Bernardo

Alfredo Sepúlveda

Fragmento

MUY TEMPRANO PARA SABERLO

MUY TEMPRANO PARA SABERLO

Durante una porción considerable de tiempo, los protagonistas principales de ese periodo fundacional que llamamos «Independencia» perdieron su condición de simples hombres sometidos a circunstancias extraordinarias, y pasaron a ser figuras históricas: representaciones conceptuales de un pasado glorioso y fecundo en el que el bien y el mal eran claramente discernibles. Pocas dudas, enfermedades, problemas y traiciones de estos hombres sobrevivieron al relato que la historia hizo de ellos.

Probablemente la figura de esta época a la que se le asignó mayor peso en el destino de lo que sería la naciente república fue Bernardo O’Higgins Riquelme, uno de los líderes de la gesta independentista. El proceso para transformar a un hombre con inseguridades y traumas en un héroe se debió en gran parte a él mismo —fue un soldado sin miedo a la muerte, un loco de la batalla, un general que disparaba hombro con hombro junto a sus subordinados— pero también al esfuerzo de historiadores y del aparato estatal que vieron en él un monumento para congregar a una nación que muchas veces tuvo ganas de disgregarse.

De alguna manera este libro, cuando fue publicado en 2007, dio la partida a una serie de esfuerzos de escritores que han tomado la historia de Chile y han intentado revisarla desde un nuevo ángulo, menos ominoso, si se quiere, más centrado en las personas que en los mitos que las acogieron.

«Bernardo» se inscribe en esta idea de divulgación: poner la historia del país en manos del gran público. Esta es una narración —espero atractiva— de los hechos que se han documentado de la vida de O’Higgins, con los consabidos problemas de la historia: los documentos se pierden, se interpretan, los que cuentan las historias se pueden abanderizar.

Creo que no es el caso de este texto. Ajeno a las viejas disputas entre o’higginistas y carreristas que aún salpican de vez en cuando las páginas de los diarios modernos, cuando los documentos callan, uso los hechos para interpretar o abrir preguntas con la información disponible. A veces el prócer sale bien parado. A veces no. Al final del día tengo una opinión sobre Bernardo O’Higgins, su obra, su carácter, pero creo que ella no es tan importante como la que los lectores puedan, libremente, formarse tras la lectura de estas páginas.

De modo que ¿para qué sirvió esta larga vida de Bernardo? ¿Cómo influyen hoy sus acciones y omisiones en Chile? ¿Rondan todavía los Carrera, San Martín, Freire y los otros señores de la guerra que fumaban tabaco, se emborrachaban con aguardiente, besaban mujeres a la luz de las fogatas, tocaban la guitarra, destripaban fulanos y al día siguiente redactaban constituciones? Es muy pronto para saberlo.

Algunas advertencias antes de continuar:

A lo largo de esta biografía me he permitido llamar «Bernardo» a Bernardo O’Higgins solamente porque es un hecho que ese fue el único nombre que mantuvo a lo largo de su vida. Todo hombre es muchos momentos de ese hombre, y él no escapó a esta idea. Bernardo Riquelme devino en Bernardo O’Higgins, pero creo que ambos son igual de importantes.

Bernardo O’Higgins nunca emprendió la tarea de redactar él mismo sus memorias. Lo más cercano a eso fueron unos apuntes sobre su vida que escribió un amigo suyo, irlandés, llamado John Thomas Nowlan, pero al que todo el mundo conoce como John Thomas. Se supone que Thomas habría entrevistado a Bernardo, o al menos Bernardo —ya en el exilio, en Perú— estaba en conocimiento de que Thomas estaba tomando apuntes para la posteridad. Estos y otros documentos que lo sobrevivieron los conservó su hijo Demetrio y luego pasaron a manos de Benjamín Vicuña Mackenna, que fue el primer depositario de este material y lo publicó bajo el título de «El Ostracismo del General Bernardo O’Higgins» allá por 1860.

El proceso de ordenar el archivo de Bernardo fue lento. Pasaron muchos años antes de que se publicara, en la década de 1940, O’Higgins, la extensa biografía de Jaime Eyzaguirre, el primer intento moderno de divulgar en un tono ameno y popular la vida del hombre. Es una biografía que bebió de la tradición del siglo XIX y la corrigió, porque además noveló al personaje y sus circunstancias. En los años ochenta hizo su aparición O’Higgins, el buen genio de América: Luis Valencia Avaria realizó un extenso trabajo en Perú y pudo comparar mucha información previa, corregirla y aumentarla con material hasta entonces inédito. O’Higgins, el libertador (2001), de Jorge Ibáñez Vergara, complementa las anteriores y otras y entrega nuevas luces sobre la juventud de Bernardo y la relación con su hijo Demetrio.

Me he tomado licencias para hacer la lectura más amigable. En general el texto está modernizado: en vez de, por ejemplo, referirme a las «Provincias Unidas del Sud», que era el nombre de la entidad política cuya capital era Buenos Aires, simplemente digo «Argentina», aunque el nombre entró en vigencia décadas después del proceso de independencia. Lo mismo corre para «Bolivia». El estilo decimonónico de los documentos originales ha sido modernizado también.

A.S.

Febrero de 2019

I. EL CAMARÓN Y LA BELLA

I

EL CAMARÓN Y LA BELLA

El irlandés Ambrosio Higgins (no, no es un error: Higgins y no O’Higgins) se hizo a sí mismo. Y se fabricó tan bien que casi llegó a ser rey de un país que no era el suyo. Se demoró casi ochenta años, pero lo consiguió, a pesar de haber comenzado su carrera militar y política ya viejo, cuando los vasos capilares en su rostro de piel blanquísima eran tan notorios que a sus espaldas lo llamaban, y no precisamente como demostración de cariño, «el camarón».

En el camino de transformarse en virrey, el puesto más alto al que podía aspirar un funcionario de la Corona española, Higgins transó su vida por su carrera. Fue una decisión que nunca puso en duda. Las razones tras su personalidad se han perdido en el tiempo: su destino en Irlanda era ser un sirviente, y lo fue hasta que cumplió treinta años. No es que integrara los escalafones más bajos de la carrera funcionaria, pero hasta bien entrada la adultez su figura no se condecía con su ambición. Luego, la decisión de partir a España, y en seguida a los rincones más lejanos del imperio hispano, lo transformó en un refinado cortesano, amigo de los banquetes y de las formas. Y aunque experimentó la discrim

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