El grupo de Bloomsbury

Quentin Bell

Fragmento

Prólogo: Bloomsbury, en el recuerdo, de Inés Martín Rodrigo

PRÓLOGO.

BLOOMSBURY, EN EL RECUERDO

Inés Martín Rodrigo

Si hacemos uso de ese programa salido de las privilegiadas mentes de Silicon Valley que nos permite trasladarnos, en tiempo y forma virtual, a cualquier lugar del mundo, con tal de que esté reflejado en el mapa o callejero correspondiente, e introducimos en la pestaña de búsqueda la dirección «46 Gordon Square, Londres, Reino Unido», la pantalla del ordenador nos ubica directamente ante un edificio enladrillado, con matices blancos, de cuatro pisos sin contar el sótano, con grandes y alargados ventanales y una azotea que bien podría hacer las veces de estupenda terraza, si no fuera por el incontrolable, y encantador, tiempo británico. El barrio londinense en el que tan singular vivienda está localizada es Bloomsbury, claro, nombre que adoptaron, o tomaron prestado, en busca de fácil inspiración, quienes formaron parte del grupo más famoso de la primera mitad del siglo xx en lo que a cultura e intelectualidad se refiere, y que hicieron de aquella casa su particular cuartel de los inviernos, las primaveras, los veranos y los otoños que allí pasaron departiendo, sin intentar cambiar un mundo que, bien lo sabían, no tenía remedio. Y allí se sitúa, al poco de comenzar a pasar las páginas, el lector de El grupo de Bloomsbury, quizá el ensayo más certero y sobre todo personal, pero distante, de los muchos escritos al respecto, tratando de enfocar a quienes intentaron vivir al margen de los focos de la sociedad victoriana que les tocó en (des)gracia, pero pendientes de ellos, pues eran humanos. Por algo su autor, Quentin Bell, formó parte, de alguna forma, de aquella tropa que se propuso retratar desde el prudente desafecto, tarea harto difícil pues le unían lazos de consanguinidad con algunos de sus integrantes. Pero vayamos poco a poco.

El libro que el lector tiene entre las manos trata de responder a dos preguntas fundamentales, contestadas sin duda al término de la obra, aunque el final nos deja con ganas de saber más; de saberlo todo, en realidad, de aquellos que lo protagonizan: ¿qué fue Bloomsbury? ¿Cómo debe entenderse? Para ello, claro, es necesario echar la vista atrás, pues a estas alturas de la frágil memoria colectiva del siglo xx poco o nada queda ya, ni en los libros de historia ni en los de texto, de la vida de sus integrantes. El recuerdo de Bell es vívido, ya que experimentó parte de lo que relata (era hijo de Clive y Vanessa Bell, y sobrino de Virginia Woolf, mayestáticos representantes del grupo), y la otra parte le llegó de primera mano, nada de oídas ni vacuas e interesadas lecturas. «Nací y me crie en Bloomsbury; al escribir sobre Bloomsbury tengo, pues, que escribir sobre amigos y conocidos. Por consiguiente, como historiador, estoy en posesión de determinadas ventajas y también de determinados inconvenientes; escribo con conocimiento personal de la materia, puedo considerarme a mí mismo como “fuente de primer orden”, aun cuando se haya de tener muy presente que mis recuerdos personales se limitan a la última fase de Bloomsbury», advierte el autor nada más empezar su relato, con la esperanza de ser comprendido, en sentido real y figurado. Para ello, divide el libro en cinco partes, que harían las veces de capítulos: una pormenorizada «Introducción», en la que deja claro su noble intento de renunciar a su propia afectividad; «Bloomsbury antes de 1914», donde se detiene en el origen del grupo, cómo, cuándo y por qué se formó; «La guerra», donde pasa revista, si se me permite el juego de palabras, a la actitud de la cuadrilla ante la Primera Guerra Mundial; «Bloomsbury después de 1918», donde argumenta qué fue de ellos tras la batalla, y «La personalidad de Bloomsbury», cierre en lo alto («Con el advenimiento del fascismo, Bloomsbury se vio involucrado en una contienda en la que, creyendo lo que creían, la neutralidad era imposible. El viejo pacifismo se había vuelto irrelevante y el grupo en cuanto grupo dejó de existir», rezan las dos últimas frases de la obra), con la descripción más difícil, es decir, la de las características personales, conjuntas, de quienes realmente jamás fueron un grupo homogéneo, sino un estallido de genio creativo dotado de libertad y medios. Cierto es que Bell se apoya siempre en datos y obvia los muchos chismorreos (sostiene que no le interesan, y se comprende) que rodearon a las vidas de Bloomsbury, cuyos miembros, en las siempre viperinas palabras de Dorothy Parker, «lived in squares, painted in circles and loved in triangles» («vivieron en cuadrados, pintaron en círculos y amaron en triángulos», en una apresurada traducción al español).

