Tierra, tierra!

Sándor Márai

Fragmento

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1

En Hungría, las celebraciones onomásticas siempre han dado lugar a fiestas solemnes, multitudinarias y tribales. Así que, según las indicaciones del calendario gregoriano, el 18 de marzo de 1944, día de Sándor, Alejandro, invitamos a cenar a algunos parientes.

La cena fue modesta, acorde con las penurias propias de la guerra. Sin embargo, también ese año nuestros amigos del lago Balaton nos habían mandado unas cuantas botellas del fogoso vino, especialmente adecuado para acompañar carne asada, que se criaba en aquellas tierras volcánicas. Era una noche fresca, casi fría, de comienzos de primavera, y las estufas poco cargadas que calentaban el ambiente y las copas llenas de vino que caldeaban a los invitados resultaban bastante agradables. Estábamos en el comedor de aquel piso antiguo de Buda, donde yo llevaba viviendo casi dos décadas.

Hay días en los que la gente tiene la sensación, de una manera instintiva pero segura, de haber recibido alguna señal, algún mensaje, algo que va a influir directamente en sus vidas; no se sabe con certeza cuál es esa señal, pero se intuye que el momento ha llegado, se ha materializado y casi se puede oler.

Aquella velada de mediados de marzo de 1944 olía así. No «sabíamos» nada con seguridad, pero todos olíamos que algo se estaba formando y que se aproximaban cambios fundamentales y decisivos.

En aquella época, la de las tragedias bélicas ocurridas a orillas del río Don, cerca de Voronezh y sus alrededores, los habitantes de Budapest —una ciudad sombría, aunque hasta entonces relativamente a salvo— ya no llevaban una vida social tan intensa como antes. Sin embargo, aquella noche mi esposa había dispuesto todo igual que cuando, en tiempos de paz, invitábamos a parientes y amigos: había sacado del fondo del armario la vajilla de porcelana de Meissen, la de motivos de cebollas de la antigua herencia familiar, distribuido el juego de cubiertos de plata y colocado dos candelabros franceses con velas para iluminar la mesa y a los invitados, por más despilfarro que todo aquello supusiera. Éramos once alrededor de la mesa ovalada. Aquellas once personas nunca más volvimos a reunirnos alrededor de mesa alguna. Ahora resultaría imposible que lo hiciéramos, puesto que algunos de los que asistieron ya han muerto.

La luz íntima y misteriosa de las velas iluminaba los rostros, el círculo burgués, los muebles antiguos. Yo nunca había comprado ningún mueble, todo lo que teníamos era heredado de nuestras dos familias, originarias de las Tierras Altas. Aquellos muebles no eran antigüedades, pero tampoco provenían de ninguna fábrica ni se vendían en ninguna tienda: todo lo que había en nuestro piso reflejaba los gustos y las costumbres de las gentes de antaño.

Todas las puertas estaban abiertas de par en par, comunicando las distintas habitaciones. Ahora, al recordar aquella imagen misteriosamente iluminada por el titileo de las velas, me da la sensación de que todos nosotros, descendientes de familias burguesas de las Tierras Altas y la capital, estábamos representando por última vez una escena propia de la generación de nuestros padres. Los decorados y accesorios del pasado recobraban vida en medio de aquella noche.

La conversación se había iniciado a duras penas, pero el vino, la complicidad y el lenguaje común eliminaron la tensión del principio. Después de la cena permanecimos en torno a la mesa, y entonces comenzó —de una manera natural, muy típica del país— la tertulia, junto a las copas de vino y las tazas de café.

Poco después, los presentes empezamos a hablar apasionadamente de política. Aquella noche fue singular y se recordaría no sólo por lo que ocurrió más tarde —la desaparición completa y la aniquilación total de una forma de vida—, sino también por otras razones: fue uno de esos momentos en los que se puede atisbar el propio destino, tanto por lo que comprendíamos y conocíamos como por lo que nos dictaba el instinto. Nuestros invitados, todos parientes, eran inequívocamente contrarios a los nazis, salvo uno. Sin embargo, todos temían el final de la guerra, y todos intentaban adivinar, en medio de sus preocupaciones, lo que ocurriría en el futuro próximo, lo que traería la primavera helada, lo que sucedería en el frente y lo que los húngaros podríamos esperar en medio de aquel cataclismo.

La mayoría estábamos de acuerdo en que no podíamos esperar nada especialmente bueno. Sin embargo, aquel pariente que era amigo de los nazis no tardó en sacar a colación la leyenda de «las armas milagrosas». El país entero conocía esas historias: se hablaba de armas que «congelarían» al enemigo, de aviones que volarían a tal velocidad que obligaría a fijar con yeso a los pilotos para que se mantuvieran en sus asientos... Nosotros rechazamos tales disparates con un ademán despectivo.

Lo que no se podía descartar con la misma facilidad era el miedo, el miedo a la realidad: se aproximaba el momento de una importante decisión bélica. Yo expresé mi opinión de que había que enfrentarse a todas las consecuencias y romper de una vez con los alemanes, y la mayoría estuvo de acuerdo conmigo, aunque de manera poco resuelta, excepto el pariente amigo de los nazis, que protestó. Estaba un tanto bebido y empezó a golpear la mesa, repitiendo las frases de los editoriales que pedían «firmeza» y la «lealtad debida a nuestros aliados».

