Doris, vida mía. Cartas

Gabriela Mistral

Fragmento

Y MISTRAL REAPARECE

Poeta, ensayista, premio Nobel de literatura, profesora, intelectual, mujer, chilena, diplomática, «madre queer de la nación», emigrante, conferencista, lesbiana.1 Los adjetivos, roles, características u oficios con los que definimos, de manera siempre fallida e insuficiente, a un ser humano, parecen volverse aún más elusivos, más imprecisos, a la hora de describir a Gabriela Mistral, una de las figuras más inagotables en la historia literaria e intelectual de Chile.

Nadie como Lucila Godoy Alcayaga ha tenido tantos y tan diversos perfiles públicos y privados. Ninguna como Gabriela Mistral ha sido celebrada, negada, recuperada, leída y releída, torcida y disputada desde tantas dimensiones. Y nadie como ella, la galardonada poeta, la docente innovadora, ha sido objeto de una reapropiación tan poderosa como la ocurrida en los muros de la revuelta chilena del año 2019.

Enterrada hace más de sesenta años en el cementerio de Montegrande, al interior del Valle del Elqui, definida porfiadamente por los poderes oficiales como la «poetisa de la infancia» o la abnegada maestra provinciana, roles acordes a la imagen de feminidad que se pretendía proyectar desde ese Chile hacendal y patriarcal, Mistral, insurrecta, como un porfiado espectro de todo lo que no pudo domesticar ese Chile hipócrita y pacato, reapareció en las murallas de esa revolución con unos pantalones ajustados ciñéndole la cintura, una pañoleta verde atada a su cuello, un libro abierto en su mano derecha, una bandera negra en la izquierda, y los ojos abiertos y aguzados observando con atención, desde los rayados muros de Santiago, al pueblo que de pronto se reapropiaba de lo que también era suyo: la palabra.2

Acaso esos obstinados intentos de domesticación provenientes de la oficialidad literaria, académica y política hayan sido el resorte que propició esa pertinaz reaparición. O a lo mejor el propio carácter opaco de Mistral, escurridiza ante las etiquetas, polifónica en su escritura, recelosa de su intimidad, habilísima en la política y capaz de construir para sí misma un rinconcito de felicidad en un mundo que proscribía o silenciaba incluso el nombre de sus afectos, hacen de ella ese ícono popular que hoy equivale a decir coraje, talento, rebeldía y transgresión. Porque aunque Gabriela Mistral todavía sea leída exclusivamente por algunos textos escolares como la virtuosa profesora del Elqui, la mujer que jamás se repondría del suicidio de Yin-Yin,3 o la que retrató el paisaje avasallador de Chile como ninguna, fue eso, ciertamente, pero también muchísimo más. De ello dan cuenta las múltiples reediciones de su prosa política, mística, las nuevas recopilaciones de su poesía y esta selección de las cartas que envió a lo largo de casi una década, la última de su vida, a la norteamericana Doris Dana.4

Apasionadas cartas de una mujer a otra mujer donde Gabriela Mistral expresa con ferocidad y dulzura sus angustias, sus celos, su amor, sus aprensiones y su ternura hacia una de las personas centrales no solo durante su vida, sino también después de su muerte. En esta cuidadosa selección de Daniela Schütte —que incluye algunas cartas inéditas de Mistral a Dana, tras la primera edición a cargo del director del Archivo del Escritor, Pedro Pablo Zegers, y que causara revuelo en el todavía timorato Chile de los dos mil—, vuelve a revelarse esa otra dimensión de Mistral que con tanto esmero y durante tanto tiempo se intentó borrar o maquillar con curiosos y anacrónicos eufemismos.5

Una dimensión afectiva y sexual que no es, por cierto, la única ni necesariamente la más importante en la vida de la poeta. Sin embargo, el hecho de que Gabriela Mistral compartiera su cotidianeidad e intimidad con otra mujer y que, de hecho, viviera gran parte de su vida rodeada de mujeres como Palma Guillén o Laura Rodig en lugar de plegarse a las demandas que pesaban y siguen pesando sobre la feminidad, muy probablemente incidió de manera decisiva en su escritura, en su mirada, en su errancia por el mundo y en la conformación de sus círculos sociales. Algo similar a lo que ocurriría en las trayectorias vitales y literarias de escritoras como Vita Sackville West o Virginia Woolf, de Gertrude Stein o Susan Sontag, en la obra visual de artistas como Hannah Gluckstein o Mónica Briones, o en la producción de la multifacética fotógrafa y escritora Annemarie Schwarzenbach, y que forjó en cada una de ellas una mirada distinta, otra, que torció sus letras o coloreó sus obras de un tinte diferente al mandatado por una normatividad de género que se cuela de manera explícita o implícita, deliberada o involuntaria, en gran parte del arte y la literatura. Una diferencia, un desacato, que hoy las pone en inesperado diálogo entre sí y que también abre esa conexión, ya más contemporánea, hacia las letras de Pedro Lemebel —otro que estuvo presente en las paredes de esa revuelta—, o hacia la escritura de María Carolina Geel o de la argentina Sylvia Molloy; pero que a su vez no borra el vínculo entre la obra de Mistral y la de algunos escritores a los que admiraba abiertamente como Rubén Darío o Amado Nervo, Frédéric Mistral, Rabindranath Tagore o León Tolstói, como han realzado las ya más clásicas lecturas mistralianas.

Es una nueva capa de sentido que hunde sus raíces en su sexualidad y se añade a las dimensiones literarias y políticas más conocidas de la poeta. Que dota de densidad a su ya excepcional biografía, la enriquece, suma y, hoy en día, se vuelve ineludible para una lectura más integral y compleja de la vida de una figura crucial de las letras hispanoamericanas. Una lectura desde el presente, donde la sexualidad y el género adquieren un protagonismo durante décadas negado o convenientemente relegado al secreto en el caso de sexualidades disidentes y casi nunca, por cierto, cuando se trata de la heterosexualidad dominante, siempre pública y abierta. Una lectura que hoy permite escribir la palabra lesbiana en la misma oración que el nombre de Gabriela Mistral para ampliar, así, una visión acotada y parcial de uno de los personajes fundamentales de nuestra historia, la primera hispanoamericana en ser reconocida con el Premio Nobel, única mujer de habla castellana con este galardón, y cuyo perfil se ha renovado una y otra vez según el curso cambiante de los tiempos.

Ambivalente en su relación con Chile, crítica del carácter insular y endogámico de su país y, sin embargo, siempre nostálgica del paisaje que había recorrido siendo muy joven como profesora en lugares tan distintos como Antofagasta, La Serena, Traiguén o Punta Arenas, en estas epístolas que no pretendían ser publicadas, que ella muy probablemente no imaginó impresas, Mistral reaparece, una vez más, transformada. Y reaparece vulnerable y también recriminadora. Y poderosa y tierna hace otra aparición. Y surge, simultáneamente, controladora y celosa. Y retorna envuelta en una luz enceguecedora y después retrocede opaca, melancólica, rabiosa, exhausta. Una Mistral singular y sobre todo plural, porque Gabriela Mistral es y seguirá siendo tantas como las lecturas que ofrezca el tiempo pasado,

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