La mirada quieta (de Pérez Galdós)

Mario Vargas Llosa

Fragmento

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La mirada quieta (de Pérez Galdós)

Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.

En la civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. «Entre gustos y colores, no han escrito los autores», decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recordaba y lo celebraba, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años avergonzado lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo, que a mí me gustan tanto. Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó el manuscrito de su primer volumen, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Pero algunos meses más tarde, en su columna semanal de El País (9 de enero de 2021), titulada «El mérito de Galdós», Cercas publicó una versión mucho más favorable y acertada, creo, sobre el autor de Fortunata y Jacinta. Dentro del gran vacío que dejó en España el Quijote, la revolucionaria novela de Cervantes, le reconocía a Pérez Galdós haberse embarcado «en un proyecto literario de una ambición y una amplitud inéditas con el fin de cimentar una tradición novelesca que brillaba por su ausencia en España». Y afirmaba que ni «las Memorias de un hombre de acción, de Baroja, ni La guerra carlista, de Valle-Inclán, eran concebibles sin los Episodios nacionales…», afirmaciones con las que no puedo estar más de acuerdo.

Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor, como dijeron muchos en su tiempo. (Véase al respecto el libro reciente de Francisco Cánovas Sánchez, Benito Pérez Galdós: Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial, 2019). No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, el más ambicioso y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos, en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor (lo increíble es que muchos periodistas dejaban de recibir sueldos y escribían gratis sólo para «hacerse conocidos»). Pero Pérez Galdós tuvo una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo durante un buen tiempo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad. Sus novelas y ensayos los publicaba con editores diversos (y a veces él mismo hacía de editor) y bajo contratos que, creía él, sus editores no siempre respetaban. Y, sin duda, se hizo muy conocido y pasó a escribir, sin intermedios novelescos, los Episodios nacionales.

Tenía muchas ganas de leer a Pérez Galdós de principio a fin —cuando era estudiante había leído de él Fortunata y Jacinta, por supuesto, pero desconocía el conjunto de su obra—, y pensé que la pandemia del coronavirus me facilitaría la tarea. Dieciocho meses después estaba terminando las obras de teatro y había leído ya sus novelas y los Episodios nacionales, y estaba impresionado con el mundo quieto y dolido que inventó. Pero me faltaban los artículos, que constituyen una inmensa tarea —voy avanzando en ella, poco a poco—, que, creo, sólo algunos críticos han culminado. Por una razón muy simple: Pérez Galdós no era un gran pensador, como Ortega y Gasset o Unamuno, y aunque escribió algunos ensayos interesantes, la mayoría de su obra periodística pasó sin pena ni gloria, como algo transitorio y superficial. No tenía mucho sentido dedicar tanto tiempo a esa literatura de escaso vuelo, con algunas excepciones, por supuesto.

Pérez Galdós había nacido en Las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Fue el menor de diez hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía veinte años a estudiar Derecho.

Yolanda Arencibia, gran promotora de Pérez Galdós y que ha escrito, de lejos, la mejor (y la más abultada) biografía que se conoce de él (Galdós. Una biografía, Barcelona, Tusquets Editores, 2020), ha tratado de esclarecer si la salida de Las Palmas de Gran Canaria se debió a que Pérez Galdós estaba enamorado de Sisita, aquella prima, unos amores que su madre, la severa doña María de los Dolores, no aprobaba. Pero se encontró contra un muro, pues, en esta familia por lo menos, los secretos se guardaban estrictamente.

En las primeras vacaciones que tiene en Madrid, Pérez Galdós regresa a su isla, donde todavía estaba Sisita. Pero ella, según Arencibia, parte pronto a Cuba, de donde era oriunda —y de la más bella ciudad colonial de la isla, Trinidad—, donde contrajo matrimonio con un hacendado, Eduardo Duque, con el cual tuvo un hijo, Sebastián, que vivió pocos años. Fallecido su primer esposo, Sisita volvió a casarse con un pariente, Pablo de Galdós, pero murió muy joven, a los veintiocho años, de fiebres puerperales. Si Pérez Galdós estuvo realmente enamorado de ella y permaneció soltero por el recuerdo de aquella muchacha, es algo que pertenece a la pura especulación de los críticos, porque ni él ni su familia tocaron nunca ese tema ni dejaron que trascendiera al público.

Benito obedeció a su madre, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense pero se desencantó relativamente pronto de las leyes, que detestaba, aunque consiguió aprobar las materias del curso en los primeros dos años. Lo atrajeron más el periodismo, al que dedicó mucho tiempo, y la bohemia madrileña, la vida de los cafés, que él describió admirablemente, donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos, y se orientó más bien hacia la literatura, empezando por el teatro, su primera pasión. Escribió muchas comedias, en prosa y en verso, y, según su propia versión, sin que subiera a las tablas ninguna de ellas, un día las quemó todas. Volvería al teatro años después.

Su amor a Madrid fue más constante. No lo ha tenido a ese extremo ningún otro escritor, ni antes ni después que este canario. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles y tugurios, c

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