Cuando me enfrenté a él, me dio una respuesta inesperada y sorprendente:

—¡Yo soy nacionalsocialista! —dijo a viva voz, y me señaló—: Tú eres incapaz de comprenderlo porque tienes talento. Yo no tengo talento, así que necesito el nacionalsocialismo.

Aquel pariente irascible acababa de pronunciar unas palabras significativas que expresaban la verdad de su vida, y a continuación se quedó mirando el vacío, muy aliviado. Varios de los presentes rieron, aunque de manera amarga, pues nadie tenía verdaderas ganas de reír. Al darme cuenta de ello, le dije que no confiaba mucho en mi «talento» —puesto que se trataba de una capacidad que había que demostrar día a día— y que en ningún caso sería partidario de las ideas nacionalsocialistas, incluso aunque no tuviera talento alguno, cuestión que, por otra parte, tampoco era imposible... Mi pariente movió la cabeza con seriedad y me respondió así:

—Tú no puedes comprenderlo —repitió de manera mecánica, y se golpeó el pecho—. Ahora se trata de nosotros, de los que no tenemos talento —precisó con una extraña actitud de confesión, como el héroe de una novela rusa—. ¡Ésta es nuestra oportunidad!...

Entonces empezamos a reírnos a carcajadas y hablar de otras cosas.

Alrededor de las doce nuestros invitados se despidieron, puesto que los tranvías sólo circulaban durante ciertas horas de la noche por los apagones. Tras acompañar a la puerta al último de ellos, sonó el teléfono. Era un amigo, funcionario del Ministerio de la Presidencia. No tenía la costumbre de llamarme a altas horas de la noche, así que le pregunté con cierta preocupación:

—¿Ocurre algo?

—Los alemanes acaban de ocupar Hungría.

Lo dijo en un tono tan sosegado y natural como si me estuviera dando una noticia de sociedad. Se trataba de un funcionario excelente, muy disciplinado. Nos quedamos callados unos momentos. Luego le pregunté:

—¿Dónde están ahora?

—¿Los alemanes?... Aquí, en el barrio del Castillo. Ahora mismo están subiendo con los tanques. Los estoy viendo por la ventana.

—¿Dónde te encuentras?

—En el ministerio.

—¿Puedes venir a mi casa?

—En este momento me resulta imposible —respondió con calma—. No me dejarían pasar entre los tanques. Mañana, si todavía no me han arrestado, iré a verte.

—Buenas noches —dije, convencido de lo absurdo de mi frase.

—Buenas noches —contestó con seriedad.

Colgó. No lo arrestaron al día siguiente sino tres más tarde, y lo llevaron de inmediato a un campo de internamiento alemán.

... Después entró la criada y empezó a quitar la mesa ataviada con sus guantes blancos, como había servido la cena puesto que era una de las normas de la casa. Yo me fui a mi habitación y me senté junto al antiguo escritorio. Al otro lado de las ventanas, en medio de la noche primaveral, la ciudad estaba envuelta en el silencio. Sólo de vez en cuando se oía el ruido de algún tanque que subía al barrio del Castillo, llevando a los hombres de la Gestapo para que ocuparan las oficinas de los ministerios. Yo escuchaba el ruido de los tanques y fumaba un cigarrillo tras otro. La habitación estaba agradablemente caldeada. Miraba, distraído, los libros que había en los estantes, unos seis mil volúmenes reunidos en mis andanzas por el mundo. Me fijé en el ejemplar de Marco Aurelio que había comprado a un librero de segunda mano a orillas del Sena, en las Conversaciones con Goethe de Eckermann, en una antigua edición de una Biblia en húngaro. Seis mil volúmenes. Desde las paredes me contemplaban los retratos de mi padre, mi abuelo y otros parientes muertos.

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2

Vi al primer soldado ruso unos meses más tarde, el día después de la Navidad de 1944. Era un hombre joven, creo que bielorruso; tenía el rostro típico de los eslavos, de pómulos pronunciados, y el cabello rubio, cuyos rizos salían por debajo de un gorro de piel en forma de cono, parecido a un yelmo y marcado con la estrella del Ejército Rojo. Había llegado hasta el patio del ayuntamiento del pequeño pueblo donde nos habíamos refugiado montado en su caballo, metralleta en mano, y seguido por otros dos soldados más viejos, barbudos y con cara severa, que también iban a caballo. El joven me apuntó con el arma y preguntó:

—¿Quién eres?

Le dije que era escritor. Estábamos en medio de la nieve y los animales relinchaban, exhalando el cansancio en forma de vaho. Como todos los jinetes rusos, aquel muchacho también montaba de forma excelente, sin piedad por la bestia: los jinetes rusos, al cabalgar, no alzan el cuerpo de la silla de montar, sino que empujan hacia abajo al caballo con todo el peso de su tronco, de modo que el jinete se une al lomo del animal sin moverse apenas. Las monturas se habían detenido de repente, relinchando y resoplando, tras haber galopado a toda velocidad. El muchacho no entendió mi respuesta, así que me repitió la pregunta. Le repetí mi contestación pronunciando la palabra con más claridad: «Pisatiel.» Yo no hablaba ruso, pero había aprendido esa palabra porque, según se decía, los rusos respetaban a los escritores. Efectivamente, el muchacho sonrió, y su joven cara rojiza y orgullosa se iluminó con furia infantil.

—Jarasho —me dijo—. Idi domoi.

