Mi año con Salinger

Joanna Rakoff

Fragmento

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TODAS ÉRAMOS CHICAS

Había cientos, miles de jóvenes como yo. Nos vestíamos con esmero en la gris luz matutina del Lower East Side, Queens y Brooklyn. Después salíamos de nuestros apartamentos cargadas con pesadas bolsas que contenían los originales. Los leíamos mientras hacíamos cola en la panadería polaca, la tienda de comestibles griega o la cafetería de la esquina para pedir un café, largo y dulce, y una pasta danesa. Cuando nos los servían, los llevábamos al tren, donde esperábamos conseguir un asiento en el que seguir leyendo hasta llegar a nuestras oficinas situadas en Union Square, el Soho, Midtown. Éramos chicas, por supuesto, todas éramos chicas. Bajábamos del metro de la línea 6 en la parada de la calle Cincuenta y uno y pasábamos por delante del Waldorf-Astoria y el edificio Seagram, en Park Avenue. Todas vestidas con variaciones del mismo atuendo: una falda y un jersey formales que recordaban el estilo de Sylvia Plath cuando estudiaba en el Smith College. La ropa nos la habían comprado nuestros padres en algún barrio acomodado, porque nuestros sueldos eran tan reducidos que apenas nos alcanzaban para el alquiler. Por no hablar de comer en los restaurantes cercanos a las oficinas o cenar fuera de casa, ni siquiera en los económicos barrios donde compartíamos piso con otras chicas. Ellas, como nosotras, trabajaban como asistentes en agencias, editoriales o la ocasional asociación literaria sin ánimo de lucro. Nos pasábamos el día sentadas en sillas giratorias, las piernas cruzadas, atendiendo las llamadas de nuestros jefes y recibiendo a los escritores con la mezcla correcta de entusiasmo y distancia, sin revelar nunca que trabajábamos en aquel sector no porque quisiéramos llevar vasos de agua a los escritores que acudían a las oficinas, sino porque nosotras también queríamos ser escritoras y aquella parecía la forma socialmente más aceptable para conseguirlo, aunque ya empezábamos a tener claro que no lo era en absoluto. Como algunos padres nos comentaban —de hecho, mis padres me lo comentaban continuamente—, años atrás nos habrían llamado secretarias. Y al igual que a las secretarias de la época de nuestros padres, a muy pocas nos ascenderían. Muy pocas, como suele decirse, «lo conseguiríamos». Cuchicheábamos acerca de las afortunadas, las que trabajaban para jefes que les permitían encargarse de libros o autores y que actuaban de mentores respecto a ellas, o las que mostraban una gran iniciativa transgresora. Y nos preguntábamos si nosotras seríamos una de ellas, si deseábamos ser escritoras lo bastante para aguantar años de sueldos miserables y de estar siempre a disposición de nuestros jefes. Algunas incluso nos preguntábamos si todavía deseábamos ser uno de aquellos escritores que llamaban con seguridad a la puerta del despacho de nuestros jefes.

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INVIERNO

Todos empezamos en algún lugar. Para mí, ese lugar fue una habitación oscura, con las paredes cubiertas de libros: estanterías y estanterías de libros clasificados por autor; libros de todas las épocas concebibles del siglo XX. Las cubiertas mostraban el diseño distintivo del momento en que fueron lanzados al mundo: los fantasiosos dibujos lineales de los años veinte, los adustos colores mostaza y granate de finales de los cincuenta, los etéreos retratos a la acuarela de los setenta... Eran libros que definían mis días y los de quienes trabajaban en aquella maraña oscura de oficinas. Cuando mis compañeros mencionaban los nombres que aparecían en los lomos de aquellos libros, sus voces se volvían roncas y reverenciales, porque, para los que teníamos inclinaciones literarias, se trataba de nombres endiosados: F. Scott Fitzgerald, Dylan Thomas, William Faulkner... Pero aquel lugar era, y es, una agencia literaria, lo que significa que aquellos nombres representaban algo más, algo que empuja a las personas a hablar en susurros, algo que yo antes creía que no guardaba relación con los libros y la literatura: el dinero.

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