Descubriendo a Coco

Edmonde Charles-Roux

Fragmento

1

PEl terruño onteils solo cuenta con tres casas tan mimetizadas con el paisaje que parecen nacidas de las profundidades de la tierra. Esos techos inclinados, abruptos, medio derruidos, a los que el musgo se sujeta y ennegrece, esos muros de completa rusticidad. Esos muros y techos construidos con la misma piedra mala y como metalizada —una pizarra tallada en finas láminas, que corta como una navaja—, ¿a quiénes están destinados a cobijar? ¿A personas o a animales? Uno duda. En el fondo del valle, minúsculos torrentes crecen con la menor lluvia y se resecan con el primer sol. ¿De dónde vienen? ¿Adónde van? Pero ¿de qué sirve saberlo? Nada va a ninguna parte, nadie pasa por esa aldea. La carretera se detiene ahí y choca contra un alto campanario erguido como un faro por encima del oleaje de las colinas. ¿Por qué esa iglesia? ¿Para qué feligreses? La población de un gran burgo no bastaría para llenarla. ¿Qué hace ahí, en medio de semejante soledad?

Si se mira a través de las puertas que han dejado abiertas, si uno se deja sorprender por las huellas del pasado en el interior de las casas —amplios y tenebrosos graneros donde penden cabestros, viejos rastrillos oxidados, carretas volcadas grises de polvo, que elevan hacia las grietas del techo sus palos desnudos y macizos como armas de guerra—, se siente confundido. Un laborioso pasado nos mira cara a cara. Misterios de la vida campesina. ¿Qué pudo suceder para justificar tal abandono? Ante construcciones dormidas como las trulli de Apulia o las nuraghe de Cerdeña, con sus sólidas estancias y sus galerías secretas, es imposible no evocar las creaciones más misteriosas del género humano.

gente vivía de ella.

Queda lejos ese tiempo. Hace casi un siglo que comenzó el éxodo y el bosque de varios miles de hectáreas que cercaba la aldea de preciosos castaños comenzó a ralear hasta convertirse tan solo en un terreno desfondado.

Las castañas aseguraban la prosperidad de Ponteils. La gente vivía de ellas, las vendía, las comía a todas horas. Eran alimento y dinero. En el hogar, en una marmita de barro —la toupie— se cocía la ración para la familia. Sobre las planchas de hierro se secaban las que en invierno se daban al ganado. Y cuando llegaba el plazo del arriendo, y desde la capital llegaban los recaudadores a reclamar lo debido, se les pagaba con kilos de castañas.

En Ponteils, a principios de octubre, empezaba a verse el trajinar incesante de todo lo que tuviera ruedas, carretas y carriolas cargadas hasta reventar de sacos marcados con las iniciales de sus propietarios. F de Fraisse, C de Causse, V de Vidal, que daban bandazos porque había que darse prisa. Era necesario colocar toda la cosecha antes de que las ventas disminuyeran y el precio fuera más bajo que el coste. Entonces, desde el bosque llegaba un fuerte murmullo, un incesante rumor de voces.

En los buenos años, cuando los castaños parecían a punto de derrumbarse bajo el peso del fruto, los granjeros llegaban a fletar hasta treinta caballos para asegurarse una comunicación más rápida con los mercados del valle. Porque allí arriba no había ni uno. A lo sumo un mulo por granja y aun así… Y, sin embargo, esos fueron los buenos años de Ponteils, su edad de oro.

En aquella época, una pequeña sala y una especie de glorieta, únicos lugares de encuentro de los lugareños, estaban siempre llenos. El mostrador del vino, las largas mesas con sus bancos estrechos. La vida de la aldea se concentraba entre las cuatro paredes de una casa cuyos cimientos, de ciclópea solidez, la distinguían de las demás. Encima de la puerta, dos iniciales —A. B.—, las de los primeros habitantes de la casa, los Boschet, y una fecha —1749—, la de su construcción, que también señalaba el que aquella honesta morada campesina se transformara en una taberna.