Saltó de su caballo y se dirigió hacia el ayuntamiento. Comprendí que me dejaba salir de allí y que podía irme a mi casa. Los compañeros del chico no me hicieron el menor caso. Atravesé deprisa el patio nevado y eché a andar por la carretera hacia la casa de campo en que llevábamos viviendo ocho meses, al lado de un bosque. La casa se encontraba en medio de una franja de tierra de nadie, rodeada por un gran jardín, en el límite de un pueblo para veraneantes. Durante aquellos ocho meses yo había vivido entre huidos y refugiados. La elección de aquella vivienda había sido un acierto: allí no llegaban los alemanes, ni los nazis húngaros ni los más recientes representantes del poder, los miembros de la milicia de los cruces flechadas, entrenados para la caza del hombre.

Volví a la casa por la orilla del Danubio. El río estaba lleno de bancos de hielo. Dos días antes, los alemanes se habían retirado del pueblo y sus alrededores sin llamar la atención y sin hacer el más mínimo ruido. Budapest no había sido cercada del todo por los rusos, quienes todavía seguían luchando al norte de la capital, cerca de Esztergom, en la orilla izquierda del Danubio, utilizando todas las variantes de sus armas más modernas: los morteros y unos lanzagranadas llamados «órganos de Stalin», tan peculiares como eficaces, que escupían fuego día y noche. Sin embargo, en la orilla derecha del río había una relativa calma. Sólo a veces llegaba hasta nosotros alguna granada o caía sobre una casa del pueblo una bomba de un avión distraído o confundido.

Unos días antes, los rusos habían ocupado la isla situada en medio del río. Los observábamos desde la orilla y los veíamos andar sobre la nieve mientras construían sus puestos; pero hasta el día después de Navidad no apareció ningún soldado ruso por el pueblo. Aquel día, por la mañana, corrió la noticia de que un destacamento ruso dirigido por un comandante se había instalado en la mansión de un antiguo diplomático que se encontraba a unos kilómetros, cerca de una pequeña ciudad. Los lugareños consideraron que era mejor enviar una comitiva al encuentro de los soldados y llevarles dulces de avellanas y semillas de amapola y botellas de aguardiente, para solicitar al comandante que mandase una patrulla también a nuestro pueblo, y salvarnos así de los ataques de los grupos armados que rondaban por los alrededores en busca de cualquier botín. El comandante prometió que enviaría a un soldado de patrulla esa misma noche y ordenó recoger todas las armas del pueblo. Yo llevaba un fusil de caza para entregarlo en el ayuntamiento cuando me topé con el primer soldado ruso.

Volví a casa caminando por la orilla del Danubio, entre la nieve. Anochecía. Al otro lado del río, en la penumbra, se veían destellos azules, rojos, amarillos y verdes parecidos a los cohetes de una extraña fiesta popular: eran las señales que lanzaba la infantería rusa en su lenta marcha hacia Budapest para pedir fuego de artillería que cubriera su avanzadilla. El fragor de los cañones se oía cerca, y también el silbido de alguna que otra bala. Era un ruido bien determinado e inequívoco, pero yo ya estaba tan acostumbrado que no me llamaba la atención.

En medio de la oscuridad pasaron a mi lado algunos vecinos del pueblo que me reconocieron y saludaron, un tanto perplejos. En aquel pueblo había una extraña mezcla de campesinos pobres que malvivían de sus jornales, y de veraneantes que procedían de la burguesía pudiente de la capital. Las casuchas de los primeros se amontonaban en las laderas de la colina, mientras que las casas de los pequeños burgueses enriquecidos a raíz de la Primera Guerra Mundial se encontraban a orillas del Danubio, formando una hilera confusa y excéntrica que recordaba una feria y que reflejaba los caóticos gustos de sus dueños: había casas que seguían el estilo de las tirolesas, otras que imitaban casas solariegas de estilo gentry empire, otras cuantas que pretendían parecer castillos de Normandía, e incluso algunas que recordaban las haciendas españolas o iberoamericanas. La mayoría estaban vacías, ya que sus dueños se habían trasladado a Budapest para pasar allí el tiempo que durase el cerco de la capital: según la opinión de la inmensa mayoría, Budapest «caería en cuestión de días», pues en la gran ciudad «los vecinos se enfrentarían a mariscales», mientras que el pueblo estaría en manos de cabos, y eso sería más peligroso. La verdad es que tanto una cosa como la otra eran muy peligrosas, y los que se habían marchado a Budapest se vieron obligados a refugiarse durante semanas enteras en los sótanos con los que allí se habían quedado, y tuvieron que enfrentarse a todos los horrores de la destrucción de la ciudad. Entre los dueños de las casas del pueblo hubo muchos que huyeron a Occidente: las suyas fueron las primeras que saquearon tanto los rusos como los demás vecinos.

Los que me saludaban perplejos en la oscuridad pertenecían al proletariado del pueblo. Su perplejidad se debía a que ni los grandes cambios ni «el momento histórico» despertaban en su alma la más mínima experiencia de «liberación». Pertenecían a un pueblo que había vivido en estado de esclavitud durante demasiado tiempo y parecían saber que su destino no había cambiado: los dueños de antaño se habían ido, habían llegado los nuevos, y ellos continuarían siendo tan esclavos como antes.

