De dónde soy

Joan Didion

Fragmento

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1

Mi tatara-tatara-tatara-tatarabuela Elizabeth Scott nació en 1766, creció en las fronteras de Virginia y Carolina, se casó a los dieciséis con un veterano de dieciocho años de la Revolución y de las expediciones en terreno cherokee llamado Benjamin Hardin IV, se mudó con él a Tennessee y Kentucky y murió en otra frontera, en Oil Trough Bottom, una población situada en la ribera sur del White River, en lo que hoy es Arkansas pero por entonces pertenecía a Missouri. De Elizabeth Scott Hardin se recordaba que solía esconderse en una cueva con sus hijos (se dice que eran once, aunque solo hay registros de ocho) durante los combates con los indios, y que era tan buena nadadora que podía vadear un río en plena crecida con un bebé en brazos. Fuera para defenderla, o por sus propias razones, se decía que su marido había matado a diez hombres, sin contar a soldados ingleses o a indios cherokee. Puede que sea verdad o puede que sean, en una tradición oral local aficionada a las historias que retratan actitudes decididas, puras florituras. Un primo que había investigado el asunto me contó que el marido, nuestro tatara-tatara-tatara-tatarabuelo, «aparece en las crónicas oficiales de Arkansas como “el viejo coronel Ben Hardin, héroe de muchas guerras indias”». Elizabeth Scott Hardin tenía los ojos de un azul luminoso y unos dolores de cabeza terribles. El White River en el que vivía era el mismo White River en el que, al cabo de un si­glo y medio, James McDougal ubicaría su fallida urbanización Whitewater. Se trata de un territorio que en algunos sentidos no es tan grande como nos gusta decir que es.

No sé nada más de Elizabeth Scott Hardin, pero tengo su receta para hacer bizcochos de maíz, y también la de sus encurtidos picantes: su nieta se trajo las recetas al Oeste en 1846, cuando viajó con la expedición Donner-Reed hasta el Humboldt Sink antes de tomar rumbo norte hacia Oregón, donde su marido, el reverendo Josephus Adamson Cornwall, estaba decidido a ser el primer predicador itinerante de la Iglesia presbiteriana de Cumberland en lo que por entonces se llamaba el territorio de Oregón. Gracias a que la nieta en cuestión, Nancy Hardin Cornwall, era mi tatara-tatarabuela, tengo, además de sus recetas, un bordado de aplique que hizo durante la travesía. Hoy en día ese bordado, de calicó verde y rojo sobre fondo de muselina, cuelga en mi comedor de Nueva York al igual que antes colgó en el salón de la casa que tenía en la costa del Pacífico.

También tengo una fotografía del mojón de piedra que había en el lugar donde Nancy Hardin Cornwall y su familia pasaron el invierno de 1846-1847, todavía a cierta distancia de su destino en el valle de Willamette pero incapaces de atravesar con sus carretas un escarpado desfiladero del río Umpqua sin abandonar los libros de Josephus Cornwall. (Al parecer esta opción solo se les pasó por la cabeza a sus hijas). «Dedicado a la memoria del reverendo J. A. Cornwall y familia —dice la inscripción grabada en el mojón—. Cerca de esta ubicación construyeron la primera cabaña de inmigrantes del condado de Douglas, de donde viene el nombre de Cabin Creek. La familia pasó aquí el invierno de 1846-1847 y los salvó de la inanición Israel Stoley, un sobrino que era buen cazador. Los indios eran amistosos. Los Cornwall habían hecho una parte del trayecto al oeste con la desdichada expedición Donner.»

