Sacar la voz

Ana Tijoux

Fragmento

Las plantas de mi casa aman conversar entre ellas. Se miran sin decoro tras las avalanchas de hojas que las habitan.

Mi madre, desde niña, me proponía conversar con ellas, decía que siempre nos oían, que nos vigilaban, que si ponía atención suficiente tendría la oportunidad de oírlas susurrar entre raíces y tierra.

Creo que una vez lo logré, llegué a ese clímax de atención frente a ellas, me hice invisible en vegetaciones. Pero no lo recuerdo bien, porque no recuerdo la niñez y sin embargo me emociona como a nadie. Nos dejamos caer entre cajas de papeles y ponemos bajo los subsuelos miles de peluches empolvados, dejando la memoria al abandono. Arrinconamos todo lo sutil y damos excusas burdas para olvidar lo intenso del momento. Nos hacemos inmediatos y adultos. Boludos caminando hacia no sabemos dónde, pero apurados, convirtiéndonos en todo lo que más odiábamos.

Aborrecía a los adultos y su incapacidad de jugar, siempre enredados entre conversaciones altaneras de la edad y adosados a una seriedad aburrida. Y me convertí en eso. En una persona muy ocupada por mis ocupaciones, portando todas las nubes de la ansiedad, masticando entre dientes inquietud imperante.

Qué ironía verme decirle a mi hija que mire las hojas como yo las miraba. Quizás ansío robarle el elixir del estar, cosa de poder apoderarme de sus brotes de placer de ojitos de niña. Mi hija, tan bella como ella sola. Lleva los meñiques de mi abuela y los ojos de la historia contemplativa. La recuerdo aún entre mis brazos de pequeña, diminuta vida que portaba en mis cavernas. Sonreía simple, invadiendo los espacios de jolgorio, haciendo salivar nuestros ojos al verla.

Mi madre me dijo, muy segura de ella misma, que se llamaría como ella y no dejó anchura para la duda. Mi padre remató su segundo nombre con una V mayúscula que se impuso de manera tan tierna como honesta.

Emilia Victoria le pusimos en honor a mis padres. Lleva en sus hombritos de infanta la profundidad de sus abuelos, retina de su retina.

Mi hija es una planta ferozmente hermosa, la veo brotar todas las mañanas en su cama, embutida en sus libros del día anterior. Lee de caballos, de superhéroes, de anfibios y ahora de dragones. Es una planta única, mi flor. A veces pienso que somos retratos de superposición de semejantes, un calco, una planta con otra planta hecha bosque.

Si supiera los bosques que tendrá que cruzar. La selva que le tocará penetrar es más densa de lo que se imagina, intentarán perforar sus libritos de cuentos o inmolar sus imaginarios más atesorados. ¿Cómo prepararla para todo? ¿Qué herramientas debo entregarle para que pueda transitar en el tumultuoso mundo? ¿Cómo saber cuando sus brotes tengan ya la fortaleza extrema para la destemplanza de lo exterior?

¿Cómo saber si se hizo bien? A momentos veo en mí exactamente lo que yo no soportaba. Soy la persona que porta los meteoros de la impaciencia. Ojalá ella no cometa los mismos tropiezos, que sea siempre esa planta, fuerte y sensible, aguerrida, que la hace única.

Nací hablando francés. Mis padres, más que contestarme en castellano, me fueron hablando chileno. Era para mí un idioma lleno de ángulos y de significados. Sus finales agudos me parecían colibrís revoltosos bailando la alegre esquizofrenia, mientras el balanceo de sus alargues silábicos, una fórmula de gravedad imperante.

Oír a mis viejos era descifrar parte de Chile, el arte de encerar con cera flúor naranja las calles de los barrios, las casas pareadas y sus plantas colgadas, la magia de ver a mis tías moliendo palta, mirar a mi mamá tocando la guitarra, cantando versos de cantautores nostálgicos, las sábanas blancas tendidas al sol y la impresionante forma en que mi abuela María era capaz de sacar cualquier mancha de la ropa gracias a sus fórmulas mágicas.

El idioma chileno me enseñó a rapear, llenó de musicalidad y estilo mis frases y logró de una forma impensable construir mi propia materialidad. Hizo fórmulas de metáforas callejeras, formas de coquetería natural al solo hablar.

Chile es ese lugar extraño donde cobijo la extrañez, tan solitario como maltratador, donde me siento fuera de encuadre. Me tocó, como a muchos, como a todos los exiliados, conocer mi país por la lengua, por sus formas tan amables y a la vez despectivas de relacionarse con los otros.

Una canción nace en el eje de los quiebres. Sin previo aviso. Es silbido en el árbol de la templanza, manivela eufórica de afectos introvertidos.

Se hace ambivalente en público, se retuerce entre la multitud, haciéndose eco entre los vinilos de mi madre.

No hay canción que no padezca, hago sus versos germinando golpecitos al centro de la humanidad, de la mía. Nunca me he sentido cantante, tampoco escritora o poeta.

Me he acomodado en un vacío, me he sentado ciegamente, con los codos rotos de arrastrarme en las academias, y me hice algodón redondeado en una puerta que dibujé con mis dedos pegajosos de azúcar. Es una puerta única y pequeña. Una puerta mía, tan mía que a momentos nos hicimos una sola, ella y yo.

Incómoda al grabar y tan cómoda al cantar, incómoda a la pluma y tan cómoda al tocar mis lenguas la tinta. Todas las salivas se me hacen ríos cuando extirpo la dulce cólera.

Nada más narcótico que abrir esa puerta diminuta y meterme en ella, entre sus aberturas de esquina. No tiene llave ni tiene entrada, es salida inexorable. Es salida a todo lo interno y por eso la amo, por esa cruel honestidad que la desviste.

Es intensa y me exige. Me exige inspiración permanente, me reclama iluminación fractal en medio de la opacidad.

Si supiera dónde afloran mis lirios quizás recién entonces no sería tan rígida a sus mandamientos.

Y es que aspirar ideas es un jadear entre las conversaciones, es observar los labios ajenos extrayendo bocetos brillantes en las mitades de la mesa.

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