El zapatero del pueblo —que tenía fama de ser un comunista clandestino— me seguía por la orilla del río, resoplando, para exponerme sus ideas apasionadas pero confusas. Era un hombre gordinflón y caminaba a mi lado sin abrigo, en medio de aquel horrible frío; me explicaba, muy excitado, que los rusos al llegar al pueblo lo vieron y le gritaron «¡Asqueroso burgués! ¡Asqueroso burgués!», y que le quitaron el abrigo de piel que llevaba, le dieron dos billetes de cien penga s y unas palmadas en el hombro y lo dejaron, medio muerto de miedo, antes de continuar cabalgando. «Pensaban que soy un asqueroso burgués —me explicaba el zapatero, quejumbroso—, sólo porque soy gordo y porque llevaba un abrigo de piel. ¡Y yo que había esperado tanto su llegada!...» Fue la primera vez que oí ese tono de voz lleno de desengaño.

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3

La casa estaba a oscuras; llevábamos dos días sin luz eléctrica, una situación que se prolongaría durante varios meses. Nos quedaba leña, harina, quince kilos, yo había enterrado diez botellas de aceite en el viñedo, teníamos hasta jabón y café... Disponía de un traje que no me hacía falta, y había escondido el dinero que aún poseíamos en el desván, debajo de la viga principal, dentro de una caja metálica de Lucky Strike, para que no se lo comieran los ratones: teníamos cuatro mil pengos, que en aquella época bastaban para dos meses. Tenía hasta cigarrillos.

Los demás se habían acostado ya. Yo me preparé un café y estuve sentado solo, hasta el alba, en la habitación a oscuras, delante de una estufa cuyo fuego se consumía poco a poco. Me acuerdo perfectamente de aquella noche, con más nitidez y fuerza que de otras muchas cosas que ocurrieron más adelante. Algo se había acabado, una situación imposible había desembocado en otra situación nueva, igualmente peligrosa pero totalmente distinta. El soldado ruso que ese día había llegado a mi vida era obviamente algo más que un simple muchacho eslavo de cara rojiza, nacido en algún lugar cercano al río Volga... Me di cuenta de que ese soldado ruso no solamente había llegado a mi vida con todas las consecuencias que eso tendría, sino también a la vida de toda Europa. De Yalta todavía no sabíamos ni que existiese. Lo que sabíamos se resumía en hechos: los rusos habían llegado, los alemanes se habían ido, la guerra terminaría pronto; eso era cuanto yo comprendía de lo que había sucedido.

También comprendí que debía responder a una pregunta. No sabía formularla en aquel mismo momento, en aquella extraña noche, en la noche del día en que un guerrero del Este había llegado hasta un oscuro pueblo húngaro —uno sólo comprende lo que ve, lo que puede palpar—; pero percibía en la piel y con todos los sentidos que aquel joven soldado ruso había llevado una pregunta a Europa.

Desde hacía casi treinta años, el mundo debatía, ora en voz alta, ora en silencio, qué era el comunismo y qué sentido tenía. Los que habían contestado a esa pregunta habían encontrado respuestas diferentes, dependiendo de sus intereses, de sus convicciones, de sus ideales políticos, de la situación y del grado de poder que poseían. Muchos habían mentido o exagerado. Sin embargo, yo también había conocido a personas que no mentían y había leído libros que —debido a la garantía que ofrecían los nombres de sus autores— no exageraban. De todas formas, yo había vivido en un ambiente donde el comunismo se mencionaba inmediatamente después de los siete pecados capitales. Por eso llegué a la conclusión de que era el momento apropiado para olvidarme de todo lo que había oído sobre los rusos y los comunistas. En el mismo instante en que —en el patio nevado y brumoso del ayuntamiento— me encontré por primera vez frente a frente con un soldado ruso, empezó en mi vida personal el examen, la serie de preguntas y respuestas, la rendición de cuentas del mundo comunista y del no comunista, un examen que comenzaba también en el seno del mundo occidental. Una fuerza se había presentado en Europa, y el Ejército Rojo sólo constituía su expresión militar. ¿Qué fuerza era ésa? ¿El comunismo? ¿Los eslavos? ¿El Este?

Alrededor de la casa, en medio de la noche, un grupo de hombres iba y venía, refunfuñando. Aquellos merodeadores nocturnos hablaban un idioma extranjero. Yo estaba sentado en la habitación a oscuras y decidí que, en la medida de lo posible, despejaría mi mente de toda suspicacia e intentaría deshacerme tanto de los recuerdos y los desechos de mis lecturas y conversaciones como de los prejuicios oficiales que había en contra de los bolcheviques, para poder contemplar así, sin más, a los rusos y los comunistas.

Aquella tarde viví algo que sólo dos veces los llamados «trabajadores del espíritu» habían «experimentado» en Europa antes que yo: en el siglo IX, cuando los árabes llegaron hasta Autun y Poitiers, y en el siglo XVI, cuando los turcos avanzaron hasta Gyor y Erlau. Tampoco en esas dos ocasiones permitió Europa el avance del Este... Las incursiones llenas de saqueos y conquistas de los Gengis Kan, Tamerlán o Atila por el territorio europeo sólo habían representado unos intermedios trágicos pero pasajeros, y sus hordas —que respondían a la llamada mágica de algún atávico silbido tribal— habían terminado por retirarse, huyendo de Europa. Sin embargo, los árabes habían pretendido combatir el cristianismo —una conciencia ideológica, racial y espiritual diferente de la suya— partiendo de su propia conciencia ideológica, racial y espiritual... Y cuando Carlos Martel, el hijo bastardo, los derrotó definitivamente cerca de Autun, dejaron en Europa no sólo el recuerdo de sus saqueos, sino también las grandes preguntas de la cultura árabe a las que entonces había que responder. Trajeron no sólo los ecos de la astronomía, la navegación, la medicina, una nueva ornamentación y la manera oriental de contemplar la naturaleza, sino también un sistema numérico que permitió el desarrollo del pensamiento técnico cuando acabó por desterrar los torpes y complicados números de los sistemas griego y romano. Con ellos llegó la conciencia de un helenismo que apenas había despuntado en las celdas en penumbra y en el alma enquistada del escolasticismo de la Alta Edad Media, hasta que por fin Gerardo de Cremona tradujo varias docenas de obras literarias y científicas griegas al latín, entre otras la obra casi completa de Aristóteles... El mundo cristiano supo responder a esa primera pregunta «bárbara» llegada del Este: respondió con las armas, cerca de Autun, y con el Renacimiento y el Humanismo, que —sin el aliciente helenístico y aristotélico de la cultura árabe— quizá hubiesen tardado siglos enteros en iluminar el alma medieval.

