la sede de los estudios DiMar, en la avenida Córdoba de Capital Federal, me llamó mucho la atención por su simpleza y humildad, pero también porque ese día estaba invitado monseñor Laguna y María no tuvo pelos en la lengua para entrevistarlo: como él era eclesiástico y se entrometía en la vida política, casi nadie se animaba a incomodarlo. Después de esto, durante más de un año compartí con ella el trabajo. Tenía un trato serio pero cálido a la vez y sé que su modo de ser me marcó para siempre en mi carrera. Mujer de principios, recta y correcta, siempre solidaria, nunca soberbia, respetaba y se hacía respetar, muy frontal y directa hasta la médula. Me fascinó conocerla y llegué a apreciarla mucho. En aquel entonces vi a Carlos algunas veces en la puerta de los estudios cuando iba a buscarla y solo intercambiamos un “hola” o un “chau”. Su aspecto me dio la sensación de un hombre encapsulado en sus negocios.

Cuando en octubre de 2002 vi en las noticias que María Marta había muerto, me corrió un frío en el cuerpo que aún recuerdo. Peor fue cuando escuché que había sido asesinada y que acusaban a su hermano de haber encubierto el crimen. Lo primero que pensé fue llamar a Horacio para ofrecerle toda mi ayuda, porque si hay algo que sabía por haber trabajado tanto tiempo con él y haber generado una relación muy cercana (incluso él fue con su mujer y sus hijos a mi casamiento en abril de 1994) es que es un hombre de bien, decente y honesto. Contacté a un colega con el que habíamos trabajado juntos, los tres, para pedirle el número del celular de Horacio, porque para ese entonces yo me había alejado de los medios. Me dijo que no lo tenía y, además, que no le daba buena espina el tema, como desconfiando de la familia. Me quedé sin ubicar a Horacio y la rutina de la vida dejó pasar esa idea.

Llegó el año 2011 y comenzó el aberrante juicio por encubrimiento. Una noche vi a Carlos en un reportaje en Crónica y decidí llamar a varios productores para pedirles el teléfono de mi exjefe. Cuando lo conseguí, me comuniqué inmediatamente con él; se puso muy contento y al día siguiente nos juntó un café en un paseo por Pilar. Le dije que sabía que era absolutamente inocente, que lo acompañaría en todo lo que necesitara, y solo me pidió que fuera a las audiencias con él. A partir de ese momento concurrí todos los días a los tribunales de San Isidro y le prometí que haría lo posible e imposible para demostrar que jamás encubrió el asesinato de su hermana. Era horrorosamente triste y humillante ver el comportamiento de la prensa respecto del tema; yo salía de las audiencias y cuando encendía la tele, ya de vuelta en casa, escuchaba todo lo contrario a lo expuesto en el juicio. Emprendí un trabajo de medios para hacer reaccionar a los periodistas, sobre todo a los que conocían bien a Horacio, hablando, enviando mails, escribiendo mensajes, mandando fotocopias del expediente para que vieran que no era lo que se decía; hice todo lo que estuvo a mi alcance. Pero fue en vano, porque Horacio, Guillermo Bártoli, John, Sergio y el médico Gauvry Gordon estuvieron condenados desde el día uno. Fue indignante la sentencia condenatoria, y los medios tuvieron una fiesta en sus manos para seguir ganando dinero.

El 27 de octubre de 2011, antes de que finalizara el juicio, la familia y los amigos organizamos una misa por el aniversario de la muerte de María en la iglesia de San Isidro. Yo ya venía pensando en que era llamativamente patético que Carlos Carrascosa estuviera preso por ser coautor del homicidio de su esposa. No comprendía a la Justicia. Esa tarde convocamos a los medios para que escucharan nuestro reclamo y con Malú —quien también venía siendo parte del acompañamiento durante el juicio— hablamos con una amiga de Carlos y le pedimos que le comunicara que queríamos conocerlo. Y, así, a finales de ese año decidimos visitarlo en el penal de Campana para decirle que nos dolía mucho su situación. Él aceptó de inmediato, se puso en contacto con nosotras y organizamos el primer encuentro. No es fácil pensar en cómo sería entrar a un penal; para mí fue la primera vez. Carlos nos dio las indicaciones, que eran muchas, y llegó el día de la visita: después de hacer colas interminables y pasar una requisa exhaustiva y grosera, pudimos sentarnos en el SUM (horrible) a conocernos. Él convirtió la entrada al penal en algo agradable, como suele hacerlo, con sentido del humor y dejando de lado los temores.

A partir de aquel día se selló una relación de amistad que sigue firme hasta hoy. Durante casi cuatro años fuimos a visitarlo todos los miércoles y yo también iba algún que otro fin de semana, las Navidades y los Años Nuevos. Comenzamos a ocuparnos de él y de la situación de su causa, y a llevarle lo que nos pedía. En una de las internaciones que tuvo en el sanatorio Mater Dei, donde fue intervenido quirúrgicamente y a donde siempre iba a visitarlo para compartir un momento de libertad, un día los guardias me dijeron: “Jor, vamos a buscar comida, así que te dejamos a Carlitos a cargo tuyo”. Apenas salieron de la habitación, lo miré y le dije: “¿Querés que te saque en una silla de ruedas y nos escapamos?”. Él me contestó: “¿Vos estás loca?”. Y yo le dije: “Sí, pero en la calle y buscando al asesino de María es donde deberías estar”. Sonrió. Otro día le pregunté qué haría si tuviera en frente al fiscal Molina Pico y pudiera hacer lo que deseara, y me dijo: “No haría nada”. Me quedé sin palabras, ya que fue él quien lo encerró en ese lugar, lleno de delincuentes. Carlos nunca fue un preso VIP, todo lo contrario. Nos llamaba desde un teléfono público tras largas filas y era un detenido cualquiera. Lo que sí puedo afirmar es que todos los guardias lo conocían y sabían que no había asesinado a su esposa, de hecho lo apreciaban mucho y le decían “Carlitos”.

Le extendí mi mano para ayudarlo a luchar con una fuerza infinita del corazón que hasta hoy pienso cómo es que existía dentro de mí y no la conocía. Pero hubo brazos que apretaron fuerte para sostener las caídas, gente que siempre estuvo a mi lado en esta historia, como mi familia. Cuando Carlos pidió un hogar mientras estaba en prisión domiciliaria, yo no disponía de espacio para alojarlo; entonces les pregunté a mis padres si podían hospedarlo en su casa de Luján. Y dijeron que sí. Por supuesto, tanto ellos como mis tres hermanas lo habían visitado en la cárcel y también generaron un hermoso vínculo con él. Otros, entre amigos y conocidos, fueron indiferentes; varios me dieron la espalda.

El primer día que visité a Carlos en el penal vi en su mirada la inocencia imperiosa y comprendí que nuestro sistema judicial, el de nuestra República Argentina, duele en lo más profundo. Por eso iniciamos la tarea

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