Allí acudían granjeros sedientos, jornaleros contratados para ayudar en la cosecha, cesteros en busca de encargos, buhoneros llegados de la ciudad para vender sus baratijas, y, tanto en verano como en invierno, los que estaban atados a Ponteils, al cuidado de la tierra, la mano de obra familiar, muchachos, hombres de todas las edades, leñadores, pastores, criadores de gusanos de seda, apretados unos contra otros, un poco temblorosos, con las piernas ligeramente abiertas, los viejos de siempre, con sus manos nudosas. La taberna dominaba un horizonte sin fin. Ir allí era volver a encontrarse con la vida, el ruido, el eco de lo que sucedía fuera. Y también la oportunidad de casarse, porque los padres de familia…

«Usted conoce a mi muchacho…»

Era en verdad necesario ir a la taberna. ¿Dónde habrían discutido, si no, con mayor comodidad del porvenir de sus hijos? Allí, en presencia del cura, Noé Roure, se intercambiaban palmadas más comprometedoras que un contrato. Después, el acuerdo se regaba. ¿Por qué ir a buscar un testigo en otra parte? Siempre era el mismo, el propietario, quien se prestaba para los bautismos, las bodas o los entierros. Sin hacerse rogar. Porque la experiencia le había enseñado que una vez terminada la ceremonia, las familias, bueno, la ganas de un trago… Y entonces, mientras su mujer quedaba al cuidado de llenar las garrafas, él iba a toda prisa hasta la iglesia para poner, con mano torpe, las seis letras de su nombre al pie del acta: Chanel, Joseph, tabernero, nacido en Ponteils en 1792.

Ningún nombre figura con más frecuencia que el suyo en los registros. Chanel, Joseph, tabernero, el bisabuelo de Gabrielle. Al parecer, después de su matrimonio, pasó tanto tiempo en la iglesia como tras el mostrador.

Antes de eso, al igual que muchos otros campesinos de la región en sus años mozos, fue a la vez jornalero y artesano. Tan pronto calzaba los chanclos de suela aserrada para descortezar los castaños de un vecino, como, en las largas veladas del invierno, se ocupaba en tallar, con la ma

«Ama solo aquello que te pertenece», dirá durante siglos el viejo refrán de las Cevenas. Y así, para expresar ese apego a todo lo adquirido con el sudor de la frente, era preciso decorar y esculpir hasta la más pequeña cuchara, la más modesta pala para harina. Ponerle su sello, uso en el que se manifiesta el instinto animal del terruño, del nido, el sentido propio del pasado campesino. Nadie tenía más afición por esa tarea que Joseph Chanel. Y sin embargo siempre trabajaba para otros, para aquellos que poseían tierras, bosques, un techo sobre su cabeza, una cama para dormir y un lugar ya señalado con una cruz en el cementerio. Jamás para él. ¿Sobre qué objeto habría podido grabar sus iniciales? Ningún Chanel poseyó nunca una fanega de tierra en Ponteils, ni siquiera una tumba.

La suerte de Joseph mejoró cuando, próximo a cumplir los cuarenta años, celebró sus esponsales con una joven apellidada Thomas, cuya familia era de Ponteils y poseía algunos bienes. Una modesta dote permitió a la recién casada alquilar no toda la sólida casa de los Boschet, cuyos enriquecidos propietarios se marchaban para instalar un comercio en el valle, sino tan solo la sala común. Una amplia habitación a la que daban el hogar y el horno de pan, y un pequeño cuarto donde colocar una cama. Granero arriba, sótano abajo. Había que arreglarse con eso porque el resto, la leñera, la bodega, el establo, el aprisco, la granja, el corral tan negro como un pozo, todo eso permanecía en poder de los Boschet. ¿De qué les habría servido a los Chanel? Ellos no poseían nada, ni una vaca, ni un rebaño de ovejas.

Fue necesario amueblar la sala. Joseph fabricó mesas y bancos rudimentarios en los que pudo por fin grabar un nombre: el suyo. Se limitó a

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