Es indudable que el Renacimiento fue una respuesta a la primera gran invasión ideológica llegada desde el Este. El mundo cristiano volvió a responder al segundo ataque procedente del Este, el del Imperio Otomano, con las armas así como con un gran intento de renovación, con la Reforma. ¿Cómo respondería mi mundo, el mundo occidental, a ese joven soldado ruso llegado del Este que me preguntaba a mí, a un escritor europeo sin nombre, quién era?

Estuve toda la noche allí sentado, en aquella oscuridad singular, escuchando el estrépito de los cañones que disparaban con la monotonía de la maquinaria de una fábrica y que destruían, a pocos kilómetros de donde yo me encontraba, todo lo que había sido mi hogar y representado mi forma de ver el universo, e intentaba imaginar cuál sería la pregunta que aquel soldado eslavo, rubio y rebosante de salud, vestido con un abrigo chino acolchado, iba a formular a mi mundo. No traté de encontrar la respuesta porque sabía que éstas no se deciden así. El Renacimiento no había sido decidido por los humanistas, ni la Reforma por Lutero... Las respuestas así simplemente ocurren. Sin embargo, me esforzaba en imaginar qué quería de mí aquel soldado ruso.

Naturalmente se llevaría el cerdo, el trigo, el aceite, el carbón y las máquinas, de eso no cabía duda (entonces todavía no podía imaginarme que también se llevaría personas). Pero ¿qué más quería, aparte del cerdo, el trigo y el aceite? ¿Querría también mi alma, es decir, mi personalidad? No tuvo que pasar mucho tiempo para que esa pregunta resonara con toda su fuerza no solamente dentro de mí, ni solamente en medio de la noche, en aquella casa de campo solitaria. Acabamos por enterarnos de que quería llevarse todo eso y, para colmo, también nuestra alma, nuestra personalidad. Cuando nos dimos cuenta de ello, el encuentro sobrepasó los límites del destino de un pueblo y adquirió un significado diferente para el mundo entero.

Los grandes imperios se marchitan antes que los bosques tropicales... La Historia está llena de fósiles de extraños cuerpos de mamuts como el imperio seléucida, el nubio o el libio, que florecieron durante unos instantes pero que luego desaparecieron, enterrados en la arena sin dejar rastro. Sólo un necio podría creer que los pueblos gigantes se preocuparían en lo más mínimo por el destino de la Hungría milenaria. Si el país se interponía en su camino, molestando a su paso, lo aplastarían sin ira, con indiferencia; si podían utilizarlo durante un momento, lo contratarían para un papel secundario; de la misma forma que lo habían contratado los alemanes, lo harían los rusos. Eso es el destino, y una nación pequeña apenas puede hacer nada para oponerse a él... Sin embargo, era necesario responder sin suspicacias ni prejuicios a la pregunta que el joven bolchevique ruso había traído a mi vida, a la vida de todos los que habíamos sido educados según las normas de conducta propias de la cultura occidental. Allí, en medio de la oscuridad, creí ver aquel rostro joven, ajeno e indiferente. No me resultaba antipático, pero sí alarmantemente ajeno.

En aquel instante, en aquel punto de la guerra, no sólo yo —un escritor «burgués» húngaro, refugiado en una casa de un pueblo húngaro— pensaba en los rusos con angustia. También los ingleses, los franceses y los estadounidenses los observaban con una esperanza incierta. Un gran pueblo, a costa de enormes sacrificios, había cambiado el curso de la Historia cerca de Stalingrado... y yo acababa de encontrarme con alguien que representaba y encarnaba esa enorme fuerza. Para muchos, para los perseguidos por el nazismo, aquel joven ruso había traído, de alguna manera, la liberación, la salvación del terror nazi. Sin embargo, no podía traer la libertad, puesto que él tampoco la tenía. Y eso era algo que aún no se sabía en aquel momento.

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4

Fueron llegando poco a poco, por espacio de dos semanas, a rachas y sin lógica alguna, a veces solos, a veces en parejas. Casi siempre pedían algo: vino, comida, en ocasiones tan sólo un vaso de agua. Pasada la angustia de los primeros contactos, esos encuentros se fueron desarrollando en un tono humano, quizá un tanto teatral o estudiado. Una vez quedaron claras las formas rudimentarias de saludo y la comunicación básica, no teníamos más que limitadas posibilidades de conversación. En la casa vivía una joven que había estudiado en la Universidad de Praga y hablaba bien el idioma checo. Ella actuaba de intérprete, y los rusos la comprendían a grandes rasgos.