A mi madre le mandó la fotografía de aquel mojón el primo de su madre, Oliver Huston, un historiador tan apasionado de nuestra familia que en 1957 todavía estaba alertando a sus descendientes acerca de «una oportunidad que ningún heredero debería pasar por alto», la presentación ante el Pacific University Museum de, entre otros artefactos, «el viejo pasapurés de patatas que la familia Cornwall llevó consigo a través de las llanuras en 1846». La carta de Oliver Huston seguía diciendo: «Gracias a este procedimiento todos los herederos de los Geiger y los Cornwall podrán ver dichos objetos en cualquier momento del futuro con una simple visita al museo.» Personalmente no he encontrado la ocasión de visitar el pasapurés de patatas, pero sí que tengo un texto mecanografiado, procedente de Narcissa, una de los doce hijos que tuvo Nancy Hardin Cornwall, de aquellos meses que pasaron en lo que más adelante se llamaría Cabin Creek:

Estábamos a unos quince kilómetros del río Umpqua y los indios que vivían allí venían y se pasaban la mayor parte del día con nosotros. Había uno que hablaba inglés y le dijo a Madre que los indios del río Rogue iban a venir a matarnos. Madre le contestó que si nos molestaban, cuando llegara la primavera los Boston (el nombre que nos daban los indios a los blancos) vendrían y los exterminarían a todos. No sé si esto tuvo algún efecto o no, pero en cualquier caso no nos mataron. Pero siempre pensamos que un día vendrían con ese propósito. Un día Padre estaba ocupado leyendo y no se dio cuenta de que la casa se estaba llenando de indios desconocidos hasta que lo mencionó Madre. […] En cuanto Padre se fijó en ellos, se levantó y sacó sus pistolas y les pidió a los indios que salieran para verlo disparar. Lo siguieron afuera, pero se mantuvieron a distancia. Las pistolas les producían una gran curiosidad. Dudo que hubieran visto ninguna antes. En cuanto estuvieron todos fuera de la cabaña, Madre atrancó la puerta y ya no los dejó entrar. Padre los entretuvo fuera hasta que llegó el anochecer, momento en el que se subieron a sus ponis y se marcharon. Nunca más volvieron a molestarnos.

En otra habitación de mi casa de la costa del Pacífico colgaba una colcha procedente de otra travesía, una colcha hecha por mi tatarabuela Elizabeth Anthony Reese en un viaje en carromato durante el cual enterró a una criatura, dio luz a otra, contrajo la fiebre de montaña dos veces y condujo una boyada de bueyes, un tiro de mulas y veintidós cabezas de ganado por turnos. Aquella colcha de Elizabeth Reese tenía más puntadas de las que yo había visto nunca en una colcha, un cegador, absurdo y tupido montón de puntadas, y mientras la estaba colgando se me ocurrió que debía de haberla terminado un día en plena travesía, en algún momento del páramo de su dolor y su enfermedad, y que simplemente había seguido dando puntadas. De la crónica de su hija:

Tom contrajo fiebre el primer día de la travesía, cuando no había posibilidad de encontrar médico. Solo llevaba un par de días enfermo cuando murió. Lo tuvimos que enterrar de inmediato porque la comitiva de carromatos no se detuvo. Tenía dos años y nos alegramos de encontrar un baúl donde enterrarlo. El baúl nos lo dio un amigo. Al año siguiente mi tía, cuando se le murió el bebé, lo estuvo llevando mucho tiempo en brazos sin decírselo a nadie por miedo a que lo enterraran antes de llegar a una parada.

Da la impresión de que esas mujeres de mi familia eran pragmáticas y fríamente radicales en sus instintos más profundos, dadas a cortar por lo sano con todo el mundo y con todo lo que conocían. Sabían disparar y manejar el ganado, y cuando a sus hijos se les quedaron pequeños los zapatos aprendieron de los indios a hacer mocasines. «Una anciana de nuestra comitiva de carromatos enseñó a mi hermana a hacer morcilla de sangre —recordaba Narcissa Cornwell—. Cuando matabas a un ciervo o a un cabestro lo degollabas y recogías la sangre. Le añadías sebo y un poco de sal, y harina de maíz o de trigo si tenías, y lo cocías. Si no tienes nad

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