Para transmitir al lector su idea de lo que era Bloomsbury, Bell recurre incluso a un diagrama, en el que incluye a los integrantes que de él formaban parte en 1913, a saber: E. M. Forster, David Garnett, Sydney Waterlow, Molly y Desmond MacCarthy, Roger Fry, Vanessa Bell, Duncan Grant, Virginia Woolf, Clive Bell, Saxon Sydney Turner, Leonard Woolf, Lytton Strachey, Adrian Stephen, Maynard Keynes, Gerald Shove, James Strachey, Marjorie Strachey, H. T. J. Norton y Francis Birrell. De todos ellos, el autor aporta escasas notas biográficas, decisión que se enmarca en el propósito primigenio del libro. Solo de pasada se acuerda, en el transcurso de las páginas, de otros «satélites» (y no de todos) que, por diversas circunstancias, casi siempre personales y pasionales, orbitaron alrededor del grupo, como Vita Sackville-West, Leonora Carrington, Katherine Mansfield, Harold Nicolson o T. S. Eliot. No pasa Bell por alto, sin embargo, que Bloomsbury surgió en el Trinity College de Cambridge durante el otoño de 1899. Qué ocurría en aquellas reuniones es algo de lo que Bell confiesa no tener «la más leve idea, pero cabe suponer que, junto con una cierta alegría y abandono, se diese el desiderátum primero de Moore: un respeto absoluto por la verdad y, suponemos, por nada más». Aunque, en realidad, habría que circunscribir el germen a la unión de dos familias bien particulares de la sociedad británica de la época, los Stephen y los Strachey.

Leslie Stephen era un reconocido, y temido, crítico literario, cuya primera mujer, Harriet Marian, era hija del escritor William Makepeace Thackeray, autor de La feria de las vanidades. Tras fallecer Harriet, Leslie se casó con Julia Prinsep Jackson, sobrina de la fotógrafa Julia Margaret Cameron, con la que tuvo cuatro hijos: Vanessa, Adrian, Virginia y Thoby, encargado, este último, de conectar a sus hermanos con sus amigos y compañeros de Cambridge. Julia murió joven y, sin ella, Leslie «infligió» a sus hijas un «salvaje chantaje emocional de autocompadecimiento», según palabras del propio Quentin Bell en el libro, quien, de algún modo, también disculpa al que fuera su abuelo, ya que en el mismo párrafo sostiene que «el aburrimiento, las restricciones y opresiones de la vida familiar no eran el producto de una crueldad personal, sino de un hábito social». Pero, como también escribe Bell, «allá por 1900 parecía que había llegado el momento de reexaminar las emociones humanas», y en ello estaba entonces, como siempre estuvo, por otra parte, Bloomsbury, que buscaba y encontraba, al mirar al mundo exterior, «un esperanzador resurgir de los valores liberales», por mucho que la realidad con la que habrían de encontrarse fuera bien diferente.