Llegaban de día y de noche, sin llamar al timbre ni a la puerta. Durante los primeros días y noches, a veces nos sorprendía encontrar en los momentos más inesperados, al lado de nuestra cama o nuestra mesa, a un ruso con metralleta. No tardamos mucho en acostumbrarnos también a eso. La mayoría se quedaba poco tiempo.

Un día llegaron tres juntos, dos oficiales, uno de ellos capitán, y un soldado. Como descubrimos más adelante, los oficiales en el ejército ruso empezaban a partir del rango de comandante: estos últimos habían estudiado en alguna academia militar, disponían de ordenanzas y la mayoría hablaba algo de alemán. Por el contrario, los oficiales por debajo del grado de comandante no contaban como tales, por más estrellas que lucieran en sus uniformes. Había también otros grados, otras relaciones de superioridad o inferioridad difícilmente comprensibles para un extraño: existían los oficiales políticos que controlaban a los soldados por encargo del Partido, y seguramente había otros que controlaban a los oficiales políticos. Unos años antes, al principio de la guerra, había leído un libro editado en Suiza cuyo autor, un militar ruso llamado algo así como Bassenev, intentaba describir el ejército popular ruso. Me acordé de aquella lectura, pero me di cuenta de que la realidad era mucho más complicada que la descrita por el autor.

Esos tres visitantes, por ejemplo, pertenecían a un grado difícilmente determinable según la clasificación militar occidental. Eran jóvenes, el soldado era conductor y muy corto de luces, y los dos oficiales estaban ligeramente bebidos. Llegaron hacia el mediodía y yo intenté recibirlos con cortesía, respetando las costumbres sociales, puesto que había comprendido que ese tratamiento era lo más adecuado para domesticar a los visitantes rusos: les di la mano, los invité a sentarse, les ofrecí un cigarrillo de los pocos que me quedaban y una copita de aguardiente y luego esperé a ver qué ocurría. Los buenos modales, las formas externas de la vida social, tenían en ocasiones efectos positivos sobre los rusos. La mayoría de las veces llegaban armando mucho ruido, buscando «fusiles» y «Hermanns», o sea, alemanes, pero se calmaban tras las primeras palabras de cortesía, tras los primeros gestos de convite. En esa ocasión también ocurrió así: cuando alcé mi copa de aguardiente para brindar a su salud, los tres se levantaron a la vez y me devolvieron el saludo, alzando sus copas con cortesía. A continuación volvimos a sentarnos al lado de la estufa redonda y empezamos a hablar casi como suelen hacerlo, en tiempos de maniobras militares, los soldados y sus anfitriones. Los miembros de la familia —mi esposa, un niño que vivía con nosotros en la casa y la joven que hablaba el idioma eslavo— estaban también presentes. La situación era extraña, diferente de la que nos habían descrito quienes acababan de huir. Empezaba a albergar ciertas esperanzas.

Éstas no eran del todo infundadas en los primeros tiempos. Con los oficiales y los soldados del ejército regular nos entendíamos bien y no nos causaban daños ni perjuicios, sobre todo si no estaban bebidos o si había algún superior en las cercanías. Hubo ciertas excepciones, sobre todo durante los primeros días, gente que sólo se preocupaba por el botín que podía conseguir: llegaban en la oscuridad de la noche, se metían en las casas blandiendo sus armas, exigían que se les entregaran los relojes, las bebidas, las botellas de colonia, y se llevaban todo lo que encontraban. Se notaba que tenían cierta mala conciencia: temían el castigo de sus superiores. Sin embargo, la mayoría de los soldados regulares, sobre todo los oficiales, se comportaron bien en aquel pequeño pueblo: demostraban comprensión, no como en la ciudad cercana, donde el saqueo y las violaciones se permitían y toleraban.

Los tres soldados estaban sentados amigablemente al lado de la estufa. El conductor era bastante idiota, pero también intentaba mostrarse educado e imitaba el comportamiento de los dos capitanes. Los tres me contaron lo que hacían en la vida civil —uno de ellos era delineante— y me preguntaron por mi oficio. Aquélla era mi primera conversación larga con soviéticos, y me di cuenta de nuevo de que «escritor» era una palabra mágica para ellos. En el instante en que les dije a qué me dedicaba, empezaron a observarme con reconocimiento y atención, como si yo fuera un ser excepcional. Miraron alrededor, contemplando mi habitación, cuyos muebles no parecían muy elegantes (la casa no era mía; me había trasladado a ella ocho meses antes porque así me lo habían rogado unos amigos), y resultó evidente que se emocionaron con lo que vieron. El capitán más joven —el que era delineante— me dijo que estaba encantado de haberme conocido, porque las personas como yo «le fascinaban». A continuación me preguntaron si la casa era mía. Cuando contesté que no, empezaron a describirme con entusiasmo los privilegios de que gozaban los escritores en la Unión Soviética, asegurándome que allí yo ya tendría casa con jardín y automóvil. El mayor de los tres se entusiasmó demasiado y me preguntó si acaso deseaba escoger, en el pueblo, alguna otra casa más ostentosa y señorial, porque de ser así él me la facilitaría con mucho gusto... Yo decliné su oferta entre risas.

