Epifanía en el desierto

Hernán Rivera Letelier

Fragmento

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A la del medio le dicen la Reina Isabel, dijo mi amigo. Eran tres prostitutas entrando al patio de los buques de Pedro de Valdivia, y la del medio —melena estilo su majestad británica— era la más vieja y fea de las tres. Larga y huesuda, era también la que vestía de modo más extravagante. Sin embargo, se notaba de lejos que se creía el cuento de su apodo: sus ademanes exhalaban un estudiado aire aristocrático y su andar era de reina.

Esa fue la única vez que la vi.

Dos semanas después la hallaron muerta en su camarote: sus compañeras de oficio decían que a causa de un tumor cerebral. En la mina me enteré por algunos viejos que fueron sus parroquianos, y que la acompañaron en el velorio y en el funeral, que el anciano sacerdote del campamento se negó a hacerle la misa de cuerpo presente porque era una mujer pública. Porque según la ley de Dios —decían que había dicho el cura—, ni los suicidas ni las rameras tenían derecho al Santo Oficio.

Yo era entonces un joven de veinticuatro años, criado en un hogar en donde se oraba al Señor seis veces por día —al despertar por la mañana, al sentarse a la mesa en las cuatro comidas del día y al acostarse por la noche—, y oír aquello me enfurruñó sobremanera. El Dios que me habían inculcado en la infancia no podía haber dicho o escrito aquello. «Dios es amor», era el lema bíblico más repetido en casa.

Uno de los viejos más huachucheros de la cuadrilla graficó exactamente lo que yo quería expresar en esos momentos:

Eso debe ser cosa del cabrón del cura, dijo, Dios no puede ser tan patevaca.

Por la noche, recostado en mi litera de fierro, escribí en su homenaje una especie de oda a la ramera más talentosa del campamento. Ese reivindicativo e ingenuo poema sería el germen del cual, veinte años más tarde, surgiría la novela. Muchos de sus versos van incrustados en el discurso fúnebre que el Poeta Mesana lee en el funeral de la Reina.

Tiempo en que ocurrieron estos hechos: diciembre de 1974, poco después de volver de mis correrías de vagabundo.

Cinco años antes había decidido partir de la pampa inspirado por las imágenes que se comenzaban a ver por esos años en los noticiarios de los cines. Fue a finales del mítico año 68. En el mundo se estaba llevando a cabo una revolución juvenil asombrosa, en las pantallas de cine se veía a jóvenes de pelo largo y vestimenta de colores estridentes protestando contra la guerra de Vietnam, enfrentándose con flores a la policía. Abandonando hogares, colegios, fábricas, las imágenes los mostraban en las calles con una guitarra al hombro, fumando yerba en las plazas, predicando el amor libre y haciéndolo alegremente en parques, playas y estaciones de trenes.

Y yo, con dieciocho años, me estaba perdiendo todo aquello.

No podía ser.

Obnubilado por aquellas escenas, y por la música de rock que hacía de banda sonora —y porque caí en la cuenta de que hasta ese momento, aparte de Antofagasta, no conocía nada más que la pampa: apenas tres o cuatro campamentos miserables, calles de tierra, casas de calaminas—, renuncié a la Compañía Anglo Lautaro, hoy Soquimich, a la que había entrado a trabajar a los quince años. Me fabriqué una mochila de lona verde, le quité el cintillo a una polola —hombres y mujeres llevaban cintillo en el pelo— y me fui a recorrer el mundo, a integrarme al movimiento hippie, a ser parte de la famosa revolución de las flores que, a decir verdad, hasta ese momento no sabía muy bien en qué carajo consistía.

Aún ahora no lo tengo muy claro.

Anduve cuatro años deambulando por Chile y por algunos países del cono sur, sin pasaporte, sin destino, sin un peso en los bolsillos, a la buena de Dios. Todo en pos de una revolución que, creíamos, iba a cambiar el mundo. Al final no sé si el mundo cambió un ápice o si todo fue un sicodélico sueño, un bello por candoroso sueño. Aunque en lo personal no tendría de qué quejarme, este viaje me resultó iniciático: descubrí que podía escribir, que no lo hacía tan mal y, lo mejor de todo, que me sentía bien haciéndolo.

Descubrí que llevaba un poeta dentro.

La historia de cómo, tumbado en una playa de Arica, muerto de hambre, escribí mi primer poema para un concurso radial —premio: un vale para dos cenas en un hotel—, lo conté en mi libro Canción para caminar sobre las aguas, junto a otras peripecias vividas en esos años de insolente y feliz vagabundeo.

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1973. Septiembre, 11. Golpe de Estado. El país bajo ley marcial. Toque de queda. Las ciudades ocupadas por el Ejército (las poblaciones se veían rodeadas de ametralladoras punto treinta). Las carreteras quedaron a merced de las patrullas militares y por lo tanto ya no fue seguro andar de mochilero. En ninguna parte.

El miedo se apoderó de los chilenos.

En la televisión y en los diarios, siniestros personajes de lentes oscuros y capas vampirescas nos infundían terror con sus gestos de emperadores romanos y sus tétricas voces asnales. Mientras, soldados con la cara pintada y yatagán en mano en las calles, enfurecidos y drogados, le cortaban el pelo a los melenudos y le rasgaban los pantalones a las mujeres. Todo esto lo narré en Canción para caminar sobre las aguas.

Entonces volví al norte. Pasé por Antofagasta. Hallé a mi padre enfermo. Siempre que pasaba a verlo me repetía: «Sienta cabeza, hijo, yo te consigo trabajo en Mantos Blancos». El viejo estaba a punto de soltar la herramienta, como decía él, así que esa vez acepté su ofrecimiento y entré a trabajar en la mina de cobre en donde él, minero de toda la vida, había jubilado. Dos meses después murió. Expiró ahogado por la silicosis, azul como un arlequín de Picasso.

En Mantos Blancos alcancé a estar poco más de un año. A

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