El paciente siempre llama dos veces

Enfermera Saturada

Fragmento

cap-2

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Empiezo a estar preocupada por el rumbo de mi vida. Es domingo y he madrugado. Pero así, sin más. No vayáis a pensar que me he levantado temprano porque tuviera turno de mañana en el hospital, o porque alguien con una guitarra se haya puesto bajo mi ventana a destrozar «Three Little Birds» de Bob Marley y ya no he sido capaz de volver a coger el sueño.

Ahora que lo pienso… Hace unas semanas que no lo oigo por la zona, y es que otra cosa no, pero a ese se le oye hasta en Orcasitas cada vez que coge la guitarra en Malasaña, ¡y sin amplificadores ni nada!

Rise up this morning…

la ra lá…

because every little thing…

gonna be alright…

Pero no, no. Algo no está bien, por mucho que la canción diga lo contrario. Puede que sea la edad y que empiece a estar mayor. Aunque todavía no demasiado; mientras no me ponga a hablar mal de las enfermeras recién graduadas aún hay esperanza, que eso de criticarlas es algo muy de enfermera mayor. El problema es que he madrugado sin más, sin despertador. Como esa gente que dice: «A mí me gusta levantarme temprano para aprovechar el día». ¿Qué pasa?, ¿que por la tarde las horas no duran sesenta minutos como por la mañana? Si duran menos que me avisen, que cambio todos los turnos de mañana por los de tarde. Es algo que nunca he entendido, pero que también es muy de enfermera mayor. Será por eso que, con la edad, a estas les encantan los turnos fijos de mañana y tratan de colocarnos como sea a las nuevas todas las tardes y noches. Claro, para poder aprovechar el día.

Hay quien dice que lo de madrugar es algo a lo que hay que acostumbrarse, que esto es como un hábito que coges. Yo descubrí esa teoría hace poco, porque me apareció sin buscarlo en mi muro de Facebook un coach de esos que dan charlas motivadoras. Se dedican a soltar durante media hora frases de Mr. Wonderful y de Paulo Coelho, y se supone que con eso te arreglan la vida. No sé cómo me llegó ese vídeo, supongo que alguna persona aleatoria que tengo por ahí agregada como amiga lo compartió en su muro… Siempre se me cuela alguno de estos «seres de luz».

De pronto un día abres la aplicación de Facebook y te encuentras con una solicitud de amistad de alguien que no conoces, pero que tiene cuarenta y seis amigos en común contigo, de los cuales al menos cuarenta son del hospital… así que al final acabas aceptándola. Como nunca ponen su nombre completo en Facebook para que Mark Zuckerberg no espíe sus vidas (como si Mark y la NSA no tuviesen otra cosa que hacer), utilizan pseudónimos como «Dol Ores Rainbow» o «Ana Siempre Positiva» y de foto de perfil ponen un mandala, pues al final no sabes a qué compañera de la planta estás agregando, aunque lo supones. Y es que no hay muchas que se pongan a estudiar libros de runas o sobre los efectos sanadores del pensamiento positivo a las tres de la madrugada de un martes.

El caso es que este supuesto motivador aseguraba que si repites un hábito durante no sé cuántos días seguidos, se convierte en rutina y ya lo haces siempre. Pues mira, qué queréis que os diga, conmigo eso no funciona. Cuando era más pequeña… de edad, que de altura no he crecido gran cosa desde entonces, pasé todo un verano inolvidable de vacaciones con mis abuelos en la playa. ¿Y qué hace una niña cuando está sola con sus abuelos? Pues básicamente lo que le da la gana. Así que me pasé los dos meses de verano comiendo un helado cada día a la hora de la merienda. Me los conocía todos. Repetí tantas veces la carta entera de Miko que me salían los Mikolápices por las orejas, llegué casi a cogerles asco, ¡incluso me llevaba un disgusto cuando al terminarlo me salía uno gratis en el palito!, y se lo regalaba al primer niño que pasara por allí. Y oye, nada, que aquello para mi desgracia no se convirtió ni en hábito, ni en costumbre, ni en nada parecido. Llegó la «vuelta al cole» y no volví a probar un helado hasta mayo. Todo un drama infantil que creo que nunca os había contado.

Es más, ahora que me dedico a esto de la enfermería y me paso media vida mirando tensiones o palpando venas, no voy por la calle en mi día libre del mes con el manguito o el compresor… aunque mirando venas un poco sí, ¡para qué nos vamos a engañar!, pero eso es una patología como otra cualquiera.

Pero a lo que vamos, que yo eso de madrugar por rutina no me lo creo. Esto mío es algo más… algo más profundo, como que te sale de dentro por la edad. Y si es por eso, ya puedes hacer lo que sea para intentar sentirte joven, que al final acabas siendo la Ana Obregón de la enfermería. Y yo por ahí no paso, que siempre he sido más de Conchita Velasco.

Todo esto os lo cuento porque si algo bueno tiene madrugar es que una ve cosas que no se espera jamás. Es lo que tiene vivir en un minúsculo apartamento exterior del 7 de la calle del Pez, en pleno Malasaña, que nunca te aburres porque ese balcón es como un cine. Así que aprovechando que este año el otoño está siendo especialmente caluroso, cogí unos cereales y mi taza de Primark y salí a desayunar a mi pequeño balcón con baldosas de dos colores y barandilla de forja, y ya de paso a vigilar la calle.

Pues estaba yo tan tranquila con mi desayuno cuando de pronto veo bajar desde la iglesia de San Antonio en dirección al Zombie Bar a un chico vestido con un pijama de hospital a medio desabrochar, una herida recién suturada en la cabeza y su pulsera identificativa en la muñeca. Del susto que me pegué aún no sé cómo no se me cayó la taza a la acera, y es que entre la manera de caminar, una mezcla entre desorientado y borracho, y que era la única persona en toda la calle en ese momento…, aquello parecía una escena de una película de esas del fin del mundo; el apocalipsis había llegado y yo allí tan tranquila con mis cereales de avena, ajena a todo. La humanidad se extinguía por la mutación de un extraño virus y yo todavía sin la plaza. Las únicas supervivientes… las enfermeras, que, de tanto estar en contacto con virus, hongos, bacterias y todo tipo de bichería hospitalaria multirresistente, ya nos hemos vuelto inmunes a todo.

O al menos las eventuales sí habíamos sobrevivido, ya que justo en ese momento llegaban al portal mis vecinas del piso de arriba, las residentes de enfermería del tercero. A juzgar por el trozo de venda elástica que llevaban a modo de coletero y porque compartían ojeras con el paciente extraviado, salían de la guardia y todavía no se habían acostado.

El caso es que, viendo al pequeño Frankenstein por mi calle, recién fugado del Servicio de Urgencias de algún hospital, he recordado algunas de las historias de pacientes escapistas que he vivido en estos años. Una de ellas en mi último contrato decente, el de la planta de Cardiología del hospital de mi barrio, y ya que he madrugado, pues os la voy a contar. Todo sucedió a finales de verano. No recuerdo exactamente el día, pero sí que fue durante un turno de noche y en el mes de septiembre, porque yo contaba los días de contrato que me quedaban y no hacía otra cosa que doblar para pagar las guardias que había cambiado con otras compañeras para irme unos días a la playa, así que, como imaginaréis, prácticamente vivía en la planta.

El turno empezó como lo hacen todos los turnos de noche, con dos enfermeras y

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