A mí todo eso me parecía infantil y extraño: no acababa de comprender su admiración por los escritores. Intenté averiguar lo que conocían de la literatura rusa y de la universal. A mi pregunta los tres respondieron que lo conocían todo porque en su patria, la Unión Soviética, todo el mundo leía. Cuando les pedí más detalles, uno de ellos pronunció el nombre de Pushkin y otro el de Lermontov. Más adelante, en otras ocasiones tuve oportunidad de reparar en que esos dos nombres —sobre todo Pushkin— eran conocidos por la mayoría de ellos: el recuerdo de las lecturas obligatorias del colegio se resumía en dos nombres propios. Al oír mencionar a Tolstoi y Dostoievski, asentían con la cabeza, pero se veía que sus nombres no les decían nada. Mientras conversábamos, uno de mis invitados, el más bebido, intentó toquetear a la intérprete. Sin embargo, con una sola mirada por mi parte la soltó, y su compañero, el delineante, le dijo algo en tono de reproche. Desde ese momento, los tres se comportaron de una manera absolutamente correcta. Nos dimos la mano para despedirnos, yo los acompañé hasta la puerta de la valla —entonces todavía existían la valla y la puerta—, y esperé hasta que subieron al trineo. Estaban alegres, eran jóvenes, y su trineo verde —¡sólo Dios sabe dónde habían encontrado aquel vehículo!— iba tirado por un caballo adornado con unos aparejos de campanillas; toda aquella imagen, en suma, parecía una estampa festiva de la época de las guerras napoleónicas.

Mis invitados se fueron en medio de un sonoro tintineo, y al girar en el otro extremo del jardín, empezaron a disparar al aire con sus metralletas... «Sólo son unos jovencitos —pensé cuando el trineo desapareció por el camino nevado entre la bruma—, unos adolescentes.» Volví a la casa y comentamos los detalles de aquella extraña visita.

La angustia disminuía: los rusos, al parecer, no eran tan salvajes como su fama decía... Ésa fue la alentadora conclusión a la que llegamos. Sin embargo, Stendhal, al regresar de Kiev junto a Napoleón, escribió de ellos: «Cet océan de barbarie puante.» Se lo dije a los demás. La realidad —eso esperábamos— era diferente: esos tres jóvenes eran incultos, pero... ¿por qué deberían ser especialmente cultos los miembros de un ejército del Este? En todo caso eran sanos, alegres e imparciales. Y además manifestaban respeto por los escritores. «No olvidemos —sentencié— que vienen de Oriente, donde ya en la época de los asirios, en la época de Hammurabi, la escritura tenía su dios, llamado Nabu...» Así pasábamos el tiempo entre bromas.

La cuestión es que empezó a intrigarme por qué «escritor» era un término tan mágico para los rusos. Una mañana llegó a mi casa un oficial superior —comandante o teniente coronel— acompañado de su séquito, compuesto por hombres con abrigos de piel, botas de calidad y guantes forrados, gorras propias de su rango y galones dorados en los hombros. El oficial hablaba bien alemán. No se sentaron. Habían estado almorzando en la casa de al lado, y allí les habían dicho que aquí vivía un escritor, y ellos se presentaban para ver a esa especie animal tan rara. La visita fue corta pero concienzuda. El comandante se detuvo en el centro de la habitación, en medio del semicírculo formado por los miembros de su séquito de oficiales, con su fusta de montar en la mano y unos prismáticos que le colgaban de una correa de cuero sobre el pecho: parecía el jefe de un ejército representado en un libro de Historia. Me preguntó si yo era el escritor. Y me miró detenidamente. Le indicó a uno de sus oficiales que me sacara una fotografía. En el escritorio se encontraba mi máquina de escribir con un manuscrito empezado. En un tono decidido pero cortés me preguntó si estaba trabajando en algo. Le respondí que dada la situación no podía dedicarme a nimiedades de carácter literario, pero que seguía escribiendo mi diario, como siempre, en tiempos de paz y de guerra. Asintió con la cabeza, como si me comprendiera a la perfección, y me preguntó si anotaba en el diario todas mis experiencias.

—No todas —le respondí—, sólo las que considero importantes.

—Entonces anote, por favor —dijo con seriedad y severidad—, que vino a verlo un oficial ruso y que no le hizo daño alguno. Anote también que ese oficial ruso ha visitado la casa de Tolstoi en Iasnaia Poliana, la casa que los soldados de su patria saquearon por completo. ¿Lo anotará? —me preguntó con adustez.

Le prometí que sí (la situación no me permitía discutir con un oficial ruso, así que no pude decirle que la noche anterior los soldados rusos habían saqueado y despojado la casa de Zsigmond Móricz, que se encontraba en el pueblo, y que habían pisoteado con sus botas llenas de barro las páginas de sus manuscritos, desparramadas por el suelo... Así son las guerras, siempre terribles, y las botas llenas de barro siempre acaban pisoteando los manuscritos de tierras extranjeras). El oficial estuvo mirando alrededor durante unos minutos más, luego se encogió de hombros, se llevó una mano a la visera para saludar a la manera castrense, se dio la vuelta, con un ademán ordenó a los miembros de su séquito que lo siguieran y se fueron todos. Yo me quedé contemplándolos, atónito. Ahora he cumplido lo que había prometido.

Todo era distinto de lo que habíamos esperado. Tan diferente y tan sorprendente que empecé a sospechar, como quien se pierde en la oscuridad y no halla las señales para salir del bosque... ¿Qué clase de hombres eran aquéllos? Unos minutos después llegó una criada de la casa de al lado para contarnos que los oficiales rusos que habían almorzado en la casa, que le habían besado la mano a la anfitriona al despedirse, que habían pasado a nuestra vivienda para ver a un escritor en vivo y que se habían ido en paz, una vez en la carretera mandaron volver al chófer con metralleta para exigirle al anfitrión que le entregara su reloj de oro. El anfitrión despojado —que no había sospechado nada y se había permitido consultar su reloj de pulsera a la vista de sus invitados durante el almuerzo— nos contó de nuevo la noticia, más tarde, preguntándose, muy perplejo: «Entonces ¿por qué le besaron la mano a mi esposa?» Empezábamos a sospechar que los rusos presentaban algunos rasgos muy asombrosos.

