Antimemorias

Andre Malraux

Fragmento

cap-1

Prólogo

Es este un libro extraordinario, verdaderamente extraordinario. Y asombroso también. Lo es, entre otras razones, por su atrevimiento, por la osadía con que está escrito. Osadía que es característica del signo aventurero que en buena medida marcó la vida entera, y no sólo la escritura, de Malraux, y que se hace patente tanto en la ambición de los temas tratados como en la manera tan insólita de abordarlos.

Basta leer las primeras páginas de estas Antimemorias para encontrarse, con mucha más frecuencia de lo habitual, con frases sensacionales, retadoras, excitantes. Frases como «las personas mayores no existen», o como «estamos viviendo en la primera civilización capaz de conquistar la tierra entera, pero incapaz de inventar sus templos o sus tumbas».

Ya el título mismo de este libro supone una cierta provocación. ¿Antimemorias? ¿Qué demonios significa eso? ¿Y por qué?

También a este respecto el libro arroja, ya desde sus primeras páginas, un puñado de enunciados sensacionales, que siembran pistas desconcertantes sobre sus propósitos.

«A casi todos los escritores que conozco les agrada su infancia, pero yo aborrezco la mía».

«No me interesa gran cosa mi propia persona».

«Viví hasta los treinta años entre hombres que padecían la obsesión de la sinceridad, porque pensaban que era lo contrario de la mentira».

«Nos hemos complacido en confundir, recurriendo a la filosofía del inconsciente, lo que el hombre oculta, que a menudo no consiste sino en pobres miserias, y lo que de sí ignora»...

Palabras que, varias décadas después de haber sido escritas, resuenan tanto o más polémicamente aún que en su momento, pues entretanto ni la obsesión de la sinceridad ni eso que cabe entender como «cultura del secreto» (que tanto irritaba a Malraux) han dejado de prosperar, y sin cesar proliferan las confesiones de todo tipo.

Las Antimemorias oponen a toda esta industria del yo un contramodelo muy a tener en cuenta, con más motivo en cuanto se adelanta en muchos años a no pocas de las modalidades y estrategias de la llamada «autoficción», convertida de un tiempo a esta parte en una de las más conspicuas tendencias de la narrativa contemporánea.

Considerado desde este punto de vista, Antimemorias es un libro precursor, que interviene con pleno derecho y total vigencia en los debates sobre las literaturas del yo, que sin duda se cuentan entre los más intensos de la teoría literaria contemporánea. Ya mucho antes de escribirlas, en su libro La tentación de Occidente, de 1926, Malraux había dejado dichas unas palabras que irrumpen en esos debates como un elefante en una cacharrería: «Nos resistimos a cobrar conciencia de nosotros mismos en cuanto individuos... dado que la suprema belleza de una civilización consiste en una atenta incultura del yo».

Se ha discurrido mucho sobre el «yo» que sale a escena en las Antimemorias. Es evidente que no se trata del «yo» que suele encontrarse en las confesiones, acerca de las cuales manifiesta Malraux, al frente de su libro, importantes reservas. Es un «yo» privado de interioridad, cuyas circunstancias personales —educación sentimental, amoríos, familia, zozobras— brillan por su ausencia («los momentos más intensos de mi vida no van conmigo», afirma). Un «yo» que se identifica con el personaje público de Malraux, convertido él mismo en su propia figura, volcado enteramente al exterior, pues anda a la búsqueda no de sí mismo sino, como dice, de respuestas al fundamental enigma de la vida, que «se nos plantea a todos y a cada uno de la misma forma».

«Tengo siempre la impresión de que escribo para hombres que me han de leer más adelante», declara Malraux sin arrogancia. Y en efecto parece llegado el momento de hacerlo, de leer a Malraux con la máxima atención y con el máximo provecho. Pues, contempladas con la perspectiva que proporciona el más de medio siglo transcurrido desde su publicación, las Antimemorias se nos ofrecen como uno de los grandes libros del siglo XX. Y más que eso: como un libro susceptible de irradiar su embrujo y su influencia en este siglo XXI, algunas de cuyas claves acertó a vislumbrar.

Como ocurre con la mayor parte de la notable pléyade de escritores franceses a la que perteneció, la posteridad de Malraux sigue padeciendo el largo purgatorio a que lo relegó la poderosa resaca que sucedió a su fama extraordinaria. En el plano literario, sus años de mayor gloria corresponden a las décadas de los treinta y los cuarenta, en las que alcanzó una enorme reputación como novelista. Ya terminada la Segunda Guerra Mundial, su inquebrantable compromiso con el general De Gaulle, de quien llegó a convertirse en una especie de valido, lo apartaron por muchos años de la literatura de ficción, hasta el extremo de darse por supuesto que su trayectoria en este terreno había concluido. La doble faceta de Malraux como estudioso del arte y como orador parecía haber eclipsado del todo la del narrador. Tanto mayor fueron el impacto y la sorpresa que en 1967 produjeron las Antimemorias. En este libro portentoso venían a refundirse de manera inesperada y eficacísima todas las potencias del escritor, que para componerlo trenzaba en una misma secuencia la ficción y el testimonio personal, el ensayo y el reportaje histórico, el retrato y la conversación, la especulación filosófica y la crónica viajera. Todo ello servido en un estilo acrobático, lleno de atrevimiento y de lirismo, lastrado sin duda por cierta tendencia al exceso, por una a veces risible ampulosidad, pero siempre enormemente sugestivo.

El hombre que a la edad de sesenta y cuatro años emprendió la redacción de las Antimemorias era un hombre sumergido en una honda crisis personal. Su vida familiar estaba deshecha: en 1961 sus hijos Pierre-Gauthier y Vincent habían fallecido en un accidente de automóvil; hacía ya varios años que había roto toda relación con Florence, su hija mayor, a consecuencia de haber firmado ésta el Manifiesto de los 121, que promovía la insumisión de los contingentes militares franceses destinados a Argelia; su relación con Madeleine, su tercera mujer, sufría un serio deterioro. Malraux arrastraba desde hacía varios meses una depresión que estimulaba su adicción al tabaco y al alcohol, y que intensificaba los múltiples tics nerviosos que alteraban su rostro. En estas circunstancias, su entorno más directo, con el general De Gaulle a la cabeza, lo persuadió de realizar un largo viaje de descanso.

La tarde del 22 de junio, en Marsella, Malraux embarcó en el paquebote Cambodge rumbo a Hong Kong. Lo hizo en compañía de Albert Beuret, director adjunto de su gabinete, pues conviene no olvidar que Malraux seguía siendo ministro de Estado vitalicio del Gobierno de De Gaulle, a cuya derecha se sentaba en los consejos de ministros. En calidad de alto dignatario fue recepcionado en los diferentes puertos en que el barco hizo parada. Instalado en un lujoso camarote de primera clase, dotado de un pequeño balcón sobre el mar, se dispuso a aprovechar la travesía para recapitular y escribir, distrayéndose con los numerosos conciertos de música clásica que se celebraban a bordo.

Durante la escala en Port-Said, Malraux opta por ir a El Cairo y contemplar, una vez más, las grandes pirámides, que había visitado por vez primera m

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