Rodrigo Rojas de Negri. Hijo del exilio

Pascale Bonnefoy

Fragmento

PRÓLOGO

PRÓLOGO

Rodrigo Rojas De Negri era tres años menor que yo. Llegamos a la misma edad a Estados Unidos, aunque por razones distintas, y a mediados de los ochenta vivíamos en la misma ciudad, en Washington, D.C. Teníamos amigos y conocidos en común y nos movíamos en algunos de los mismos ambientes de esos años ajetreados.

Sin embargo, no lo conocía.

Recuerdo haber visto algunas veces a ese muchacho callado y de ojos profundos, con cuerpo de hombre y cara de niño, que pululaba entre los chilenos exiliados en Washington. Rara vez cruzamos palabra. Creo que la última imagen que tengo de Rodrigo fue de una tarde cuando abrió intempestivamente la puerta de la oficina que Isabel Morel, viuda de Orlando Letelier, tenía en el Instituto de Estudios Políticos para preguntar algo imposible de contestar. Levanté la vista y encogí los hombros. Él siguió su marcha hacia otra puerta, buscando respuestas.

Supe que había sido quemado por militares en Chile mientras iba a bordo de un ferry entre Dinamarca y Holanda. A los pasajeros nos repartieron el diario International Herald Tribune y ahí leí, en una brevísima nota desde América Latina, sobre la jornada de paro nacional en Chile en la que dos jóvenes fueron quemados vivos. El texto no mencionaba los nombres de las víctimas.

Apenas me recogió en la estación, mi pareja de entonces me llevó a un café.

—¿Supiste lo que pasó en Chile...? —tanteó.

—Sí, algo leí en el diario. ¡Qué bestias! —le comenté.

Un incómodo silencio se plantó entre los dos.

—Uno de ellos es Rodrigo. Rodrigo Rojas.

El nombre no me decía nada. No se me ocurrió ni por casualidad que pudiera tratarse de ese Rodrigo alto, algo torpe y de nariz ligeramente aguileña que veía a lo lejos de vez en cuando.

—El hijo de la Vero De Negri —puntualizó.

Sentí un repentino escalofrío. Entonces me di cuenta de que no sabía o no recordaba su apellido paterno. Para mí era solo Rodrigo, el hijo de Verónica De Negri, a secas. De la existencia del padre y su apellido nunca me enteré.

Esa noche casi no dormí. Cerraba los ojos y veía a Rodrigo en llamas, imágenes que por supuesto nunca vi de verdad, pero que circulaban por mi cabeza como una película rotativa sin fin. Hasta ese momento, lo más horroroso que había escuchado de la represión en Chile era que violaban con ratones a las prisioneras políticas. Y lo supe porque le pasó a la madre de Rodrigo.

Regresé a Washington poco antes de que Verónica volviera de Santiago luego de experimentar la semana más terrible de su vida, cuando vio extinguirse la vida de su «niño genio», como suele recordarlo. La conmoción era total. Cuando llegó, hubo un encuentro con amigos. Verónica estaba seria, con su profunda pena y rabia contenidas y una daga en el corazón. Uno a uno nos acercamos a entregarle cariño. Recuerdo el silencio solemne de ese momento. La fui a abrazar y no se me ocurría qué decir para acompañarla en su dolor. Creo que no dije nada.

Todos quienes conocieron a Rodrigo tienen grabado en su memoria el momento exacto en que supieron que había sido cruelmente atacado por militares junto a la joven Carmen Gloria Quintana, en uno de los actos de terrorismo de Estado más feroces de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet.

Nadie ni nada quedó igual.

Las identidades y responsabilidades específicas de quienes participaron en este crimen y su encubrimiento se conocen desde julio de 1986. Desde entonces se está en una infructuosa espera de justicia efectiva, oportuna y proporcional a la barbarie cometida. Hasta mayo de 2021, la Corte de Apelaciones de Santiago aún no se pronunciaba sobre la apelación de las familias De Negri y Quintana a las magras condenas de primera instancia —y la absolución de uno de los principales culpables— dictadas por el ministro Mario Carroza hace más de dos años, en marzo de 2019.

Mientras tanto, quienes los quemaron vivos y los dejaron botados en una solitaria zanja para que murieran siguen viviendo tranquilos y en libertad, como lo han hecho todos estos años.

Cuando la justicia tarda treinta y cinco años, ya dejó de ser justicia.

* * *

Rodrigo Rojas De Negri no fue un héroe ni un mártir. Tenía grandes virtudes y también defectos, como todo joven en tránsito hacia la adultez, con las contradicciones y los conflictos emocionales propios de su edad, de su contexto y de la historia de vida que pesaba sobre sus hombros.

Rodrigo nació y creció en Valparaíso en el seno de una familia altamente politizada, y no fue aislado de lo que pasaba a su alrededor. Los agitados años de la Unidad Popular, el golpe militar, la detención y tortura de su madre y de su tía, el exilio de gran parte de su familia, el desgarramiento del país que dejó atrás —y que ahora veía levantarse desde lejos—, todo eso lo fue absorbiendo y cuestionando. La época, los sucesos, la historia familiar y el entorno en que le tocó vivir lo moldearon y definieron.

Fue un hijo del exilio que necesitaba descubrir en terreno el país que fue forzado a abandonar de niño, el país idealizado por los chilenos expulsados de su tierra, en una búsqueda imperiosa por encontrar su identidad cultural, una huella firme donde pisar, un nido, un camino.

¿Habría estado tomando fotos del levantamiento popular de 2019 en Chile? Muy probablemente habríamos visto a Rodrigo en la calle con alguna credencial, un bolso fotográfico al hombro y una cámara en la mano, registrando las energías, las demandas y la represión policial y sus víctimas. Podría también haber sido una de ellas. En cambio, vemos en nuestros días cómo anónimos manifestantes han estampado su rostro en los afiches y murales de un Santiago sublevado. Rodrigo habría pasado los últimos años en Chile metido en las movilizaciones estudiantiles, las de la ola feminista, en las protestas contra megaproyectos depredadores y del movimiento No+AFP. Habría retratado a los que pueblan las plazas con sus rucas, a las comunidades nortinas sin agua, a los jóvenes con su arte, a los inmigrantes y su hacinamiento, a las mujeres de las ollas comunes que brotaron con la pandemia y a las familias de los nuevos campamentos de la pobreza.

Hoy, Rodrigo estaría haciendo una larga sobremesa con los viejos discutiendo sobre el proceso constituyente y la reforma a Carabineros, sobre las energías renovables y los recursos naturales, los algoritmos y la manipulación de la información, las guerras que a nadie parecen importarle y la violencia racial en Estados Unidos.

La historia de Rodrigo podría ser la de cualquier familia chilena de esos años. Y su muerte, haberle tocado a cualquier otro joven en una jornada de protestas bajo dictadura militar, en una población de Santiago. Este libro no es el recuento de un crimen concebido en las cloacas de la miseria humana. No se reduce a ese helado día de invierno cuando una patrulla militar deliberadamente prendió fuego a Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana.

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