Algunos judíos, ocultos en el pueblo durante la persecución alemana y húngara, comenzaron a salir de sus escondites. Cerca de nosotros vivía un anciano con toda su familia: era boticario, un burgués pudiente que se había salvado de la persecución de los cruces flechadas. Sin embargo, las mujeres de su familia temían a los rusos. Cuando llegó el primero de ellos, el anciano —una persona digna de respeto, con barba blanca, que recordaba a un patriarca— se detuvo solemnemente delante del soldado y declaró que era judío. La escena posterior fue sorprendente: el soldado, al oír aquello, sonrió, se quitó la metralleta, se acercó al anciano y le dio dos besos según la costumbre rusa, uno en cada mejilla. Le dijo que él también era judío. Mantuvo la mano del anciano en la suya durante unos momentos en actitud amistosa.

A continuación, volvió a colgarse la metralleta del cuello e invitó al anciano, con toda su familia, a reunirse en uno de los rincones de la habitación, a darse la vuelta y levantar las manos. Como el anciano no comprendió sus indicaciones a la primera, le gritó que obedeciera de inmediato, añadiendo que si no lo hacía los mataría a todos. Las mujeres y el anciano se agruparon en el rincón y se giraron hacia la pared. El ruso les robó todo lo que tenían, de manera paciente y metódica. Era un experto: golpeó las paredes y la estufa hasta encontrar los huecos, rebuscó en todos los cajones, dio con las joyas familiares escondidas y todo el dinero que poseían, unos cuarenta mil pengos. Se lo metió todo en los bolsillos y se marchó.

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5

Olfateaban el vino como los perros de caza olfatean el venado. Golpeaban el suelo de las bodegas con la culata de los fusiles —los vitivinicultores habían enterrado los barriles en sus bodegas, pero los rusos aprendieron pronto las artimañas de la búsqueda del vino—, y allí donde sonaba a hueco empezaban a cavar hasta que daban con él. El ritmo del ataque de los rusos disminuyó en dos frentes; cuando las tropas soviéticas llegaban a las regiones donde había buen vino, los oficiales sólo a duras penas conseguían convencer a los soldados de que siguieran, y hasta tenían que pedir refuerzos. Así ocurrió en las dos regiones vitivinícolas de las montañas del Mátra y el lago Balaton. Todos sus actos eran así de imprevisibles.

A veces el mismo ruso que por la mañana había estado en una casa conversando amistosamente con una familia, enseñándole, sentimental, las fotografías de los suyos, acariciando suavemente la cabeza de los niños y regalándoles caramelos o manzanas, regresaba más adelante —por la tarde o la noche—, de improviso, para robarla. Como la imaginación de la gente funcionaba en aquellos días de manera un tanto exacerbada, yo no creía todas las historias que contaban sobre el comportamiento de los rusos, y sólo anoto aquí los hechos que he vivido personalmente o cuya veracidad he podido comprobar.

Es verdad que «escritor» era un término mágico para la mayoría de los rusos —de la misma forma que «actor», «médico» y en ocasiones incluso «sacerdote»—, pero también es cierto que esa palabra no siempre tenía ese efecto mágico. Una mañana se presentó un ruso en mi casa exigiendo harina —lo habían mandado, naturalmente, los vecinos que sabían que teníamos algo de harina escondida—, y por más que le repetí que estaba en casa de un escritor, encontró la harina y se la llevó, refunfuñando con rabia. En Año Nuevo ya no nos quedaba ni un pedazo de pan. Fue entonces cuando aprendí que el hambre es algo más poderoso que el mismo oro: una madrugada, un barquero y yo atravesamos en su destartalada lancha el Danubio, lleno de bloques de hielo, para ir a una localidad de la isla de enfrente porque había oído que el molinero vendía harina a cambio de oro. Encontré a aquel Shylock pueblerino —un suabo gordo de cara morada— en el molino, y sin decir palabra le mostré un reloj de oro suizo de mujer, uno de los últimos objetos de valor material que aún poseíamos. El molinero entendía no sólo de harina, sino también de oro: abrió la tapa del reloj con un ademán de experto, digno de un joyero, y sacó una lupa del cajón del escritorio para examinar la marca del oro. Era bueno, de dieciocho quilates. Suspiró y me devolvió el reloj con un movimiento entre ridículo y serio.

—No tengo harina —dijo, abriendo los brazos con impotencia—. Los rusos se llevaron anoche toda la que tenía.

Allí estábamos —el molinero, hambriento de oro, y yo, el escritor hambriento de harina—, impotentes en medio de la situación mundial. Tuve que volver a casa con las manos vacías, y mientras la lancha se deslizaba entre los bancos de hielo hacia la orilla de enfrente —poco antes se había producido un fuerte ataque con cañones, ya que los rusos se preparaban con renovadas energías para ocupar Budapest—, yo reflexionaba sobre aquella situación tan extraña. Llegué a entender un poco las penurias que sufrieron los conquistadores de antaño.

Hubo bastantes excepciones, pero durante las dos pri

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