Querido diario. Una historia real

Luis Corbacho

Fragmento

Querido Diario

1

“Estoy casado, vivo con mi familia”.

Mr. Pig escribió esto con total impunidad.

Sin vergüenza, sin reparos, me dijo algo así como “yo puedo coger con tipos, pero soy un varón heterosexual. No te confundas”.

No te confundas, Carrie, no seas estúpida.

Patricio me dijo esto en un mensaje privado de Instagram.

Lo escribió en modo efímero, como para que nada quede registrado.

Mr. Pig había arrancado con un “hola” también en modo efímero y cuando vi su foto de perfil le pedí solicitud de seguimiento, porque tenía la cuenta privada. Nunca me autorizó, nunca me agregó, pero sí me dio charla. Para no perder tiempo le tiré un “qué bueno estás”. Y él, en lugar de decir gracias o cualquier otra contestación de manual, me tiró un “estoy casado, vivo con mi familia”.

“Todo bien, cero drama yo”, le puse. “¿Nos vemos?”.

Patricio tardó dos semanas en contestarme.

Me clavó el visto y desapareció, y yo seguí con mi vida como si nunca hubiéramos hablado. Hasta que un día subí una historia en la pileta y me puso un fueguito, y le dije “vení esta noche o te bloqueo. Te quiero coger”.

“Ok, pasame la dirección”, contestó, y a las 9 en punto me escribió que estaba abajo.

Lo de Mr. Pig fue amor a primera vista.

Cuando bajé a abrirle me quedé helada de lo lindo que era. Subí nervioso los dos pisos por escalera, lo invité a pasar, lo senté en el sillón y le serví un vaso de agua. No podía creer que ese hombre tan heterosexual y perfecto estuviera ahí, en mi living de escritora bohemia, interesado en alguien como yo. Patricio era medio petiso y muy hot, tipo Tom Cruise. No debía medir más de 1,73, tenía el pelo medio largo, muy San Isidro años 90, algunas canas que no me molestaban, la piel medio cobriza de tipo canchero que no pasa los fines de semana en Buenos Aires, las piernas fuertes y medio retaconas, buena cola, cuerpito compacto de exrugbier y una sonrisa perfecta. Llevaba un traje que parecía bueno, mocasines clásicos y una camisa blanca de Rochas que fue lo primero que percibí al tacto cuando lo abracé. Una camisa suave, fina, con olor a perfume gastado por muchas horas en la oficina, entremezclado con su piel. Ese olor a macho, el olor de su cuello, el estúpido y sensual olor a él.

“Así que estás casado…”, fue lo primero que le dije cuando nos sentamos.

En lugar de contestarme, se abalanzó sobre mí, en mi sillón, y empezó a besarme con desesperación, a chaparme con locura, como si hubiera esperado ese momento por años. Yo caí muerta, porque todo eso era demasiado para mí: la camisa fina y suavecita marcando los relieves de su torso robusto, un poco rechoncho pero con memoria de deportista, la barbita medio canosa afeitada al ras con esa pera perfecta que no pude dejar de morder, el cuello fuerte en el que quise dejar mi primera marca con un chupón eterno, el pechito todavía firme, marcado, con la cantidad justa de pelo, y sus muslos ajustados en el pantalón de ese traje que me volvía loca. Tan putamente sexy.

Al rato pasamos al cuarto como cualquier garche casual, pero en lugar de coger nos quedamos chapando y acariciándonos por horas, nos pegoteamos abrazados sin poder separarnos y Mr. Pig se quedó dormido de a ratitos conmigo haciéndole cucharita.

No quise hablar de su mujer, no quise preguntarle nada sobre su familia, aunque en ese primer encuentro no pude dejar de pensar en ella: ¿Qué estaría haciendo un martes a las diez de la noche? ¿Dónde le habrá dicho él que estaba? ¿En una comida de trabajo? ¿En fútbol con los pibes? ¿En una reunión de exalumnos del colegio Champagnat? La culpa me hacía pensar en ella, aunque no la conociera y aunque ese extraño al que estaba abrazando cucharita en mi cama no fuera más que un chongo ocasional, otro casado traumado buscando que se lo cojan de vez en cuando para descargar su frustración prostática. O tal vez era un bisexual asumido al que le resultaba más cómodo y funcional llevar una vida heterosexual y tener encuentros ocasionales con hombres. Tal vez ella sabía todo y no había de qué preocuparse. Tal vez mi culpa católica era injustificada y cada integrante de este trío imaginario que ya tenía forma consolidada en mi cabeza de Susanita fantasiosa y desquiciada podría disfrutar de lo que le tocaba sin arruinarle la vida al otro. No sé.

No pude dejar de pensar en ella y esa primera noche no logré cogerme a Mr. Pig. En el frenesí del chape, cuando él me pidió que se la meta, me hice el boludo y le dije “mejor la próxima”, porque sabía que con ese nivel de ansiedad no iba a poder mantener una erección adentro suyo y todo terminaría con un bochorno irremontable de impotencia sexual. Me hice el boludo y lo hice acabar con mis manos mágicas y volvimos a quedarnos abrazados, pegoteados, y recién ahí nos pusimos a charlar.

—Así que sos economista, qué grosso. ¿Dónde trabajás?

—Nah, cero grosso. Soy un ñoqui estatal —me dijo, y se rio.

Recuerdo nítidamente esa primera vez que me hechizó con su sonrisa. Los dientes perfectos, el contorno arrugado de sus ojos, la mirada alegre, esa seguridad de saberse lindo como si fuera Tom Cruise en Ojos bien cerrados.

—Soy director de un organismo del Estado, director técnico.

Dijo la palabra “director” y me cogí encima. Además de potro, es inteligente y poderoso, y hace tres horas que está en mi cama haciéndome mimitos y caricitas como si fuera su novia de la facultad. Así me sentí esa primera noche: como una chica de San Isidro que se enamora de un chico lindo y canchero y lo conquista fácilmente por el solo hecho de ser ella, toda regia y natural. Como la chica que va a ver un partido de rugby CASI-SIC y después la invitan al tercer tiempo y se pone en pedo con las amigas de hockey y se chapa al pibe más potro del club.

Todo eso que yo siempre vi desde afuera, de manera aleatoria y marginal, estaba representado en Mr. Pig. ¿Por qué el chico lindo del CASI me está dando bola a mí, el puto raro del club? ¿Podré ser algún día la chica linda que juega al hockey y lo enamora y se casan y compran juntos un terreno rellenado con bosta en un barrio cerrado medio pelo de Tigre?

Mr. Pig y yo nos quedamos charlando en mi cama una hora más. Hablamos de nuestros trabajos, de nuestros viajes, de todos los amigos en común que tenemos, de sus cinco años viviendo en Dubái como asesor económico del gobierno de ese país, de sus barcitos preferidos de París, de los amantes árabes que tuvo en Abu Dabi, del novio jeque que le mandaba un avión privado a Dubái para que los dos pudieran escaparse de sus matrimonios… Yo escuchaba embobada, y casi que no me animaba a hacer ni una pregunta, hasta que en uno de sus cuentos se le escapó el nombre de ella, Elena, y sentí una pequeña puñalada en el corazón.

Después de ese traspié me dijo que ya era tarde, que se tenía que ir, y empezó a vestirse. Volvió a construirse como el

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