Lola Hoffmann

Leonora Calderon Hoffmann

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

De regreso de un largo viaje por la India, en el que mi querida abuela Lola y mi abuelo Franz estuvieron muy presentes, me dispongo a revisar las últimas líneas de la biografía de Lola Hoffmann.

El año 1993 publiqué el libro Mi abuela Lola Hoffmann, que tuvo varias ediciones y se agotó en las librerías. Luego, viví muchos años fuera de Chile y de regreso me encontré con que ya era imposible de hallar. ¡Ni siquiera yo me había quedado con una copia!

Las sincronías, de las cuales mi abuela siempre habló, fueron una vez más las que permitieron que este libro saliera a la luz nuevamente, junto a los consejos de Alfonso Gómez, quien me recomendó presentar el proyecto de reedición a Penguin Random House. Ha sido un proceso íntimo y profundo, casi una reescritura completa. Por eso, hoy, en el año de la serpiente de agua, veinte años después de la primera edición, nace Lola Hoffmann. La revolución interior para todos aquellos que la conocieron y para la nueva generación de chilenos que buscan una revolución interna.

En mayo de 1988, Lola Hoffmann partió de este mundo. Cuatro años antes, mi abuela dejó su casa ubicada en Pedro de Valdivia para trasladarse a Peñalolén, decisión que me permitió estar más cerca de ella y conocerla más profundamente. Trato de recordar ese día...

Era un día de primavera particularmente luminoso. Llegó de visita al atardecer. Sus ojos grises, profundos, su ademán altivo. Su cabello peinado que la hacía verse hermosa y radiante pese a los años... Caminaba por el jardín disfrutando de los aromas, de las texturas, del aire, sintiendo por los poros la atmósfera mágica de aquel lugar, aprehendiendo todo lo que sus ojos enfermos no alcanzaban a ver.

Mis padres la habían invitado a la parcela donde vivían. Querían que conociera el sitio para convencerla de que dejara su jardín secreto de Pedro de Valdivia y se trasladara a los pies de la cordillera de los Andes, a Peñalolén, un lugar donde podría vivir los últimos años de su vida cerca de la familia. Fue una oportunidad fantástica para nosotros de conocer a este personaje casi mítico, del cual no sabíamos mucho.

La quinta de Pedro de Valdivia, que la cobijó durante más de cincuenta años, había dejado de ser el lugar más adecuado para ella. Allí estaba sola. No era ya aquel espacio donde vio crecer a sus hijos, donde tanta gente renació a una vida mejor, donde junto a Franz crearon un mundo aparte, cada uno con sus universos propios. Franz había muerto el año 1981 y las cosas eran diferentes. La quinta familiar no era más el sitio que yo recordaba de mi infancia.

Cuando esa tarde Lola llegó a Peñalolén, los recuerdos afloraron a su memoria. Comprobó, como tantas veces en su vida, que los acontecimientos estaban encadenados. Allí donde estaba parada era el lugar exacto al cual la había llevado Franz en aquel primer paseo que hicieron apenas llegados de Alemania el año 1931. Típico de ella.

Su rostro tomó una expresión muy especial y, un poco alucinada, recordó las grandes y perfumadas flores de un floripondio que por allí crecía y que la habían impresionado hacía tantos años. Lo buscamos; aún existía, pero solo quedaba el tronco viejo. Meses después volvió a florecer milagrosamente.

Lola nos contó que al llegar de Alemania, Franz quiso mostrarle los paisajes que le había descrito con tanta pasión cuando se conocieron en Berlín. Uno de esos lugares era precisamente este faldeo cordillerano en Peñalolén que, en el inicio de la década del treinta, era un sitio completamente agreste, lejano.

Lola tenía veintisiete años cuando llegó a Chile. No había salido nunca de Europa. De no haber mediado su amor por Franz, jamás habría imaginado que desarrollaría su vida en un país tan distante y desconocido. Pero así, poco a poco, a través de los gestos llenos de amor de Franz, quien amaba profundamente la naturaleza de Chile, Lola se fue involucrando con esta tierra.

Con el paso del tiempo, el mundo exterior de mi abuela se fue reduciendo. A medida que su universo espiritual crecía, las ciudades y paisajes que alguna vez conoció se transformaron en recuerdos. Sus largos viajes por Europa, Estados Unidos y América se restringieron a Chile. Más tarde solo a Santiago y, al final de su vida, del brazo de Griselda, su enfermera, o de don Pedro, su mayordomo, únicamente a la parcela de Peñalolén.

Riga, Freiburg, Tübingen, Zúrich y Santiago fueron cediendo el espacio a su inmenso mundo interior, protegido como en una crisálida por su casa de Pedro de Valdivia. Todos los objetos que allí había, sus fotografías, los retratos de sus abuelos, las esculturas, sus muebles, sus plantas y, sobre todo, su inmensa biblioteca, se convirtieron en su mundo material inmediato. Pero había mucho más que eso. Lola parecía no pertenecer a ningún país, no era judía ni alemana ni letona ni rusa ni chilena. Su pequeño entorno material protector se convirtió en su verdadera patria: Lola pertenecía a ese rincón mágico, íntimo, donde desarrolló su mundo interior. Desde allí fue capaz de entrar en la conciencia de tantas personas que buscaban en esa anciana sabia las respuestas que les ayudarían a vivir de forma más plena y feliz.

Cuando murió mi abuelo Franz, mi padre quiso llevar a Lola a nuestra parcela de La Reina. Incluso hizo dibujos de una casita para ella. Mi abuela no aceptó. Hoy creo que hizo bien: haberla sacado de aquella casa, con la sombra de mi abuelo aún rondando por sus jardines, habría sido dejarla muy desamparada. Pero la idea siguió latente.

Años más tarde, mis padres se trasladaron a Peñalolén. Y allí se produjo el milagro, una de aquellas locuras llenas de cordura que rara vez ocurren. No sé muy bien de dónde surgió la idea o si todos la pensamos al mismo tiempo. Lo cierto es que un día flotó en el aire una pregunta, de esas que vienen con respuesta: ¿Por qué no trasladamos a la Lola con casa y todo? No solamente maletas y bultos empaquetados, sino la casa con sus paredes, sus ventanas, sus espacios conocidos y sus aromas; con el sol entrando cada mañana por los mismos sitios y con los mismos atardeceres.

La casa de Lola tenía más de cincuenta años. Mis padres encontraron a quien había sido el arquitecto, un señor Middleton, y este, a su vez, buscó a los mismos maestros que la habían construido para que la reprodujeran. Y así, como en una alfombra mágica, Lola, con una gran sonrisa y dentro de su mismo hogar, aterrizó una tarde en Peñalolén para terminar su vida entre nosotros.

Mis padres pusieron el máximo esmero y cariño para que la reproducción de la casa fuera perfecta. Los libros y los cuadros fueron reinstalados tal como en sus lugares de procedencia. El cuerpo envejecido de Lola casi no notó el cambio. Ella veía muy poco, se movía con dificultad, pero allí estaban sus cosas, en el sitio de siempre, a distancias conocidas. Aparentemente, solo el número de la calle había cambiado. Los más desconcertados fueron los amigos y pacientes de mi abuela, quienes no entendían nada. Atravesaban medio Santiago para llegar a Peñalol

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