Cuando murió Leslie, en 1904, sus hijos se trasladaron al hoy famoso, y afamado, número 46 de Gordon Square, en el barrio londinense de Bloomsbury, donde empezaron a recibir «invitados». «A uno le gustaría saber algo más acerca de esta confrontación de los sexos, acerca de estas reuniones en la noche del miércoles, entre las diez y las doce, en las que se servían whisky, pastas y cacao, y reinaba la libertad de conversación», escribe Quentin Bell, que, acto seguido, se «queja» de que el «informador más fiable» en aquel momento, Leonard Woolf, estaba rumbo a Ceilán. No obstante, y aun siendo «en gran medida una conjetura», Bell argumenta que el «elemento esencial» de aquellas reuniones nocturnas era «la sensación de libertad», y para ello se apoya, en parte, en las memorias de su madre, Vanessa Bell, en las que escribió: «No vacilábamos a la hora de hablar sobre lo que fuese. Esto era literalmente cierto. Podías decir lo que gustases sobre arte, sexo o religión; podías asimismo hablar con libertad y, a buen seguro, tontamente sobre los quehaceres ordinarios de la vida. Creo que había muy poca autoconciencia en estas asambleas [...] pero la vida era excitante, terrible y divertida, y uno tenía que explorarla agradecido de poder hacerlo con tanta libertad».

Uno de los amigos de Thoby Stephen en Cambridge que acudía, un día sí y otro también, al número 46 de Gordon Square era Lytton Strachey. Mientras que los Stephen eran miembros, por derecho propio, de la clase media-alta de la sociedad victoriana, los Strachey eran, podría decirse, unos aventureros bastante excéntricos. Jane Strachey, la matriarca, fue una feminista pionera y su marido, Richard, era ingeniero y administrador en la India. Tuvieron diez hijos, entre ellos, además de Lytton, el psicoanalista James Strachey, que completó la ímproba tarea de traducir al inglés las obras completas de Sigmund Freud. Fue Lytton quien introdujo en Bloomsbury a algunos de sus mejores amigos: el economista John Maynard Keynes, el novelista E. M. Forster, los escritores Leonard Woolf y Clive Bell, el pintor Roger Fry y el crítico literario Desmond McCarthy. Entre todos ellos se creó, entre las cuatro paredes del número 46 de Gordon Square, un vínculo fraternal tan sólido que ni siquiera la muerte de Thoby Stephen en 1906, a causa de la fiebre tifoidea, logró romperlo, sino que, quizá, aquella adversidad les unió más si cabe.

En 1907 Vanessa y Clive se casaron, y de su matrimonio nacieron dos hijos, Julian y Quentin. Cinco años después hicieron lo propio Virginia y Leonard, animados, de hecho, por Lytton Strachey, quien antes se lo había propuesto a ella, pero que, al percatarse de su «error», se dirigió a él en estos términos: «Creo que no hay duda de que debes casarte con ella. Serás lo suficientemente grande, y cuentas con la ventaja del deseo físico». En el libro, Bell asegura tener «la impresión» de que «Bloomsbury nunca fue dado a la promiscuidad ya fuera en sus relaciones normales o en las homosexuales», pues «solamente la pasión justificaba las aventuras carnales, si bien la pasión ya era una licencia excesiva». Sin embargo, si miramos por la rendija de la historia del grupo, comprobaremos que, tiempo después, Vanessa mantuvo un affaire con Duncan Grant, con el que tuvo una hija, Angelica, que creció creyendo que su padre era el mismo que el de sus hermanos, Julian y Quentin, es decir, Clive Bell. Pero es que Lytton estaba también enamorado de Duncan, aunque vivía en un ménage à trois con la pintora Leonora Carrington y Ralph Partridge, a lo que se suma la relación que Virginia Woolf mantuvo con Vita Sackville-West, mujer de Harold Nicolson, y que tantos ríos de tinta, no siempre literarios, ha hecho correr.

Para describir el Bloomsbury de «los mejores momentos», ese que vivió el estallido, para bien y para mal, de la Primera Exposición Postimpresi

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