Messiánico

Sebastián Fest
Alexandre Juillard

Fragmento

Messiánico

CAPÍTULO 1
Fiesta

Imaginemos esto: somos adolescentes, nuestros padres se van de viaje y nos dejan al cuidado de la casa. Hay jardín, piscina y mucho espacio. Invitamos a todos: a nuestros amigos, a los amigos de nuestros amigos, a los amigos de los amigos de nuestros amigos. A todo aquel que se nos cruce en Instagram. Y a una cantidad de gente que ni siquiera sabíamos que invitamos.

¿El resultado? En esa noche de fiesta puede pasar de todo: desde destrozos hasta muertes.

Traslademos esa situación a una fiesta autogestionada que termina convocando a cinco millones de personas en una de las veinte áreas urbanas más grandes del planeta. Una celebración con los poderes políticos ausentes y una suerte de acuerdo tácito entre un grupo de deportistas y sus seguidores: vamos a recorrer las calles, vamos a celebrar juntos, vamos a vernos a los ojos.

Vamos a ser felices.

El acuerdo se incumple parcialmente, porque casi nadie puede ver a los deportistas, tampoco al trofeo conquistado.

Así y todo, en términos comparativos no pasa nada demasiado grave: dos delirantes saltan desde un puente al interior del autobús que transporta al equipo. Uno aterriza junto a los jugadores, en tanto que el otro falla y se estrella contra el asfalto.

Hay disturbios y destrozos en el final de la noche, el principal monumento de la ciudad es vandalizado, toneladas de basura cubren las calles y la policía se lleva un par de docenas de detenidos.

Qué éxito de fiesta, por favor.

Estamos hablando de Argentina, Lionel Messi y la selección de fútbol que se consagró tricampeona del mundo el 18 de diciembre de 2022 en Doha, Qatar.

¿Cómo es que la muy comprensible frustración de la gente no se tradujo aquel 20 de diciembre de luminoso inicio de verano en un estallido de rabia y violencia como tantas otras veces en la historia del país?

Alcanzaba con que el uno por ciento de cinco millones de personas perdiera el control para que se desatara una tragedia. Cinco millones de personas: más del diez por ciento de la población del país siguiendo a los campeones del mundo.

Por esa razón se puede decir que, en términos comparativos, no pasó nada. Y si no pasó nada, buena parte de la explicación pasa por Messi.

El estilo del capitán de la selección nacional, tan diferente al de Diego Maradona, implica una nueva era para Argentina. Una nación enloquecida por el fútbol, una sociedad que no se explica sin ese deporte.

El domingo 18 de diciembre y el martes 20, los dos días de festejos masivos en Buenos Aires, el ambiente era de pura alegría, de alegría sin límites, de gente que se alegraba de estar alegre, en una especie de “loop” autosustentable que se explica fácilmente en un país harto de crisis y de malas noticias.

Messi no le dijo a nadie que la tenía “adentro”, Messi no se cebó con el color de piel del hombre que le metió tres goles a Argentina y casi le quita el trofeo, Messi no tomó la capa que le regaló el emir de Qatar para hacerla un bollo y tirarla al costado del escenario.

Lo único extraño que hizo Messi fue lanzar un “bobo, andá payá”. Enternecedor. Pretender que eso lo “maradonizó” es solo comprensible desde la intensidad del deseo por sobre la realidad. Y desde la obsesión por creer que solo Maradona explica Argentina, que Argentina solo puede ser como Maradona. Sin Maradona es imposible (e indeseable) entender Argentina, pero la tercera década del tercer milenio confirmó que con Maradona solo ya no alcanza.

Ese Messi tranquilo, que abraza a sus hijos y juega con ellos, ese Messi que adora a su esposa, caló en el corazón y la psiquis de los argentinos: se puede ser un ídolo planetario en el deporte más popular del mundo y ser así. No hace falta pelearse con el Papa, George Bush y la FIFA, no hace falta idolatrar a Fidel Castro y a Hugo Chávez. Alcanza con ser un buen chico que juega al fútbol.

Sí, hubiera sido deseable que, desde su categoría de ídolo sin límites y de gigantesca influencia, Messi moviera algo públicamente en favor del futbolista iraní Amir Nasr-Azadani, condenado a 26 años de prisión por el régimen de Teherán. Al fin y al cabo, los dos acababan de competir en el mismo torneo. Messi también podría haber hecho algún gesto ante la fobia de los qataríes contra cualquier cosa que recordara a un arcoíris.

Sí, podría. Pero eso es, otra vez, probablemente pretender demasiado de Messi. Alejado de la idea de Argentina potencia que por décadas impregnó al octavo país más grande del mundo, y de la que Maradona era devoto, Messi es un hijo de la crisis del 2001 que intenta hacer lo que hace lo mejor posible. Y no mucho más. En su caso, una enormidad: nadie juega (¿jugó?) al fútbol como él.

Ese Messi tranquilo tuvo un efecto positivo en la fiesta de inexistente organización. Él no había prometido nada, no había arengado y encendido a las masas. Solo se subió al bus con el “viajero” (una botella plástica cortada por la mitad y con alcohol) en las manos y mostró reflejos rápidos en dos ocasiones para impedir que cables que cruzaban de lado a lado en los populosos suburbios de Buenos Aires se le clavaran en el cuello a él y a varios de sus compañeros.

Ese muy modesto autobús, indigno de la hazaña deportiva que se celebraba, vio a los futbolistas argentinos insolados y bastante más que entonados. Y a Claudio Tapia, el presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), pasado de tragos, según señalaron varios testigos. En ese autobús sucedieron cosas extrañas: Alejandro “Papu” Gómez, uno de los campeones mundiales, arrojó billetes a los aficionados.

En otro momento, Emiliano “Dibu” Martínez, el arquero héroe de la final ganada por penales ante Francia, apareció con un muñeco con el rostro de Kylian Mbappé. Como si fuera un bebé, lo acunaba. Messi lo vio, pero no dijo nada. En Francia también lo vieron, y dijeron de todo. Martínez, un arquero que cualquier equipo querría tener en los momentos decisivos, es también el elemento más polémico de la selección: así como te salva de la derrota en una final del Mundial estirando una pierna, también te hunde en conflictos, con frecuentes e insólitas salidas de tono.

Lo interesante fue que pese a los billetes que volaban, al muñeco de Mbappé y al fracaso del recorrido del bus, los argentinos que tomaron las calles optaron por comportarse como ciudadanos razonables y entender que la fiesta, de tan grande, no podía ser perfecta.

Muchos niños lloraron y muchos padres se desesperaron, pero la conclusión, al final, fue que lo importante, más que ver el trofeo y a los jugadores, era estar ahí. Todos juntos siendo parte de una fiesta que reunía a gente muy diferente, pero con la camiseta argentina como prenda de unión.

No hacía falta que fuera una fiesta perfecta, alcanzaba con que fuera la fiesta de sus vidas.

Superados por el desborde popular, los jugadores no pudieron seguir con el desfile en el autobús

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